martes, 16 de diciembre de 2014

LÍNEAS CONTINENTALES
(Publicado en The Clinic en abril de 2013)

Cuando releo pedazos de la “Parte de los crímenes” de 2666 de Roberto Bolaño y recuerdo los espeluznantes detalles a los que puede dar forma el ensañamiento humano (mujeres violadas hasta por el ombligo, que ha sido previamente tajeado, por ejemplo); cuando a instancias de un amigo demente me pongo a mirar las fotos y los videos del mexicano y sanguinario blogdelnarco.com; cuando leo “Los muertos”, el poema de la mexicana María Rivera, pero sobre todo cuando en Youtube la oigo a ella misma leyéndolo en el DF, con su vozarrón fuerte y duro pero a la vez provisto de una inmensa dulzura, ante una multitud crecientemente atenta: “Allá vienen / los descabezados,/ los mancos, / los descuartizados, / a las que les partieron el coxis,/ a los que les aplastaron la cabeza, / los pequeñitos llorando / entre paredes oscuras / de minerales y arena”; cuando leyendo a algunos de los mejores narradores latinoamericanos en activo, como el hondureño Horacio Castellanos Moya, el colombiano Juan Gabriel Vásquez, el guatemalteco Rodrigo Rey Rosa, los mexicanos Yuri Herrera o Julián Herbert o Antonio Ortuño o los brasileños Dalton Trevisan o Férrez (o Rubem Fonseca, para mayor rotundidad), cuando leyéndolos me entero de más y más minucias sobre las desatadas formas que puede tomar la violencia y el terror en el continente; cuando a propósito de los 40 años del 11 de septiembre de 1973 reviso algunos de los mejores libros testimoniales o documentales que sobre el periodo que siguió a ese día negro se han escrito (muchos de los cuales han sido reeditados últimamente, siendo clave Tejas Verdes de Hernán Valdés); cuando, en fin, recorro literal o literariamente este continente de lado a lado o de arriba abajo –y sobre todo en su centro–, capto mejor, más hondamente, el sentido de ese formidable y exagerado poema de Rubén Darío en el que se refiere a América como a “una histérica / de convulsivos nervios y frente pálida”. El poema es de 1892, se llama “A Colón”, está incluido en El canto errante y termina así: “Duelos, espantos, guerras, fiebre constante / en nuestra senda ha puesto la suerte triste: / ¡Cristóforo Colombo, pobre Almirante, / ruega a Dios por el mundo que descubriste!”. El punto de distancia con el desaliento rubendariano, eso sí, lo obtengo justamente porque esa “histérica de convulsivos nervios” ha engendrado, también, a Rubén Darío, Roberto Bolaño, Rodrigo Rey Rosa, Julián Herbert, Yuri Herrera, Ferréz, Dalton Trevisan, Rubem Fonseca, Horacio Castellanos Moya, Rodrigo Rey Rosa, María Rivera, etcétera.

lunes, 20 de octubre de 2014

CAPITÁN DE ALTURA
                 (leyenda leyendo)
Roberto Bazlen 1902-1965















A mediados de la década del 20 del siglo pasado, un veinteañero Eugenio Montale dio por acabado un libro, Huesos de sepia, cuando, como poeta, no lo conocía casi nadie, por lo cual, pese a tratarse del que resultaría ser un libro capital de la poesía del siglo XX, para publicarlo el editor Piero Gobetti, ha de suponerse en su favor que a ciegas, esto es, sin conocer los poemas que lo integraban, le exigió al poeta que le garantizase más de 200 suscripciones, esto es, más de 200 personas comprometidas de antemano a comprar el libro. Fea práctica editorial que obligó a Montale a convocar a sus amigos y a los conocidos de sus amigos para alcanzar la meta. Uno de los que lo ayudó en esa tarea ingrata fue, pese a su antisociabilidad (“he limitado al extremo el número de personas que veo, y estoy muy bien”), Roberto Bazlen (1902-1925), un cabal hombre de letras –lector de ojo privilegiado: informador de editoriales, consejero, traductor– que no publicó libro alguno y de quien sus amigos póstumamente recolectaron los informes de lectura para las editoriales Einaudi y Adelphi con que se ganó la vida, así como las cartas que le escribió precisamente a Montale. Ambos libros –los informes y las cartas– fueron traducidos y publicados en un solo volumen este año 2012 por el sello argentino La Bestia Equilátera.
Bazlen es una figura en la que, como dice Montale en unos versos, todo se presta para levantar “una leyenda superficial y vana”: la del genio desganado que pudo ser autor de grandes libros y desistió. Pero lo cierto, más allá de especulaciones y leyendas, es que no quiso escribir libros (salvo una novela inacabada de, eso sí, formidable título: El capitán de altura). Prefirió leer. Sus informes y cartas muestran el desparpajo de un lector agudísimo haciendo algo así como crítica literaria privada, un oxímoron, si se quiere, pero, de todas formas, y más allá del grado de acuerdo o desacuerdo con lo predicado, se trata de lecturas vivas, afectivas, bien calibradas pero nunca tibias y, muchas veces, divertidas o, derechamente, ácidas: emanaciones de una inteligencia brillante, incisiva, despiadada con frecuencia y nunca cooptada ni por intereses ni por amistades ni por temores. Por ejemplo, puede vérsele desestimado El Gatopardo de Lampedusa, desaconsejando la publicación de Los reconocimientos de William Gaddis (“una obra falsa escrita con gran habilidad por un falsificador excepcionalmente inescrupuloso”) y relativizando la gracia de Silencio de John Cage, negándole la filiación zen que el mismo músico reclamaba para sí: “Entre la casualidad infanto anarcoide de Cage y la profunda y deliberada irracionalidad de los maestros zen, hay una gran diferencia”. Más demoledor aún es el informe que le manda a la editorial Adelphi sobre el luego famoso libro La estructura de las revoluciones científicas de T.S. Kuhn, cuyo propósito, considera Bazlen, “es de una ingenuidad tan ofensiva que ya sería hora, finalmente, de empuñar el látigo para echar a toda esta chusma del templo. Al menos, nos protegeríamos del aburrimiento”. Pero también Bazlen sabía jugársela tempranamente por libros que, pese a estar llenos de elementos que desaconsejarían en una primera instancia su publicación, tenían un valor tal que su ojo de águila sabía detectar y relevar. Es el caso, por ejemplo, de su reporte sobre la novela, entonces inédita en Italia, El hombre sin atributos de Robert Musil.
Leer los informes de Bazlen –en cuya línea habría que poner las implacables Noticias de libros (Península, 2000) del poeta español Gabriel Ferrater– es un ejercicio donde campea el placer y el deslumbramiento ante el despliegue de una inteligencia libre y gozosa, honesta y puntuda. De las cartas a Montale, en tanto, sobresale la historia parcial de una amistad entrañable y la decidida voluntad de Bazlen por dar a conocer la obra de Italo Svevo, el autor de La conciencia de Zeno (“pretendo hacer estallar la bomba Svevo con mucho estruendo”, escribe), lo cual reafirma una posibilidad propiciada ya por los informes: tomar este libro no como meros documentos rescatados y de interés relativo sino como los vestigios de una pasión lectora superior y generosa, pasión que tiene mucho de aleccionadora, de emotiva y de estimulante y que, por tirar una línea posible, puede traer el recuerdo de la norteamericana Helene Hanff, la lectora impenitente y severa en sus demandas, pero adorable en su amor por los libros, que durante años le escribió divertidas y quisquillosas cartas a los dependientes de una librería inglesa, cartas que fueron recogidas en el libro 84, Charing Cross Road (Anagrama, 2002). Si lectores como Bazlen y Hanff abundaran en Chile, otro gallo cantaría en el ámbito bibliotecario público.

2012, the clinic

miércoles, 15 de octubre de 2014



Bilz en la Literatura Chilena
                                                             (julio 2014)















Aunque temblando de frío, el cura-crítico de Nocturno de Chile de Roberto Bolaño se toma –y uno llega a sentir su emoción cuando ve subir una gota por la superficie de la botella– una Bilz en una fuente de soda de Santiago.
Detrás del arco en el que su padre –un ofuscado arquero amateur– intenta atajar goles está instalado pacientemente un niño con “una Bilz o un Chocolito”, en el cuento “Camilo” de Alejandro Zambra.
Mientras toma pílsener tras pílsener con un amigo y apuesta billetes con unos parroquianos, el abuelo le pide al mesero que le dé a su nieto que vino a buscarlo una Bilz mientras ellos siguen jugando, esto en La edad del perro de Leonardo Sanhueza.
Tras llegar del metro a su departamento, el sujeto que habla en el poema “Día a día” de Matías Rivas toma Bilz en una “cocina inmunda”, una escena en blanco y rojo donde “la satisfacción que me va quedando es sacarme los zapatos / abrir el refrigerador y tomar un largo trago de Bilz”.
Son cuatro momentos de la literatura chilena del último tiempo en los que, para decirlo en términos barthesianos, la bebida puede hacer las veces de punctum, tal fue mi caso, un personal punto de anclaje en la foto –o página–, lo que Barthes llamaba un “detalle que me atrae o me lastima”. En este caso me atrae. Como hilo rojo –literalmente– está el hecho de que estos cuatro personajes, cada cual a su manera aunque todos inolvidablemente, con la bebida lo que hacen es, aparte de refrescar el garguero, hacerle o intentar hacerle frente al tiempo: lo endulzan, lo apuran, lo driblean, se pausan.
Hay una foto de Sergio Larraín en una cantina de Valparaíso en la que aparece una mujer muy atractiva, un borroso marinero cruzándose y, entre medio, al fondo, una caja de botellas individuales de Limón Soda. Yo creía recordar, yo recordaba firmemente que la caja era de Bilz, pero ahora compruebo que era y es y será siempre de Limón Soda, lo que me impide redondear estas líneas como quería, proyectando esos textos con esa foto en un punto de fuga común. Pero, como sea, sin duda hay resonancias, un compartido efecto de extrañamiento y a la vez de insospechado lazo en las mencionadas apariciones de la bebida, como si algún burbujeo común se diera en esos textos. Bilz en la literatura chilena: podría ser el título de una tesina de licenciatura que recogiera y comentara los alcances y distancias de estos inolvidables casos. Hay, por lo menos, una buena coincidencia de la que colgarse. Y seguro hay más casos, o podrán surgir, y no meras menciones sino escenas como éstas, en las que esa específica bebida dulzona y muy gaseada es requerida por la Literatura Chilena para fijar en rojo un detalle, un momento. Hay otro autor en el que aparece, pero ahora se me escapa, podría ser José Donoso pero no es José Donoso. No veo a Donoso tomando esa bebida, sí acaso un té helado o una Nordic Zero.
A la Bilz, de color rojo entre transparente y fosforescente, quizá qué sea lo que la hace tan recurrida literariamente. No se me escapa que es propiedad de una compañía productora muy grande y ruín, con la cual no quisiera en ningún caso aparecer simpatizando. Pero manda el realismo. En la literatura chilena contemporánea, al fin la Bilz se liberó de la patética Pap. Otro mundo

viernes, 10 de octubre de 2014

Una Maravilla Absoluta

“Incluso en medio del Apocalipsis no se puede hacer callar por completo la modesta aspiración personal del ser humano a la felicidad”.
HERMANN BROCH
Autobiografía psíquica

lunes, 6 de octubre de 2014

El placer de todas las cosas

"Debiera recuperar el placer de la afeitada y el placer de fumar y el placer de todas las cosas, eso que pone un sentido a su realización, se prometió Fernando. Si pudiera conservar esa conciencia del sentido de las cosas del caminar, del afeitarse, del fumar y del simple acto de vestirse, uno sería feliz".
FOGWILL, 
Nuestro modo de vida

jueves, 2 de octubre de 2014

YOYO



Texto leído en la mesa Escrituras del Yo, del FILBA, que me tocó moderar y en la que participaron Alejandro Zambra, José Luis Bobadilla, Diego Zúñiga y Daniel Villalobos, en Santiago, el 28 de septiembre de 2014.

Y dedicado ahora a la amorosa y valiente @pibesa que, sin decir nada durante, tras la presentación tuiteó lo siguiente:
“....odio profundo y eterno al moderador inmoderado de la mesa escrituras del yo...FILBA”

Escrituras del yo es el tema, o el dilema, o el problema, de este panel. No, no es un problema. Tema o dilema quizás, pero no problema. Pienso en las innumerables cosas inteligentes y en las innumerables cosas tontas (generalidades, obviedades, despropósitos) que se podrían decir respecto a las escrituras del yo. Decir, por ejemplo, que la literatura está estrellada, hoy como nunca, de autores egotistas y que tiritan, verdes, los inventores a lo lejos. Eso sería una tontera, entre otras cosas porque el egotismo comienza ya de algún modo con los aedos griegos, que aparecían siempre en lo relatado, un poco a la manera en que se aparecía antes la sombra del cojo en la pantalla del cine, y porque los inventores corren libremente por el paisaje literario, y algunos de hecho se encumbran en los rankings de venta, y qué. No hay tontera en cambio en decir, con más seriedad e incumbencia, lo que dijo a propósito de narrativas autobiográficas en una entrevista que le hice hace unos cinco años Ricardo Piglia: “Es imposible admitir una sociedad donde la imaginación esté clausurada y donde el principio de realidad se imponga de modo absoluto… Confío en la fuerza de la imaginación (novelística en primer lugar ya que implica la soledad robinsoniana de la lectura) para construir mundos alternativos y vidas posibles”.
Es cierto: no basta la mera experiencia –tener una buena historia– para que valga la pena contarla. No recuerdo ahora dónde es que el mismo Piglia dijo algo así como: No me cuentes sueños en los que no aparezco. Me pareció siempre una de sus nociones más brillantes sobre la literatura –iba a decir: sobre el estatuto de la ficción, mas mejor no–. No basta tener una buena historia –ni menos buenos sueños– para que esa historia o esos sueños merezcan ser contados. O, lo que es lo mismo, ser oídos. Debe haber dos historias. La historia que se cuenta y la que no se cuenta, diría Piglia. Y otra más, diría yo, que es la historia de la prosa en que se las cuenta. Dicha historia –la de la prosa en que se cuenta la primera y en que se omite la segunda historia– es siempre la historia de una elección, aunque sea inconsciente, está contenida en cada paso del lenguaje, en cada palabra y su secuencia, en las figuras usadas, en las maneras de omitir, de simular, de escurrir, en el fraseo, largo o corto, sinuoso, dribleado o directo, en los énfasis, en los acentos, en donde tiembla la lengua, como en Santa Teresa, donde tirita, en los excesos, en los guiones y comas usados, en cierto apuro, o demora, o soltura, en la emulsión, según diría Carrasco, en las gracias y líneas literarias con que se comulga. Y en las citas, como el amor. Con todo eso, y un poco de suerte, se puede, pienso yo, contar sin dar la lata un sueño en donde no aparezca el interlocutor. O hablar de uno mismo en literatura.
En ese tránsito, en el momento de pasar a formar parte de esa historia, de esa lengua salvada, el autor de las otras dos historias se diluye, se desdibuja; muere, según la célebre formulación de algunos teóricos del siglo pasado.
Yo entiendo a Piglia cuando hace una defensa de la ficción y toma una cierta distancia crítica de las escrituras del yo, o de las narrativas del yo para ser más exacto, en el entendido de que abundan los contadores sin gracia de su propia historia, más conocidos en Chile como lateros. Pero por otro lado –otro lado que para mí cobra cada día más fuerza, al punto que sospecho que terminaré mi vida leyendo sólo literaturas del yo, además de filosofía y poesía, que como todo el mundo sabe pueden ser las dos escrituras más personales, más del yo que existen–, por otro lado, digo, está Mario Levrero, ese verdadero caso insólito, ese tótem, ese amigazo de papel y hueso a quien, en la más objetiva de las postulaciones, se lo podrá ver encumbrado en la línea de los autores que hacen de la escritura del yo literatura de la más alta, como quien saca agua de las piedras considerando que no fue sujeto de vida aventurera ni fascinante, que no fue ningún Bruce Chatwin. Con la simpleza de su grandeza, Levrero escribió en una de sus tantas novelitas autobiográficas o mini-novelas luminosas –Burdeos, 1972– lo siguiente: “Después de todo, eso que escriben las puntas de mis dedos pasa a través de mí”. Yo amo a Levrero locamente y si tuviera que escoger, me quedaría con su escritura del yo, lejos, lejos, antes que con su escritura imaginativa, como la de La Banda del Ciempiés o Nick Carter agoniza mientras no sé qué. Felizmente, en la literatura, a diferencia del amor o la política, nunca llega el momento de elegir, siempre puede uno moverse con la “y” de la conjunción y no con la “o” de la disyuntiva.
En sus novelas del yo, a menudo Levrero se reprende por abandonar su escritura y dedicarse a la buena y rutinaria vida, por lo cual se autoimpone, como acto de contrición, retomar la escritura a como dé lugar. Pura autoficción, autoficción pura. En el caso ejemplar de Burdeos, 1972, a Levrero se le va armando un diario en el que toma nota de las experiencias inmediatas que durante poco más de un mes vive, encerrado en su departamento. Esas experiencias –como en otra medida pasaría casi dos décadas después justamente con el diario que hace de prólogo a La novela luminosa– no son otra cosa que la observación minuciosa y supersticiosa de una rata y, luego, de un pichón de paloma y finalmente de un gorrión que se cuelan en su pequeño patio, y las reflexiones que dichas observaciones le gatillan, más los recuerdos y los alaridos que le suscitan; todo conforma en el fondo una denodada y entrañable manera de mirarse a sí mismo: “Aquí me estoy recuperando, aquí estoy luchando por rescatar pedazos de mí mismo… No me fastidien con el estilo ni con la estructura; esto no es una novela, carajo. Me estoy jugando la vida”, escribe con su inconfundible sentido leve del humor Levrero en esas páginas.

En la bajada con la que me convocaron gentilmente a moderar esta mesa, decía la Organización de Filba que la idea es que tratase más o menos de lo siguiente, cito textual: “Escrituras que están marcadas por la memoria personal. (Discutir) sobre la posibilidad de atravesar la difusa frontera entre la ficción, la biografía y la literatura”. Yo solo agregaría una palabra a eso, pero una palabra que más que un énfasis o un matiz propone un cambio de sentido. Yo hablaría hoy mejor sobre la posibilidad de NO atravesar la difusa frontera entre la ficción, la biografía y la literatura. Quiero decir: no sé si es posible no atravesar esa frontera. Dicho de otro modo: para mí no hay frontera, y no existe ninguna prohibición de atravesar una línea que sólo es imaginaria, y hasta Juan Luis Martínez puede ser autobiográfico, quizá el que más. ¿Será Fogwill autobiográfico? ¿Será Ribeyro autobiográfico? ¿Vallejo, Vila-Matas, Morábito autobiográficos? ¿Tamara Kamenszain autobiográfica? ¿Raúl Gómez Jattin autobiográfico? ¿Raúl Zurita autobiográfico? ¿Fabián Casas, Marcelo Mellado autobiográficos? ¿Mario Bellatin, María Moreno, Joao Gilberto Noll autobiográficos? ¿Julián Herbert, Yuri Herrera, autobiográficos? Todo es poesía menos la poesía, escribió el centenario Nicanor Parra, y todo mi punto en esta mesa antes de cederle la palabra a nuestros invitados podría sintetizarlo parafraseando eso: que todo es autobiográfico, menos las autobiografías.


viernes, 12 de septiembre de 2014

Raúl Gómez Jattin, poeta colombiano      
“Nos íbamos a culear burras después del almuerzo / con esas arrecheras eternas de los nueve años”, dice el poema “La gran metafísica es el amor”, en el que el malogrado colombiano Raúl Gómez Jattin (1945-1997) contó unas lúbricas aventuras de infancia. Otro, escrito ya hacia el final de su intensa vida, se llama “Plegaria”: “Dios –escucha a Raúl / Soy un devorado por el amor / Soy un  perseguido del amor / ¿Amor de ti? no sé / Pero sí sé que es amor / Y siendo amor a ti te basta”. Entre esos puntos, entre la genitalidad desatada y una fe nada irónica, entre la supremacía de la naturaleza y los alaridos del hombre acechado, transcurre la poesía de este colombiano al que, para titulares, se podría presentar como el Rodrigo Lira colombiano, aunque sería estrecho pues la locura y la veta mundana y caústica de Gómez Jattin –punto en común con Lira– ya le han robado suficiente prensa a su obra, que en sus picos es brillante y que mejor convendría presentar como la versátil y tan trágica como alegre poesía de un autor, acosado por la locura y los vicios, que en sus momentos de iluminación + serenidad supo componer al menos una decena de poemas que tienen su punto incomparable en Latinoamericana, una modulación colombiana pero, antes incluso que colombiana, propia, gomezjattiniana habría que decir: “Acecha a la maldita de tu abuela Me aconsejo / Soporta el sol y si es preciso acalámbrate / esperando a que la carcamala duerma / mientras oye novelones de radio y discute con el malo / Desátale el fajón de su camisola / y amárrala al mecedor para que ojalá / no se suelte nunca   Es tu día”.

viernes, 29 de agosto de 2014

"Nada es mi última palabra sobre algo"
                                                  Susan Sontag

viernes, 22 de agosto de 2014

Sueños

No recuerdo ahora dónde es que Piglia dijo algo así como: No me cuentes sueños donde no aparezco. Me pareció siempre una de sus nociones más brillantes sobre la literatura -iba a decir: sobre el estatuo de la ficción, mas mejor no. No basta tener una buena historia -ni menos buenos sueños- para que merezca ser contada. O, lo que es lo mismo, ser oída. Debe haber dos historias. La historia que se cuenta y la que no se cuenta, diría Piglia. Y otra más, diría yo, que es la historia de la prosa en que se la cuenta. Dicha historia -la de la prosa en que se cuenta la primera e incluso la segunda historia- es siempre la historia de una elección, aunque sea inconsciente, está contenida en el lenguaje, en cada palabra y su secuencia, en las figuras usadas, en el fraseo, largo o corto, sinuoso, dribleado o directo, en los énfasis, en los acentos, en donde tiembla la lengua, como en Santa Teresa, en los excesos, en cierto apuro, o soltura, en la emulsión, según diría Carrasco, en las gracias y lineas literarias con que se comulga. Y en las citas, como el amor. Con todo eso, y un poco de suerte, se pueda contar quizá un sueño en donde no aparezca el interlocutor.

Hace poco soñé ese tipo tan especial de sueños, doblemente terribles si son pesadillescos y doblemente maravillosos sin son felices: aquellos donde lo soñado tiene lugar justo en el lugar en en cual en la realidad se está durmiendo, por lo general una cama. En mi sueño de hace poco estaba durmiendo en la cama de mi hija, que por su parte dormía con la mamá en la pieza principal, yo estaba tapado con las sábanas y un enorme cóndor negro se posaba encima de mi cabeza y yo protegiéndome con un cojincito -coso ridículo- pegué un grito que despertó a los mellizos en la pieza de al lado. Un sueño cortó otros dos sueños.

jueves, 31 de julio de 2014

El Dificulto

Lo dificulto. Dos sentidos tiene esta expresión. Uno: lo veo difícil. Otro: le pongo dificultad, lo trabo. Hay quienes dificultan en un sentido y quienes dificultan en el otro. Y hay también Seres Dificultos, Dificultosos Integrales, personas que, temerosas, timoratas, desconfían de las posibilidades de todo y, además, cuando a pesar de ellos algo logra ser echado a andar, se dedican a trabarlo con infinidad de peros, de problemas imaginarios, de preocupaciones que nada suman, ni restan, solamente truncan. Conocí a uno, le decíamos justamente El Dificulto. Su frase típica era, más bien, un mero ruido, un monosílabo muy chileno por lo demás: Eeeh. No era el típico Eeeh de quien piensa o vacila en un punto antes de pronunciarse sobre algo; tampoco era el Eeeh característico del que se esfuerza en rescatar de la memoria auditiva inmediata lo que el interlocutor le acaba de decir; era el Eeeh de quien está pensando en cuál detalle inconducente y aburrido detenerse como primera tentativa para dificultarlo todo, y así la nada reina, la nada anda, la nada nada.

miércoles, 16 de julio de 2014

Ponte chaleco

Alguien tuiteó hace poco algo que rápidamente fue retuiteado una y otra vez. Fue un golpe de humor. Comentando los títulos de las teleseries nocturnas de Televisión Nacional de Chile, posteó: "primero Vuelve temprano, luego No abras la puerta, ¿cuál vendrá después? ¿Ponte chaleco?". El masivo retuiteo fue justo. El humorista de ocasión se había adelantado detectando e indicando en el superyó del equipo guionista, como un hacha, enclavado el discurso de la Madre Protectora Nacional, recogiendo para hacerlo evidente una tercera frase posible de Ella, siempre pronunciada tal cual por cada una de las verdaderas madres protectoras y sobreprotectoras de Chile, "Pónte chaleco", siempre en modo imperativo. Luego surgieron ingeniosos tardíos que agregaron tuiteos como "Cómete todo", "Lávate los dientes", etcétera, e incluso algunos desafinados con frases como "No prestes el asterisco" o "Échate el forro pa' atrás", pero ninguno, menos estos últimos, claro está, consiguió el efecto cómico del primero, y no sólo por segundones, sino porque la frase precisa, la que había que poner para que el chiste fuese óptimo, cabal, era justamente esa: "Pónte chaleco", apenas dos palabras que, asociadas, activan tanto recuerdo y tanto pensamiento en tanto chileno nacido. La buena madre, el calador frío chileno del otoño, del invierno y de una parte de la primavera, el chaleco como prenda clave, la displicencia adolescente ante el bravo clima nacional, la inercia de frases que se repiten como un mantra una y otra vez por parte de los padres, pero también el genuino gesto afectivo y protector de los mismos que insta a reemplazar, más que sea, el techo por un chaleco, o sea por lana, o sea por piel, ese sucedáneo posnatal de la placenta, único órgano verdaderamente eficaz para cobijarnos ante la hostilidad del mundo. 

martes, 8 de julio de 2014

Breve nota sobre los ensayos y crónicas de Fabián Casas


Los asuntos de que tratan no son estrafalarios, ni siquiera novedosos –la vida de Borges, la lectura de Bolaño, Buenos Aires y Santiago, Batman o el mito de Sylvia Plath–, pero siempre hay un giro novedoso para cada asunto abordado, giro que es mezcla del tono sensato y el aire salvaje que caracterizan a Casas, y siempre en la prosa una sorpresa.

sobre La voz extraña de Fabián Casas

viernes, 6 de junio de 2014

El temporal de Nicanor Parra

(crónica publicada en revista Viernes, del diario La Segunda,
 el 06 de junio del 2014) 



25 años estuvo perdido Temporal, un largo poema que Parra escribió tras las lluvias de 1987. En un casete que tenía un crítico brasilero, el texto fue ubicado hace poco y ahora será publicado. Mientras, en Las Cruces, a 100 días de cumplir 100 años, Parra le da vueltas al enigma portaliano de la señorita Z. “Todas las mujeres son la señorita Z”, dice.








El miércoles 15 de julio de 1987 las lluvias en Chile cumplieron tres días desatadas y la cosa pasó de gris a gris oscuro. Es que esa semana ocurrió algo distinto. Las lluvias cayeron desde casi tres mil metros de altura, muchísimo más arriba de lo habitual, diluyendo la nieve en las cordilleras y socavando con más fuerza la tierra abajo. 57 personas murieron, 18 salieron heridas y 22 desaparecieron.
“El invierno de 1987 / es el más crudo de la historia de Chile”. Así comienza el Temporal de Nicanor Parra.
Se iba a llamar Inundaciones, pero Temporal le pareció más impactante. Concernido por las inundaciones, pero también por las diversas y a veces encontradas reacciones que suscitaron, y por las resonancias políticas que el desastre tenía, Parra escribió un poema largo, dividido en 29 unidades que marcan el aterrizaje de la antipoesía en la realidad real. O, como diría Juan de Mairena, en “lo que pasa en la calle”. Para Adán Méndez, poeta, editor y hombre de confianza de Parra en materia de publicaciones, este libro constituye “el eslabón perdido entre El Cristo de Elqui y los Discursos de sobremesa. Lo veo como el primer discurso de sobremesa, anterior incluso a ese nombre”.
Cuando lo escribió y en los años posteriores, Parra se mostraba muy entusiasmado con el poema, con el tipo de versos que había alcanzado. Lo andaba trayendo, lo comentaba, pero no lo soltaba para la publicación. Es usual en él demorar la salida de un libro. Meses, a veces años. No de la nada su genialidad y su precisión centenarias han deslumbrado a figuras tan distintas como Roberto Bolaño –que dijo “todo se lo debo a Parra”–, Allen Ginsberg, Ricardo Piglia y al severo crítico Harold Bloom, para quien Parra “es incuestionablemente uno de los mejores poetas de Occidente”.
Pero pasó algo. Se perdió el manuscrito. Nadie tenía una copia. Todo quedó en nada. Poco después de eso, en 1992, Méndez conoció a Parra, quien le habló mucho de Temporal. “Me dejó muy curioso porque hablaba maravillas de ese poema y le daba mucha importancia en su trayectoria. Pero ya entonces tenía el manuscrito extraviado, y nunca pude verlo”.
Casi quince años después Méndez trabajó en la edición de las Obras completas de Parra para el sello español Galaxia Gutenberg. Entonces volvió a preguntarle por ese texto, no fuera cosa que hubiera aparecido por ahí una versión. Pero la respuesta de Parra fue la misma. El texto no estaba. Nada que hacer, las Obras completas fueron publicadas sin ese libro fantasma.
El 2007 el crítico brasileño René de Costa le habló a Méndez de unas doce cintas con conversaciones que había grabado con Parra en 1988. “Naturalmente –cuenta Méndez– me interesó mucho pero fue un poco lento conseguir las cintas, y recién unos años más tarde las tuve y comencé la transcripción”. Fue entonces, en el descaseteo de ese material histórico y cuando ya el segundo tomo de las Obras completas estaba publicado, que apareció el poema. “Parra lo lee completo en uno de los casetes”, cuenta Méndez, quien al terminar de transcribirlo se dio cuenta de que el texto resultante estaba muy acabado.
Cuando supo del hallazgo Parra no vaciló. Quiso que Temporal se publicara de inmediato. Tanto que al poema, cuenta Méndez, “no le ha tocado una línea hasta el momento”. Y el libro aparece ahora por Ediciones Udp. También se publicarán pronto, vía Ediciones Tácitas, las Conversaciones con Parra de René de Costa.

Julio, 1987
El general Bruno Siebert, ministro chileno de Obras Públicas en 1987, dijo que el hecho insólito de que cayera el agua desde 2.900 metros –“mucho más arriba que otras veces”– repercutió en que “la hoya en la cual caía el agua aumentó notablemente respecto a otras ocasiones, lo que produjo grandes torrentes”. Sergio Erazo, investigador del laboratorio de meteorología de la Universidad Católica de Valparaíso, corrobora hoy la posibilidad de que así haya sido, y señala que “en Santiago, a partir de los 800 metros, debería nevar”. Si cae lluvia, dice, en la cordillera “se deshace la nieve, produciendo torrentes que aumentan los caudales de los ríos y esteros”. Eso pasó en 1987. Además de las tragedias personales, las crecidas de ríos y esteros dañaron –según registro de la Onemi– 27.844 viviendas y destruyeron otras 3.730, dejando en total 175.326 damnificados. “Hagamos una vaca / Para los damnificados / Que Don Francisco / Se haga cargo del muerto”, escribiría Parra en Temporal. Y también: “Por qué no llaman / A un ingeniero civil / Los milicos no tienen idea / El ministro del ramo / Va a tener que ponerse la peluca”.
El 15 de julio, en el pico del aguacero, Santiago quedó aislado del resto de Chile al cortarse la Panamericana hacia el norte y el sur. “El gobierno desde que es gobierno nunca ha dejado a nadie abandonado en estos casos”, señaló ese día Pinochet mientras recorría una de las zonas más afectadas de la capital: Las Condes. En Vitacura, el puente que se estaba construyendo a la altura de Escrivá de Balaguer con Vespucio fue arrasado por el Mapocho, que también anegó Lo Curro. “¿Cuándo vamos a bajarle el lomo a este río Araucano”, reclamó en su columna dominical Enrique Lafourcade, que también escribió: “Hace casi cien años sabíamos más de canalización que hoy. Entre el puente del Arzobispo y la Estación Mapocho jamás pasa nada. Porque todo se hizo bien hecho y para siempre”. 
Las regiones más afectadas fueron la cuarta, la quinta y la sexta. Se cerraron los puertos de Valparaíso, Talcahuano, San Vicente y San Antonio. Y en la Metropolitana la cosa fue igual. Lampa y Colina, anegadas. Cerro Navia y Vitacura, Maipú y San José de Maipo, anegados. Fueron, finalmente, cerca de 15.000 los milímetros de agua que cayeron en Chile esa semana. “A la tortura sórdida de la tierra / Se suma ahora la tortura del cielo”, dice el poema de Parra.

Noticiario
La larga desaparición del poema no ha desdibujado su carácter social y político. La de Temporal es una poesía que no reniega de la utilidad pública, del interés público ni de lo público. No es la primera vez que Parra trabaja con aguaceros y vientos desatados. En Lear Rey & Mendigo abundan escenas donde la naturaleza, tal como pasa en Temporal, es personaje, carácter, nunca mera ambientación. En varios antipoemas llueve, truena y relampaguea. En “Test”, de 1968, Parra pregunta “Qué es la antipoesía?” y la primera respuesta que ofrece es: “Un temporal en una taza de té”. No es la primera vez que trabaja con temporales, es cierto, pero los vientos que soplaban en 1987 eran también políticos –había venido el Papa a pedir suavemente el fin de la dictadura, había sido hace un mes la matanza de la Operación Albania– y Parra arremolina ambos vientos sin complejos. Temporal trata sobre el mal tiempo que azotaba a Chile en sentido literal y figurado: “Esto no es catástrofe camarada / Temporal desatado cuando mucho // Tiene razón el hombre / El 11 de septiembre sí que fue una catástrofe”.
La voz del antipoeta habla y deja hablar en este poema. Nada le es indiferente, ningún ángulo. Ya entonces, por ejemplo, los mapuches se han instalado en la antipoesía como una referencia clave a la hora de abordar cualquier asunto nacional: “Los mapuches vivían / En los alrededores del cerro Huelén / Nunca tuvieron pleitos con el río / Se abanicaban con los terremotos / Porque sus rucas eran asísmicas”. Hay en el poema posturas contradictorias, hay versos libres y endecasílabos, hay asomos del humor religioso de Parra: “Quién fuera Jesucristo para poder andar sobre las aguas”, dice un verso.
Más de una vez el poema se presenta como un programa informativo, un noticiario que retoma e interrumpe sus transmisiones. Sueltan cuñas desde un muy anticomunista personero de gobierno hasta el mismísimo río. Nada de raro. Ya en Hojas de Parra, de 1985, hablaba un ataúd. Pero así como tiene espacio para hablar, también el Mapocho es denostado por uno que sabe lo que dice: “Río más puta madre que este no hay / Qué Bío Bio ni qué perros muertos / Si pudiera tragarnos a todos / Nos tragaba”. Aquí hablan muchos, pero nadie lleva la voz cantante: “Yo no me identifico para nada / Con ninguno de los bandos en pugna”, dice el río en un momento. Lo podría decir el propio autor. Inútil clavar a Parra en uno o en otro verso. Está en todos o en ninguno. “La huella del autor está sólo en la singularidad de su ausencia”, escribió Michel Foucault. Este llovido poema de Parra podría ilustrar esa idea. En la búsqueda de un lenguaje desprovisto de metáforas y de énfasis personales, Parra fue a dar con versos que parecen titulares noticiosos, que parecen bandos militares, que parecen dichos por cualquiera. La gran genialidad está en cómo logra llevar a un nuevo y deslumbrante punto su antiguo artefacto de que “el poeta es un simple locutor / él no responde por las malas noticias”.

Los 100
En su casa de Las Cruces, a cien días de cumplir cien años, Nicanor Parra nos recibe amistoso, camina, conversa, toma vino y baila animado. Quizá lo mantenga así el estar siempre atento y dispuesto a pensarlo todo. Ahora, por ejemplo, cuenta que está especialmente interesado en la cueca apianada y en la señorita Z y que está pensando en hacer un artefacto a partir de una foto en la que aparecen juntos Gabriel García Márquez y Fidel Castro en traje de baño.
La cueca apianada es una variante del género cuequero con la que Parra confiesa haber superado su amor por el tango. Y mientras en la radio del living suena fuerte una cueca en la que cruzan palabras un carabinero con un curado, el poeta vivo más brillante e inimitable de la lengua golpea la mesa, replica con los dedos el sonido del piano y dice “ah no, compadre, esto sí que sí”.
La señorita Z es una mujer que a Parra lo intriga desde hace mucho. Es una joven amante a la que se refiere Diego Portales en sus cartas. El 13 de septiembre de 1822, Portales le escribe a su amigo José Manuel Cea que la tal señorita Z lo engañó: “El caballero Heres la había prostituido, después don Toribio Carvajal y por último Portales que se ha llevado la peor parte... Yo no hubiera entrado en relaciones con esta mujer desvergonzada si hubiera sabido; pero tuvo audacia para fingirme inocencia y para hacerme creer que estaba virgen”. A casi 200 años de escrita esa carta, Parra se pregunta hoy “¿qué se puede hacer con la señorita Z? Todas las mujeres son la señorita Z”. Y mientras encima de una mesa sus editores Matías Rivas y Adán Méndez dejan una prueba de imprenta de Temporal para que el poeta la vea y le de su visto bueno, Parra se pone de pie y recuerda la vez que leyó en Florencia su poema “Mujeres”, donde enumera distintos tipos de mujeres, varias insufribles, todas las cuales eventualmente terminarán sacándolo de quicio: “Yo creía que se podía leer algo así en Europa, pero una mujer de dos metros casi me lincha. No se puede leer algo así en Europa”, recuerda hoy.
Dando fe del movimiento perpetuo de la mente de Parra, no faltan libros en su casa, encima de las mesas y las sillas. El que más impresionado lo tiene últimamente es uno por el cual el Mapocho corre tan violento y proceloso como en Temporal: El río, de Alfredo Gómez Morel, esa novela de 1962, clave de la literatura chilena de los bajos fondos, que narra la vida de un niño lumpen que crece en la ribera del Mapocho. “¿Qué estamos haciendo acá nosotros?”, pregunta Parra, “Gómez Morel es el maestro”.



viernes, 18 de abril de 2014

“Si la ironía consiste en pensar que la verdad es precisamente lo contrario de lo que estamos pensando, pero que no basta invertir nuestro pensamiento para captarla –así como la acera de enfrente es aquella en que nunca estamos–, pido que se me admita como ironista”. 
                               Nicolás Gómez Dávila

lunes, 7 de abril de 2014

KeGoles
Voy a cumplir 33 años dentro de poco y como –devoro, en realidad– dulces de la misma manera en que lo hacía cuando tenía siete años. Nueve años. Diez, once años. Nunca he dejado de hacerlo. Tengo una total expertise en dulces chilenos, los he comido con la compulsión de un niño cuasipobre al que le tiran luca y la va a hacer parir al almacén de la esquina. No tengo sofisticación: aunque puedo devorar Starbust y apreciar un buen caramelo alemán o un buen chocolate suizo o gringo, soy un pirigüín feliz en el pantano de la cochina industria chilena. El Kegol es para mí irreemplazable. Reconozco cierta compulsividad, puedo comerme los que sean en pocos minutos. Antes de ayer, por ejemplo, fui con mi mujer a almorzar al Baco. Al salir para comprarle cigarros, vi que el kiosquero de Lyon tenía Kegoles y le compré quince y me los comí en cinco minutos, antes de volver. Las mandíbulas me terminaron, como siempre, doliendo. Y la guata se me endulza, pero qué otro placer masticable puedo hallar. Lamentablemente, ya no hacen de plátano. Ni de naranja, lo cual es menos lamentable. Podría llenar páginas dando cuenta, y especulando motivos, de cómo naranja es el sabor más usado, y el menos apetecido, del rubro de la golosina barata. ¿Quién se pelea los Cri Cri de naranja? El Kegol es una institución. Ha sobrevivido a centenares de calugas y calugones. Cuando era niño valía ocho pesos. Ahora venden dos por cien pesos, y los he visto a cien cada uno. Pero el Kegol es el Kegol y si lo vendieran a dos por mil pesos, igual lo compraría. Hay más calugas, claro. Nunca olvidaría el Tucán de principios de los noventa –no esa imitación cuadrada que surgió años después de su desaparición–. Las calugas Sunny también han durado, pero es otra cosa. Son de leche, son arribistas en su pretensión, y aburren antes de que uno se pueda comer cincuenta de una sentada. Ahora que le han incorporado sabores (coco, pistacho y no sé qué otra mierda), es francamente patético. Mi suegro viene los martes religiosamente, y religiosamente, pese a las indirectas de su hija, trae una bolsa del nuevo Sunny Gold, bolsa dorada con café, horrible, molesta. El Kegol, cuadrado, duro como piedra a veces, latigudo como mala poesía otras, es un verdadero orgullo para un chileno como yo. Debiera ser exportado. Si hace frío, los calugones se ponen durísimos, pero se pueden ablandar de varios modos. El más rápido que conozco es metiéndoselos de dos o tres en el paquete, entre el calzoncillo y los cocos. A los dos o tres minutos están llegar, masticar y tragar. Otras veces uno los compra y están blandos, no derretidos ni latigudos, sino blandos, como un turrón, o una oblea incluso. Dos veces en mi vida –hace diez años y hace tres o cuatro- le he escrito un poema a los Kegoles.
El primero debe ser de hace más de una década, tendría yo como veinte, y recuerdo haberlo leído con relativísimo éxito en una lectura, la única en que alguna vez participé, en El Rincón de los Canallas, en la calle San Diego. Lo más bohemio, punk y beat que he hecho en mi vida:

KEGOLES
Me encantan los kegoles
         y a veces cuando voy al ekono
                   a comprar pan coca cola y cigarros
me compro una bolsa con como veinte calugones
–naranjos morados verdes rojos amarillos–
y cuando llego a mi casa
me escondo en mi pieza
y uno tras otro
en cosa de minutos
me los como todos y solo
más por la vergüenza del infantilismo que por avaro

luego a los cinco o seis minutos
me duele muchísimo la guata
y siento un asco asqueroso
pero no importa porque feliz
me comí los kegoles multisabor
gusto masticable que me permito
                   ahora que
ÚLTIMAMENTE                     
tan solito y con tan pocos gustos vivo.



El segundo, en donde el Kegol lo combinaba con mis tics nerviosos y otros asuntos de primera relevancia, es más reciente, un ejercicito de hace unos tres o cuatro años:

TICS
Kegoles, Mazics: cuestiones que van quedando
a través de los años en el centro de una vida:
la mía. Y hay más: Kegoles, Mazics, Tics: ruidos
que a mis Preciosas no dejan dormir. 
Kegoles, Mazics, cuestiones que van quedando,
tics, ruidos, y hay más: una vida,
la mía, en el centro a través de los años. Preciosas
sin dormir, Kegoles, Mazics, ruiditos, tics: su desvelo.



sábado, 22 de febrero de 2014

María Moreno, 
DESPABILADORA
Hace un par de años, Ricardo Piglia dijo que María Moreno le parecía uno de los mejores narradores argentinos actuales, “tal vez el mejor”, y celebraba cómo sus crónicas “saben captar con oído absoluto las voces y los tonos extraviados de su época”.
Ese oído absoluto opera también en los ensayos literarios de Moreno, recién recogidos en Subrayados, volumen que elocuentemente se subtitula “Leer hasta que la muerte nos separe”. Se trata de una despabiladora lección de lectura. Una lección, involuntaria como son siempre las mejores enseñanzas, sobre cómo leer libre, crítica y creativamente. En todo caso, se trata de lecciones hechas con más preguntas que respuestas, como cuando pregunta a propósito de la amistad entre el escritor John Berger y un campesino de los Alpes: “¿es posible fundar una amistad sobre la base de una desigualdad fundamental?”.
Moreno, que sin pudor ni arrogancia se confiesa monolingüe y autoplagiaria (buena para citarse y reciclarse a sí misma), se enfrenta con libertad en estos ensayos –o crónicas, o artículos, da lo mismo– a asuntos y nombres de índole amplísima, pues nada le es indiferente. Y todo lo mira diferentemente. Desde la “senil” presunción sexual del Nobel J. M. Coetzee (“no cesa de salpicar con su solemne semen de humanista cada una de sus últimas novelas”) hasta episodios autobiográficos abordados con elegante brutalidad, por ejemplo el de la muerte de su padre mientras su madre lo ve agonizar y ella los mira a ambos sin ser advertida.
El libro se llama Subrayados porque así se llama uno de los 46 ensayos que lo integran. Subrayar como una manera de leer escrutando, cuestionando, cazando minucias, escarbando detalles, incluso tarjando pasajes desafortunados. El libro carga bien con su título y su subtítulo enfático porque su lectura con seguridad propiciará mucha subrayación. Son textos de liberalidad y humor, de inteligencia y sorpresa: “Si Hitler era deco, el Che es pop. De su diseño se han hecho cargo hasta sus enemigos”, se lee.
Y si en más de un pasaje Moreno puede resultar difusa, en algunas líneas desconcertante, incierta, eso en ningún caso puede pensarse como descuido o discapacidad, ya que es una línea de trabajo tendiente a ampliar la lengua y el entendimiento. Moreno definió su lenguaje como “un foulard empapado en purpurina barroca con un fleco de jerga psicoanalítica, otro de materialismo dialéctico pop y otro de feminismo fashion, más algunas motas de argot farandulero y tartamudeo histérico”. Lo cierto es que su prosa no sólo sacude, divierte e instruye sino que además deja siempre algo resonando en la cabeza: una imagen, una pronunciación, un gesto incluso, como el de agachar leve, respetuosamente la cabeza, como lo hizo ella de niña una vez en la sala de clases al percatarse de que una compañera nueva no sabía leer e intentaba disimularlo malamente. Si Subrayados es una lección de lectura, tal vez lo sea como un modo de reparar la humillación a la que el resto del curso sometió a esa compañera. Por eso –hable de Nabokov o de la cintura femenina, de comidas o de la soledad– María Moreno lee e invita a leer levantando la cabeza. Con delirio, con placer, con ingenio, pero sobre todo sin miedo. 


Subrayados
Leer hasta que la muerte nos separe
María Moreno
Mardulce Editora
2013, 291 páginas

martes, 11 de febrero de 2014

NERUDA SOÑADO  
(un textito del 2007)

Anteanoche, en que dormí apenas dos horas por apuros laborales, soñé, por primera vez, creo, con Neruda. Más precisamente, soñé un sueño en el que Neruda aparecía. Todo era perfectamente normal, salvo por una cosa: Neruda tenía una papada desorbitante. O sea casi el doble de la que en verdad tuvo. Que no era poca. Y en cada papa de su papada había un ojo, y así el poeta tenía seis ojos. Por eso, me dije en el sueño, escribe tanto. Porque escribe de lo que ve. Conversamos un buen rato. Muy simpático y agudo. Algo grandilocuente, pero a la vez muy garabatero. Muy generoso. Hablamos, en uno de esos típicos anacronismos que en los sueños están perfectos pero en la literatura son pura pelotudez, de Nirvana, de Rodrigo Lira y de la cazuela de vacuno versus la cazuela de ave. En la pared había una foto de una mujer en traje de baño que resultaba ser la hija modelo de Neruda. Nunca existió tal hija pero entonces me acordé de lo de su hija Malva Marina, y al minuto Neruda se me apareció por primera vez en la vida como un poeta gigante. Fue como si en ese momento, ajeno a todo, incluso a la coincidencia de que estuviera pensando en él, se me revelara en la conjunción de dos neuronas el calibre de su poesía: “La muerte va también por el mundo vestida de escoba”. Y haber sido un padre tan reculiado. Entonces Neruda me pide si le puedo ir a comprar una Fanta, que está antojado. Sin mirarlo le digo: “Neftalí, por qué no me chupái pico”. Neruda se ríe a carcajadas y de repente llega Hernán Lyola con delantal y pregunta al "señor" si “está todo bien”. 

martes, 4 de febrero de 2014

Campos de Brasil
En su Carta del descubrimiento de Brasil, en la que en el año 1500 informa al rey sobre algunos detalles del mundo con que se encuentra la expedición que él integraba, el escribano –hoy diríamos derechamente escritor, narrador o cronista– Pêro Vaz de Caminha anota que los nativos del territorio que más tarde sería llamado Brasil andan “desnudos sin ninguna cobertura ni estiman en nada cubrir sus vergüenzas, y tienen respecto a eso tanta inocencia como en mostrar el rostro”. Poco antes en su texto, el escribano ha contado cómo, cuando por primera vez interactúan un nativo y un portugués, éste le da a aquel un birrete y un sombrero negro a cambio de lo cual el nativo le pasa “un sombrero de largas plumas de ave con una copa pequeña de plumas rojas y pardas como de papagayo, y otro le dio un collar grande de menudas cuentas blancas que quieren parecer de adornos”.
Con esa idea sobre la doble conducta brasileña preconquista (despojamiento y  exceso) se podría iluminar la lectura de una buena parte de la literatura brasileña. Por un lado, el despojamiento, la ausencia de pudor a la hora de ostentar las vergüenzas, es decir los genitales, es decir lo más propio o privado; por otra, la vocación temprana que en esas tierras cundía por la exuberancia, el adorno y la dilapidación: el sombrero con plumas rojas y pardas como de papagayo, el collar de menudas cuentas.
Entre uno y otro de esos modos se desarrolla la mejor literatura brasileña: la narrativa distraída y desnuda de Joaquín María Machado de Assis, pero también la exuberantemente arropada de Joao Guimaraes Rosa o la muy afilada (como las lanzas que ostentaban los nativos) de Dalton Trevisan o de Rubem Fonseca, o la de Joao Gilberto Noll, que mezcla ambas derivas, transparencia y bruma; todas proyectan la fluctuación que hace ya cinco siglos describiera el escribano portugués.
De un lado entonces están las poéticas del despojo, el “arte pobre” de Machado de Assis por ejemplo, o la poesía de Ledo Ivo, y del otro, el arte rico de la niebla, la tiniebla verbal, la “oscuridad radiante”; donde quizá sea más clara esta última línea sea en la poesía brasileña, que ha nacido y crecido imbricada hasta las masas con las corrientes de renovación del barroco que, cada tanto, se dan en el continente, desde Sor Juana Inés de la Cruz hasta Rubén Darío, desde Lezama Lima y Severo Sarduy hasta Gerardo Deniz y Osvaldo Lamborghini. En agosto del 2013 se cumplieron diez años de la muerte de Haroldo de Campos, fundador en Brasil, junto a su hermano Augusto y a Decio Pignatari, de la poesía concreta: traductor al portugués de obras claves de la literatura mundial (desde el Génesis, el Eclesiastés y Homero hasta Maiakovski y Mallarmé, Dante y Goethe incluidos); sesudo ensayista de especulación literaria. Sin embargo, es su poesía escrita –nada de convencional pero escrita en vez de garabateada o dibujadita– la que mayor alcance y perduración, pienso, tiene y tendrá. Dos de sus libros, que afortunadamente circulan hoy en castellano, dan buena cuenta del carácter innovador, exploratorio y reflexivo de ella. Uno es Galaxias (publicado en edición bilingüe el 2010 por la editorial uruguaya La Flauta Mágica, en traducción del poeta Reynaldo Jiménez) y el otro, Crisantiempo (publicado el 2006, en traducción de Andrés Sánchez Robayna, por la editorial española Acantilado). Entre esas dos obras absolutamente distintas entre sí pero hermanadas en la vocación exploratoria, media un desarrollo poético notable, centrado en la indagación permanente y forzuda (no forzosa aunque en sus declives algo forzada) de el o los límites del lenguaje escrito, aquellos lindes donde está a punto de precipitarse el significado y el sentido y sólo queda para el que lee lo sugerido, lo sonante, lo incierto.
Galaxias consta de 100 poemas –separados cada uno por una página en blanco– escritos en algo indistinguible que parece prosa y que parece verso y que es ambas cosas y a la vez ninguna. Parecidas en su desplante verbal al célebre monólogo final del Ulises de Joyce, o a la voz demencial del Gran Serton: Veredas, de Guimaraes Rosa, estas Galaxias contienen de todo, partiendo por una reflexión permanente acerca de sí mismas, la que aparece ya en el primer poema, en la primera línea: “Y comienzo aquí y peso aquí este comienzo y recomienzo”. Multilingües, extremadamente variadas desde el punto de vista temático (si es que hay temas en esta poesía, cuestión incierta y secundaria), desatadas y repetitivas a la vez, desnudamente metafísicas y hondamente genitales, vertiginosas, eyaculatorias, mortales, estas Galaxias tienen tantas entradas como Brasil, cinco siglos atrás, puntos de acceso para los exploradores y escribanos portugueses.

martes, 14 de enero de 2014

Mirando a Miranda

Presentación de Me dijo Miranda
de Federico Galende, de Alquimia Ediciones
GAM, Santiago, noviembre de 2013
UNO
Me sorprendí, hace un tiempo, al enterarme de que Federico Galende publicaría una novela. Una segunda sorpresa fue saber que la iba a sacar en la colección Foja Cero de Alquimia, un sello de prosa y verso que sigo con atención. Y la mayor sorpresa fue cuando, ya por medio de un correo de Guido Arroyo invitándome a presentarla, me enteré de que la novela giraba en torno al golpe de estado, al testimonio de un policía que acompañó a Allende en sus últimos años y, más específicamente, en sus últimos momentos, minutos, casi segundos. Me sorprendí con esto porque, primero, no suelen darse muy a menudo o con muy buenos resultados estas incursiones en el ámbito de la narrativa chilena, donde el trabajo basado en testimonios tiende a ser desdeñado (una buena excepción sería La parrilla de Adolfo Pardo, un buen vecino para Me dijo Miranda) y, segundo, me sorprendí porque esta novela chilena que se atrevía a meterse directamente con el 11 pero sin el imperativo de hacer la Gran Novela de la Dictadura, la escribía un rosarino de nacimiento, lo que pronto comprendí que no es relevante y que, de serlo, está en línea con la serie de desplazamientos que caracterizan a la novela.  
Siempre he admirado los textos testimoniales (desde los de Primo Levi y Boris Pahor hasta los de Hernán Valdés o Nubia Becker) y no considero, como considera por ejemplo Grínor Rojo (en su prólogo a Las malas juntas de José Leandro Urbina), que a priori, necesariamente, digamos, el texto testimonial tenga “limitaciones evidentes, le falte movilidad, su cercanía respecto de los hechos sea excesiva, el rango de su penetración escaso, etcétera”. Pero, como sea, sobre todo aprecio los textos de base testimonial, que no son lo mismo que los testimoniales puros y duros (que efectivamente, salvo excepciones como las mencionadas y varias otras, suelen ser flojos desde el punto de vista literario, pero esto es una cuestión de número, un factual: no se debe tanto a las limitaciones del género en sí como al hecho fortuito, y bastante natural en todo caso, de ser un género relativamente reciente en la historia y, también, al hecho de que la mayoría de quienes han escrito testimonios no han sido escritores, en el simple sentido de no ser sujetos con especial dominio ni del arte de la palabra ni, a veces, de la palabra a secas: de ahí las precariedades, a veces extremas, que caracterizan a buena parte, pero no toda, de los testimonios circulantes.
Como sea, hay ciertos casos para los que prefiero hablar de libros de base testimonial, que son otra cosa, y entre ellos, pienso, se inscribe a su manera este trabajo narrativo de Galende. Por nombrar dos libros claves de esta versátil especie, mencionaría aquí los Cuadernos de Hiroshima de Kenzaburo Oé, que proyectó y comentó los testimonios hiroshimenses en admirable secuencia y prosa, y La eliminación, de Rithy Panh, ese extraordinario e incomparable libro sobre el infierno de los jemerecitos rojos narrado por uno de sus sobrevivientes en base a su propia experiencia, así como a sus reflexiones e investigaciones posteriores, incluida la voz de uno de los represores.
Algo en esa línea es lo que hizo Galende con la voz del policía Juan Miranda, a quien según la misma novela informa entrevistó, o más exactamente con quien durante varios domingos y en largas caminatas y comidas conversó. Cabe aquí recordar que Galende, entre sus labores de profesor y teórico, ha incursionado con muy buen resultado en la faceta de articulador de voces ajenas; estoy pensando en su trabajo en Filtraciones, donde armado de buen oído, generosidad y cierta dosis de paciencia escuchó a tres generaciones ligadas al mundo del arte para dar cuenta de los cruces entre las prácticas artístico-culturales y los distintos ámbitos de lo político en Chile.

DOS
Lo primero que se advierte en la voluntad de Me dijo Miranda es la presencia de parte del espíritu bernhardiano. Invocado o saludado tempranamente en el epígrafe, la decisión de Galende de transitar algunas de las rutas abiertas por el incomparable genio austríaco se traduce en tres o cuatro o cinco cuestiones que son claves en su composición, y que ya Martín Kohan advierte con inteligencia en su epílogo. Primero, el fraseo, sinuoso, reflexivo, zigzagueante, un fraseo carente de puntos aparte como no sean las marcas de separación de capítulos que aportan las imágenes de Gonzalo Díaz. Ahora bien, cuando menciono la deuda que tiene Me dijo Miranda con la prosa de Bernhard, me gustaría indicar que me refiero específicamente al Bernhard de Miguel Sáenz, cuyo solo trabajo como traductor del grueso de la obra del austríaco lo sitúa para mí como uno de los mayores prosistas en español de la actualidad.
Segundo, y quizá lo más importante en cuanto a la filiación bernhardiana de la novela de Galende, es la decisión de éste de narrar indirecta, diferidamente, por rebote, es decir, diciendo lo que dijo alguien de algo, centrando la atención en uno, Miranda, para hablar de él, sí, pero también de otro (“el héroe de esta historia es el héroe de la historia, es decir, Salvador Allende”, dice con razón Kohan). Al ir narrando todo desde una tercera voz que toma nota, comenta y proyecta, se va produciendo un efecto especular (lo que es notorio al leer frases como “decía el colega de Miranda que decía el sereno, dijo Miranda”), y gracias a esa “mediación verbal”, a esas “sucesivas capas de discursos” (al decir de Kohan), se genera un efecto de historia menor, que es la única manera posible, a esta altura, creo yo, de contar una historia mayor, como lo es la del bombardeo a La Moneda y el suicidio de Salvador Allende. Por ello me parece tan ridícula a esta altura del partido la añoranza trasnochada de una Gran Novela del Golpe, entendida como una novela totalizante, final, definitiva, eyaculatoria, una en que coincidiera plenamente lo histórico y su representación, lo cual es además un imposible. Versiones, acercamientos, ingresos como por la puerta lateral de Morandé 80 es lo que la literatura mejor puede ofrecer, en cambio.
Tercero, destaco el impulso de flirtear con la verdad, es decir con lo “realmente sucedido”, pero elaborando una escritura, para decirlo robando las palabras con que María Moreno se refirió a Cristián Alarcón, “tan alejada de la desgrabación como de la cosmética literaria”. Así, parte de lo bernhardiano aquí es, sobre todo y como bien advierte Kohan, la voluntad de tomar una “justa distancia”, pues sólo así se puede dar relieve y densidad a los hechos históricos referidos, sacándolos del lugar común, del relato traumático y de cualquier tipo de monserga. Y dicha distancia se establece, justamente, mediante el uso del foco diferido y de la detención en el fraseo, quitándole urgencia al contenido, demorando los grandes hechos, dándole prevalencia a la palabra antes que a lo palabreado. Y, por último, tiene de bernhardiano el trabajo con la simultaneidad de planos: la imbricación en las frases del presente del narrador conversando con Miranda y el pasado de éste, todo resuelto con destreza en el uso de las frases intercaladas, en una prosa de doble tracción. Un caso ejemplar es cuando, conversando con Miranda acerca de lo levemente desubicado y coloquial que era Allende con sus subalternos, el narrador intercala lo que al respecto le va diciendo Miranda con el detalle de los efectos corporales que en cada uno de ellos va surtiendo la sopa de ajo, no muy sofisticada, que se están tomando mientras hablan.

TRES
En el transcurso de la novela se deja entrever una relación de afecto creciente, o de estimación cuando menos, entre Miranda y el narrador, relación que a veces incluso llega a frisar la identificación, y así, según se lee, “Miranda a veces podía ser yo y podía yo, a veces, ser Miranda”. Pero en cuanto a identificación, lo que más sorprende es la soledad análoga en que Allende y Miranda, tan distintos, terminan, leales cada uno como pocos a su propia causa –causa que no es la misma en uno y otro: la causa de Allende es el socialismo, mientras que la de Miranda es el protocolo, el honor, el cumplimiento del deber adquirido, el ejercicio a toda prueba de la rectitud–. Tiene algo, en este sentido, de cuento moral esta novela, o de reflexión moral más bien porque moraleja no hay pero sí ejemplos, no edificantes, pero sí emocionantes, de honor y de valor.

CUATRO
Un aspecto que personalmente aprecio mucho en Me dijo Miranda es que las caminatas entre el narrador y Miranda, así como los recuerdos de este y en general todos los hechos referidos no transcurran nunca en la indefinición urbana ni en cualquier parte sino que, al contrario, estén siempre muy bien situados, ya sea en los viejos cines de Viña, en las calles de Valparaíso o en barrios viejos de la capital, así como en aeropuertos, calles y ruinas específicas del extranjero, lo que es destacable en la medida en que, siempre, los hechos, así como los tonos de las conversaciones, tienen que ver con los lugares donde ocurren.

CINCO
Cabría enfatizar una cuestión que no faltará quien desdeñe, yo no. Aun con los visos exploratorios (no experimentales) que en cuanto a construcción, punto de vista y lenguaje tiene, Me dijo Miranda no renuncia nunca al viejo arte de entretener, es decir, de mantener la atención intrigada. Esto está dado por la historia que se cuenta, por supuesto, que es muy concerniente para cualquier lector medianamente interesado en nuestro bestial y canallesco pasado reciente, pero sobre todo está dado por el bien administrado sistema de información por goteo que, sobre todo en la primera mitad de la novela, va dando cuenta de asuntos y detalles claves y hasta entonces ignorados por el lector, o bien ofreciendo adelantamientos que surten el efecto de una intriga en quien lee, por ejemplo cuando se deja saber, de la nada, que Miranda terminará maniatado en un galpón. Y otra buena parte de la entretención que Me dijo Miranda procura está dada por la abundancia de muy buenas escenas, cinematográficas las del día 11, aunque yo destaco muy particularmente las que se suceden en la gira intercontinental –uno de los puntos altos de la novela–, que incluye México, Ecuador, la Unión Soviética, EEUU y Cuba –donde Fidel da una lata histórica y luego una fiesta inolvidable, en la que puede verse a Allende mojito en mano bailando de noche en una playa–. Especialmente destaco la escena en que, en Marruecos, Miranda y un colega se pegan –por separado, hay que decirlo– un baño de espuma nada menos que en el baño del Príncipe Hassan. Y sobre todo la divertida paranoia que al día siguiente les baja cuando andan pasados a aromas de tina marroquí y piensan que el Príncipe y su corte descubrirán la fechoría en que incurrieron, lo que les obliga a ventilarse disimulada e inútilmente la camisa.

SEIS
¿Es chilena o argentina esta novela? ¿O: es argentino o chileno el narrador de esta novela? ¿Importa esto? No importa nada, la verdad, pero llama la atención cierto giro muy trasandino que se da en un par de momentos, como cuando se lee que Miranda se vino a vivir a Santiago y sólo tuvo casa propia después de pasar una temporada “en lo de sus suegros”. En “lo de”: siempre quedan en el lenguaje huellas del lugar de donde se proviene, en el caso de este narrador, huellas del habla de Buenos Aires, la ciudad a la que se exilia Miranda y de la que, dice el narrador hacia el final, “yo había partido tiempo atrás para venirme a vivir a Chile”.

SIETE
Es llamativa la recurrencia de información, no diré freak pero sí insólita, que se deja caer cada tanto en estas páginas, como cuando el narrador, que tiende a demorarse en el lenguaje tanto como a dispersarse en asuntos sólo tangencialmente incumbentes (lo que refuerza la distancia con lo narrado), cuenta que una vez leyó un artículo donde se decía que si todos los aviones del mundo aterrizaran en simultáneo, no tendrían dónde estacionar, “de modo que hasta que el mundo acabe deberá haber una determinada cantidad de aviones volando”. Asimismo, no escasean las teorías al paso, por ejemplo esta: “El futuro es algo de lo que también se regresa”, o esta otra, tan sugestiva como dudosa: “Las catástrofes son tristes, pero en ellas son por primera vez felices las cosas, que aprovechan ese instante para liberarse de los espacios que las esclavizaban”.
Y es también un narrador ultra lector el que comanda el relato, un narrador comentador de lecturas que cada tanto se ve aludiendo a una novela, un artículo o una revista de papel couché que leyó y cuyo asunto, en mayor o menor medida, viene al caso, pero que, como sea, siempre recrea. Nada de esto empobrece el relato o lo desintegra negativamente, pues la integridad de esta novela en buena medida está dada por su tendencia a la distracción, a demorar un desenlace de antemano conocido, a transitar las palabras sin apuro, a merodear la tragedia más que a edulcorarla, mistificarla o explotarla.
Añadiría a todo esto el hecho de que se trata de un narrador reflexivo, autoconsciente y en un punto, no excesivo, irónico, lo que se puede advertir, por ejemplo, en los pasajes donde duda o relativiza (no sin razón) algunas de sus observaciones o, más claramente, cuando, narrando el bombardeo a La Moneda, al contar cómo en medio del desastre Miranda pilla un cigarro y lo fuma, el narrador deja constancia de lo trillado que le parece, en parte por culpa del cine, dice, ese tipo de recaída fumadora en la catástrofe, pero, agrega, en honor a la verdad ha de contarlo. Y es que no siempre la historia es original, novedosa o del todo singular en sus detalles.

OCHO
De que la voz de Miranda es representada de una manera alejada de la mera desgrabación da cuenta esta observación que sobre el modo de hablar de Miranda hace el narrador: “Las cosas las definía despejando las palabras, que en su boca titubeaban, haciendo que aquello que iban a describir perdiera la paciencia y asomara por sí mismo”. Pero ese “hablar mal” de Miranda, meramente transcrito a la página, estoy seguro que no funcionaría. Por ello Galende, de hecho, lo que hace en esta novela es narrar, darle un relato como chulamente se dice hoy en política, una cierta linealidad o mejor dicho ilusión de continuidad, a la voz y al pasado de Miranda, un pasado en el que éste habita permanentemente, según anota el narrador. Por esto, quizá, es que Miranda se resiste él mismo a narrar su vida, y lo que hace es soltarle al narrador, en el transcurso de un cierto tiempo que de repente se acaba pues a Miranda literalmente se lo traga la tierra, elementos para una biografía, siendo el narrador quien tiene la tarea de reconstruir, en base a las anotaciones que tomó en su cuaderno, a algunas fotos, al recuerdo de sus conversaciones con Miranda y a una que otra indagación que lleva a cabo con terceros posteriormente, rearmando, no al modo de un restaurador sino al de un planimetrista, el cuadro de una vida, de una peripecia vital mitad trágica, mitad sencilla, cuyo sentido culmina, se diluye, en una escena del crimen por todos conocida: el 11 de septiembre en La Moneda.

NUEVE
No obstante su base testimonial, Me dijo Miranda tiene algo de ficción conjetural, como el inigualable Agosto de Rubem Fonseca, que narra inmejorablemente, desde una perspectiva ni del todo histórica ni del todo ficticia, los últimos días de Getúlio Vargas antes de que, movido por las circunstancias tal como Allende, se pegara un tiro en 1954.
Por la libertad que de toda conjetura emana, este libro de Galende no tiene el latoso deber histórico de la fidedignidad total, no es una miniserie histórica de alguna área dramática televisiva, razón por la cual no hay problema alguno, por ejemplo, con que se hable en un momento de la novela de un micrófono de TVN usado en la UP, siendo que el canal nacional, si no me equivoco, durante esos años era TV Chile, y la N recién se le vino a añadir a TV en la era de Patricio Aylwin, constituyendo otra de esas medidas cosméticas aylwinistas como lo fue pintar de verde en vez de negro los autos de Carabineros para diferenciarse de los años precedentes. Detallitos estatales.

DIEZ
Si, como es fama, al personaje de Proust es el olor de unas magdalenas lo que lo devuelve a la infancia, en el contexto menos idílico en que transcurre la novela de Galende, a Juan Miranda lo reenvía de un paraguazo a su infancia la siguiente magdalenita táctil: durante el bombardeo a La Moneda, para protegerse, se pone boca abajo, pegando la cara al piso, y entonces recuerda cuando, a los cinco o seis años, se tiró boca abajo cerca de la cama de su madre para darle una sorpresa, consiguiendo sólo darle un susto tan grande que lo hizo merecedor de una cachetada.
En materia de memoria, hay magdalenas menos idílicas y olorosas que otras.

11
Una última cuestión a la que me gustaría aludir es algo a lo que también hace mención Kohan en el epílogo, y que yo antes había leído justamente en el demodelor libro de Rithy Panh que mencioné al principio. Se trata de la idea de una “banalidad del bien”, en oposición o complemento a la banalidad del mal desarrollada por Hannah Arendt en Eichmann en Jerusalem.
La “banalidad del bien” es la fórmula con que Rithy Pahn, sobreviviente al infierno camboyano, se refiere (y homenajea) a su padre, que sin ser crítico, héroe o mártir resistente, simplemente “se encerró en el lenguaje”: comenzó a murmurar, luego dejó de hablar, de comer, y murió. “En nuestras sociedades democráticas –escribe Rithy Pahn– el hombre que cree en la democracia nos parece ordinario. Incluso aburrido. Por ello, en mi despacho tengo ante mí un retrato un poco amarillento de mi padre: que haya una poderosa banalidad del bien. Esa será su victoria”.

No resistir, no luchar no implica necesariamente complicidad ni menos culpabilidad; no cooperar, no sumarse ni ceder al mal, en cambio, sí constituye un acto moral, de baja intensidad pero moral. No todos eventualmente aceptarían manejar o acoplarse, está diciendo en el fondo Pahn y, a su manera, Galende, a esas maquinarias de eliminación humana que son los totalitarismos. No siempre todo el horror se debe a simples cumplidores de órdenes, por un lado, ni su derrota a héroes y mártires, por otro; no siempre el mal ha de ser banal (menos en los niveles de un Duch, de un Eichmann o de un Marcelo Moren Brito), pero tampoco el bien siempre ha de ser heroico, épico o grandilocuente: puede ser sencillo, banal, humano y no sobrehumano, como el bien que representó el padre de Rithy Panh o como el bien –“discreto, fino y sencillo”, para decirlo en palabras de Violeta– que también representó Juan Miranda, y del que tan buena cuenta da esta primera novela de Federico Galende, que nos deja pensativos mirando las palabras, mirando la historia, mirando la ciudad y mirando a Miranda.