sábado, 21 de diciembre de 2019


La poesía de Carlos Martínez Rivas
INSURRECCIÓN SOLITARIA Y ALEGRE FURIA
Carlos Martínez Rivas

Si en la tierra de César Vallejo y en la de la Mistral y Neruda iban a hornearse tradiciones poéticas de tan alta intensidad, cómo no iba a ser ese también el caso de la nicaragüense, con Rubén Darío en el origen. Como Perú y Chile, Nicaragua tiene una poesía que está en la primera línea de la lengua, con voces únicas, repertorios alucinantes, llena de poetas religiosos y poetas guerrilleros, aunque en su centro habita un Gran Descreído.
Lanzada por Darío, la poesía nicaragüense fue proyectada en el XX por figuras como Salomón de la Selva y su fundacional El soldado desconocido, largo poema que da cuenta de su experiencia en las trincheras inglesas durante la I Guerra Mundial y que logra, ya en 1921, ya desde su brillante prólogo, modos y tonos tan llanos como inauditos, un precursor que contuvo, por así decirlo, al mejor Huidobro y al mejor Parra, de aire ligero e imágenes irónicas: “He visto a los heridos: / ¡Qué horribles son los trapos manchados de sangre! / Y los hombres que se quejan mucho / y los que se quejan poco… / y aquel muchacho loco que se ha mordido la lengua / ¡y la lleva de fuera, morada, como si lo hubieran ahorcado”.
En una línea afín está el legendario Joaquín Pasos, muerto jovencísimo en 1947, pero no tanto como para no alcanzar a escribir ese prodigio que es su “Canto de guerra de las cosas”: “Os reconciliaréis con el zinc dándole un suave nombre… / porque el oro no fue a la guerra por vosotros”.
Y luego está Ernesto Cardenal, cuya frescura y contundencia de matriz latina y anglosajona, y de ímpetu místico y cósmico, hizo estallar la poesía de militancia religiosa y política, llenándola de gracia y sorpresa. Pero Cardenal no es el único de renombre e influencia: están Ernesto Sánchez Mejías y Pablo Antonio Cuadra, quien le dio resonancia al paisaje natural y mental nicaragüense; están José Coronel Urtecho, gran generador de vanguardias y Claribel Alegría, reconocida el 2017, meses antes de morir, con el Premio Iberoamericano Reina Sofía y autora de versos tan breves como de fuerte eco: “Mi querido Odiseo: / Ya no es posible más / esposo mío / que el tiempo pase y vuele / y no te cuente yo / de mi vida en Ítaca… / No vuelvas, Odiseo”. En el último tercio del siglo XX también surgen Gioconda Belli, Ana Ilce Gómez y, especialmente, Daisy Zamora, en cuya escritura lo femenino y lo feminista encontraron una cristalización temprana y ejemplar, donde lo testimonial enciende lo literario, lo dispara, lo verifica.  

El Gran Descreído
Entre todos, sigue y seguirá brillando el genio absoluto de Carlos Martínez Rivas (1924-1998), el Gran Descreído, cuya obra, sin rehuir lo prosaico e incluso lo ruin, se encumbra a las alturas máximas de lo sublime, un poco como ocurre en la poesía cubana con José Lezama Lima, con quien tiene conexiones que aquí no da para indagar, salvo consignar la alegre y airada convivencia de precisión y desate, belleza y espanto, bravura y música de ambos.  
No se puede decir que Martínez Rivas sea un secreto o un olvidado, pero la tradición de la que proviene, y esto es extensivo a toda la centroamericana, llega tarde, mal y nunca. Por ello y por su reticencia a publicar, se le conoce poco, y eso que después de su muerte ha sido incluido en algunas de las antologías castellanas más relevantes, como Prístina y última piedra, hecha por Eduardo Milán y Ernesto Lumbreras (México, 1999) y Las ínsulas extrañas, magna (aunque demasiado ibérica) selección a cargo de Blanca Varela, José Ángel Valente, Andrés Sánchez Robayna y de nuevo Milán (España, 2002).
         Desde que supe de su poesía hace unos años, no dejo de leerlo, más que con admiración y goce, con creciente asombro y hasta necesidad. Necesidad de ese modo suyo y solo suyo de deslizar las palabras y la imaginación (“Fraternicé en mi pavor viril con los remotos escultores / que pusieron a sonreír a sus Diosas”). Ni dejo de pesquisar sus libros con excitación detectivesca, lo que incluye inverosímiles contactos telefónicos y trueques con Managua. Ni dejo de buscar interlocutores donde sea. El año pasado vino a Chile Horacio Castellanos Moya y una tarde, entre destilados, ya en confianza y sabiendo de su gran aprecio por la poesía, le pregunté si había conocido a Martínez Rivas. Se le encendieron los ojos como si hubiera hecho comparecencia el mismísimo diablo. Y es que Martínez Rivas tiene diablo, genio, maestría.  
“Ya llegará el día en que ocupe el lugar que debe ocupar en la poesía en lengua española”, me escribe Castellanos Moya meses después en un cruce de correos donde ahondamos en la admiración por este poeta que en vida sólo publicó un libro, en 1953, en México, de título tan significativo como entrañable: La insurrección solitaria. Allí echa mano a la tradición bíblica, literaria y filosófica para, en 40 poemas, ensamblar las bases de una rebelión contra toda tendencia o idea que anule o sofoque la radical individualidad, la irremediable imperfección y soledad del ser, todo en busca de una voz que lo lleve lúcido al silencio final.
Tras ese primer libro, vivió 45 años más, pero no volvió a publiar. Apenas dejó caer algunos poemas. Por desconfianza, por tedio. Pero no abandonó la poesía. Al contrario, siguió escribiendo sin parar lo que llamó Allegro Irato (Alegre ira), una inmensa obra celosa de su condición secreta, cientos y cientos de poemas que a duras penas dejó entrever hasta su muerte y que, conocidos ya, si bien como conjunto menos articulado y rotundo, deslumbra tanto como su primer libro, con cimas que solo los más grandes reiteran, al punto que podría endosársele lo que en un poema él dice de Rolando Steiner: “Nunca, ni la rusticidad ni el lugar común, / brotaron de sus labios, excepto / el ingenio, y la gracia, rabia –a veces”.
Antes, a los 17 años, en el colegio, cual Rimbaud caribeño, había escrito un poema impresionante, “Una rosa para la niña que volvió de su muerte”, y poco después un largo y premiado tríptico de amor, “El paraíso recobrado”, que hoy se deja leer igual o mejor que la poesía amorosa de Neruda o de Idea Vilariño, que por acá pegan mucho más.
         Vivió en California varios años y unos pocos en Madrid y en el París de posguerra, trabando amistad con Octavio Paz y Cortázar, aunque en la interna tomó distancia: “Cuando yo vi a la elite hispanoamericana corrompida por Europa, yo con toda mi potencia centroamericana, un gato montés, yo me sentía montaraz entre ellos. Y al mismo tiempo en la misma categoría… Eran hispanoamericanos que pertenecían a las elites europeas. Mientras que yo, el hispanoamericano que, abarcando todo lo que ellos sentían, veían y conocían, yo había permanecido salvaje”. También fue amigo de Blanca Varela, en quien seguro reconoció a una profunda par, y le dedicó un poema.
Martínez Rivas volvió a Nicaragua y hasta morir siguió viviendo en un país asoleado primero y asolado después por la Revolución de una ideología que no lo convencía, como ninguna, y optó por la lectura, un ostracismo de contadas amistades y amores, de alcohol sin mesura, y pudiera decirse de él lo que dijo Joseph Roth de sí mismo: “Así soy realmente: maligno, borracho, pero lúcido”. Difícil, reticente, huraño, de compleja relación con las mujeres, aunque no menos con los hombres, recién en 1984, en las ediciones sandinistas de la Editorial Nueva Nicaragua, vería publicado en su país La insurrección solitaria. Hoy sus derechos están en manos del orteguismo, lo que no facilita, según parece, su difusión: el 2009 pararon una obra reunida que editaría El País en España porque la prologaría Sergio Ramírez, gran difusor de la poesía de su país pero fuerte crítico de la debacle orteguiana.
Haga la gran elegía a la muerte de Joaquín Pasos o escriba un alucinante poema en que ve al trasluz del sol “con inexpresable admiración / vuestra calavera completa / (con las dos cuencas y el pequeño / agujero triangular sin fondo)”; cante al amor o las uñas o haga del humor negro una categoría del entendimiento, Martínez Rivas le da pleno sustento al entusiasmo de tantos, como Álvaro Mutis, el propio Paz o Cardenal, quien dijo: “Nunca he conocido a nadie en ninguna parte que tuviera tanto genio para la poesía como Carlos”. 
         Lírico y la vez delirante geómetra del verso, concernido por lo humano y a la vez escéptico como nadie, amigo de Cardenal pero su exacto contrario, Martínez Rivas dio a inicios de los 90 unas legendarias clases en la Universidad Nacional Autónoma de Nicaragua. Hay una en YouTube: se lo ve hablando fuerte de Darío, de la escritura, de las traducciones de Rilke hechas por el filósofo chileno Clarence Finlayson, y definiéndose en materia no política, no poética, ni siquiera filosófica, sino existencial, con palabras tras las cuales ya nada agregaré: “No exactamente un poeta sin ideología: soy un hombre sin ideología. Yo jamás he tenido ningún ideal. ¿Qué se puede llamar un ideal? ¿El deseo de qué? ¿De que se forme una corporación de hombres libres, felices, exentos de sufrimiento y de pobreza? No existe. Es imposible en este mundo. No tengo ideas tampoco, porque las ideas son como consignas de la mente. Yo lo que tengo son simplemente pensamientos. Se me ocurren en el día y se me marchitan en la noche”.  


Publicado en revista Santiago #7, 2019

domingo, 26 de agosto de 2018


LIHN, EL TACHO INFUNDIBLE
Resultado de imagen para enrique lihn montecino
Foto de Marcelo Montecino


 

Publicado en The Clinic el 18 de enero de 2018

 

 

 
“Conozco a Lynnh. Yo tampoco sé escribir este apellido. Ese hombre es macanudo. Tiene gran talento y bella boca. Facha estupenda, dulce risa. No se lo digas. Se le puede fundir el tacho”. Quien habla es nada menos que Violeta Parra y a quien se refiere es nada menos que a Enrique Lihn. Lo hace en una carta que le envió a su amiga Amparo Claro en febrero de 1965. El pasaje dice mucho sobre el modo de ser de Violeta, pero también da indicios sobre una amistad de la que poco se sabe: esa que unió a dos de las figuras más relevantes de la cultura chilena del siglo XX. Se juntaban, conversaban, se aconsejaban en materia creativa. En 1963, desde París, Violeta le escribió a Nicanor y le pidió que saludara de su parte “al honorable cantor de los cantores mayores: Enrique Lihn”.

Macanudo era y gran talento tenía –bella boca habría que someterlo a consideración–, pero a Lihn nunca, pese a la coqueta suspicacia de Violeta, se le fundió el tacho. No se le subían los humos a la cabeza. No se mareaba: tenía pretensiones y recelos, cómo no, pero era el poeta de la inteligencia y mantuvo en la más alta consideración la ironía y la sospecha, de las cuales, si son genuinas, como en su caso lo eran, se deriva una cierta desconfianza ante todo por uno mismo. A Lihn podrían endosársele perfectamente esas palabras con que el filósofo colombiano Nicolás Gómez Dávila se declaró ironista: “Si la ironía consiste en pensar que la verdad es precisamente lo contrario de lo que estamos pensando, pero que no basta invertir nuestro pensamiento para captarla –así como la acera de enfrente es aquella en que nunca estamos–, pido que se me admita como ironista”.

Lihn fue el poeta del desate y del repliegue, el más escéptico de nuestros poetas pero también uno de los más sentimentales, un romántico de malas pulgas, un escéptico de corazón lírico. Véase si no el comienzo de su poema “A Franci”, un verdadero ejemplo de esta poesía que se permite arrebatos emotivos para de inmediato poner reversa y tomar una distancia que acto seguido diluirá, como quien se dice a sí mismo “y qué tanto”, retomando vuelo gracias a sus acostumbradas comparaciones imaginativas: “Te quiero, qué comienzo / peor es tragar saliva / y peor aún este nudo en la garganta que toma los contornos del mundo o la forma de un grano de ripio pegado a la planta de los pies”.

Este año se cumplen treinta años de la muerte de Lihn, que en los últimos quince se ha convertido no sólo en una figura señera sino en una suerte de centro descentrado de la literatura chilena y latinoamericana. Enriques Lihnes salen cada demasiado: uno entre mil, digamos, y si es que. Si fuera el suyo un tipo de chileno más o menos corriente, otro gallo cantaría en los distintos ámbitos de la vida en la fértil provincia, partiendo por el literario. Versátil como pocos (narró, poetizó, editó, dibujó, filmó, burló, actuó, grabó, parodió…), divertido y agitador como pocos, perspicaz como él solo y como él solo suspicaz (como un “detector de mierda” lo definió Adriana Valdés), Lihn fue ante todo un poeta descomunal, uno cuya obra refrenda sobradamente las palabras de Bolaño, que no fue desmedido al señalar a Lihn como un poeta mayor de la lengua castellana en el siglo XX.

Y además Lihn fue un militante, si se puede decir así, de ese ejército que cuenta con muchos impostores en sus filas, pero del cual él fue uno auténtico y combativo: el de la generosidad literaria. Como pocos leyó a los viejos, a los coetáneos y a los más jóvenes y les abrió espacios y les dio pistas para seguir sus propias rutas, no las que él quería imponerles sino las que él creía que estos podían transitar. Es muy llamativo que ya en los años 80, por ejemplo, hablara de los seis tigres de la poesía chilena para referirse a algunas de las voces por entonces nacientes que él intuía con mayor proyección: Juan Luis Martínez, Rodrigo Lira, Bertoni, Maquieira, Bolaño y Gonzalo Muñoz. El tiempo no lo dejó en ridículo. No era la suya esa generosidad calculadora del tipo Te Menciono Porque Sé Que Te Sentirás Compelido A Mencionarme Y Así Ambos Ganaremos, sino la del que ve algo que lo conmueve o impresiona y se propone compartirlo con el autor y con los lectores. El mismo Bolaño contó que viviendo solo con su perra y al borde de la desesperación en los márgenes de la vida española, cuando su nombre no era nada y su obra apenas existía, se salvó de hundirse para siempre al recibir inopinadamente respuesta epistolar de Lihn, desde Chile, en esos años, nada menos.

Y así como generoso, era insobornable: por su talante, sus mañas y manías y su modus operandi literario se perdió varias pasadas. Un cercano suyo me contó hace años que Lihn se farreó la oportunidad de convertirse poco menos que en el poeta del Boom al presentar a no sé qué exitoso novelista latinoamericano poniendo abiertamente sus puntos críticos encima de la mesa, y que otra vez le habría disparado en los pies a su posible aterrizaje literario en España al presentar la poesía de José María Valverde, gran traductor y crítico español, diciendo que era lo que era: un poeta muy menor. Por algo Cristián Huneeus decía que Lihn no daba puntada con hilo.

Con toda propiedad, Lihn fue lo que los relatores deportivos argentinos decían que era Marcelo Salas: un “chileno fe-nó-me-no”. A los 24 años ya había escrito “Celeste hija de la tierra”, cuyo maravilloso comienzo en endecasílabos y alejandrinos es como para salir a celebrarlo en Plaza Italia: “No es lo mismo estar solo que estar solo / en una habitación de la que acabas de salir / como el tiempo: pausada, fugaz, continuamente”. Después escribiría algunos de los poemas más influyentes de la poesía chilena, algunos de los poemas más asombrosos de la poesía chilena, algunos de los poemas más políticamente concernidos de la poesía chilena (nunca uno panfletario ni una monserga pues fueron siempre escritos “sin la esperanza de influir sobre el curso de las cosas”, pero tampoco ajenos a ellas), algunos de los poemas más humorísticos, más delicados y más filosóficos de la poesía chilena y algunos de los poemas más feroces de la poesía chilena, como los de Diario de muerte, ese libro donde se planta ante esa muerte que desde sus primeros libros anduvo intentando lacear, pero no para iluminarle el camino, “como si ella tuviera necesidad de esa luz”, ni con la ilusa pretensión de vencerla sino, simplemente, para asistir de pie a su propia derrota: “Todavía aleteo / con el pescuezo torcido y las alas en desorden”.

No se le fundió el tacho en vida a Lihn ni se le ha fundido a su poesía desde el día de su muerte. Al contrario, es una poesía que crece: se lee cada vez más y de diferentes modos y, como pasa con pocos poetas, lo aparecido póstumamente es casi todo de primer nivel. Sus poemas a veces son radicalmente distintos entre sí: Lihn pasó del soneto de ocasión a los poemas infinitos hechos con versos de tres líneas, prosaicos a rabiar, transitando por el poema amoroso, el monólogo esperpéntico y la postal de viaje, y sin embargo algo irreductible, como en las personas un olor o un gesto, hace a todos sus poemas inmediatamente reconocibles: difícilmente podrían atribuírseles por error a otro poeta, por bueno que fuera.

Es una voz estrictamente inconfundible, marcada por las huellas de una inagotable lucha con la lengua castellana. Esas huellas tienen que ver con ciertas cosas tan concretas como el enrarecimiento de verbos y sustantivos o ese uso de comparaciones desaforadas que solía hacer (imposible olvidar aquella que usa en su poema “La derrota”, hecha como al paso pero que produce el duradero efecto de un fierrazo en la cabeza: “El orador piensa en la muerte, y la muerte, por primera vez, en sí misma, con la perplejidad de una primera dama que fuera repentinamente violada por una horda de beats en su propia residencia”). Y también tiene que ver, su singularidad, con ese permanente trenzar la experiencia vital con la escritura y con esa facilidad ilimitada para pasar, como si nada, de las honduras filosóficas a las sensaciones más concretas y pedestres (“Y en la boca un sabor a papas fritas”), sin dejar de lado los indelebles fogonazos del deseo carnal (“Y yo mordí largamente en el cuello a mi prima Isabel”). Si se le suma a todo esto el humor cáustico, la recurrencia casi obsesiva de un puñado de elementos claves (como los gallos y las gallinas), cierta inclinación al Desbordamiento & el Desdoblamiento y esa ternura irreductible que siempre reaparece en sus mejores páginas, tenemos como resultado una poesía reconocible aun en los puntos más extremos del amplio arco que describe su versatilidad: toda una voz. Una voz de la que se puede decir hoy lo que el propio Lihn dijo de Gabriela Mistral en la gloriosa elegía que le escribió en los años 60: “Escuchémosla hablar, roto el silencio / no atinaremos a llamarla ausente”.

Su prosa ensayística fue definida como una “crítica de la vida” por Germán Marín. Perfectamente podría ampliarse el alcance de esa noción a la totalidad de la obra de Lihn, en cuyo centro por supuesto está la poesía: es toda ella una crítica de la vida, pero también su celebración: crítica y celebración –como dice mi abuelo Ernesto Rodríguez– o maldición y agradecimiento –a la manera de Violeta– serían en la obra de Lihn como sístole y diástole en el ritmo cardíaco, ese que irriga sangre al tacho para que no se funda.

 

viernes, 21 de abril de 2017


Ricardo Emilio Piglia Renzi (1940-2017)
¿CÓMO SE SALE DE ESTO?
¿Cómo se lee a quien te enseñó a leer? No con humildad, sino con orgullo, podría ser una respuesta. Otra está al principio de Crítica y ficción, donde a la pregunta sobre cómo le gustaría que se leyeran sus libros, Piglia contesta: “Tal cual se leen. No hay más que eso. Cada uno es dueño de leer lo que quiere en un texto. Bastante represión hay en la sociedad”.
+++
Tras una comida en Santiago, el año 2009, Piglia espera un taxi junto a un escritor y un editor, los dos chilenos. Aunque es apenas medianoche, no pasa ni uno en largo rato y los que pasan no paran. ¿Cómo se sale de esto?, dice Piglia, y propone caminar una cuadra. Entonces aparece altiro un taxi y lo toman. Primero se baja el escritor y entonces el editor va a dejar a Piglia unas quince cuadras más allá, a la puerta de su hotel, en el barrio El Golf. Pero Piglia ha olvidado la dirección exacta (es un hotel chico y ese un sector oscuro y algo laberíntico), el taxista desconoce la zona y ninguno tiene celular con internet. “¿Cómo se sale de esto?”, pregunta Piglia con una leve sonrisa. “Demos vueltas”, dice. Y eso hacen. Por tres o cuatro cuadras y alternando con una calle semicircular que las rodea, el taxi va y viene. En una esquina con semáforo deciden parar y preguntar, ya que el hotel definitivamente no aparece y el taxímetro suma y sigue. Pero no se ve a nadie. Piglia busca alguna pista en su billetera, el taxista hace tiempo, el editor mira su celular inútilmente y de pronto dos voluptuosas y pintarrajeadas mujeres golpean las ventanas traseras del taxi. Con señas Piglia y el editor les explican que no, que están parados ahí por otra cosa. Entre risas, con el semáforo en rojo y ante la insistencia asombrosamente ronca, algo beoda y cada vez más obscena de l@s invitantes, Piglia dice: “¿Cómo se sale de esto?”, y entonces dan la luz verde y el taxi avanza una cuadra, dobla a la izquierda, prueba bajando otra calle en la subsiguiente cuadra y, de la nada, aparece el hotel.   
+++
 
Quizás esa pregunta repetida del Piglia pasajero es la que mueve toda su obra literaria. Aunque en vez de obra en su caso cabría hablar más bien de circuito: un movimiento perpetuo compuesto de novelas, cuentos, digresiones, entrevistas, ensayos, miscelánea teórica y guiones, pero sobre todo hecha de preguntas abiertas (“¿Hay una historia?”, dice la primera frase de Respiración artificial), muchas preguntas que se concentran en una sola: cómo salir de esto, de tal o cual encrucijada narrativa. Cómo contar una vida, cómo vivir en la escritura. En su diario describe cómo se encerraba en su departamento con las persianas abajo y el teléfono tapado con toallas para aislarse y escribir todo el día, no teniendo todavía 30 años. A esos los llama “los años felices”.
La pregunta por cómo salir significa, en su obra, cómo evitar el estancamiento y las consecuentes formas vacías: cómo salir es, en definitiva, cómo seguir. Cómo hacer frente o esquivar, según sea el caso, un desafío intelectual, un enigma policial, una penuria económica, un dilema moral, una paranoia política o una intriga familiar. En El último lector, por ejemplo, de las encrucijadas reflexivas en que se mete al analizar la obra de Kafka o Tolstoi o la paradójica vida del Che Guevara suele salir diciendo que hay “una tensión” entre las dos cuestiones de las que está hablando. Y al decirlo avanza: deja en suspenso el asunto indicando que hay una tensión ahí. Con la palabra tensión, usada y poco menos que abusada, se desplaza el pensador en ese libro. Es su llave no mágica pero sí maestra. En sus siguientes ensayos publicados, la muletilla desaparece. Piglia no era un autor de fórmulas —que son repeticiones— sino de formas —que son variaciones—. Una inteligencia viva que buscaba salidas aun sabiéndose en un laberinto infinito compuesto por 27 letras y una gramática y enmarcado por una vida dichosamente replegada. El dictum pigliano “fijar el fluir de la vida” es una aspiración solamente, un punto de fuga que permite seguir contando. En una de las entrevistas que dio a The Clinic, al pedírsele que sacara la voz por la ficción en un tiempo en que la no ficción, la autoficción y la crónica se imponían, no vaciló y dijo que era imposible admitir que la imaginación estuviera clausurada, que mientras “el periodismo nos presenta la realidad bajo su forma juzgada, la ficción abre paso a la incertidumbre de los hechos y a la aspiración al sentido”.
Dijo que “la lectura se opone a un mundo hostil”, pero prefirió siempre la crítica literaria al modo de la de Osip Mandelstam, que hablaba del estilo de Dante comentando sus caminatas. Dijo que la crítica era la forma moderna de la autobiografía, y la ejerció así. Definió el estilo de Roberto Arlt comparándolo con su apellido, A-R-L-T: chirriante, difícil de pronunciar pero único e inolvidable. Nunca rehuyó los géneros considerados de segunda, como el policial, la novela de acción, la correspondencia íntima, la entrevista e incluso el chiste. Respiración artificial ha de ser, entre otras cosas, una de las novelas con mejor humor de Latinoamérica. Difundió a escritores semisecretos, dialogó abiertamente con generaciones de autores más jóvenes, escribió al menos dos novelas ineludibles, un puñado de relatos descollantes, un cuento breve perfecto (“La honda”) y una decena de ensayos y teorías luminosos. “La literatura es experiencia y no conocimiento del mundo”, escribió. 
+++
Historiador en retiro, novelista en fuga, diarista esencial, leyendo a Piglia se aprende a leer con desconfianza, con soltura, cerrando un ojo y a veces, si es necesario, los dos. Incluso a leer mal, desplazadamente. ¿Cómo leer, entonces, a quien te enseñó a leer? Piglia contó que una vez en los años 70 estaba metido en la poesía de Robert Lowell y el poeta Paco Urondo le dijo “Ah, mejor lee a Parra”. Y a Piglia le gustó eso: entender la literatura como una ciudad que es posible recorrer tomando atajos.
Así habría que leerlo, paseando por sus principales páginas, pero perdiéndose cada vez más decididamente en sus atajos. Y los atajos de Piglia son sus diarios, los que al final de su vida se dedicó a transcribir desde los 327 cuadernos a los que dedicó más de medio siglo. En ellos, Piglia sigue preguntando cómo salir, cómo moverse, o sea lo de siempre, aunque siempre diferentemente: “Domingo 18 de julio (1965): Son las cuatro de la mañana. Pasé la noche pensando. Todo lo que pienso es inútil. Doy vueltas en el vacío. ¿Cómo salir de aquí? ¿Por dónde empezar? Hay que empezar desde abajo, no con humildad, sino con orgullo”.
Es toda una clave. No con humildad, sino con orgullo. El orgullo no es soberbia. Es voluntad férrea en el punto de partida. 
+++
 
Es notorio que Piglia no sólo haya escrito sus diarios toda la vida, sino que también los haya leído y releído, según consigna en ellos mismos, con llamativa regularidad. Volvía sobre ellos una y otra vez. Le gustaba revivir sus días tanto o más que vivirlos. Intentaba establecer, a la hora de contar la propia vida, secuencias, series discontinuas, relatos y anotaciones de las cuales surgieron muchas, sino todas, sus novelas, cuentos y ensayos. Piglia llevó lejos como pocos la indeterminación literaria, operando una inversión muy borgeana —pigliana, habría ya que decir—: puso a la crítica y los diarios en el centro e hizo de sus novelas, cuentos y ensayos los satélites; al modo de un dealer, la obra de Piglia previa a sus diarios puede leerse como el medio empleado para generar adicción por unas formas narrativas y unos personajes y fijaciones de las que los diarios son su culminación. Esta, y no ninguna intimidad o enemistad, es la gran revelación de sus diarios. Era verdad: más de una vez Piglia dijo que todo lo que había escrito lo había hecho para allanarle el camino a la publicación futura de sus diarios, que venía escribiendo, como se sabe, desde la adolescencia. La nota con que abre el primer tomo de sus diarios proviene directa e íntegramente de las primeras páginas de Prisión perpetua, esa novela breve de 1988 que bien podría considerarse el magistral centro de su obra periférica (siempre y cuando se acepte que sus diarios son su obra central, cuestión más que plausible). En cualquier caso, en esa novela aparecen ya todos sus modos y combinatorias narrativas y, lo más importante, su voluntad de periciar y narrar los puntos en que la historia, la política y la intimidad se encuentran y determinan o, al menos, se rozan y contagian.
Piglia no vivió para contarla sino, al revés, escribió para vivirla. Guionista de sus propios días, cincuenta años estuvo escribiendo y recordando su vida, tomando distancia de ella y luego fagocitándola para buscarle o proveerle un sentido. No es que haya escrito lo que haría, al modo de una propedéutica delirante. Es, más bien, que la vida la vivió sobre todo al releerla, “sustituciones semánticas de la experiencia vivida”, según anota en 1969. Una aplicación radical, quizá algo quijotesca, de la idea contenida en los dos versos de T.S. Eliot que van de epígrafe en Respiración artificial: “Tuvimos la experiencia pero perdimos el sentido. / Y acercarse al sentido restaura la experiencia”.
Al final le cayó una enfermedad maldita como pocas, paralizante, de la que no hay cómo salir. Y se murió Piglia, dejándonos en un suspenso mayor, a la espera de lo que vendrá: el registro del último tiempo, el tercer tomo, con el que completará mil páginas de diarios. Mil páginas que reflejan, replican y asemejan como una melliza descarada y astuta a las mil que escribió entre ficción y ensayo. ¿Cómo se sale de esto? Quizás estemos recién entrando.
 
 
(Publicado en The Clinic el 12 de enero de 2017)

lunes, 26 de diciembre de 2016


Dificulto (Eeeh)


Lo dificulto. Dos sentidos tiene esta expresión. Uno: lo veo difícil. Otro: le pongo dificultad, lo trabo. Hay quienes dificultan en un sentido y quienes dificultan en el otro. Y hay también Seres Dificultosos Integrales, personas que, temerosas, timoratas, desconfían de las posibilidades de todo y, además, cuando a pesar de ellos algo logra ser echado a andar, se dedican a trabarlo con infinidad de peros, de problemas imaginarios, de preocupaciones que nada suman, ni restan, solamente truncan. Su frase típica es un mero ruido, un monosílabo: Eeeh. No el típico Eeeh de quien piensa o vacila o recuerda antes de pronunciarse sobre algo, sino el Eeeh de quien está pensando en cuál detalle inconducente y aburrido detenerse como primera tentativa para dificultarlo todo, y así la nada reina, la nada anda, la nada nada.

viernes, 23 de diciembre de 2016

ACABANDO EL AÑO
MURIERON DOS POETAS
Resultado de imagen 
 
 
 
Rodolfo Hinostroza de Perú y Ferreira Gullar de Brasil. Por supuesto murieron muchos más, Leonard Cohen sin ir más lejos, Marcos Ana yéndolo mucho, Oswaldo Reynoso y Eduardo Chirinos volviendo a Perú. Pero las muertes de Hinostroza y de Ferreira Gullar enlutecen, podría decirse, históricamente a la poesía americana.
Hinostroza, fallecido el 1 de noviembre a los 75 años, fue el autor de tres libros publicados con mucha distancia entre sí, distancia no solo temporal sino estilística y temática. El segundo, Contra natura, parece escrito por un poeta distinto. Distinto no únicamente de sí mismo, sino de todos. En realidad, Contra natura parecería el libro de un marciano, o al menos un caso extremo del poeta-camaleón del que hablara John Keats, si no fuese por el sustrato personal que, como el hilo rojo de la leyenda oriental, ata secretamente los tres libros de Hinostroza, ese sustrato que, como siempre pasa con la gran poesía, es más fácil reconocer que definir.
La poesía de Hinostroza en sus tres libros salta a la vista por su alta intensidad y está provista siempre de un acento, una quebradura del idioma, un aire que fue, es y seguirá siendo viento fresco. Su debut, Consejero del lobo (1965) muestra a un asombroso poeta de 23 años que, aunque muy narrativo, es muy singular e inimitable, en parte porque sus poemas, ya traten de Juana de Arco o de una boda, son como pedazos de relatos difusos cuyo complemento solo el poeta conoce. Es como si el lector llegara no al principio del poema sino algo tarde y no le quedara otra que incorporarse y dejarse llevar, asumiendo que “En el alumbramiento del amor/ No estuvimos presentes” y que “Allí/ Se bebió como se bebe/ En los altos funerales de un muchacho”.
Años después, en 1971, publicó el paradigmático Contra natura, ganador del premio Maldoror de la editorial Seix-Barral, con un jurado integrado, entre otros, por Octavio Paz y Jaime Gil de Biedma. En ese libro capital, el lenguaje de Hinostroza estalla. Ricardo Piglia dijo que César Vallejo escribía en un castellano del futuro que algún día todos quizás hablaremos. Se podría decir que Hinostroza se nos adelanta y se acerca a Vallejo (“Oh César, oh demiurgo…”) y, nutriéndose de la nomenclatura del ajedrez, de las gráficas del horóscopo, del inglés y del misterio, da forma a 15 poemas donde aunque muchas veces “los sentidos se pudren, se pudren”, como dice un verso, siempre queda, como dice otro, “un sonido vocálico, cualquier cosa/ que no calle jamás”.
A medio siglo de su publicación, Contra natura no calla, sigue transmitiendo desde su frecuencia alucinada. El que sí calló fue el Hinostroza poeta, que seguramente quedó exhausto tras parir esa bestia castellana, por lo que desde entonces solo escribió narrativa, gastronomía, traducciones, teatro, cualquier cosa menos poesía. Hasta que después de 34 años reapareció con Memorial de casa grande para ofrecer, retomando parcialmente la voz de su primer libro, una crónica familiar donde repasa la historia de sus antepasados (aparece un “chileno culeao”) y relata el estremecedor hallazgo de “Los huesos de mi padre”, aunque el final, si cabe decirlo así, es inesperadamente feliz: “Ahora reposan en el Cementerio el Ángel/ en una de esas fúnebres bibliotecas de huesos/ a pocos bloques de donde mi madre duerme su sueño eterno./ La muerte, piadosamente,/ ha acercado los huesos de dos seres que la vida separó”.
Voz propia, vida nueva, viento fresco el de Hinostroza en una tierra, la peruana, donde durante años soplaron, en materia poética, por lo bajo cinco huracanes: Antonio Cisneros, José Watanabe, Blanca Varela, Jorge Eduardo Eielson y él. Murieron los cinco, pero quedan otros.
 
 
También fue voz propia, vida nueva y viento fresco, y en momentos un necesario vendaval sucio, Ferreira Gullar en Brasil, que murió el 4 de diciembre, a los 86 años. Al igual que Hinostroza, aunque a través de más libros, describió con el tiempo un arco de escritura muy amplio, partiendo de su participación temprana en el neoconcretismo, al que dejó de lado para volcarse a una poesía encarnada, personal, donde el cuerpo, el sexo y el entorno social pasaron a primer plano, sin dejar nunca por ello de procurar una poesía de fina indagación formal. A partir de En el vértigo del día, de 1980, derivó en la factura de poemas sencillos, cultivando un maravilloso estilo en el que extremó su fuerza expresiva pero no en la línea del alarde, sino al contrario, tendiendo a una simpleza cargada, intensa, como de poeta italiano iluminado: “Cuando ella canta su voz/ me recuerda un pájaro pero/ no un pájaro cantando:/ recuerda un pájaro volando”.
Ferreira Gullar es principalmente conocido por su Poema sucio. Si Hinostroza hacia el último tramo de su existencia hizo la larga y descarnada memoria de su familia como un modo de autorretratarse, Ferreira Gullar, no al final sino en el centro de su vida, despachó un largo, divertido, estrepitoso y salvaje poema que orbita en torno a su ciudad natal, San Luis de Maranhao, y al sentido del poema mismo. Lo escribió durante su exilio en Buenos Aires, en 1975.
Lo sucio es el mundo retratado, claro: ya en la tercera página corren las ratas y las cucarachas. De forma especular, el poema tiene su suciedad, que no es otra cosa que la ausencia de lirismo y una variedad desatada de elementos textuales, de rodamientos poéticos: hay varios tonos, hay recuerdos y pensamientos, imágenes de todo tipo, expresión tipográfica, rimas y aliteraciones, obscenidades, malos olores y mucha pudrición: se pudren frutas, ríos, vidas y hasta el sentido, tal como en Hinostroza, pero de lo podrido, de la pudrición bien procesada, ya lo saben los ecologistas, puede surgir la vida, el movimiento, la belleza.
Poema sucio y Contra natura no se solazan en la inmundicia: la muestran, tal vez la conjuren. Como al ya aludido poeta-camaleón de Keats, “no les molesta deleitarse con el lado oscuro de las cosas más que con el lado luminoso”. Ambos prosistas de gran estilo, ni Ferreira Gullar ni Hinostroza rehúyen contar al cantar. Son narrativos, pero en ellos la narratividad no derriba, como suele ocurrir, ningún vuelo ni sofoca ningún aliento. Son poetas libres, instintivos, impredecibles. Los dos pasaron algún tiempo refugiados en Chile (Ferreira Gullar escribió un poema al otoño chileno meses antes del Golpe y otro a Allende poco después del Golpe). Vale la pena leerlos. Fueron dos poetas, cabe decir en su casi coincidente hora fúnebre, tocados por cierto “encantamento da poesía”. Si se busca esta frase entrecomillada en YouTube, aparecerá un canoso Ferreira Gullar en todo su esplendor, simpatía y sapiencia contando cómo surgió su famoso “Poema de la mandarina”. Toda una lección de poesía.
 
(publicado en Revista Santiago, www.revistasantiago.cl diciembre de 2016)

viernes, 7 de octubre de 2016

Eclipse luminoso:
una lectura de la poesía chilena actual, 1990-2015
Resultado de imagen para boleadora mapuche

“¿Acaso en Chile se escriben hoy poemas como los que 60 años atrás escribían Neruda, Díaz Casanueva, Anguita, Arenas, Rojas, Parra, o muy pronto escribirían Arteche, Barquero, Lihn, Uribe, Teillier?”. Esta pregunta, lanzada en noviembre de 2012 por el cura y crítico literario José Miguel Ibáñez Langlois, a.k.a. Ignacio Valente, en El Mercurio, en su columna “Eclipse de la poesía”, fue la primera de una serie de arremetidas en que ha perseverado hasta hoy. En 2015, por ejemplo, en un texto titulado “Poesía in-significante”, afirmaba, sin dar ningún nombre: “Tengo en mis manos algunos libros de poesía joven y no tan joven, que verso a verso… no dicen nada, o mejor, casi nada”. Y este año, en “Declinación del gusto poético”, atribuía a la supuesta decadencia de la poesía el restringido número de lectores que posee.
Atender seriamente estos juicios implica hacer un plano general de la poesía chilena de los últimos 20 o 25 años: la poesía en el Chile post Pinochet o, más bien, la poesía chilena post Lihn.
Lo de Valente es menos una provocación fallida que el plañir desactualizado de un otrora agudo crítico de poesía que repite, con la producción actual de poesía, el gesto desdeñoso que en su momento tuviera con Lihn o Violeta Parra, en vez de reiterar mejor la agudeza con que supo advertir la aparición de Zurita o Juan Luis Martínez, o subrayar la belleza sublevada d-e poemas como “La cruz” de Nicanor Parra, abocándose a la ardua tarea de separar la paja del trigo en vez de abandonar la siega por un presunto eclipse. Quizás no haya tenido ocasión, o vocación, o vacación, para meterse, sin desdenes previos, a ver lo que se produce últimamente. Valente incluso se ha referido al “primer Zurita”, de lo cual se deduce que no aprecia al último, que publicó las nada menos que 800 páginas de Zurita, libro donde la historia y las visiones, la masa y el hombre, la arquitectura y el delirio, se funden en poemas que no por narrativos pierden su vuelo mayor, su genialidad fuera de serie.
Como sea, la pregunta de Valente reclama una respuesta fundamentada o, al menos, bien ejemplificada. Podríamos partir con Finis Térrea: apuntes de carretera, de Alexis Figueroa, un libro de imaginación y de tránsitos veloces que proyecta una síntesis poética de la carretera como “escenario clásico de la ficción pos-apocalíptica”, haciendo que en sus páginas se oiga hasta el soplido de los vientos y perfilando dicho espacio como paisaje metafórico clave de estos tiempos en que, pese a la sobrepoblación, se impone “la sensación de ser alguien ausente de personas”. Otro es Actas urbe, de Elvira Hernández, un libro prodigioso en el que las distintas sintaxis, tonos y modos de torcer y enlazar la escritura hacen pensar en conceptos como ronquera, irritación, extrañeza y humor seco. Y otro, para seguir con nacidos en los años 50, es Asunto de ojos, de Carlos Decap, poeta maestro en confundir la ciudad y las páginas, el viaje y la escritura, confusión donde “la nave de la poesía sigue navegando”.
Si se avanza una generación se llega a aquellos poetas que debutaron en los 90, sin Lihn, sin Pinochet, en el presunto eclipse. Hay en estos años poetas bien distintos entre sí; varios cuentan con un puñado de poemas de gracia o fuerza suficiente para rebatir cualquier pesimismo y para refrendar, incluso, aquella proposición o provocación que Nicanor Parra dejó caer en el prólogo de Lear Rey & Mendigo: “En un mundo desprovisto de racionalidad/ La poesía no puede ser otra cosa/ que la mala conciencia de la época”.
*
“Todo es filmable, a veces/ todo pareciera exigir su registro/ como en el metro de Santiago/ lleno de empleados, secretarias, escolares/ con sus bellos rostros abatidos”, escribe Germán Carrasco en un poema que luego dice “aunque hay fotografías que no se toman”. Y es que el poeta debe ganarse el derecho a recrear, “llenar con cuidado el silencio”: en poesía lo que vale no es la consideración por sí misma- de la vida o de lo real sino su percepción y proyección en imágenes, ideas, sonidos y ecos: los versos en que se la expresa: la vida de la obra, no la vida en la obra.
El trabajo de Carrasco, que “refresca la gramática” combinando con agilidad de ninja pesadez y levedad, soltura y control, ironía y lirismo, es un hito central de la poesía de hoy, un trabajo amplio que ha cuajado y revitalizado lenguajes y realidades y humores (en sentido médico) de maneras sorpresivas, en poemas que no desprecian lo excedente, que resuenan no por su perfección métrica sino por su mezcla de novedad y familiaridad, por su movimiento perpetuo.
*
Hay más, claro. Yanko González, por ejemplo, a la vez que logra extrañar verbalmente con lo ya conocido, torciéndolo en esas voces voladoras (“croan las tribus”) de Metales pesados y Alto Volta, puede también sorprender desatando la emoción al conciliar delicadamente serenidad y horror, como en 1999-2011: “No me atrevo a pulsar tu número/ Y quemar el poco aliento que nos queda./ No seré quien arriba, no seré quien parte/ Para quedar en la mitad y vacía./ No te apresures, no te fíes de mi brevedad/ Porque este día pardo terminará en el mismo día pardo/ Que persistirá inmutable en otro día pardo./ Querido mío, hoy a las cuatro y treinta de la madrugada/ Nuestro hijo nos dejó./ Sus ojos ya no muestran ni/ Sienten dolor./ Perdóname. He perdido un cuerpo para llegar/ Y he perdido un cuerpo para regresar”. O Antonia Torres, que hace algo similar, lo cual puede resultar muy asombroso en pleno siglo XXI: escribe poemas conmovedores sin aspavientos, aceptando la voz baja, algo por lo demás característico de esta época donde hay, más que grandes poetas, muchos grandes poemas, que es justo lo que anhela el cura: ahí está “Der Befund”, donde Torres especula con una ocurrencia hasta abrazar, en un verso epifánico, siglos remotos en un puro momento humano: “Mi hijo pequeño me propone un juego/ en el que él y yo descansamos/ juntos y abrazados en una misma muerte// Me sugiere la representación exacta de la escena/ a lo que accedo dudando de la corrección del gesto…”. En otro dial, Matías Rivas, que sí ostenta poemas que revolean la mirada con despiadados peritajes en lo ominoso y en el desorden de las familias, tiene una muy notable veta cálida: “Es hora de que reconozcamos que fuimos consumidos/ por nuestros temores y tormentos y que lo único que nos queda/ es abrazarnos como si estuviéramos solos en una pieza oscura”, se lee en “Un amor contemporáneo”. O Andrés Anwandter, que en Amarillo crepúsculo ofrece una muy buena muestra de quienes indagan sin ambages en lo nacional e incluso en lo contingente, transitando sin resquemores a la intimidad, pero desviando para ambas faenas el lente, trabajando formas no enfáticas sino sucintas, elusivas, convenientemente leves o distantes, en versos que parecen pensamientos donde el corte, los espacios y la cadencia generan un extrañamiento que permite ver las cosas de otro modo, como que “un cogotero se abre paso/ a navajazos por los ojos”. O Héctor Figueroa, que con su único libro, Intemperancia, es de los que mejor han renovado la capacidad de concernir, divertir y embriagar, ironía mediante, con el yo puro o el puro yo: “… no sé describir otra cosa que no sea mi ombligo;/ como si el centro de la galaxia partiera en mi barriga cervecera/ (…) poco dado a la voluptuosidad/ este hablante no describe sublimaciones interiores;/ falto de trino, cojo de espíritu, sin fantasía/ tampoco mitiga la miseria humana”.
Para cada uno de estos contenidos –y esto es lo relevante–, han procurado estos cinco autores, entre otros, claro, operar lenguajes apropiados, los que, desde su abierta diferencia, coinciden, en sus mejores momentos, en producir una cierta apertura, la que tiene que ver, básicamente, con arriesgar tanteos verbales en lo incierto, con intentar nuevos tonos y modos y acentos y también nuevos asuntos, pero al mismo tiempo con atreverse a simplemente “reiterar la poesía”, como decía Lihn (influencia versátilmente central en este tiempo).
*
Hace 60 años Neruda, entre las cimas del Canto general y Estravagario, despachaba a menudo odas muy elementales. Y poemas rotundos y preciosos, como tantos de Anguita o Lihn, sí se pueden leer en estos años, también como los de Rojas o Teillier, Díaz Casanueva o Uribe. Y como los de Arenas o Arteche o Barquero: ¡mucho más todavía!
Hay un inadvertido acontecimiento luminoso que por sí solo bastaría para sosegar tanta alharaca: la publicación en 2015 de Canciones para una banda rock, la “poesía temprana / 1999-2003”, de Piero Montebruno, libro donde fuera del desdichado título no hay desperdicio sino sucesivos momentos deslumbrantes, sobre todo “Partir, partir, ebrios al amanecer”, un largo poema que brilla con su construcción sofisticada, su tono que oscila entre lo narrativo, descriptivo y prescriptivo, sus repeticiones, su ritmo melancólico y sus imágenes precisas, preciosas: “Partir, partir, ebrios al amanecer/ Errando por las calles que prolongan la noche/ Caminar con la prisa de la primera luz/ Y con la conciencia aplastada./ Partir, partir, ebrios al amanecer/ Enfilar hacia el río y sentarse a un paso de sus aguas/ Sintiendo cómo fluyen las imágenes de los hombres/ Y cómo fluye la existencia/ Cerrar los ojos y esperar hasta que el cielo entre en nuestros cuerpos”.
Hay que decir una perogrullada: la poesía del último tiempo no solo la han hecho los jóvenes (nacidos en los 70 y 80), sino también algunos no exactamente jóvenes que debutaron en este tiempo; un puro ejemplo: la demoledora obra de Bruno Vidal aparece en los 90, arrollando maniqueísmos con la “pura objetividad del arte no comprometido”.
Valente no extraña proyectos totales ni nuevos esquemas de composición, sino simplemente poemas valiosos. No es difícil sumar ejemplos que lo refuten, como “En el día del yo se anuncia el verano” de Sergio Madrid, “La copa en otoño” o “Eugenio Téllez” de Leonardo Sanhueza o Mudanza de Alejandro Zambra, un poema que luego se ha proyectado, significativamente, en su narrativa y que es síntoma y cima del poema de estos tiempos, de su volcamiento hacia sí mismo sin desatender la realidad sino, más bien, atendiéndola justamente desde ahí, desde el poema aproblemado.
Si la poesía escrita en los años 70 y 80 se caracterizó por sus afanes amplios, por su ambición exploratoria (Lihn, Hernández, Martínez, Muñoz) o totalizante (Zurita) y por ser discursivamente compleja y oblicua (a la vez que muy alusiva a la realidad) a causa del contexto dictatorial, expandiendo con sus métodos a “el plano regulador del lenguaje” (diría Marcelo Mellado), la publicada en los 90 y 2000 es una poesía que, sin estridencias innecesarias o extemporáneas, indaga y habita en esa expansión heredada, la transita, la bifurca, a veces la reitera y, en cualquier momento, la aumenta. Esa es la gracia viva de la poesía chilena: no pasan tres o cuatro años sin que se publique un libro de poesía que amplía lo habido, renovándole de paso la razón a Rubén Darío, que en el prólogo de su Canto errante de 1907 ya nos prevenía: “No. La forma poética no está llamada a desaparecer, antes bien a extenderse, a modificarse, a seguir su desenvolvimiento en el eterno ritmo de los siglos. Siempre habrá poesía y siempre habrá poetas. Lo que siempre faltará será la abundancia de los comprendedores”.
En un ensayo sobre la época en que apareció El Cristo de Elqui de Parra (1977, 1979 y 1983), Roberto Merino dice que si algo ha cambiado desde los años dictatoriales es “el lugar social de la palabra”, pues “la palabra operaba en ese momento en un círculo electrificado. No solo por las consabidas coerciones de los aparatos de censura o represión, sino también porque había menos espacio para ella”. Y así es: la poesía ha experimentado una gran explosión demográfica (seguro hay más de 500 poetas sub 50 atendibles) y hoy opera en condiciones definitivamente mejores, amplias (hay muchos fondos y editoriales de poesía, varias dirigidas por poetas), ocupando un lugar social más favorable o incluso cómodo (Mellado ha hecho de la sátira de esto –la fondartización y el patrimonialismo lírico–, parte del núcleo ácido de su escritura sin igual).   
En una entrevista, el poeta y crítico Jaime Pinos, respecto a la pluralidad de poéticas valiosas del presente, dijo que la atribuye a cierto cambio en los modos de recepción, el que “se ha desarrollado en la misma medida que algunas ideas y prácticas literarias se han ido debilitando. La idea de Poeta Único, por ejemplo. La idea de Crítico Único”. En una línea similar, Beatriz Sarlo escribió a propósito del lugar de César Aira en la literatura argentina algo que, mutatis mutandi, refuerza esta idea: “Aira no ocupa el lugar del Gran Escritor, al que se ha resistido de manera estratégica. Sabe que ese lugar vacío es hoy imposible de ocupar, que no existe y sobre todo, que no se puede escribir con la fantasía de volver a producir ese efecto de unificación del campo literario”.
Quizá en la poesía chilena lo que antes que nada ha cambiado muy acentuadamente es eso: el lugar de los autores, por el lado de la recepción –que ya no está para Poetas Únicos– y por el de la circulación –que ya no está electrificado. Así, donde hace medio siglo había dos o tres voces insoslayables, excluyentes, y dos o tres líneas replicantes, hoy se ve un ovillo denso y heterogéneo compuesto de cuerdas brutales, tiernas, rabiosas, resentidas, barrocas, grotescas, leves. Todo lo cual se acrecienta con la producción de los últimos años, incluida la irrupción de poetas mapuches irreductibles, como César Cabello. Caos podrá haber, eclipse no.
*
Si vamos a los nacidos en los 80 o bien avanzados los 70, se ve que la mano sigue muy viva: hay poetas escudriñando las geografías sociales, familiares y mentales mediante versos de “filo equilibrado” –como diría Héctor Viel Temperley– en poemas sobresalientes, como los de Víctor López o Milagros Abalo; hay poetas traduciendo apócrifamente o cambiando, en poéticas movedizas, permanentemente de voz como los lanzas de ropa, como Mario Verdugo o Gustavo Barrera; hay otros trabajando inteligentemente la observación y la crítica, como Raúl Hernández o Jorge Polanco. Otros están componiendo con lo descompuesto de la lengua, como Juan Carreño en Compro fierro; hay varios tomando textos de la tradición poética chilena y latinoamericana para darles vueltas (lo que es notorio en los momentos altos del trabajo pantagruélico de Héctor Hernández Montecinos), dando por resultado la panorámica de una poesía en la que la intertextualidad y la híper conciencia sin desmerecimiento de lo lírico –quizá la gran herencia lihneana– ya no son, como en las generaciones anteriores, un arma en debut sino un modo de hacer, un firme punto de partida, aunque no por ello se trate de una producción que renuncie al vuelo, a la posibilidad del poema de internarse, extraviarse o dejarse llevar por derivas de todo tipo, desligándose de la inteligibilidad en pro de otros efectos, sonoros, por ejemplo, o visuales.
La del último tiempo es una poesía que puede ser apreciada por el mero hecho de que, lejos de aportar elementos para una definición del género poético (o siquiera la tradición chilena), la difumina, la expande, volviéndose un corrosivo impedimento para cualquier seguridad posible acerca de su especificidad. Imposible conocerlo o mencionarlo todo, pero de un paseo por la última poesía chilena un lector curioso no debiera salir con las manos vacías ni la cabeza desolada.
*
Hay dos cometidos claves que la mejor poesía de las últimas décadas logra muy bien:
1) Proyecta una imagen de época o al menos ofrece cuadros del presente convertidos en trazos imborrables, que revelan cuestiones latentes y qu—e propician la sensación de lectura de que Chile es ante todo un país cambiante: “Nada es/ todo se otrea”, escribió Yanko González. Esa sensación podría ser la del desconcierto ante los derroteros de la historia y de la propia poesía, lo que quizá explique el que estemos ante una literatura obsesivamente abocada a pensarse a sí misma, a mirar y mirarse mirar, y mirar, también, aunque solo en ciertos casos y de modo fractal, a su entorno inmediato, para ver por dónde y cómo seguir a una altura del partido en que se fue la dictadura pero quedó buena parte de lo dictado (si bien ahora haciendo agua) y, de ese tiempo y ya en el ámbito netamente literario, una producción de poesía de primera magnitud de la que tomar posta. Así, vistos en perspectiva, entre todos dibujan una cierta mueca que podría, digamos, coincidir o, mejor dicho, continuar otra mueca que anda buscando cara (tal como ocurre en el poema “Mueca”, de Ted Hughes): la mueca de lata, de mal sabor, de cinismo que puede suponerse habría dejado escapar justamente Lihn (su poesía y su cara) ante la contemplación del espectáculo de la democracia vigilada primero, de la justicia en la medida de lo posible después y, finalmente, de la cultura entretenida.
2) Hay varios poetas afanados en captar qué hay en el pozo de ambigüedad, indeterminación o vaguedad que hidrata y a la vez ahoga el habla chilena, reelaborando en versos esa curiosa mezcla de euforia y melancolía, de cantinfleo y elipsis que desvela a los mejores lingüistas y sobre la cual Raúl Ruiz –un observador de Chile y sus letras de genio incomparable– dejó dicho: “Todo chileno habla exclusivamente entre comillas. Es alguien que pone la retórica antes que la realidad. No es que los chilenos sean floridos, es todo lo contrario: Chile es un país que relativamente no tiene idioma, no tiene lengua, pero fabrica una forma muy curiosa de lenguajes artificiales en que la forma y la entonación tienen casi tanta importancia como las palabras que se emiten”.
*
Como reparo general puede indicarse que en la poesía actual la narratividad –que rima con la facilidad– crece como maleza (pocas poéticas rompen esa tendencia marcadamente, como no sean las que solo se dedican a romperla, las tendencias sonoras y visuales). Al saturar puede obstruir la aparición de tonos, de modos, de desplazamientos y quiebres, de la extrañeza y la sorpresa, estancando un poco, en fin, la circulación de la gracia y enfomeciendo todo. Asimismo, el humor que se ve es menos del que la época –con sus personajes, hechos, hablas y basuras– podría gatillar (Cristian Geisse y JM Corrales serían notables excepciones).
Una cuestión final, de pie fúnebre pero de alcance auspicioso: son pocos los muertos del período, como Antonio Silva y Pedro Montealegre (la incomparable y aún no bien ponderada Bárbara Délano, aunque mayor, sería otra). Entonces cabe decir otra perogrullada: los poetas que se estrenaron en los 90 y los 2000 apenas superan los 40 años, que es la edad que tenía Parra cuando debutó con Poemas y antipoemas. Tienen, pues, espacio y tiempo para seguir haciendo brotar poemas como los que se escribieron hace 60 años o quizá 60 segundos en la luminosa selva lírica chilena.      
 
(publicado en Revista Santiago, www.revistasantiago.clagosto 2016)

lunes, 21 de marzo de 2016

RADICALES LITERARIOS

 
Cuando veo las palabras radicalidad y literatura juntas pienso altiro en el cubano José Lezama Lima.  

La radicalidad, se cree, tiene que ver con lo que va muy lejos, con lo osado, pero en realidad, al menos etimológicamente, tiene que ver ante todo con lo que viene de muy abajo, o de muy adentro, con lo que es de raíz, es decir, con lo que tiene mucha base, firme arraigo (lo que no siempre es lo óptimo; Carla Cordua contaba que a Guillermo Cabrera Infante le preguntaron una vez en su exilio si echaba de menos sus raíces cubanas y respondió: “Vea usted, no soy una planta”). Ahora bien, en materia literaria, lo que se apoya en tierra firme y echa raíces suele ser lo que llega más alto y lejos. Las obras radicales no son las que más alarde o piruetas hacen ni las que más manotazos y saltos ridículos pegan. Ni las que se desentienden presuntuosamente del pasado. De hecho, este tipo de obras pirotécnicas que se precian de ser novedosas son, como la moda, de rápido envejecimiento. Es el caso, por ejemplo, de buena parte del surrealismo tardío. O de la música tecno.

En cambio, las obras en serio radicales son aquellas que tras sumergirse –echar raíces– profundamente en alguna tradición sacan la cabeza a la luz y pegan un salto enorme, admirable. Pasa en la literatura y en la cocina, en la música y en el arte. Ejemplos sobran. La literatura plena de ambición de Neruda, que venía a romper con los moldes anquilosados y pacatos de hacer poesía, es tan radical como la propuesta antipoética de Nicanor Parra, que buscó romper con el modo nerudiano que para entonces ya era una nueva forma fija. La radical literatura de Proust, de Beckett, de Céline, de Bernhard, de Ungaretti, de Fogwill, de Fonseca, de Levrero… Si de enumerar libros o autores radicales se tratara la lista sería infinita. Una lata radical. En Chile, desde Gabriela Mistral a Marcelo Mellado, no faltan los radicales. Lo que son al chancho, los que bajan o retroceden mucho para llegar muy alto o lejos, al modo de un hondazo que, mientras más atrás se lleva el elástico, más lejos lanza la piedra. Entre todos brilla José Lezama Lima, autor de la que probablemente sea la novela más radical escrita en este continente, Paradiso, que algunos encuentran difícil… pero el propio autor se defendía de ese débil ataque radicalmente: diciendo que “sólo lo difícil es estimulante”. Pero en verdad Paradiso no es difícil. O no tanto. Es rara. Es demencial. Es preciosa. Es musical. Es misteriosa. Es incomparable. Es, en fin, radical. En esa novela Lezama puede dedicar montones de páginas a describir las peripecias penetrativas de un personaje con erección 24/7 y a la vez discurrir filosóficamente sobre un vaso. También escribió poemas enteramente enigmáticos pero con la gracia casi milagrosa de ser, no obstante, cautivadores, adictivos, resonantes como pocos: “Ahincándose o labiándose, por el parque o el mar, / trocar, Trocadero, anapestos, trocaicos, se deciden”. El impropio Mellado lo dijo más asertivamente: “Su texto era inverosímil, pero marcado por una emocionante voluntad de escritura”. Emocionante y radical. Por eso, cuando veo las palabras Lezama y Lima juntas pienso altiro en la radicalidad en la literatura. Sin blanduras, sin medias tintas, sin pasitos dados con control de daño y gestión de riesgo, sin lugar para los débiles.