LIHN, EL TACHO
INFUNDIBLE
Foto de Marcelo Montecino |
Publicado en The Clinic
el 18 de enero de 2018
Macanudo era y gran talento tenía –bella boca habría que someterlo
a consideración–, pero a Lihn nunca, pese a la coqueta suspicacia de Violeta,
se le fundió el tacho. No se le subían los humos a la cabeza. No se mareaba:
tenía pretensiones y recelos, cómo no, pero era el poeta de la inteligencia y
mantuvo en la más alta consideración la ironía y la sospecha, de las cuales, si
son genuinas, como en su caso lo eran, se deriva una cierta desconfianza ante
todo por uno mismo. A Lihn podrían endosársele perfectamente esas palabras con
que el filósofo colombiano Nicolás Gómez Dávila se declaró ironista: “Si la
ironía consiste en pensar que la verdad es precisamente lo contrario de lo que
estamos pensando, pero que no basta invertir nuestro pensamiento para captarla
–así como la acera de enfrente es aquella en que nunca estamos–, pido que se me
admita como ironista”.
Lihn fue el poeta del desate y del repliegue, el más
escéptico de nuestros poetas pero también uno de los más sentimentales, un
romántico de malas pulgas, un escéptico de corazón lírico. Véase si no el
comienzo de su poema “A Franci”, un verdadero ejemplo de esta poesía que se
permite arrebatos emotivos para de inmediato poner reversa y tomar una distancia
que acto seguido diluirá, como quien se dice a sí mismo “y qué tanto”, retomando
vuelo gracias a sus acostumbradas comparaciones imaginativas: “Te quiero, qué
comienzo / peor es tragar saliva / y peor aún este nudo en la garganta que toma
los contornos del mundo o la forma de un grano de ripio pegado a la planta de
los pies”.
Este año se cumplen treinta años de la muerte de Lihn, que en
los últimos quince se ha convertido no sólo en una figura señera sino en una
suerte de centro descentrado de la literatura chilena y latinoamericana.
Enriques Lihnes salen cada demasiado: uno entre mil, digamos, y si es que. Si
fuera el suyo un tipo de chileno más o menos corriente, otro gallo cantaría en
los distintos ámbitos de la vida en la fértil provincia, partiendo por el
literario. Versátil como pocos (narró, poetizó, editó, dibujó, filmó, burló, actuó,
grabó, parodió…), divertido y agitador como pocos, perspicaz como él solo y
como él solo suspicaz (como un “detector de mierda” lo definió Adriana Valdés),
Lihn fue ante todo un poeta descomunal, uno cuya obra refrenda sobradamente las
palabras de Bolaño, que no fue desmedido al señalar a Lihn como un poeta mayor de
la lengua castellana en el siglo XX.
Y además Lihn fue un militante, si se puede decir así, de ese
ejército que cuenta con muchos impostores en sus filas, pero del cual él fue
uno auténtico y combativo: el de la generosidad literaria. Como pocos leyó a
los viejos, a los coetáneos y a los más jóvenes y les abrió espacios y les dio
pistas para seguir sus propias rutas, no las que él quería imponerles sino las
que él creía que estos podían transitar. Es muy llamativo que ya en los años 80,
por ejemplo, hablara de los seis tigres de la poesía chilena para referirse a algunas
de las voces por entonces nacientes que él intuía con mayor proyección: Juan
Luis Martínez, Rodrigo Lira, Bertoni, Maquieira, Bolaño y Gonzalo Muñoz. El
tiempo no lo dejó en ridículo. No era la suya esa generosidad calculadora del
tipo Te Menciono Porque Sé Que Te Sentirás Compelido A Mencionarme Y Así Ambos
Ganaremos, sino la del que ve algo que lo conmueve o impresiona y se propone
compartirlo con el autor y con los lectores. El mismo Bolaño contó que viviendo
solo con su perra y al borde de la desesperación en los márgenes de la vida
española, cuando su nombre no era nada y su obra apenas existía, se salvó de
hundirse para siempre al recibir inopinadamente respuesta epistolar de Lihn,
desde Chile, en esos años, nada menos.
Y así como generoso, era insobornable: por su talante, sus
mañas y manías y su modus operandi literario se perdió varias pasadas. Un
cercano suyo me contó hace años que Lihn se farreó la oportunidad de
convertirse poco menos que en el poeta del Boom al presentar a no sé qué
exitoso novelista latinoamericano poniendo abiertamente sus puntos críticos encima
de la mesa, y que otra vez le habría disparado en los pies a su posible
aterrizaje literario en España al presentar la poesía de José María Valverde,
gran traductor y crítico español, diciendo que era lo que era: un poeta muy menor.
Por algo Cristián Huneeus decía que Lihn no daba puntada con hilo.
Con toda propiedad, Lihn fue lo que los relatores deportivos
argentinos decían que era Marcelo Salas: un “chileno fe-nó-me-no”. A los 24
años ya había escrito “Celeste hija de la tierra”, cuyo maravilloso comienzo en
endecasílabos y alejandrinos es como para salir a celebrarlo en Plaza Italia:
“No es lo mismo estar solo que estar solo / en una habitación de la que acabas
de salir / como el tiempo: pausada, fugaz, continuamente”. Después escribiría
algunos de los poemas más influyentes de la poesía chilena, algunos de los
poemas más asombrosos de la poesía chilena, algunos de los poemas más políticamente
concernidos de la poesía chilena (nunca uno panfletario ni una monserga pues fueron
siempre escritos “sin la esperanza de influir sobre el curso de las cosas”,
pero tampoco ajenos a ellas), algunos de los poemas más humorísticos, más delicados
y más filosóficos de la poesía chilena y algunos de los poemas más feroces de
la poesía chilena, como los de Diario de
muerte, ese libro donde se planta ante esa muerte que desde sus primeros
libros anduvo intentando lacear, pero no para iluminarle el camino, “como si
ella tuviera necesidad de esa luz”, ni con la ilusa pretensión de vencerla sino,
simplemente, para asistir de pie a su propia derrota: “Todavía aleteo / con el
pescuezo torcido y las alas en desorden”.
No se le fundió el tacho en vida a Lihn ni se le ha fundido a
su poesía desde el día de su muerte. Al contrario, es una poesía que crece: se
lee cada vez más y de diferentes modos y, como pasa con pocos poetas, lo
aparecido póstumamente es casi todo de primer nivel. Sus poemas a veces son
radicalmente distintos entre sí: Lihn pasó del soneto de ocasión a los poemas
infinitos hechos con versos de tres líneas, prosaicos a rabiar, transitando por
el poema amoroso, el monólogo esperpéntico y la postal de viaje, y sin embargo
algo irreductible, como en las personas un olor o un gesto, hace a todos sus
poemas inmediatamente reconocibles: difícilmente podrían atribuírseles por
error a otro poeta, por bueno que fuera.
Es una voz estrictamente inconfundible, marcada por las
huellas de una inagotable lucha con la lengua castellana. Esas huellas tienen
que ver con ciertas cosas tan concretas como el enrarecimiento de verbos y
sustantivos o ese uso de comparaciones desaforadas que solía hacer (imposible
olvidar aquella que usa en su poema “La derrota”, hecha como al paso pero que
produce el duradero efecto de un fierrazo en la cabeza: “El orador piensa en la
muerte, y la muerte, por primera vez, en sí misma, con la perplejidad de una
primera dama que fuera repentinamente violada por una horda de beats en su
propia residencia”). Y también tiene que ver, su singularidad, con ese
permanente trenzar la experiencia vital con la escritura y con esa facilidad
ilimitada para pasar, como si nada, de las honduras filosóficas a las
sensaciones más concretas y pedestres (“Y en la boca un sabor a papas fritas”),
sin dejar de lado los indelebles fogonazos del deseo carnal (“Y yo mordí
largamente en el cuello a mi prima Isabel”). Si se le suma a todo esto el humor
cáustico, la recurrencia casi obsesiva de un puñado de elementos claves (como
los gallos y las gallinas), cierta inclinación al Desbordamiento & el
Desdoblamiento y esa ternura irreductible que siempre reaparece en sus mejores páginas,
tenemos como resultado una poesía reconocible aun en los puntos más extremos
del amplio arco que describe su versatilidad: toda una voz. Una voz de la que
se puede decir hoy lo que el propio Lihn dijo de Gabriela Mistral en la gloriosa
elegía que le escribió en los años 60: “Escuchémosla hablar, roto el silencio /
no atinaremos a llamarla ausente”.
Su prosa ensayística fue definida como una “crítica de la
vida” por Germán Marín. Perfectamente podría ampliarse el alcance de esa noción
a la totalidad de la obra de Lihn, en cuyo centro por supuesto está la poesía:
es toda ella una crítica de la vida, pero también su celebración: crítica y
celebración –como dice mi abuelo Ernesto Rodríguez– o maldición y
agradecimiento –a la manera de Violeta– serían en la obra de Lihn como sístole
y diástole en el ritmo cardíaco, ese que irriga sangre al tacho para que no se
funda.
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