lunes, 28 de octubre de 2013

CLAUDIO BERTONI, 
ZORZALES FRATERNOS Y SACADAS DE MADRE    
    
Prólogo a la edición definitiva de El cansador intrabajable de Claudio Bertoni, Ediciones UDP, 2008 



“Me fui a Inglaterra en 1972. Lo estaba pasando súper bien en Chile, pero la Cecilia Vicuña, mi polola de ese entonces, se ganó una beca de pintura del British Council y se fue a Londres. Tres meses después me fui yo. Con su beca podíamos vivir los dos, mucho menos que modestamente, pero podíamos. Vino el golpe y en vez de quedarnos un año en Europa nos quedamos cuatro, hasta que nos separamos, me fui a Francia y tuve otra compañera ahí”. Con estas palabras Claudio Bertoni ha resumido sus años europeos, durante los cuales escribió buena parte de los poemas de El cansador intrabajable I y II.

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“En calidad de testigo, es de una sinceridad excepcional. No expurga ni abrillanta… El mundo erótico en el que habita es un mundo en el que abundan las relaciones efímeras y casuales”, escribe W. H. Auden sobre Kavafis, y lo que dice cabe decirlo de punta a cabo del Bertoni que, hace ya cuarenta años, en 1968, en la calle Toledo, de Providencia, empezó a escribir los poemas de un resumidero enorme que con los años daría origen a la publicación de El cansador intrabajable, un libro cuya primera edición (1973) fue artesanal y londinense.          
Bertoni, claro, no es testigo del acontecer nacional ni literario, sino de su propia vida: es a sí mismo a quien observa, es de sí mismo de quien escribe, son sus propios corcoveos espirituales y mentales los que llenan de gracia su escritura. La llaneza de su lenguaje obedece, antes que a un propósito estilístico, a la necesidad de contar con claridad lo que le pasa, a condición, sí, de que sea todo lo que le pasa, sin reservas pudorosas ni posicionamientos heroicos. Cada vida a Bertoni probablemente le parece única e insólita, pero la suya propia –suficiente extrañeza ya– acapara toda su atención. El resto existe o no en función de él. Es, el suyo, el largo soliloquio de un individuo ensimismado y atribulado: desde fines de los años 60 escribe a diario y profusamente en cuadernos que va apilando y de los cuales cada tanto saca puñados de poemas para armar sus libros, incluido éste.
Con El cansador intrabajable I y II, Bertoni instala un espacio que sus posteriores nueve libros no han sino remarcado y, escasamente, ampliado. Es el espacio del confesor impenitente que no se toma la molestia ni de expurgar ni de abrillantar los hechos referidos, y que remeda prodigiosamente el lenguaje utilizado en el día a día sin caer nunca en la mera transcripción del habla real. Bertoni, dice Roberto Merino, ha resuelto el problema de “cómo hablar poéticamente, por escrito, sin alejarse del modo en el que hablamos –a los demás y a nosotros mismos– todos los condenados o luminosos días de nuestra vida”. Y efectivamente Bertoni escribe como si estuviera conversando: “Siento que los traiciono / a Berta y a Bruno / cuando los dejo / en la noche solos / mirando televisión”. No podía hablar de otra manera una poesía cuya vocación es ser un diario total, la fijación –casi como ejercicio terapéutico– de toda una vida, pretensión tan imposible como generosa en admirables “fracasos”. Elocuente es el poema “En este instante”, donde Bertoni busca ilusamente fijar lo que en ese preciso momento (el de la escritura) hacen sus amigos dispersos por el mundo, como si el instante que buscaba retener no hubiese ya pasado irremediablemente entre el primer verso y el segundo.
No obstante todo lo anterior, en El cansador intrabajable I y II se asoma una veta bertoniana no vuelta a explorar, precisamente por la exacerbación del confesionalismo antes señalado. Se trata de  voces no identificables –en último término– con la de Bertoni. “Fea”, por ejemplo, vendría siendo un monólogo dramático, un tipo de poema donde la voz que habla no es asimilable desde ningún punto de vista, ni aun el más pedestre, al poeta o a una versión trasuntada del mismo. Y están también los poemas dialógicos, como “Night talk” o “Intento de trabar diálogo con una desconocida”, que recuerdan los parlamentos de las obras surrealistas que Bertoni leyó de joven.

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Lo que convierte a Bertoni en un poeta tan prolijo es su insistencia, su impenitencia, su insaciabilidad: confiesa pero no se redime, revela para seguir tropezando una y otra vez con la piedra del deseo o con la piedra del terror, que lo paralizan y, a la vez, lo mueven a escribir; miedo a la enfermedad, deseo sexual, aprensión del prójimo, ansia de no ser, terror al exterior (una pulga), terror al interior (un cáncer), ganas de salir a caminar, ganas de volver.
Por estar acicateado por cuestiones tan elementales, Bertoni tiene tanto de realismo sucio e intimista (“Sangrar de las encías / –según tú– / es signo de buena salud / Aquí estoy entonces / con mi buena salud / y dos tarros de Nescafé / llenos de sangre hasta el borde / y un tercero / a punto de rebalsarse”) como de diario espiritual (“Escondo un secreto / que no desea / sino / dejar de ser”). Como si fuera el Padre nuestro, cada poema suyo, publicado o inédito, parece una oración que un místico truncado y un pecador irredento dirige no tanto al cielo como a quien sea que lo pueda oír o, con más propiedad, leer.

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Largo y en prosa, el poema “Malta Morenita” (llamado originalmente “Cerveza Pílsener”) concluye con un tipo de escena que la poesía chilena no había ofrecido jamás: “Hasta que supe lisa y llanamente que ya era hora y el semen las emprendió como un tren subterráneo a través de la uretra y tú saltaste fuera porque no habías tomado anticonceptivos y yo me tuve que ir de coitus interruptus / Ven a mí / creo que grité ridículamente con una mano en el culpable impidiendo que cayera demasiado semen en el cobertor”. Exentas de vetos decorosos, estas descripciones son, como anotó Enrique Lihn, “cachondeos del goliardo que hace la alquimia de la delicadeza con los ingredientes fecales del lenguaje”. Y de la realidad, se puede agregar tras leer este poema atentamente.
La ternura, en Bertoni, cabe lo mismo o más que las ansías venéreas. Tal vez sea aquello mediante lo cual Bertoni se compensa; no es un poeta que ame: desea, fantasea, recuerda, desprecia, pero no tiene poemas de amor duradero. Sí los tiene, en cambio, de amor fugaz, como “Poema para una vietnamita…”, donde da cuenta del inmenso sobrecogimiento que le causa la belleza de una ninfa oriental: “Yo soy el polvo / que pisan tus pies / y beso desde ahí / todos tus pasos”. Pero incluso cuando el deseo sexual parece replegado (“Hace 9 años el deseo me hacía morder la almohada / hoy día apoyo tímidamente la nuca / o una de las orejas”), a Bertoni le queda la ternura, como la del gesto amable que tiene hacia el heladero que vende bajo su ventana, inapropiadamente, helados en un día frío.
Función análoga cumple su lirismo y su ocasional musicalidad. Si a versos como “cállate cabro concha de tu madre” ome los culeo a ustedes también”, Bertoni no llevara otros como “un zorzal lleva pasto seco a su nido / como si fuera un manojo / de floretes de oro para gorriones”, entonces, si no hiciera eso, probablemente otro gallo –más desafinado, monótono y en definitiva básico– cantaría en sus textos. Además, tales expresiones muchas veces se entienden sólo como frases vulgares, y ciertamente lo son, pero en los poemas son también algo más; el verso “qué mierda tengo en la pichula”, por ejemplo, no se trata de una mera licencia procaz sino del grito de espanto de un hipocondríaco que, como lo han demostrado sus sucesivos libros, vive permanentemente temiéndole a su cuerpo, a lo que está en él y no se ve, a lo que sea que pueda estar pasando en las entrañas o fallando en el cerebro.
Zorzales fraternos y sacadas de madre, pues; ese tipo de cruces son los de Bertoni: mundanidad desatada y azote espiritual, adoración de la madre y de la hija del vecino, lágrimas y peos, jazz y sirenas de incendio.

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Remotas son las influencias que pueden investigarse en Bertoni. Someramente, estas: de los epigramas latinos, extrae la personalidad; de la poesía china –sobre todo de Tu Fu y Po Chu I–, el estilo directo y el ensimismamiento; de la poesía japonesa, principalmente la de Kobayashi Issa, la austeridad expresiva. De la literatura norteamericana hereda la desfachatez de Henry Miller, la concisión descriptiva de William Carlos Williams y el coloquialismo de Frank O`Hara. De los surrealistas obtiene el horizonte de imágenes y asociaciones libres; y, desperdigados por el mundo, pueden rastrearse, entre otros, influjos de la valentía reflexiva de Pavese y de la agudeza de la antipoesía y el texto filosófico breve, desde Lichtenberg hasta Cioran.
Por otra parte, está el zen, que para Bertoni ha sido crucial. Lo conoció por medio del libro Budismo zen y psicoanálisis, de D. T. Susuki y Erich Fromm, y adhirió a su postura en cierto modo antiintelectual: el zen busca ver y señalar las cosas, pero no las enseña ni las predica porque el pensamiento muere en la boca. La mayor gravitación del zen en Bertoni es la idea de que enamorarse de las cosas es la única manera de conocerlas. Por eso, tal vez, es que no está para grandes cuestiones sino para hablar de sí mismo y de lo que inmediatamente lo rodea y afecta.
A Bertoni puede situárselo en un grupo en el que también están Enrique Lihn, Rodrigo Lira y Raúl Zurita, y no porque compartan demasiado en términos de postulados poéticos, sino porque, cada uno a su personal modo –Lihn el más versátil–, supo abrirse y abrir camino después del estoque parriano, el que, contrario a lo que hacen creer las estadísticas bibliográficas, supuso el mayor cuello de botella para la poesía chilena, sólo asimilable en su potencia al que antes había roto el mismo Parra: el de la retórica nerudiana.
De estos tres poetas, con quién más cercanías tiene Bertoni es con Rodrigo Lira. Nacidos en la misma década, ambos se alejan tanto de la voz plural y mesiánica de Zurita como de la versatilidad estilística de Lihn. Bertoni, más ensimismado, y Lira, más desesperado, comparten también el rasgo de que sus libros sean reuniones más o menos fortuitas de poemas independientes, y comulgan en el coloquialismo, del que se ha hablado ya bastante, y en sus respectivas soledades, de las cuales ellos mismos –y a sus anchas– han hablado en sus versos. Una casualidad llamativa es que en 1971 Bertoni haya escrito “El grito”, un poema que probablemente Lira no haya conocido, pero que, como sea, es una versión sintética y anterior de su texto “Grecia 907, 1975”, donde Lira especula con pegar un grito colosal por la desesperación en que se halla envuelto. Pero no es esta curiosidad, por demás discutible, lo que emparenta a ambos poetas, sino el hecho de que los dos sean autores marcadamente callejeros. No puede ser insignificante que el primer verso del primer poema del primer libro de Bertoni diga “cuando en la calle”, fijando de entrada un hecho que los siguientes libros suyos sólo han corroborado: Bertoni camina mucho en sus poemas, al igual que Lira. También los vincula –más allá de su sintonía con la juventud– el humor como elemento cardinal de la poesía, aun cuando, como subraya Lihn, el de Bertoni sea más luminoso que el de Lira. Para ambos el humor es un necesario e incluso irrenunciable ducto de ventilación en la negrura en que la vida los suele tener sumidos. Los chistes de Bertoni están ahí recordando que si escribe no es porque concibe anchos los límites de lo poético, si no, simplemente, porque no los concibe. El Bertoni que en el poema “El profesional” se ofrece para barrer patios se parece mucho –en la mofa de la propia desesperación– al Lira de “Angustioso caso de soltería”. Por último, en este libro está el poema “Babieca”, que por su composición recuerda las armazones literarias de Lira, a quien Bertoni, dicho sea de paso, ha declarado encontrar el mejor poeta de su generación.
Ahora bien, con todas sus influencias y cercanías, en El cansador intrabajable aparece Gardel y no Baudelaire, hay más perros que poetas y más imperfecciones que endecasílabos.
Merece mención aparte el poema “Dame ese retrato mío que tienes en la cabeza”, un texto en prosa de carácter psicológico y asunto fantástico, a la manera de algunos cuentos breves de Julio Cortázar, de Robert Musil, de Henri Michaux o de Teófilo Cid. Además, el poema es una rotunda fábula cuya moraleja es la imposibilidad –para Bertoni dolorosa, casi erótica– de que sus seres queridos sean capaces de percibirlo como él mismo se percibe. Y es que, como Kavafis, Bertoni, en último término, no sufre tanto por el garrote erótico ni por el acecho de la muerte, cuanto por la añoranza de una totalidad, más que póstuma, prenatal: una nostalgia del pasado histórico, en el caso del griego, y del pasado personal, en el del chileno. A Bertoni no le van ni el optimismo ni el suicidio, como si la infancia, y sobre todo la madre, fueran su locus amoenus:Volvería al vientre materno / como una película vista al revés / y a todo full”.

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En los círculos más conservadores, su coprolalia y perversión le han valido la tacha de pueril o, derechamente, el ninguneo. Pero lo cierto es que Bertoni no concibe otro modo de escribir que el que anuncia ya en el tercer poema de este libro (“Escribe sin convicción / poemas de no más de 10 líneas…”). Asimismo, su popularidad y éxito también le han granjeado un morigerado desdén entre los amigos de lo oculto; cierto o no, sólo cabe decir que Bertoni es, en cierto grado y gustosamente, un poeta de masas. La última vez que nos reunimos antes de cerrar la edición de este libro, me contó –sin saber que yo lo había observado todo atentamente– que al cruzar la calle lo paró una mujer de 50 años con un hijo en andas y le preguntó si él era Claudio y, ante la respuesta afirmativa, le besó la mano. Bertoni llegó iluminado por ese encuentro con una desconocida, casi como si recién hubieran protagonizado juntos el poema “Malta Morenita”. 

jueves, 24 de octubre de 2013


David Markson, lo viejo reconsiderado
A más de medio siglo de su publicación, la teoría de la “obra abierta” de Umberto Eco sigue luciendo agudeza y sigue, sobre todo, siendo iluminadora a la hora de pensar buena parte de los mejores trabajos musicales y literarios del último tiempo. “Con la poética de la sugerencia –escribió Eco– la obra se plantea intencionadamente abierta a la libre reacción del que va a gozar de ella”. Pero no se trata de un mero caos ni de un montón de símbolos sueltos o piezas para armar cualquier cosa con ellos, sino de una estructura, un modelo sólido pero incompleto, “un trazo que tiene una dirección espacial y temporal” cuya finalización o proyección queda en manos “del que va a gozar”, esto es, el lector, auditor o espectador.
La obra de los últimos años del norteamericano David Markson (1927-2010) representa, pienso, a cabalidad todo eso. Sus últimos cuatro libros no tienen hechos dramáticos, incidentes ni eventos. Tampoco personajes, como no sean los difusos Escritor, Autor y Lector. Aparte de un lote de novelas policiales y otras que él mismo llama “tradicionales”, Markson publicó cuatro libros u objetos literarios hechos a base de datos, citas secretas, guiños, chismes y algunas apesadumbradas o divertidas (según qué libro) especulaciones del narrador acerca de su propio plan literario.
La serie la comenzó en 1996 con La soledad del lector, que el año pasado la editorial argentina La Bestia Equilátera publicó en traducción de la poeta Laura Wittner, causando merecida sensación entre críticos, libreros y lectores del continente. Metales Pesados fue más lejos y trajo una edición del tercer libro de la serie, Punto de fuga, publicado por la pequeña editorial mexicana Verdehalago. Y ahora acaba de llegar, nuevamente vía La Bestia Equilátera y Wittner, el segundo de la serie, Esto no es una novela. El que cierra el ciclo, La última novela, hemos de suponer que vendrá al castellano pronto.
Si en La soledad del lector uno de los motivos recurrentes era el dato sobre escritores suicidas, en Esto no es una novela lo es el mero reporte de cómo murieron figuras de la literatura, la música y el arte. Markson escribe en frases breves, desprovistas en su mayoría de figuras retóricas (aunque a veces de “críptica sintaxis interconectiva”), separadas entre sí por un espacio en blanco y que en su mayoría no son sino meras especulaciones y constataciones (por ejemplo a qué edad fueron compuestas ciertas grandes obras), sabrosas claves biográficas, muchas citas, una o dos ucronías al paso (“Lo que el mundo sabría del Holocausto si hubieran ganado los alemanes”), dos o tres tics y exabruptos (“La prosa afectada, falsa, finalmente casi siempre chata de Vladimir Nabokov”), unos cuantos aforismos y la constante y enigmática interpelación a un “papá” del que ignoramos todo, pero cuya aparición (“Hey, papá, me afilas esto por favor”) perturba como la del “papá” que aparece en Zurita, ese nuevo libro central que crece y crece según pasan los meses. También, para tirar otra línea posible con la poesía chilena, Markson tiene divertimentos filosóficos que recuerdan las “Tareas de poesía” de Juan Luis Martínez, por ejemplo este:
“¿Qué existía antes del Big Bang?
¿Dónde?
Excluya a Dios de su respuesta”.
Y no se trata nunca de un mero pegoteo: Markson trabaja con maestría secuencias y resonancias internas, hilando fino para dar por resultado un tejido firme, un cortaviento para el puelche informativo, un abrigo resistente a las discontinuidades lectoras propias del mundo actual. Además, siempre estos libros tienen, esparcidas, muy agudas reflexiones sobre aquello que el propio libro es o podría ser. En el caso de Esto no es una novela, tales intervenciones tienen un tono más bien irónico, a veces cómico: “Una novela sin ningún tipo de indicio de argumento, le gustaría idear al Escritor”; “Sin trama, sin personajes”; “Esto es incluso una especie de mural, si el Escritor lo dice”; “O una alternativa en prosa a La tierra baldía, si el Escritor lo dice”.
Mención aparte en Esto no es una novela –que en todo caso no parece superior a La soledad del lector, quizá por el efecto inaugural que ese primer libro tiene–, merece la enérgica subida al columpio que Markson le hace a Harold Bloom a raíz de una declaración de éste diciendo que leía a razón de 500 páginas por hora. A partir de ese dato inverosímil, Markson despacha cada tanto pasajes como el siguiente, siempre en tono de promotor de circo, convirtiendo, con injusto aunque apreciable énfasis, en payaso al gran crítico: “¡Espectacular exhibición! ¡Pasen, damas y caballeros! Vean al profesor Bloom leer la edición de Random House del Ulises de Joyce, revisada y corregida en 1961, en una hora y treinta y tres minutos. No escatima ni una página. ¡Inolvidable!”.
Amigo y estudioso de Malcolm Lowry, de Dylan Thomas, de Kerouac, poeta él mismo, a Markson podría endosársele, salvando las distancias y sólo a fin de ponderar debida y claramente su valor y gracia, aquella sentencia con que Ingeborg Bachmann a finales de los años 60 acusaba recibo de la incomparable obra de Thomas Bernhard: “Durante años nos hemos preguntado qué aspecto tendría lo Nuevo… Aquí está lo Nuevo”.
Lo nuevo es aquí, muy modernamente, lo viejo reconsiderado. Es como si Markson, maestro de la concisión y del montaje, humorista elegante y rufián melancólico a la vez, tuviera a la vista casi toda la historia de la literatura y del arte occidentales, tanto de las obras como de las vidas de los hombres y mujeres que las crearon, y, a la manera de un enciclopedista amable, cuando no de un divulgador en éxtasis, se dedicara a tomar nota de lo que ve, a dejar registro de lo que escucha. Siendo el resultado, como queda dicho, una obra abierta, abiertísima, una “obra en movimiento” (Eco), pues ante tal profusión de elementos y espacios la centralidad la toma, no le queda otra, el lector, que es quien, con sus propios conocimientos e ignorancias debe completar las rutas que pueden trazarse con las migas que este Hansel hiperculto deja en la página, y que conducen, tarde o temprano, de vuelta al origen, a la tradición, lo que explicaría quizá la preponderancia que observaciones sobre obras griegas y latinas tienen en este enorme museo interactivo, que comprime casi 3000 años de cultura, horror y diversión, rindiendo para su visitante “una lectura no convencional, por lo general melancólica, aunque a veces incluso juguetona”.  
Qué más decir. ¡Espectacular exhibición! ¡Pasen, damas y caballeros!


ESTO NO ES UNA NOVELA
David Markson
La Bestia Equilátera
2013, 214 páginas

LA SOLEDAD DEL LECTOR
David Markson
La Bestia Equilátera
2012, 254 páginas

PUNTO DE FUGA
David Markson
Verdehalago

2011, 207 páginas

martes, 22 de octubre de 2013

Hermann Broch o las tribulaciones del gigante generoso
(texto de 2006)
Tres textos componen la muy singular Autobiografía psíquica de Hermann Broch: “Autobiografía psíquica”, “Apéndice a mi autobiografía psíquica” y “Autobiografía como programa de trabajo”.
“Autobiografía psíquica” y “Apéndice...” consisten, como bien señala el editor, más en un autoanálisis que en una autobiografía, pues son pocos los aspectos que el autor de La muerte de Virgilio revela de su vida externa, al tiempo que abunda, como buen neurótico, en los mecanismos psíquicos que han orientado sus conductas (especialmente en el campo erótico-amoroso) y determinado su atribulada conciencia. No obstante, en un sentido no convencional, de todos modos el primer texto puede ser considerado autobiográfico, pues allí Broch, al analizarse, acomete una meticulosa revisión de los orígenes de su estructura psíquica a partir de dos marcadoras experiencias íntimas que sólo los autobiógrafos más duros se atreven a confesar: por un lado, el profundo desdén que le profesaron su padre y su hermano y, por otro, la súbita revelación, a los nueve años, en un bosque, de su incurable “soledad psíquica”, una suerte de huida hacia adentro: “Sólo mi yo pensante era para mí una auténtica realidad”.
Broch se define como un “no-hombre impotente”, celoso, perseguido, neurótico y atormentado por el sentido del deber, un sentido del deber kantiano que obedece no a intereses personales sino a imperativos de necesidad universal, “como si me moviera ante todo una red de obligaciones que, sin duda, yo mismo tejo, pero de la que, sin embargo, no puedo escapar”.
Son tantos los tormentos de Broch, que incluso lo atormenta hablar de sus tormentos en “tiempos de oscuridad”, de un radical relativismo moral que, paradójicamente, dio pie a totalitarismos políticos, contra los que Broch luchó y por uno de los cuales –el nazismo– fue hostigado y desterrado.
En todo caso, Broch no aparece nunca como un desencantado, pues los rechazos que sufrió cuando niño lo transformaron, por curioso que parezca a primera vista, en un hombre esperanzado. Y este libro es testimonio de la esperanza (que no candidez) de alguien que, según confiesa, desde la infancia vivió pateando un inminente suicidio; de alguien que llegó a decir que “incluso en medio del Apocalipsis no se puede hacer callar por completo la modesta aspiración personal del ser humano a la felicidad”.
Explícitamente consciente de la imposibilidad de su empresa (“mi neurosis parece impedir todo análisis”), Broch opta, de todos modos, por buscarle el lado a su propio yo, consiguiendo un texto personal (en el sentido de que lo escribió sobre todo para sí mismo) y abrumador, donde confiesa que no elige a las mujeres, sino que ellas lo eligen a él, lo que determina un “erotismo hipertrofiado”, orientado, como todas sus actividades, no al éxito sino a la abundancia de rendimiento: ya que no lo hago bien, lo hago mucho, pareciera decir. Las mujeres, agrega, para él se dividen en dos tipos: las idealizadas a imagen y semejanza de su madre (que no lo quería) y las idealizadas atendiendo a las criadas e institutrices de su niñez. Todo esto lo mueve, constantemente, a intentar el ascetismo, pero no le resulta, pues los garrotes de la conciencia lo impelen a amar a quienes esperan algo de él –amor, ayuda, incluso orientación–, pues, dice, “no debo destruir esperanzas, porque toda destrucción de una esperanza debe identificarse sencillamente con un asesinato”. Y Broch, si a alguna conclusión tajante llegó, fue al inobjetable derecho y deber a la vida de todos, siempre y donde sea: por eso prefirió siempre la denuncia y la lucha a la renuncia y el suicidio.
Así, dejando ex profeso de lado su biografía carnal, sus enfermedades intestinales y dérmicas y su torpeza en el trato humano, que sólo menciona, Broch se aboca a examinar, y lo hace repetitivamente, los orígenes y rasgos de su personalidad, una personalidad gobernada por la neurosis, la paranoia y el sentido del deber.
A continuación nos encontramos con “Autobiografía como programa de trabajo”, un texto muy distinto, que entronca directamente con los asuntos  tratados por Broch, implícita y explícitamente, en sus ensayos y novelas, sobre todo en la trilogía Los sonámbulos y en la novela póstuma El maleficio, que es, aparte de un extraordinario relato, una quemante alegoría sobre los totalitarismos, narrada por un médico al que le toca presenciar la caída en el horror de un pueblo azotado por la “anarquía de los valores”, en donde, tal como señala Hannah Arendt en su ensayo “Hermann Broch”[1], “cada uno podía moverse como quisiera entre diferentes sistemas de valores cerrados y coherentes en sí mismos”.
Lo que hace Broch en estas páginas es un catastro del derrumbamiento de los valores en Occidente, de esa crisis moral que lo ha “conducido al Apocalipsis”. El autor deja aquí un poco de lado la jerga metafísica y psicoanalítica y ofrece, en cambio, un montaje –un montón– de textos donde expone su particular teoría de los valores, planteando que el mal es un fenómeno ante todo estético, lo que explica su aversión al arte por el arte, al arte sin ética. Broch busca principios, como el de la vida, que sean válidos en todo lugar y tiempo. También describe los procesos de su actividad literaria: se refiere a ella como una “impaciencia del conocimiento”; habla de impaciencia porque ante el sufrimiento y la muerte de tantos, la literatura le pareció la forma más rápida para develar y revocar el mal, para “tener un efecto didáctico”, aunque, finalmente decepcionado, renunció a ella y a regañadientes autorizó reimprimir sus ficciones.
Por último, Broch presenta sus sensatas teorías sobre la Sociedad de la Naciones, la democracia, la economía política y la locura de las masas, teorías que aún hoy reclaman atención: “El auténtico demócrata no lucha por determinado tipo de economía, lucha sencillamente por los principios de humanidad de la democracia, y combate con la mayor intensidad el peligro de esclavitud de la humanidad y el terror, que se han hecho realidad por todas partes”.
Autobiografía psíquica posee un extraño atributo: se disfruta más en los intervalos, al momento de subrayar, de anotar algo o de pensarlo, y al final de la lectura, pues empuja, sin duda, hacia la reflexión y activa inquietudes y peligros que todo ser humano, con un mínimo de experiencia y criterio, advierte en ocasiones.
Esta edición la completan un epílogo, una bibliografía, una cronología y un oportuno aparato de notas de Paul Michael Lützeler, que ofrece algunas luces –y algunas sombras– sobre los textos y su contexto.


AUTOBIOGRAFÍA PSÍQUICA
Hermann Broch
Editorial Losada
Madrid, 2003, 221 páginas



[1]Arendt, Hannah: Hombres en tiempos de oscuridad, Gedisa Editorial, Barcelona, 2001.  

lunes, 21 de octubre de 2013

Samuel Johnson según James Boswell,
UNA EUFORIA NADA PEQUEÑA
(texto de 2008) 

















Tiene casi las mismas páginas que el Nuevo Testamento pero el erudito inglés Samuel Johnson aparece como un dios sin hijos, mientras que el abogado escocés James Boswell las oficia de único evangelista y autor, si bien es cierto que cita copiosamente cartas, testimonios y escritos de terceros, sin contar, por supuesto, los del mismo Johnson. A propósito de esto último –la abrumadora presencia de cartas y escritos de Johnson–, Marcel Schwob escribió que “la obra de Boswell sería perfecta si no hubiese creído necesario citar la correspondencia de Johnson y hacer digresiones sobre sus libros”. Del todo razón no le falta; no es necesario tener una pistola en la cabeza para reconocer que el mar de cartas de y para Johnson constituye, en suma, la parte que menos suma al libro. Menos atinado parece Schwob cuando le achaca a Boswell su detención para comentar los libros y ensayos de Johnson, pues a éste su escritura le es consubstancial, parte central de su vida, tanto como sus oraciones a Dios o el callejeo con su núcleo de amigos, integrado por Edmund Burke, Oliver Goldsmith, Joshua Reynolds y el actor David Garrick, uno de los pocos del gremio teatral al que Johnson no le tuvo desprecio. Es evidente que Schwob –que no apreciaba a Johnson–, escribe todo esto con el interés creado de sentar las bases de su propia noción del arte biográfico, que tiene que ver con la condensación y la elipsis, y por ello llega a decir que “Boswell no tuvo el coraje estético de elegir”. Pero para Boswell el arte de la biografía es el de la acumulación sustentable: “Los detalles concretos son con frecuencia distintivos y siempre sorprendentes cuando se refieren a un hombre distinguido”; “Es mejor que me exceda en conservar demasiados dichos de Johnson que el que recoja demasiado pocos”.
Boswell conoce personalmente a Johnson –de 54 años, feo, anglicano y uno de los dos o tres nombres que secundan en la literatura inglesa al de Shakespeare– el martes 24 de mayo de 1763. Para ese entonces, Johnson ya era el autor del Diccionario de la lengua inglesa, de excelentes biografías de poetas y de muy leídas columnas en la prensa. Los años anteriores a ese día Boswell los despacha en 250 páginas: las restantes mil las dedica a los 21 años venideros de amistad. De todos modos, desde su nacimiento Johnson es biografiado con un rigor y una copiosidad que deja a la vista la sana obsesión –el amor– con que el escocés reporteará hasta el último día la existencia del inglés. Comparecen al principio sus antepasados, su infancia, sus primeras incursiones literarias, su adolescencia domada (“No tuvo relaciones vergonzosas de ningún tipo; nunca se le vio borracho excepto en una ocasión”), el nacimiento de la hipocondría que lo acompañó toda su vida, sus primeros viajes a Londres y su matrimonio a los 27 años, del cual enviudó 16 años después, en 1752. Aunque sintió una profunda pena por la pérdida de su esposa, el mundo no se le vino abajo ni mucho menos, pues, como queda dicho, la felicidad no la encontró en la mujer sino en la fe, los libros y la conversación. Todos estos aspectos son informados y comentados por Boswell con tanto rigor como entusiasmo y comicidad, perfilando a un hombre que, desde su primera juventud, “estuvo impregnado del entusiasmo de la oposición”. Un inglés mañoso que, según reconoce Boswell, por el sólo gusto de llevar la contra era capaz de sostener afirmaciones polémicas o superficiales, aunque de estos arranques sofistas se cuidaba bien de caer en sus libros.  
Y un día, Boswell se atreve a visitar al maestro: “Sentí una euforia nada pequeña al haber entablado felizmente una amistad que había ambicionado durante tanto tiempo”. De ahí en adelante, el libro es un generoso reguero de paseos por casas, calles y tabernas de Londres en que los dos amigos conversan sobre asuntos que van desde religión y fantasmas hasta Shakespeare, el vino y los caníbales. Entrañables son las escenas de los dos paseando; con facilidad y felicidad puede uno imaginarse a Johnson bizco y mal vestido, lento y con un peluquín desgarbado, caminando al lado del amigo que le pregunta, sin miramientos, de todo un cuanto hay y registra cada uno de sus dichos y movimientos como si se tratara siempre de la gran cosa o la buena nueva. De este modo, mil páginas de intercalaciones, comentarios, refutaciones a terceros, digresiones, notas al pie e innumerables diálogos conforman un libro que invita a ser leído con la misma libertad y afán con que, según Boswell, Johnson enfrentaba la lectura: “Tenía la peculiar facilidad de absorber al momento lo que era valioso en cualquier libro sin tomarse el trabajo de leerlo detenidamente desde el principio hasta el final”.  
Boswell –que también escribió diarios y unos hilarantes encuentros con Rousseau y con Voltaire– era ante todo un vividor que se desvivió por su amigo sin mimetizarse ni dejar de ser un hombre de copas, de prostitutas y de modales liberales. Un “imbécil”, según exagera Fernando Savater en el prólogo a esta edición de Espasa-Calpe, pero un “imbécil” lleno de curiosidad e impertinencia (a lo Sancho Panza), lo que explicaría para el filósofo español que una de las obras más entrañables y divertidas de la literatura inglesa fuera escrita por un escocés poco serio obnubilado por las genialidades de Johnson, quien, agrega Savater, era un “cascarrabias conservador y xenófobo, monógamo, infaliblemente filisteo”. Un viejo mañoso pero sabio, que no sólo en la ceguera, el humor y la agudeza se asemeja a Borges, sino también en las mañas conservadoras que llevaron a uno y a otro a apoyar, ocasionalmente, causas innobles y al mismo tiempo despreciar a contemporáneos valiosos. Por ejemplo, al Tristram Shandy, de Laurence Sterne, Johnson lo juzgó letra muerta.
Sobre todo considerando la soberbia profusión que lo antecede, el relato que hace Boswell de la muerte de Johnson es tan escueto, tangencial y efectivo como el que de Don Quijote hace Cervantes; en ambos casos se trata de una noticia indeseada, del puro silencio que queda ante la muerte. Tanto así que Boswell decide no escribir sobre lo que significó para él el fallecimiento de Johnson, ni dar detalles de lo ocurrido, sino simplemente citar lo que dijeron amigos y otras eminencias literarias para, a las pocas páginas, dar por terminado el libro y augurar el porvenir de Johnson: “Un hombre cuyas capacidades, conocimientos y virtudes fueron tan extraordinarias que cuanto más se pondere su personalidad, con mayor admiración y reverencia será considerado por la época presente y por la posteridad”. Y justamente eso es lo que, biografiando al gran biógrafo inglés, Boswell consigue: mantener al amigo caminando en la posteridad y, a la vez, renovar el género de la biografía y pasar él mismo a la historia.
Una cosa más: gracias a su memoria descomunal, su oído atento y su fascinación por el detalle, Boswell sin proponérselo siquiera llevó a las divisiones superiores de la literatura un género hasta entonces, y a veces hasta hoy, menospreciado: la entrevista con escritores.


LA VIDA DE SAMUEL JOHNSON
James Boswell
Editorial Espasa Calpe
Madrid, 2007, 1228 páginas



martes, 15 de octubre de 2013


A la página 28 (cuerdas nerviosas)










Presentación al
Preludio a la siesta de un fauno
de Juan Pablo Abalo
Universidad Alberto Hurtado
Santiago, octubre de 2013

Juan Pablo Abalo hace tiempo que trabaja concienzudamente en la búsqueda y producción de objetos sonoros, de piezas o artefactos musicales que se salgan de la línea de lo usual, de lo convencional, de lo seguro, y que en cambio se sitúen en la cuerda floja donde la música se sale de sí, tirita, vacila y así avanza a tientas, en equilibrio precario, hacia donde sea con tal de no convertirse en una latosa perpetuación de lo mismo, de lo convencional, de lo seguro.
Parcialmente aburrido de componer piezas de cámara para festivales de música contemporánea, por otra parte se resiste a hacer solamente canciones –las hace, y cada vez mejor, pero a condición de que se inscriban dentro de un todo musical, o sea, las hace como contrapunto de sus trabajos de índole, digamos, más exploratoria, como éste–.
Así, auspiciado por la precariedad, ha optado hoy por hacer, como hace años una opereta, una lectura personal del breve poema sinfónico de Claude Debussy Preludio a la siesta de un fauno, de 1894, que ya en su momento, como sabrán ustedes mejor que yo, vino a desordenar las formas clásicas de componer, inyectándole a la música frescura y libertad, al punto que Pierre Boulez llegaría a decir nada menos que lo siguiente: “Igual que la poesía moderna arranca en algunos poemas de Baudelaire, hay motivos para decir que la música moderna nace con el Preludio a la siesta de un fauno”.
Abalo ha hecho su relectura de la obra de Debussy en formato audiovisual, procurándole un nuevo espacio a la música, la que se extiende, se sale de sí misma para entrar en contacto creativo con otras artes: el cine, en este caso, y la actuación. En este punto, me detengo para destacar el trabajo audiovisual de Martín Rivas, Carolina Larraín, Martín Núñez y todo el equipo y, cómo no, para celebrar la actuación del protagonista, Felipe Velasco. Sutil y sobre todo convincente en su depravación, en su relación tan de piel, para ocupar esa muy mamona expresión de moda, con el arte erótico; en vez de ostentar un perverso previsible, el actor Velasco deja entrever indicios de un psicópata de marca mayor tras su atuendo de gris normalidad, perfilándose –Velasco– como el Philip Seymour Hoffman de Santiago. Y a propósito de Santiago, valoro también el hecho de que este mediometraje no transcurra en la indefinición ni en cualquier parte sino que, al contrario, esté situado en la ciudad de Santiago, la que, muy bien mirado el video, puede reconocerse en uno o dos pasajes, lo que es destacable en la medida en que, siempre, los hechos tienen que ver con los lugares donde ocurren, así sea secretamente.

Puedo suponer que en parte por indagación creativa, en parte por aburrimiento de lo usual y en parte por cuestionar la cuestión, Abalo y su equipo quisieron hacerle una casa distinta a esta obra clásica de Debussy, a la que no anecdótica sino centralmente se le hizo un “discreto, fino y sencillo” trabajo de eso que hoy se llama recomposición, y que consiste no en versionar ni en parodiar sino en intervenir y proyectar, en hacerle a la obra una tocata y fuga (o quizá sea más ad hoc decir tocación y fuga), siendo la tocata la parte en que la obra de Debussy es reproducida tal cual, y la fuga, o las fugas, aquellas donde a partir de la obra original Juan Pablo compuso, acoplándolas perfectamente, sus propias líneas musicales. Es el trabajo con una obra abierta, como quería Umberto Eco o, más aun, es un trabajo de doble apertura de una obra. Porque Abalo y Julio Retamal no intervienen en una partitura, sino que, con frescura, y lo digo en todos los sentidos de la palabra, intervienen una intervención, una interpretación: la que hizo sobre la obra de Debussy el director Simon Rattle con la Orquesta Filarmónica de Berlín.
Mientras en El participante había texto, pintura, voces, locación, cine y música, en el Preludio hay menos elementos, por lo cual esas composiciones para cuerdas nerviosas que Abalo adhiere a la obra de Debussy, y que han sido trabajadas por Julio Retamal con maestría, brillan con especial gracia en este contexto de precariedad, de despojamiento, en este teatro pobre o ballet desfinanciado.

Por todo lo anterior –y al igual que la opereta El participante– el Preludio es en cierto sentido una crítica de música. Un homenaje, una cita, una proyección, un comentario. También se deja ver  algo de humor en esta música o mediometraje musical. La equívoca escena, por ejemplo, en que, tras toquetear la genitalidad femenina en el cuadro El origen del mundo, el protagonista aparece meneándosela para luego revelarse que, en realidad, sólo estaba lustrándose los zapatos me recordó una escena en que Chaplin, en no sé qué película, tras ver partir a una novia aparece de espaldas a la cámara en lo que uno supone un llanto compulsivo y desolado, pero al darse vuelta se revela que estaba batiendo un cóctel, quizá justamente para celebrar la partida de la mujer. Volviendo a lo nuestro, la masturbación es algo latente en Juan Pablo, en su preludio, quiero decir, un tema subyacente, quizá una actualización o reenfoque del motivo del poema de Mallarmé y Debussy, o quizá quiera decirse algo acerca de la música contemporánea. Son todas posibilidades que deja boteando este mediometraje audiovisual.
A propósito de la apertura hacia lo humorístico y lo erótico, habría que recordar que Juan Pablo es muy admirador de Erik Satie, en cuyo trabajo musical y de escritura siempre tuvo lo cómico y lo cabaretero un lugar relevante. Humor y crítica, entonces, van de la pegajosa mano en este mediometraje musical.
Su preludio Debussy lo basó en el poema “La siesta de un fauno” de Mallarmé, que parte así: “Quiero perpetuar esas ninfas”, dando altiro la clave erótica del asunto. Celebro que Juan Pablo siga paseando por los distintos géneros, por las distintas artes, ese viejo cuento sicalíptico después de vivir un siglo. O quizá su mediometraje sea una forma de abordar ese desafío imposible, esa “Tarea de poesía” con que otro poeta muy mallarmeano llamado Juan Luis Martínez interpeló al lector en la página 28 de su enigmática Nueva novela. Escribió Martínez: “Un fauno cree advertir después del almuerzo unas ninfas. Quiere perpetuarlas. Ese fauno es usted. Dígalo en la primera persona del singular”. Creo que este trabajo es la manera en que Abalo, que ignoro si conoce ese poema aunque de hecho creo que no, dice en primera persona tal cosa: “Quiero perpetuar a esas ninfas”, esas ninfas que cuelgan en posters de las paredes del departamento de su fogoso protagonista.

Reitero para terminar algo que dije cuando, hace un par de años, Juan Pablo amablemente me invitó a presentar El participante: la literatura, la poesía muy evidentemente, hace rato que se hace cargo, con ironía o melancolía, según quién, de sus limitaciones, de sus imposibilidades, de su obsolescencia; que con ironía y melancolía a la vez lo haga una obra musical en Chile –y sin Fondart, escenificando su precariedad, honrando a la tradición, pensando su forma y realzando así el brillo de su música– merece, muy por lo bajo, un reconocimiento, un salud y, sobre todo, dos orejas bien atentas y lo mismo un par de ojos.

miércoles, 9 de octubre de 2013

94 CHISMES VÍA EDGARDO COZARINSKY

Lo ha señalado la crítica argentina, pero cabe reiterarlo: es la juntura de dos contrarios –el estático Museo y el escurridizo Chisme– la que hace de este libro, Nuevo museo del chisme, uno atractivo ya desde el título. Y que sea “nuevo” refiere simplemente al hecho de ser esta una segunda edición, ampliada, del Museo del chisme publicado en 2005 por el argentino Edgardo Cozarinsky, ensayista cuya agudeza y libertad ya conocíamos por libros como El pase del testigo. Ya antes el escritor y brillante traductor también argentino José Bianco supo incorporar al título de un trabajo literario, cuando cupo, la marca de su manifestación libresca específica, al ponerle “Otra” vuelta de tuerca a su célebre traducción de la novela de Henry James hasta entonces traducida literalmente como Una vuelta de tuerca. Bianco, a propósito, es uno de los escritores que más aparece citado como fuente en los chismes que Cozarinsky expone.
Eso que Cozarinsky hace ya en el título (enfrentar o, mejor dicho, amigar dos contrarios), lo hace a escala mayor en el libro mismo. “El relato indefendible”, que abre el libro, es un texto de veinte páginas de inclinación erudita, aunque su semblante es ensayístico, en el que Cozarinsky hace un repaso histórico, etimológico y hasta filosófico (barthesiano, en suma) del chisme, que es, “ante todo, relato trasmitido. Se cuenta algo de alguien, y ese relato se transmite porque es excepcional el alguien o el algo”. También hace una lectura en torno al arte de la novela, centrándose en su relación con el chisme, sus mutaciones y cambios de estatus artístico a través del tiempo, todo con especial atención a las obras de Henry James y de Marcel Proust (que aparece en la portada de este libro guitarreando con una raqueta de tenis en una magnífica foto que resume –rezuma– muy bien el espíritu de este libro). El ensayo está hecho con “cierto aborde académico”. Por ello, “para mitigar ese atisbo de pedantería”, lo dice el mismo Cozarinsky, “añadí al ensayo una sección que, con la excusa de ilustrarlo mediante una ambigua selección de anécdotas, se aplica a cuestionar la noción, voluble si las hay, de chisme”. El resultado es este libro de tipo infrecuente, distinto, una narrativa refrescante hecha no con pirotecnias sino, al contrario, a partir de la exploración de lo más primario del género: el rumor, el chisme, el dicen que.
Dicha sección consta de 69 chismes –cuyas fuentes aunque vagas siempre se indican– que, al tiempo que cuestionan o refrendan las nociones desplegadas en el ensayo previo, cumplen con otro propósito, propio del chisme: entretener, difamar e, incluso, ilustrar. En todos, Cozarinsky, valiéndose de ínfimas partículas de la historia universal, da cuenta de un apreciable talento para la concisión, la insinuación y la suministración de minucias reveladoras de algo que trasciende, sin duda, el episodio mismo que se narra para dar cuenta de cuestiones intemporales, como la traición, la pequeñez, la ambición o la vanidad ilimitadas de que es capaz la especie humana. 
Esta edición la publica el sello argentino La Bestia Equilátera, que también publicó un libro del norteamericano David Markson: La soledad del lector: un montaje, trepidantemente bien dispuesto, de citas literarias y datos o, bien, chismes –históricos, literarios, personales– en combinación con las pocas y apesadumbradas especulaciones de un protagonista y un narrador con un difuso plan de novela. Ese alucinante libro de Markson puede recordarse leyendo el de Cozarinsky pues en ambos lo que hay son relatos como átomos narrativos que dibujan, sintetizan o esbozan una historia infinita y dan cuenta de la repetición de caracteres a través del tiempo. De ahí que uno de los rasgos compartidos por ambos libros sea el de procurar una curiosa sensación de simultaneidad temporal, de que en la historia, como dicen Los Miserables, cambian los payasos –y sus trajes– pero el circo sigue: “En su modificación, el chisme reproduce el movimiento general de la historia y el conocimiento humano”, escribe Cozarinsky.
No todo es discontinuo: como Markson, Cozarinsky trabaja secuencias y resonancias internas, pero en su caso prima la sensación de acumulación aleatoria de chismes, varios muy sabrosos, algunos salpicados de ingenio, otros de ruindad, los que en conjunto se proyectan en alcances y relaciones perdurables en la mente del lector. ¿Y qué chismes deja caer Cozarinsky? Son 94. Yo no olvidaría tres: el que muestra a Roger Caillois simulando que cumplía en casa de Victoria Ocampo con el requisito de bañarse mientras en realidad leía sentado en el baño haciendo sonar con la mano el agua de la tina; el que deja ver a Bioy Casares, de colegial, recibiendo un “pijotazo en la nuca” de parte de un compañero “generosamente dotado por la naturaleza”; y por último, aunque principalmente, el que muestra, a principios del siglo XX, a una señora de la alta sociedad argentina que, tras expresarle su admiración literaria, le pregunta a un escritor si de verdad, como se dice, es judío, a lo que él responde, siempre cortés: “señora, puedo poner las pruebas en su mano”.
Mención aparte hago del chisme 43, que cuenta de “uno de los más temidos peligros de la vida social” de mediados del siglo XIX: Chvostov, senador y conde de Cerdeña que componía versos por montón y recorría las ciudades recitándoselos ampulosamente al distraído que pillara. “Las víctimas podían ser amigos, conocidos, aun lejanos conocidos de conocidos”. Cuenta Cozarinsky que se cuenta que “un grabador de San Petersburgo hizo fortuna con una estampitas que representaban al diablo huyendo de un anciano con la cara de Chvostov y los brazos desplegados en plena declamación”. Me recordó a un hombre que en Santiago suele interceptar, librillo en mano, a transeúntes para preguntarles: “¿Le gusta la poesía?”.


Nuevo museo del chisme
Edgardo Cozarinsky
La Bestia Equilátera
Argentina, 2013, 155 páginas

martes, 1 de octubre de 2013

Por las calles y las páginas (Fonseca va)














Vastas emociones y pensamientos imperfectos es el título de una de las cinco grandes novelas de Rubem Fonseca (las otras vendrían siendo Agosto, El gran arte, Bufo & Spallanzani y El caso Morel). Se llama así porque esos dos elementos son la materia de que está hecho el “mundo arcaico de los sueños”, según dice el propio narrador protagonista, a quien, tras el huracán de personajes y episodios que lo arrastran por derroteros imprevistos, la realidad misma termina apareciéndosele, también, como un escenario de vastas emociones y pensamientos imperfectos.
Recuerdo esto porque en el recién publicado libro La novela murió, que contiene 28 ensayos, Fonseca se refiere a algunos de estos, y en más de una ocasión, como “pensamientos imperfectos”. Este libro –que junto a los cuentos de El agujero en la pared es la última noticia de la obsesionante Biblioteca Fonseca de editorial Tajamar– es un libro extraño. Extraño, en primer término, por su normalidad. Por su transparencia. Por su amabilidad. Y sobre todo por la mayoritaria ausencia de la ironía a que nos tienen acostumbrados el narrador, o los narradores, y los personajes de Fonseca. Pero claro, aquí el que habla no es el narrador de Fonseca ni sus personajes sino, derechamente, Fonseca.
Contra la generalizada y en un punto saludable tendencia a desatender las diferencias entre géneros, este libro las reafirma. Si bien bastante narrativos, estos textos –salvo un par de excepciones, a las que ya me referiré– desentonarían si se los infiltrara en algunos de los volúmenes de cuentos de Fonseca. ¿Por qué? Primero, porque Fonseca en estos textos define posiciones, sobre todo en asuntos morales, sin ironía ni cinismo ni tampoco mediante representaciones de posturas distintas a la suya, como suele hacer en sus relatos, por ejemplo cuando en uno de Ellas y otras mujeres dos vengadores toman violenta y despiadada justicia en sus propias manos contra un violador, o cuando en Feliz año nuevo muestra sin valoraciones el mundo delincuencial, al punto que el libro fue censurado y el autor objeto de una persecución judicial por incitación al crimen. En contraste con todo eso, en La novela murió Fonseca se explicita contrario a toda forma de violencia –admira los árboles que crecen y viven sin herir a nadie– y de discriminación: es notable la parada de carros que le pega, en la grabación de un capítulo de la serie Mandrake a la que asiste, a alguien que le reprocha tomarse una foto con un actor travesti. Asimismo, combate prejuicios de todo tipo, por ejemplo aquellos con que se condenaba a Michael Jackson cuando en los años 2000 estuvo de moda lapidarlo: “Mutante inducido o no, un tipo de estos no debe ser encerrado en la cárcel. Es quizá una especie de precursor. Por lo menos tratemos de entenderlo”.
Los textos de este libro son en general breves. La prosa, en tanto, es sencilla –sin las “ambigüedades, simbolismos, metáforas, oscuridades, enigmas y alegorías” que sus demás libros en mayor o menor medida ostentan–; sus exposiciones son clarísimas, a ratos netamente informativas o divulgativas. Los temas son variados, como es natural en un lector que se define a sí mismo en estos términos: “Soy omnívoro, o polífago, si así lo prefieren. Leo todo lo que se me pone enfrente”. Habría que añadir que esa curiosidad también demuestra tenerla por el mundo y la gente. Y, así las cosas y siendo un hombre culto y viajado, es natural que el arco temático que describe este libro sea ancho y vasto como el mundo, o casi –para no exagerar–. Se lo puede leer hablando de animales, reivindicando la poesía de Rosalía de Castro, riéndose de la cacareada muerte de la novela, defendiendo las palomitas de maíz, analizando instrucciones de medicamentos, escudriñando en el tratamiento histórico de la masturbación y la pornografía, comentando un curioso correo spam que le llega invitándolo a formar parte de un Club de Estúpidos o revisando algunos viajes, como su estada en Berlín para la caída del muro o su larga visita a Israel, crónica ésta en la que desliza una clave sobre estos textos, al decir, antes de contar detalles de un matrimonio judío al que le toca ir: “hay otro acontecimiento que también quiero dejar registrado”. El subtítulo de este libro es crónicas, crónicas entendidas como eso: registro personal de acontecimientos, de momentos, de personajes; textos marcados por el presente en que se escriben (se nota que deben haber sido publicados en la prensa, lo que implica plazos de cierre, extensiones limitadas, ciertas consideraciones estilísticas para adecuarse al medio, etc.).
Fonseca –que probablemente sea el único autor vivo en el continente que se merezca tanto como Parra el Nobel, pero que de seguro, también como Parra, no va a ganarlo– incluye al final dos textos que se salen del tenor de los demás –el par de excepciones que no desentonarían en un libro de cuentos–. Primero, “El quinto sospechoso”, que perfectamente puede leerse como un cuento de inducción lógica, reflexivo, un relato a lo Poe, o una fábula a lo Esopo, aunque sin animales. Y, segundo, el texto final, “José: una historia en cinco capítulos”, el más largo del libro y en el que acomete una revisión autobiográfica de su infancia y juventud, una especie de negativo de su magistral cuento “El arte de andar por las calles de Rio de Janeiro”. Como sabe que “todo relato autobiográfico es un montón de mentiras”, Fonseca, un poco a la manera de Roland Barthes o de Severo Sarduy, escribe de sí mismo en tercera persona y con nombre alterado, tomando distancia para mirarse mejor y dando por resultado un texto sobresaliente en el conjunto, donde se refrenda algo que en esas mismas páginas se lee: que “la memoria puede ser una aliada de la vida” y, agregaría yo, de la literatura.  
Pensamientos imperfectos, dice Fonseca, como quien dice notas al paso. Habría que darle más vueltas al asunto, sin duda, pero por lo pronto esto permite especular con, al menos, la consideración que al propio autor le merecen estos textos. No sé si sean lo mejor de Fonseca; no lo creo. Muchos de sus cuentos y varias de sus novelas sí son perfectas, alucinantes, insoltables. Estos textos, en cambio, quizá menos ambiciosos, más sencillos que sus narraciones, podrán ser imperfectos, pero cierta imperfección le puede hasta venir bien al trabajo con ideas en literatura. Cómicos, sumamente instructivos (se entera uno, por ejemplo, con gran sorpresa que en Brasil hasta la década de 1930 las playas eran mal vistas y muy poco concurridas), estos textos son las crónicas de un hombre curioso que se pasea por las calles del mundo y por las páginas de la literatura con la misma soltura con que el pequeño José del relato final lo hacía en Minas Gerais, primero, y en Rio de Janeiro, después, hace ya más de setenta años.


LA NOVELA MURIÓ
Rubem Fonseca
Tajamar Editores

2013, 194 páginas