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CHISMES VÍA EDGARDO COZARINSKY
Lo ha señalado la crítica
argentina, pero cabe reiterarlo: es la juntura de dos contrarios –el estático
Museo y el escurridizo Chisme– la que hace de este libro, Nuevo museo del chisme, uno atractivo ya desde
el título. Y que sea “nuevo” refiere simplemente al hecho de ser esta una
segunda edición, ampliada, del Museo del
chisme publicado en 2005 por el argentino Edgardo Cozarinsky, ensayista
cuya agudeza y libertad ya conocíamos por libros como El pase del testigo. Ya antes el escritor y brillante traductor
también argentino José Bianco supo incorporar al título de un trabajo
literario, cuando cupo, la marca de su manifestación libresca específica, al
ponerle “Otra” vuelta de tuerca a su
célebre traducción de la novela de Henry James hasta entonces traducida
literalmente como Una vuelta de tuerca.
Bianco, a propósito, es uno de los escritores que más aparece citado como
fuente en los chismes que Cozarinsky expone.
Eso que Cozarinsky hace ya
en el título (enfrentar o, mejor dicho, amigar dos contrarios), lo hace a
escala mayor en el libro mismo. “El relato indefendible”, que abre el libro, es
un texto de veinte páginas de inclinación erudita, aunque su semblante es
ensayístico, en el que Cozarinsky hace un repaso histórico, etimológico y hasta
filosófico (barthesiano, en suma) del chisme, que es, “ante todo, relato
trasmitido. Se cuenta algo de alguien, y ese relato se transmite porque es
excepcional el alguien o el algo”. También hace una lectura en torno al arte de
la novela, centrándose en su relación con el chisme, sus mutaciones y cambios
de estatus artístico a través del tiempo, todo con especial atención a las
obras de Henry James y de Marcel Proust (que aparece en la portada de este
libro guitarreando con una raqueta de tenis en una magnífica foto que resume
–rezuma– muy bien el espíritu de este libro). El ensayo está hecho con “cierto
aborde académico”. Por ello, “para mitigar ese atisbo de pedantería”, lo dice
el mismo Cozarinsky, “añadí al ensayo una sección que, con la excusa de
ilustrarlo mediante una ambigua selección de anécdotas, se aplica a cuestionar
la noción, voluble si las hay, de chisme”. El resultado es este libro de tipo
infrecuente, distinto, una narrativa refrescante hecha no con pirotecnias sino,
al contrario, a partir de la exploración de lo más primario del género: el
rumor, el chisme, el dicen que.
Dicha sección consta de 69
chismes –cuyas fuentes aunque vagas siempre se indican– que, al tiempo que
cuestionan o refrendan las nociones desplegadas en el ensayo previo, cumplen
con otro propósito, propio del chisme: entretener, difamar e, incluso,
ilustrar. En todos, Cozarinsky, valiéndose de ínfimas partículas de la historia
universal, da cuenta de un apreciable talento para la concisión, la insinuación
y la suministración de minucias reveladoras de algo que trasciende, sin duda,
el episodio mismo que se narra para dar cuenta de cuestiones intemporales, como
la traición, la pequeñez, la ambición o la vanidad ilimitadas de que es capaz
la especie humana.
Esta edición la publica el
sello argentino La Bestia Equilátera, que también publicó un libro del
norteamericano David Markson: La soledad
del lector: un montaje, trepidantemente bien dispuesto, de citas literarias
y datos o, bien, chismes –históricos, literarios, personales– en combinación
con las pocas y apesadumbradas especulaciones de un protagonista y un narrador
con un difuso plan de novela. Ese alucinante libro de Markson puede recordarse
leyendo el de Cozarinsky pues en ambos lo que hay son relatos como átomos
narrativos que dibujan, sintetizan o esbozan una historia infinita y dan cuenta
de la repetición de caracteres a través del tiempo. De ahí que uno de los
rasgos compartidos por ambos libros sea el de procurar una curiosa sensación de
simultaneidad temporal, de que en la historia, como dicen Los Miserables, cambian los payasos –y sus trajes– pero el circo sigue: “En su
modificación, el chisme reproduce el movimiento general de la historia y el
conocimiento humano”, escribe Cozarinsky.
No todo es discontinuo: como
Markson, Cozarinsky trabaja secuencias y resonancias internas, pero en su caso
prima la sensación de acumulación aleatoria de chismes, varios muy sabrosos,
algunos salpicados de ingenio, otros de ruindad, los que en conjunto se
proyectan en alcances y relaciones perdurables en la mente del lector. ¿Y qué
chismes deja caer Cozarinsky? Son 94. Yo no olvidaría tres: el que muestra a
Roger Caillois simulando que cumplía en casa de Victoria Ocampo con el
requisito de bañarse mientras en realidad leía sentado en el baño haciendo
sonar con la mano el agua de la tina; el que deja ver a Bioy Casares, de
colegial, recibiendo un “pijotazo en la nuca” de parte de un compañero
“generosamente dotado por la naturaleza”; y por último, aunque principalmente, el
que muestra, a principios del siglo XX, a una señora de la alta sociedad
argentina que, tras expresarle su admiración literaria, le pregunta a un
escritor si de verdad, como se dice, es judío, a lo que él responde, siempre
cortés: “señora, puedo poner las pruebas en su mano”.
Mención aparte hago del
chisme 43, que cuenta de “uno de los más temidos peligros de la vida social” de
mediados del siglo XIX: Chvostov, senador y conde de Cerdeña que componía
versos por montón y recorría las ciudades recitándoselos ampulosamente al
distraído que pillara. “Las víctimas podían ser amigos, conocidos, aun lejanos
conocidos de conocidos”. Cuenta Cozarinsky que se cuenta que “un grabador de
San Petersburgo hizo fortuna con una estampitas que representaban al diablo
huyendo de un anciano con la cara de Chvostov y los brazos desplegados en plena
declamación”. Me recordó a un hombre que en Santiago suele interceptar,
librillo en mano, a transeúntes para preguntarles: “¿Le gusta la poesía?”.
Nuevo
museo del chisme
Edgardo Cozarinsky
La Bestia Equilátera
Argentina, 2013, 155 páginas
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