miércoles, 24 de octubre de 2012


EL TEMERARIO DE LA VOLUPTUOSIDAD

Su obra es breve en proporción inversa al número de libros y estudios que sobre ella se han publicado. Es un poeta maestro, de esos pocos que, nacidos en el siglo XIX, supieron ser –fueron– pioneros del XX.
Konstantino Kavafis nació en Alejandría, Egipto, en 1863, y murió ahí mismo en 1933; sin embargo, es considerado un poeta griego, pues en griego escribió, y no sólo eso: es señalado, y con justa razón, como el griego que con su obra logró revivir el nervio, el espesor y la gracia de los clásicos de la Grecia antigua. Sin momificaciones ni museología.
De niño, tras la muerte de su padre, un comerciante acaudalado, Kavafis hubo de partir a Inglaterra con su madre y sus hermanos. Después, adolescente ya, volvió a Alejandría pero la revuelta política que vivió la ciudad en 1885 lo hizo partir a Estambul, donde hay quien dice que tuvo sus primeras experiencias homosexuales. Al cabo de un tiempo, volvió para siempre a Alejandría, donde trabajó durante 30 años como funcionario ministerial. En el día trabajaba; en la noche escribía o se sometía al dictado de los instintos.
Nunca publicó un libro, como no fueran impresos de circulación restringida o poemas sueltos en revistas. En total, escribió 292 poemas, los cuales, después de años de estudio en sus archivos, aun se presentan ordenados de diversas formas. Una de ellas, la usada por Miguel Castillo Didier (ver recuadro), es esta: 154 poemas canónicos, 75 inéditos a su muerte, 23 repudiados por el poeta, 34 inconclusos, 3 en prosa y 3 escritos en inglés.
De ellos, casi la mitad corresponde a poemas donde la historia, la literatura y la mitología de los tiempos clásicos (Grecia y Roma) es protagonista. Aunque conveniente, no es imprescindible conocer los personajes o hechos aludidos, pues Kavafis tiene la gracia de trasuntar en ellos cuestiones humanas que son de siempre. Así, por ejemplo, al hablar de Teócrito y Eumenes, Kavafis lo que muestra es la conversación que en cualquier tiempo y lugar podría tener un sereno poeta viejo con un aprendiz ansioso.
En el libro Prólogos y epílogos de Auden, kavafiano confeso, se recoge uno de los textos más contundentes escritos sobre Kavafis. Advierte ahí Auden que Kavafis tiene dos periodos históricos predilectos: “la época de los reinos griegos satélites de Roma, después del desmantelamiento del imperio de Alejandro, y el período de Constantino y sus sucesores, cuando el cristianismo acababa de triunfar sobre el paganismo, para ser la religión oficial”. Al recrear el período de Constantino, Kavafis no toma partido ni por el paganismo ni por el cristianismo: se dedica a mostrar, en su esplendor y decadencia, ambos mundos. Es más, según Joseph Brodsky, otro de sus más sesudos admiradores, la poesía de Kavafis es el canto de un péndulo que oscila entre paganismo y cristianismo, sin abanderarse nunca por ninguno.
Si casi la mitad de los poemas de Kavafis son históricos, otro tanto está constituido por los poemas sensuales. “Kavafis era homosexual, y en sus poemas eróticos no hace el menor esfuerzo por disimular esa realidad”, dice Auden. La de Kavafis es la claridad de quien no tiene nada que esconder (“por debajo de la ropa/ desnudos los miembros amados vuelvo a ver”). Kavafis es de una simpleza y una veracidad apabullante. Mala cara pondrán los profesores serios al ver usada la palabra veracidad, por no decir honestidad, para referirse a una obra poética, pero lo cierto es que Kavafis no usa personajes para enmascararse sino para hablar del Hombre con mayúscula; cuando quiere, en cambio, hablar de sí mismo, deja de lado los personajes y no se esmera en difuminar lo autobiográfico ni en matizar la subyugación suya al placer: “Me desaté. Me abandoné del todo y fui./ Hacia los placeres, que medio reales,/ medio imaginados en mi cerebro estaban,/ fui en la noche iluminada./ Y bebí licores fuertes, como/ los que beben los temerarios de la voluptuosidad”.
La adulación o la descarada evocación sexual de encuentros con jóvenes bellos es antigua en la poesía griega, y puede rastrearse en el libro XII de la Antología Palatina, publicado en español por Hiperión bajo el título Antología de la poesía pederástica. Kavafis es más desenfrenado en su actuar, si se quiere, pero a la vez menos alocado a la hora de escribir; los pederastas griegos no guardaban compostura alguna, como muestran estos versos de Estratón de Sardes: “¡Y vosotros, maestros de escuela, además cobráis! ¡Qué ingratos!/ ¡Que me envíe uno, el que tenga muchachos! Y que el chico me bese, y recibirá de mí el pago que quiera”.
Kavafis es otra cosa; en comparación con los de la Antigüedad, los hombres de su época fueron notoriamente más cínicos o, al menos, los paradgimas de conducta cambiaron lo mucho; lo cierto es que “gracias” a eso, Kavafis, a diferencia de los poetas de la Antología Palatina, supo del arrepentimiento de lo no hecho por “necia prudencia”. Así lo dice en el poema “El anciano”, donde especula sobre el discurrir de un viejo al que ve sentado en la mesa de un café: “Piensa cuán poco gozó los años/ en que poseía fuerza, y palabra, y apostura./ …/ Recuerda los ímpetus que contenía/ y cuánta/ alegría sacrificada. Cada ocasión perdida/ se burla ahora de su necia prudencia”.
Lo que sacude, obnubila y maravilla en Kavafis es el lenguaje. Sus temas, sus intrincadas relaciones textuales, su desfachatez confesional (sus intrincadas relaciones sexuales), sus magníficas referencias históricas, su honda reflexión… todo esto se aprecia, pero lo que sobresale es su lenguaje. En el siglo XX se produjo el exacerbamiento de una bifurcación antigua en el lenguaje literario; o los poetas se extremaron en la complejidad, en la penumbra del decir (Joyce, Beckett, Vallejo, Montale), o bien radicalizaron el vínculo de la escritura con el habla (Kafka, Pavese, Parra), dejando que la oscuridad corriera por cuenta de la temática humana. Kavafis prefiguró a este último y heterogéneo grupo. Tal vez, Kavafis es el más transparente en el decir; su sencillez, su coloquialidad y su frontalidad antiadjetiva dejan tras de sí un reguero espeso, como si la humanidad del poeta hubiese quedado viva entre esos versos tan llanos y asombrosos como únicos y naturales.
“No cabe hablar de la imaginería de Kavafis, ya que el símil y la metáfora son recursos que jamás emplea: tanto si habla de una escena como si plasma un acontecimiento o una emoción, cada uno de sus versos son sencilllas descripciones que se atienen a la verdad, sin ornamentación de ninguna clase”, escribió Auden, y nuevamente la razón lo acompañaba. Kavafis tiene la sabiduría y el amor a la vida terrenal de los hombres sencillos: “Desea que el camino sea largo”, dice el verso suyo más famoso.

PD: KAVAFIS EN CHILE
Kavafis íntegro. Miguel Castillo Didier. Tajamar Editores, 2008, 689 páginas.
En 1991, al alero del Centro de Estudios Griegos, Bizantinos y Neohelénicos de la U. de Chile, el profesor Miguel Castillo Didier publicó este libro; en 2003, lo hizo en una versión corregida, bajo el sello de Quid Ediciones. Y en 2007 Tajamar Editores presentó una tercera edición de Kavafis íntegro, libro de cuyas páginas nada menos que la mitad corresponde a un estudio introductorio, donde Castillo Didier revisa escrupulosamente -aunque retóricamente declare que se trata sólo de planteamientos generales- la vida de Kavafis, el mundo en el que le tocó vivir, sus influencias, la presencia de lo femenino y de la naturaleza en sus poemas, su lenguaje, lo que han dicho los críticos, las ediciones que se han hecho; en fin, lo repasa todo para luego ofrecer una brillante traducción anotada de la totalidad de los poemas de Kavafis.

2007

miércoles, 17 de octubre de 2012


EL ALIENTO ORIGINAL DE KEROUAC













Harto se distingue la reciente publicación del rollo mecanografiado original de On the Road -bajo el título de En la carretera- de las ediciones que hasta ahora -bajo el título de En el camino- se conocían de la novela que Kerouac publicó a mediados de la década del 50. Sin cortes, sin velos de deferencia, sin falsos nombres, sin separaciones por capítulos: sin facilidades. Así es el rollo mecanografiado original de En la carretera que se publicó (recién) el año 2008 en EE.UU.

En menos de tres semanas, en abril de 1951, Jack Kerouac se sentó y escribió, en una larga y trepidante parrafada, una novela en la que cuenta sus jóvenes y alocados viajes, a fines de la década del 40, de punta a cabo de EE.UU en compañía, principalmente, de Neal Cassady, un ex preso hedonista hijo de un vagabundo alcohólico.
Tal manuscrito lo llevó a cabo Kerouac en un rollo de papel de 36 metros. Pero cinco años después, cuando quiso publicar la novela, debió aceptar una serie de cortes, censuras y cambios que la edición de hoy anula.
¿Vale la pena la publicación del rollo mecanografiado original, considerando que muchas de las buenas obras literarias publicadas pasan por convenientes podas editoriales y así quedan? Hay autores y autores y hay editores y editores, pero claro que vale la pena en este caso porque las diferencias con las ediciones conocidas no son  pueriles, y son para mejor.
Si en las ediciones hasta hoy conocidas la primera línea decía “Conocí a Dean poco después de que mi mujer y yo nos separásemos”, esta versión original dice: “Conocí conocí a Neal no mucho después de la muerte de mi padre”. Y ciertamente no es lo mismo para el lector que se le presente un narrador-protagonista que se acaba de divorciar a uno que acaba de sufrir la muerte de su padre. Eso de partida. De ahí en adelante las diferencias entre En el camino y En la carretera empiezan a multiplicarse: donde había capítulos y puntos aparte, ahora no hay más que un largo párrafo de más de 400 páginas en el que el espíritu beat aparece más salvaje que nunca. Justamente el rescate de esa prosa ininterrumpida restituye a la novela su mayor valor: su respiración acelerada, su vertiginosidad, su trepidación. En la carretera es la regurgitación en palabras de dos o tres años de experiencias extremas.
El original ahora publicado tiene cerca de cincuenta páginas más, en las cuales aparecen escenas que la censura no dejó pasar, episodios que algún editor habrá considerado repetitivos, nombres que en su momento convino cambiar (ahora Sal Paradise se llama Jack Kerouac; Carlo Marx, Allen Ginsberg; Dean Moriarty, Neal Cassady; y Bull Lee, William Burroughs). Hay también montones de cambios mínimos pero divertidos; por ejemplo, en En el camino, hacia el final, cuando pasan por una casa de putas en México, los beat se hacen acompañar de un cafiche que se llama Víctor, y todo sucede en un pueblo llamado Gregoria; mientras que ahora el cafiche se llama Gregor y todo sucede en Victoria.
Así, pues, esta edición del rollo original, más que una papita para filiólogos y eruditos, debería llegar para quedarse y reemplazar a las ediciones hasta ahora conocidas; debería, para decirlo en términos taxativos, convertirse en la edición canónica de la llamada “biblia del movimiento beat”. En apoyo de esta idea pueden hacerse comparecer las palabras que el mismo Kerouac escribió como prefacio a Big Sur, la novela en que se muestra, hecho bolsa por efectos del alcohol, una década después de los hechos narrados en En la carretera. Escribe ahí Kerouac: “Las objeciones de mis primeros editores me impidieron usar en cada obra los mismos nombres para los personajes. (Todos mis libros) no son sino capítulos de la obra total que llamo La leyenda de Duluoz. Tengo la intención de recopilar en mi vejez toda mi obra y reinsertar mi panteón de nombres uniformes...”. Y esta edición, pues, es un primer paso para hacer efectiva tal intención.

En la carretera está llena de momentos de éxtasis: “alcancé”, escribe Kerouac, “la cima del éxtasis que siempre había querido alcanzar, el paso total del tiempo cronológico a las sombras intemporales, y el asombro ante la lobreguez del reino de lo mortal, y la sensación de la muerte pisándome los talones para que siguiera mi camino”. Los momentos extáticos no sólo son procurados por el consumo de alcohol, marihuana y otros estupefacientes, como creen los idiotas, sino también, y quizá principalmente, por la contemplación de la naturaleza, por la embriaguez de la aventura o, derechamente, por la experiencia de Dios aún en la posguerra (“Dios existe, sin el menor asomo de duda”, dice, aunque hay que consignar que al borde del delirio, Neal Cassady cuando pisan Carolina del Norte). Y es que eran días, escribe Kerouac, “preñados de enorme locura y peligro”.
Y no se crea que están ausentes las reflexiones por ser ésta una novela donde impera el movimiento perpetuo y donde la irresponsabilidad es la madre de cada uno de los corderos que hacen dedo en las carreteras. Los personajes, sobre todo Kerouac, constantemente reflexionan sobre la vida que van llevando: “Aquello que anhelamos en nuestros días de este mundo, lo que nos hace suspirar y gemir y soportar todo tipo de dulces náuseas, es la rememoración de una dicha perdida que probablemente experimentamos en el seno materno, y que únicamente puede reproducirse -aunque odiemos admitirlo- en la muerte”. Y más: “La verdad es que uno muere, que lo único que uno hace es morirse, y sin embargo vive, sí, vive, y no se trata de una mentira de Harvard”.
Hay que decir que esta nueva edición recupera no sólo los nombres originales, el epígrafe de Walt Whitman y unas cuantas escenas subidas de tono; recupera, también, ciertos guateos, ciertos momentos monótonos o pasajes demasiado episódicos, pero la verdad es que nadie debiera recurrir a Kerouac cuando quiera leer una novela perfecta. Para eso está Nabokov. Aquí lo que hay es vida en palabras. Y la vida tiene momentos altos y momentos bajos, pero son justamente los momentos bajos -de la vida y de una novela, que no necesariamente coinciden- los que hacen que los altos resplandezcan y apasionen.
Lector de Céline y de Hemingway, el Kerouac narrador de esta novela -provisto del humor verazmente negro que posee aquel que no se quiere hacer el lindo ante nadie- cuenta entre sus méritos el de lograr imprimirle a su prosa la velocidad con que Neal Cassady conduce el Hudson, el Cadillac o el auto que sea que se han conseguido para cruzar EE.UU. de un lado a otro, oscilando -vacilando- entre el “extraño y gris Mito del Oeste” y el “oscuro y misterioso Mito del Este”.

2009


EN LA CARRETERA. El rollo mecanografiado original. Jack Kerouac, Anagrama, 2009, 435 páginas.








APELLIDO


Vengo de donde vengo, de venir, pero tiende a pensarse que vengo de donde no vengo, que vengo de un lugar del que no vengo pero del que por lo mismo me vengo, de vengar.  

lunes, 15 de octubre de 2012


"Privado de las travesuras de los párrocos, el mundo se empobrecería"

V. S. Pritchett

LA LITERATURA EXPANDIDA DE ALAN PAULS


En “El arte de vivir en arte” probablemente el ensayo más perspicaz y disruptivo de Temas lentos Alan Pauls toma el trabajo de Mario Bellatin, César Aira y Héctor Libertella para ejemplificar (en el sentido de ilustrar) y ejemplarizar (en el sentido de indicar como modelo) lo que entiende por “literatura expandida”, aquella que rehúye, echando mano al cruce o la confusión con la vida y con otras artes, a toda costa la suficiencia o el ensimismamiento literario. Es, pues, una literatura que no solo no refrenda sino que abiertamente se opone, obstaculiza, se hace corrosivo impedimento para toda tesis posible acerca de la especificidad de la literatura.
Pauls vuelve con Temas lentos al territorio de la no ficción que ya había pisado en libros como El factor Borges o La vida descalzo, pero esto importa poco. Lo que importa no es el género, sino el fraseo, similar en sus novelas y en sus crónicas, en sus ensayos y en sus exploraciones egotistas: no dónde sino cómo se mueve es lo relevante. Pauls es uno de los escritores latinoamericanos actuales que más lejos va explorando el fraseo largo, repetitivo, intrincado, bernhardiano en sus picos y que incluso a veces ve ese fraseo extraviada la hebra, como es el caso, me parece, del texto sobre Bolaño en uno o dos momentos. Pero eso da lo mismo. Lo que importa, más allá de lo logrado (que es mucho), es lo posibilitado. Y la prosa de Pauls eso hace: expandir con la escritura el espacio posible para la escritura, la suya y la de otros. En el texto que escribe tras la muerte de Fogwill, Pauls se detiene en su figura como la de aquel que heredó, para la literatura, una nueva consideración, y nuevos usos posibles, para los dos puntos, para el entrecomillado y para los signos de exclamación. En esa línea, Pauls podría indicarse como aquel que legará una nueva consideración, y nuevos usos posibles, para la intercalación, para el uso de frases subordinadas al punto del efecto especular. La ambiciosa prosa de Pauls podrá marear, agotar, enojar cuando no, por cierto, fascinar, pero en ningún caso, pienso, desinteresar, en el sentido de dejar en la indiferencia. Leyéndola, a veces uno se pierde, lo que desafía y propicia un cierto placer (el placer de leer levantando la cabeza que defendía Barthes) y ningún problema: se retrocede y retoma o bien se continúa y apuesta por agarrar el hilo en otra vuelta o no. Como sea, se llega a lo mismo: a la convicción de que Pauls es un prosista que piensa para escribir (y no escribe, como otros, para pensar) y que está dispuesto a impugnar un par de ideas corrientes y oponer, o proponer, otro par de nuevas ideas, poniendo en la prosa pensamiento y en el pensamiento prosa, cumpliendo así, a su manera, con el dictum de Louis de Bonald que Barthes pone de epígrafe en el primer ensayo de El susurro del lenguaje: “El hombre no puede decir su pensamiento sin pensar su decir”. Por lo demás, los alcances críticos de los textos de Temas lentos no vienen dados solo por el significado y las alusiones, que son muchas y siempre pertinentes, sino también por lo apenas sugerido, por lo suscitado, por lo susurrado. Lo que queda dando vueltas importa tanto, para la construcción de cualquier sentido, como lo que queda dicho y establecido con toda claridad.
De arte, de literatura, de viajes y residencias, de cine, de muy misceláneas cuestiones como la angustia dominical o las canas, de vida propia y del yo de esto y en este orden tratan los Temas lentos de Pauls. Pero en realidad el tiempo es el Gran Asunto, la Preocupación Central de Pauls, en este y todos sus libros: el paso del tiempo, los repliegues del tiempo, los efectos terapéuticos del tiempo, los efectos destructivos del tiempo; el goce del tiempo, el despilfarro del tiempo, la pérdida del tiempo, el dolor del tiempo, la recuperación del tiempo; en fin, “la burla del tiempo” (que es como traduce Nicanor Parra un verso del monólogo central de Hamlet).
Temas lentos puede producir un efecto singular comparado con otros libros similares: gustando muchísimo, siendo entrañable por varios motivos, no genera tanto ganas de conocer a su autor como, en cambio, de conocer, o revisitar, según sea el caso, todo o casi todo aquello de lo que trata, como la narrativa de Puig o de Beckett, el cine de Nanni Moretti o de Haneke, los taximotos peruanos, el potencial erótico de la axila, la peculiar onda de un albergue transitorio (que es el eufemismo con que la dictadura militar de Videla renombró a los moteles argentinos) o el trabajo actoral del propio Pauls, sobre el cual discurre extensamente al final del libro, dejando con ello abierta la posibilidad de inscribirlo a él mismo como un sigiloso practicante de ese oxigenador programa estético que es la literatura expandida.

julio 2012

TEMAS LENTOS. Alan Pauls. Selección y edición de Leila Guerriero. Ediciones UDP, 2012, 350 páginas

miércoles, 10 de octubre de 2012

LOS REPORTES DE RADIO CISNEROS
 
Desde que lo leí por primera vez, hace 7 u 8 años, siempre he pensado en Antonio Cisneros ante todo como un inmenso cronista. Es un poeta fuera de serie, sin duda, un poeta encantador, de los pocos a los que el escepticismo y las usanzas y combinatorias posmodernas se le dieron de manera tan duraderamente afortunada. Espiritual y mordaz, parabólico y realista, cerebral y cebolla, a ratos eminentemente musical y a ratos, más que prosaico, tabernero, es además un poeta eficaz: desde el punto de vista del montaje, de la cita y la parodia, de la caja de cambios y de la puesta en escena, Cisneros es un maestro de la eficacia; un poeta, en fin, entrañable, quién lo duda, cómico y conmovedor cuando quiere, pero para mí ha sido siempre ante todo un cronista. Y no tanto por su trabajo periodístico, muy apreciable por cierto, ni porque cuente mucha historia en sus poemas, sino porque trabaja con el tiempo (cronos) o más específicamente desde el tiempo, y no tanto, como otros poetas, contra el tiempo: los poemas de Cisneros (“ronco para el canto”) se pueden leer como noticias viejas que por arte de birlibirloque, como quería Pound, no han perdido novedad. Ricardo Piglia me dijo una vez en una entrevista que “César Vallejo escribe en una lengua privada, una especie de castellano futuro (que en el futuro ya no se llamará así) en el que se podrá por fin decir lo que todos hemos tratado inútilmente de decir”. En esa línea, puede decirse que desde una frecuencia del dial muy cercana a ese Vallejo son transmitidos los reportes de Cisneros. Vale la pena escuchar su radio: noticias del futuro en lenguaje del pasado y noticias del pasado en lenguaje del futuro y noticias del presente en los múltiples lenguajes del presente. Es cronista porque da noticias sin renunciar a ser parte él mismo del reporte y es poeta porque se resiste a acatar “el plano regulador del lenguaje” (la expresión es de Marcelo Mellado) y permanentemente lo ensancha o lo repavimenta o abre bifurcaciones insospechadas. En su país, transitó libre y llegó por senderos propios a la gran ruta de Martín Adán y de César Vallejo, de Adolfo Emilio Westphalen, de Jorge Eduardo Eielson, de José Watanabe, pero de todos modos lo pienso –lo veo, y clarito– definitivamente más cerca del Inca Garcilaso de la Vega, de cuyos Comentarios reales no sólo tomó el título de su segundo libro, sino también ese espíritu del que W. R. Prescott predicó esto que en toda ley puede endosársele a Cisneros: “Escribe de todo corazón e ilumina cualquier punto que trata con tal variedad y riqueza de ilustración que deja poco que desear a la curiosidad más importuna”. Cisneros hace relaciones y cuenta historias, propias y del Perú, pero también de afuera, y de otros tiempos, propiciando incluso en ocasiones la curiosa sensación de un presente bíblico; en algunos libros echa a correr la tiza, llamando al pizarrón, en versos cadenciosos o lo mismo en una prosa tijereteada hasta ser verso o en un verso estocado hasta ser prosa, a la casta Susana o a su propia abuela, a la meteorología o a un señor arrepentido.
Cisneros es un poeta de gracia mayor, especialmente agraciado en la visualidad. Si en la obra de Enrique Lihn, con quien su trabajo está tan emparentado (partiendo por la versatilidad), siempre he pensado que podría inventariarse y reflexionarse en torno a la elocuente recurrencia de gallos y gallinas, en la poesía de Cisneros podría hacerse semejante cosa con las ratas. No recuerdo otra poesía con tanta rata. Ratas mojadas cuyo pelaje evoca no sé qué desolaciones, ceniceros llenos de colillas y cenizas dando la impresión de “una rata muerta”, un escritor preocupado de “cómo decirle pelo al pelo / diente al diente / rabo al rabo / y no nombrar la rata”. Hay muchas ratas y muchos dioses y entre medio muchos hombres y mujeres en esta poesía. También abunda en lluvias y en Nescafé y en Antonio Cisneros mismo y su familia. Escribió siempre como quiso. Cronista de sí mismo y del Perú y del pasado y del futuro de sí mismo y del Perú, fue escéptico cuando casi todos creían y se fue haciendo creyente, sin perder ironía, cuando casi todos se iban volviendo escépticos. Pasó sus últimos años reporteando “las inmensas preguntas celestes”. Murió el 6 de octubre a los 69 años. “Qué de perros, Señor, qué oscuridad”.

octubre 2012


sábado, 6 de octubre de 2012



06 DE OCTUBRE: MURIÓ ANTONIO CISNEROS


Hoy murió Antonio Cisneros. Que en 1981 publicó "Las Salinas". 





Las Salinas
Yo nunca vi la nieve y sin embargo he vivido entre la
   nieve toda mi juventud.
En las Salinas, adonde el mar no terminaba nunca y las
   olas eran dunas de sal.
En las Salinas, adonde el mar no moja pero pinta.
Nieve de mi juventud prometedora como un árbol de
   mango.
Veinte varas de sal para cada familia de cristianos. Y aún
   más.
Sal que los arrieros nos cambiaban por el agua de lluvia.
   Y aún más
Ni sólidos ni líquidos los blanquísimos bordes de ese
   mar.
Bajo el sol de febrero destellaban más que el flanco de
   plata del lenguado. (Y quemaban las niñas de los
   ojos.)
A veces las mareas -hora del sol, hora de la luna- se
   alzaban como lomos de caballo.
Más siempre se volvían.
Hasta que un mal verano y un invierno las aguas
   afincaron para tiempos
y ni rezos ni llantos pudieron apartarlas de los campos
   de sal.
      Y el mar levantó techo.
Ahora que ya enterré a mi padre y a mi hermano mayor
   y mis hijos están prontos a enterrarme,
han vuelto las Salinas altas y deslumbrantes bajo el sol.
Hay también unas grúas y unas torres que separan los
   ácidos del cloro. (Ya nada es del común.)
Y yo salgo muy poco pero Luis -el hijo de Julián- me
   cuenta que los perros no dejan acercarse.
Si parece mentira.
Mala leche tuvieron los hijos de los hijos de la sal.
Puta madre.
Qué de perros habrá para cuidar los blanquísimos
   campos donde el mar no termina y la tierra tampoco.
Qué de perros, Señor, qué oscuridad.

De su libro Crónica del niño Jesús de Chilca, 1981. 


miércoles, 3 de octubre de 2012

OJO CON EL ARTE: JULIO RAMÓN RIBEYRO

Esta es una genialidad total en un terreno, el del comentario visual, en el que yo no le conocía incursiones a Ribeyro, escritor al alza.

Diario mural autobiográfico de Ribeyro, incluido en el libro Las respuestas del mudo. Conversaciones con Julio Ramón Ribeyro, de Jorge Coaguila, reeditado en Chile en 2012 por Lolita Editores. 

LA RECULIADA MALDICIÓN DEL DOBLE TILDE

S´´abado 31 de marzo 2012
Por tercera vez en menos de un año, y ahora al parecer insolublemente, mi computador ha contra´´ido el maldito Virus del Doble Tilde, el cual consiste, adem´´as de la natural ralentizaci´´on de todas las funciones del PC, en el incorregible impedimento de poner el tilde a las palabras que lo llevan, pues al apretarse el bot´´on de tilde lo que sucede es que aparece un doble tilde antecediendo a la letra acentuada que deb´´ia tildarse, por ejemplo: ven´´ia, loci´´on, energ´´umeno, G´´ongora, s´´abado, etc´´etera, huev´´on.
                                                                            
                                                                                                           (extraido de diario personal). 

martes, 2 de octubre de 2012

PISO FLOTANTE
Quiso hacer como que no había visto, devolverse, que la tragase la tierra, pero al percatarse ellos, por el repicar del piso flotante bajo sus tacos, de que había vuelto, reaccionaron intentando disimular de tan torpe manera que ella no pudo sino aumentar sus calladas suspicacias.

Con mayor razón entonces quiso hacer como que no había visto, devolverse, que la tragase la tierra. Pero había visto, no podía devolverse porque la habían visto ver y la tierra con seguridad no la tragaría. Balbuceos, gestos torpes, falsas distracciones.
No he querido saber, pero he sabido: recordó ella súbitamente el inicio de la única novela de Javier Marías que había podido leer entera. Le ocurría a ella ahora (ahora: en ese microsegundo lentísimo) lo que indicaba ese endecasílabo ajeno: no habría querido saber pero había, sino sabido, por lo menos intuido, oliscado, abierto la puerta para una suspicacia que sólo podría crecer con el pasar de los días, de los meses, ¿de los años?
¿Y qué hacer?, se preguntó.
Nada.                                                                  
Todo esto ocurrido en apenas siete, ocho, nueve segundos. Ya para el décimo, tensado al máximo un silencio a fin de cuentas inútil, uno de ellos atinó a decir ¿se te quedó algo, mamá, qué se te quedó?
-Nada.

 NABOKOV

"Hay mucha angustia en la oscuridad del remordimiento, en el calabozo de lo irreparable"
VLADIMIR NABOKOV
Cosas transparentes


Cosas transparentes es la penúltima novela publicada en vida por Nabokov (de ella proviene la frase arriba destacada). Es, como El hechicero o El ojo o Maschenka, una novela menor de entre las suyas -menor en cuanto a tamaño, pues apenas supera las 150 páginas, y menor en alcances, pues no está a la altura arquitectónica ni estilística de Pálido fuego, Lolita, Risa en la oscuridad o La verdadera vida de Sebastián Knight-, pero de todos modos, si se considera que una novela menor de Nabokov es una novela mayor comparada con tanta novelilla circulante, como las de Douglas Coupland por ejemplo, es muy satisfactoria y, además, incluye y desarrolla la famosa idea nabokoviana de que el principal órgano de un lector no son los ojos ni el cerebro sino la espina dorsal. Narra la paulatina entrada en delirio de un editor. Una excelente manera de tasarla es reiterando los calificativos que le dedicó Martin Amis: “Misteriosa, siniestra y hermosamente melancólica”.

Sobre la poesía política de Lihn

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Enrique Lihn. Un hombre concernido

 

La idea del espíritu que presupone una esencia intemporal del hombre, indiferente a la historia, un cierto reino de la libertad que se realiza al margen de la contingencia, esa idea anima el Cuerpo E de Artes y Letras mercuriales. Se puede combatir en su nombre, pero, claro está, a favor de una concepción idealizante de la cultura que deje, en cada caso, el mundo donde está”. Esto que con razonado desprecio escribió en 1984 Enrique Lihn ilustra, por oposición, con claridad meridiana lo que él mismo buscaba con su poesía: sacudir al mundo, o cuando menos a una parte de sus habitantes, de manera tal que tras la lectura ya las cosas no pudieran volver a verse con los mismos ojos (o, tal vez, que ya las cosas no estuvieran donde mismo). Hay veces en que la cultura la poesía o bien sirve primero que todo para conjurar el encandilamiento de todo mal o no sirve para nada mucho. Si el sol que en plena dictadura había que mamarse esperando las apariciones de la virgen en Villa Alemana quemaba los ojos de los fieles y curiosos, la poesía de Lihn se jugaba por devolver un reflejo hecho pedazos, a veces jocoso, otras filudo y otras conmovedor, del espectáculo en torno a esa virgen que el gobierno quiso hacer creer que veía en peladeros más bien infernales de Villa Alemana un tal Miguel Ángel niño que terminaría cambiándose de sexo y llamándose Karol Romanoff, en lo que Pedro Lemebel acertó a calificar como “la transfiguración de Miguel Ángel”.

La aparición de la Virgen y otros poemas políticos, cuya factura editorial estuvo a cargo de Andrés Florit, se estructura en tres partes que describen muy bien el tránsito del espíritu con que Lihn se relacionó con la vida política del país y del mundo, con su tiempo, su lugar y su comunidad. En la primera parte aparece la oscilación entre una fervorosa y regular poesía militante y una brillante poesía celebratoria o reflexiva, que fue la que escribió antes del golpe, cuando la Revolución Cubana era todavía un sueño (o “el nacimiento del espíritu crítico”) y no una pesadilla de la que en vano se intentaba despertar. Es una poesía, la de estos años, en sus picos deslumbrante, humorística en ocasiones, que oscila sin tapujos entre asuntos universales y cuestiones estrictamente locales, y de la que sobresalen poemas como “Época del sarcasmo”, “La sedición” (donde aparece el “Dunny”), “A la clase media” o “La derrota”, que tiene una de esas comparaciones típicamente lihneanas, hechas como al paso pero que producen el duradero efecto de un fierrazo en la lectura: “El orador piensa en la muerte, y la muerte, por primera vez, en sí misma, con la perplejidad de una primera dama que fuera repentinamente violada por una horda de beats en su propia residencia”. Como sucederá en toda la obra de Lihn, la forma de los poemas varía ostensiblemente entre un libro y otro, pero son variaciones tácticas; para este pintor de la vida moderna no hay pinceles permanentes, pero sí se mantiene la estrategia poética: procurar “un saber que se ajuste como el tigre a su presa / al mal o somos pasto de la palabrería”.
En la segunda sección está el rastro, primero esperpéntico y luego cada vez más agudo y siempre chirriante, del quehacer de Lihn tras el golpe. De esa etapa es por ejemplo Lihn & Pompier, donde se pueden leer estos versos: “Si se prescinde de la indignación moral / se puede incluso sospechar que esa degollación / es una figura retórica de la Divina Providencia”. Naturalmente, Lihn sabía que no se puede prescindir de la indignación moral, no creía en la Divina Providencia y menos iba a sospechar de la veracidad de las degollaciones (una sospecha de ese tipo solo podía deberse a conveniencia o connivencia); versos así se explican, más bien, porque Lihn era un gran simulador de voces contrarias, de energúmenos. De esta etapa es también El Paseo Ahumada, cuya estridencia es la propia de unos textos que se proponen como un “canto particular”, y donde Lihn, en una maniobra que es en sí misma política (año 1983), entrega la voz y/o pone el foco en una mendicante víctima de la recesión. Casi treinta años después, la asombrosa actualidad de El Paseo Ahumada puede refrendarse en la lectura de “Muérete de gusto en una clínica particular”, con seguridad el más veraz y negramente divertido poema que se ha escrito sobre la usura en el sistema de salud privado de Chile.
Finalmente, se incluye entera La aparición de la Virgen, donde, ya lejos del temple del versificador de poemas como “A la clase media” o del sonetista ingenioso de París, situación irregular, Lihn opera una poesía de carácter frontal, cuando no confrontacional (aunque nunca deja de propiciar lecturas oblicuas), en apariencia descuidada, una poesía que le planta cara igualmente a la belleza pura y al presidente de la Corte Suprema, a la derecha (“los viejos sátrapas”) y a la CNI todavía sorprende la rotundidad del poema que abre el libro: “Mil veces preferible quemarse los ojos para ver a la virgen / que estar en el elenco de los que filman con sangre”. Y si esta poesía puede tener inclinaciones malsonantes o enrielar con frecuencia en la vía prosaica, esto en ningún caso es dable suponer que se deba a impericia o menos a inconsciencia o apuro del poeta. Más justo es pensar de Lihn lo que Joseph Brodsky pensaba de Eugenio Montale: “Su objeción al exceso estilístico es claramente ética, además de estética”. Dicho de un modo más cercano, Lihn no contradice toda su protesta con melodías rebuscadas y hermosas, que es, casi textualmente, lo que le impugnaba Jorge González, de Los Prisioneros, a mucho cantor de pretensiones contestatarias en el oscuro Chile de esos años.
La aparición de la Virgen, como su anterior El Paseo Ahumada, fue publicado por Lihn como un opúsculo, en formato y papel de diario sorteando a la vez censura y pobreza y con dibujos hechos por él mismo que adicionan densidad a los ya densos signos puestos en circulación mediante palabras por Lihn (en un dibujo aparecen esqueletos protestando). Y aquí nuevamente encaja algo de Brodsky sobre Montale: “Constituye casi una regla que, para sobrevivir bajo la presión totalitaria, el arte debe desarrollar una densidad directamente proporcional a la magnitud de dicha presión”. Y no es que se trate de un libro hermético u hostil, sino de un libro, por decirlo de algún modo, intenso, en el sentido de copiosamente cargado de alusiones, significaciones, citas e impugnaciones, todo en un ánimo entre desafiante, paródico (“Allanados y allanadores / venid y va-á-mos to-ódos”), juglaresco y, me atrevería a decir, democrático, pues Lihn no olvida ni cuando hace poemas de amor que la poesía no es una cuestión personal, cediéndole la palabra incluso a un especie de locutor de radio con aires cenetas (esto es, de miembro o simpatizante de la CNI).
La aparición de la Virgen es el libro de un poeta que se quedó en Chile (cuando salía, como se lee en “Voy por las calles de un Madrid secreto”, se veía diciéndose: “No sé qué mierda estoy haciendo aquí”), un poeta que casi fatalmente se fue quedando en Santiago y estableciendo una postura de hostilidad intelectual permanente y versátil hacia la dictadura y sus avales civiles, teniendo que asumir el lugar, es de suponer que hasta cierto punto incómodo para un carácter refractario como el suyo, de faro o referente para muchos. No sin vacilaciones se habrá animado a hacerse cargo de un episodio que involucraba a la Virgen, cuestión harto incómoda considerando, primero, que se trataba de una maniobra distractiva del gobierno y, segundo, que Chile es un país extremadamente mariano, un país donde se puede hacer burla o cuestión del Papa y de Cristo, de Adán y de Eva, pero de la Virgen no, porque medio mundo se enerva, cunden querellas y con facilidad todo puede terminar mal. Como sea, Lihn no se burla de la Virgen en ese libro, tampoco del niño Miguel Ángel ni de los crédulos. Su principal empeño, y también esto comporta una buena dosis de coraje político, consiste en desmantelar la precaria estructura retórica de un vil montaje comunicacional, terminando de escamotearle el sentido que nunca logro proyectar.
Aparte de una bitácora de las transformaciones de un sujeto y su contexto, las tres secciones de este libro integran la larga y apasionada crónica de una permanencia en el tiempo. Lihn era un poeta crítico, un metapoeta o contrapoeta como se ha dicho abusando de la cacofonía, pero este libro refuerza la idea de Lihn como un poeta ante todo ético, movido siempre por una moral de la responsabilidad, a la manera en que Hermann Broch o Violeta Parra eran escritores éticos, es decir, simplemente a la manera de un hombre o una mujer atentos a lo que su tiempo pudiera demandar, para menor mal del resto, de alguien como ellos, acicateados por el imperativo de incomodar el acomodamiento de la infamia en el país, el imperativo de no dejar el mundo tal cual estaba antes de acometerse su representación. Tal vez sea apropiado decirlo con las palabras con que Roland Barthes dejó indicada la relevancia de Bertolt Brecht: “Conocer a Brecht tiene una importancia distinta a la de conocer a Shakespeare o Gogol; porque Brecht escribe su teatro exactamente para nosotros, y no para la eternidad… La crítica brechtiana es pues una plena crítica de espectador, de lector, de consumidor, y no de exégeta: es una crítica de hombre concernido. La poesía crítica de Lihn también lo es. Con la gracia adicional de resistir perfectamente una reedición veinticinco años después.
Que La aparición de la Virgen haya sido el último libro publicado por Enrique Lihn en vida (luego, póstumamente, saldría su Diario de muerte) da pistas para pensar qué habría escrito si hubiera traspasado el umbral de los años 90. Con seguridad, no sería de complacencia la mueca que su poesía y su persona habrían dejado escapar ante la contemplación del espectáculo no sanguinario como el de la dictadura, pero apenas un poco menos injusto de la democracia vigilada, de la justicia en la medida de lo posible y de la cultura entretenida.
                                                                                     
Vicente Undurraga

 
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Prólogo a La aparición de la Virgen y otros poemas políticos. Selección y edición de Andrés Florit. Ediciones UDP, 2012, 134 páginas
BELLOWIANA


"La pena, señor, es una especie de pereza"
Saul Bellow, Herzog