lunes, 27 de mayo de 2013

Carne por la popa al abrazo de las tormentas
(la obra de Osvaldo Lamborghini)

La obra del argentino Osvaldo Lamborghini, a poco menos de treinta años de que éste haya muerto, ha terminado de llegar a las librerías de Chile: recién hace unos meses arribó el cuarto y último volumen con que César Aira, vía Mondadori, ha recuperado, editado y dado un orden posible a la totalidad de la obra lamborghiniana (exceptuado el teatro), la que dispuso en dos volúmenes de novelas y cuentos (tiene un puñado estomacalmente inolvidables), uno de poemas y otro, entero, dedicado a Tadeys, esa novela o saga novelesca o, mejor, esa empresa novelesca y ganadera de impiedad, derroche y destrucción que, escrita en Barcelona entre mediados y fines de 1983, es considerada, hoy, como el punto más extremo al que llegó el siempre extremo Lamborghini, autor de una escritura que es, quizá junto a la de Fogwill, la salida más radical (explícita pero igual sugerente, sórdida pero no repulsiva) del laberinto de contención, alusiones y síntesis en que Borges dejó atrapada hace medio siglo a la narrativa argentina.
Bolaño se refirió en más de una ocasión a Lamborghini: “A duras penas puedo leerlo, no porque me parezca malo sino porque me da miedo, sobre todo Tadeys, una novela insoportable, que leo (dos o tres páginas, ni una más) sólo cuando me siento particularmente valiente. De pocos libros puedo decir que huelan a sangre, a vísceras abiertas, a licores corporales, a actos sin perdón”. Poco más adelante, y siempre en plan enfático, Bolaño da en el clavo al indicar la inimitabilidad de esa prosa alucinada y alucinatoria, diciendo que quienes sigan su ruta están “condenados a plagiarlo hasta la náusea… a escribir mal, pésimo”. Es que se trata de una prosa cuya sintaxis enrarecida y cuyos quiebres lógicos pueden recordar, por avecindarlo en Sudamérica, al brasileño João Guimarães Rosa o, incluso, a César Vallejo.
¿Cómo leer hoy, 2013, en Chile, a Lamborghini? Una buena forma puede ser “sin más”, es decir, leerlo sin otras consideraciones que aquellas que, ya obtenidas, es imposible ignorar (por ejemplo que es argentino y que es pródigo en cadáveres), pero desentendiéndose del aparataje analítico e interpretativo que lo ronda y que intimida o puede hacerlo. Ya es suficientemente intimidante el volumen y el espesor de esta obra. Los cuatro volúmenes –más de un kilo, y otro kilo entero puede agregar quien se interese por la minuciosa biografía del autor escrita por Ricardo Straface (Editorial Mansalva, 2008)– no sólo permiten sino que merecen ser leídos sin predisposiciones, y también por cierto sin el miedo del que hablaba Bolaño, el que hay que entender, pienso yo, en sentido hiperbólico, como una invitación o tentación a la lectura que funciona de manera análoga a cómo la promesa de un cuento terrorífico interesa a los niños. Llevo un tiempo leyendo algunos relatos y poemas, y también Tadeys, que por supuesto se puede leer en tiradas de más de dos o tres páginas, aunque la lectura integral sea, en verdad, ardua, angustiosa, incluso dañina, quizá imposible. Pero la incompletitud es parte del proyecto de Lamborghini o, al menos, de las licencias que un lector que emprende su lectura se puede, o debe, tomar.

Material infinito para tesistas, pegada media con moco en el medusario del neobarroco latinoamericano, la versátil obra de Lamborghini, Tadeys muy específicamente, resiste –ha resistido– tales embestidas y reducciones y de seguro irá, lento pero firme, ganando espacio entre lectores como ya lo ha hecho entre críticos y escritores, aunque no creo que vaya a ser nunca un autor masivo. También hay que decir que su crueldad, el libre curso que da a la perversidad, el protagonismo de la fisiología, de la genitalidad, y su condición febril, nebulosa e impía, todo esto demanda otro tipo de lector, un lector intrépido, sensible a la belleza que la violencia extrema hecha texto puede deparar, atento a los alcances que puede tener. Es como si –contrariando salvajemente la tesis cortazariana del lector macho– el narrador de Lamborghini, sucio, amenazante, tratara al lector con gentileza afín a aquella con que, en el inicio de Tadeys, unos “ociosos” tratan a un borracho que circula: “Vení, vamos detrás de la arboleda, si el esfínter te lo pide, vení, barquito, hoy te cargaremos carne por la popa, al abrazo de las tormentas, atracado en el puerto”. 

martes, 14 de mayo de 2013


GÓMEZ DÁVILA,
EL EXACTO CONTRARIO DE GARCÍA MÁRQUEZ
Este 18 de mayo se cumplirán 100 años del nacimiento del colombiano Nicolás Gómez Dávila, escritor y filósofo cuya obra, reunida hoy por primera vez en castellano, consiste en un ingente conjunto de aforismos –escolios los llama el autor, esto es, “notas que se ponen a un texto para explicarlo”– que alcanzan casi las 1500 páginas. Los publicó en vida en sucesivas tandas. Se lo pescó poco. Esta edición ofrece la oportunidad de conocer y abrumarse ante el que ha de ser uno de los pensamientos más poderosos y rudos del continente, y de los más concernientes (en el sentido del punctum fotográfico de Barthes, de “aquello que me punza”). Si a Gómez Dávila se le conoce poco y mal en el ámbito de habla hispana se debe en gran medida al carácter reaccionario e insolente de sus pensamientos, y a cierto provincianismo de los intelectuales del continente, pues su obra ya tiene suficiente crédito en otras partes. En los años 90 –para decirlo toda de una vez– Ernst Jünger expresaba ya su gran admiración por estos escolios.
Católico adinerado y sedentario ejemplar, Gómez Dávila se educó parcialmente en Francia, donde ayudado por una enfermedad larga estudió lenguas y literaturas clásicas. Luego volvió a Colombia, se casó, tuvo tres hijos y algunos amigos y se encerró en su biblioteca –30.000 volúmenes tenía en ella, y al centro el cuadro de una mujer con las tetas al aire– a leer y escribir, desarrollando, como dice Franco Volpi en su prólogo, “la biblioterapia como forma de vida” y trabajando en una obra que es el exacto contrario de la de su coterráneo García Márquez. Hay “dos maneras tolerables de escribir”, dice Gómez Dávila en sus textos de juventud: “una lenta y minuciosa, otra corta y elíptica”. Si García Márquez despliega su genio de la primera manera, Gómez Dávila lo hace, sin duda, de la segunda, en las antípodas de Macondo.
Llamó a sus aforismos Escolios a un texto implícito. El texto implícito debiera ser una obra central, y los escolios un poco lo que Parerga y paralipómena, de Schopenhauer, es a El mundo como voluntad y representación: la marginalia, las anotaciones, adiciones, enmiendas y puntualizaciones que orbitan dicha obra central. La diferencia, clara está, es que esa obra central, metódica, coherente, estructurada, Gómez Dávila se la saltó borgeanamente. Quizá saltar sea un verbo inadecuado. En un libro de ensayos de circulación restringida que publicó de joven (Textos) hay cuarenta páginas que son un “tratado de la reacción”, y hay quienes piensan que ese es el texto implícito al que sus escolios se remiten. Más bien, pienso yo, para Gómez Dávila el texto implícito al que se refiere su obra no es ya un tratado sobre el mundo sino el mundo mismo “la totalidad de los hechos”, diría otro filósofo–. O bien lo implícito es una mirada sobre el mundo, una mirada tácita pues un tratado, por sus rigideces, no podría contenerla, a menos que se tratase –oh genialidad– de un tratado imaginario, es decir variable. Esto puede explicar el hecho de que muchos escolios sean, entre sí, contradictorios, excluyentes. Fueron escritos durante toda una vida. Si el mundo es cambiante y a menudo paradójico y el sujeto que lo observa es cambiante y a menudo paradójico, cómo no iba a serlo el pensamiento que por escrito pretende congregarlos. Cada página de este libro tiene en promedio unos ocho escolios. Por 1.400 páginas, da 11.200 escolios. Alguien podrá contarlos y rectificar la cifra, pero un dígito no cambiará el enorme alcance de estas miles de “gotas puras de lucidez”, expresiones de un pensamiento impertinente, demoledor, despreciativo en ocasiones e incluso humillador (cuando expone, en palabras de Volpi, “la dureza de aquello que nosotros no habíamos pensado”), hilarante también, virulento, afiladísimo, soberbio, iluminador, siempre estimulante, fino, irritante; todos estos adjetivos se hacen pocos, o demasiados, y como sea resultan inexactos –de los adjetivos dejó dicho el mismo Gómez Dávila que son algo así como meros sucedáneos del pensamiento–; quizá sea más apropiado entonces definirlo por negación. Nunca es fome. Nunca es blando. No es testimonial ni autorreferente, aunque su propia experiencia sea el sustrato de sus pensamientos, pero no su asunto. Nunca es tibio. Cálido sí, en la medida en que hace ver a la literatura como un refugio posible donde pasar nada menos que la vida casi entera, pero nunca tibio. En ocasiones es desatadamente arbitrario, nunca un latero ecuánime. Literario ante todo, siempre opera escrituralmente bajo el criterio de que ninguna idea es tan importante como para que no sea importante el cómo se la expresa.
Leerlo es ante todo una experiencia que sacude, se lo lea desde la coincidencia, la perplejidad o el furioso disenso. Aquí una digresión: le recomendé este libro a un amigo mayor, un lector muy agudo de literatura y filosofía, quien al día siguiente partió a comprarlo y a los dos días me llamó para decirme que este “huevón de mierda” lo tenía enfurecido y que quería poco menos que tirar el libro por la ventana, pues se sentía muy distante de su desprecio por el mundo y la calle, de su actitud altanera de erudito encerrado y platudo, de su postura de católico satisfecho. Le dije que yo jamás me desharía de un libro que tuviera sobre mí tal efecto. Un libro capaz de irritarme así, al contrario, lo pondría en el estante más a la mano, le dije. Estuvo de acuerdo, tras haberse desahogado. Creo que lo seguirá leyendo con furia, es decir con pasión, la que podrá mutar en placer.
¿Y contra qué despotrica, a todo esto, el malicioso Gómez Dávila? Aunque lo central no es contra qué sino cómo, con qué afilado poder de síntesis y sugerencia lo hace, habría que consignar entre sus principales blancos a la democracia, la modernidad y el progreso (“La sociedad del futuro: una esclavitud sin amos”), el marxismo (que “puso al servicio de los que no entienden las preguntas el más adecuado repertorio de respuestas”) y el liberalismo –pero en definitiva contra lo que arremete brutalmente son los clichés, las certezas y los convencimientos pagados de sí mismos que abundan en el mundo moderno, contra la imbecilidad, en fin–. Volpi lo llama en su prólogo un “Nietzsche colombiano” (y también sostiene livianamente que Gómez Dávila proviene de la nada, como si la cultura y la vida colombiana o latinoamericana fueran la nada y la europea el todo).
Ahora bien, en lo único que cree este Nietzsche cafetero es en Dios (“Todo fin diferente de Dios nos deshonra”). Todo lo que haya puesto el hombre entre el cielo y la tierra le produce sospechas. Es que la postura suya frente al mundo es la del ironista. Y dado que “la incertidumbre es el clima del alma”, lo que entiende Gómez Dávila por ironía no es una choreza baladí: “Si la ironía consiste en pensar que la verdad es precisamente lo contrario de lo que estamos pensando, pero que no basta invertir nuestro pensamiento para captarla –así como la acera de enfrente es aquella en que nunca estamos–, pido que se me admita como ironista”.
No recuerdo dónde leí que cuando a Borges lo increparon unos jóvenes, creo que en una conferencia en Chile, diciéndole que la palabra conservador con que se definía a sí mismo a ellos les daba asco, Borges respondió que con conservador quería decir simplemente escéptico. Gómez Dávila sería reaccionario (no conservador) en ese mismo sentido. “Pensar suele reducirse a inventar razones para dudar de lo evidente”, dice este cristiano contrariador en sus escolios, cuyo valor intrínseco es enorme, mientras que sus alcances e influencias dependerán de la capacidad de ponderación de quien lea: “Las frases son piedrecillas que el escritor arroja en el alma del lector. El diámetro de las ondas concéntricas que desplazan depende de las dimensiones del estanque”.
Estos escolios no se añejan, antes al contrario, y de hecho algunos se vuelven contingentes. Por ejemplo, a propósito de Antares de la Luz y su secta, este: “El mal que hace un bobo se vuelve bobería, pero sus consecuencias no se anulan”.


ESCOLIOS A UN TEXTO IMPLÍCITO
Nicolás Gómez Dávila 
Atalanta, 2012, 1407 páginas
Disponible en Metales Pesados