viernes, 27 de diciembre de 2013

Las telarañas de Enrique Lihn
Parece significativo que al comienzo y al final de este 2013, en que se cumplieron 25 años de su muerte, se hayan reeditado dos libros que Enrique Lihn publicó a mediados de los años setenta, siendo de lo primero que sacó tras el Golpe. Mientras a principios de año Ediciones UDP dio ya un octavo paso en su invaluable recuperación de la poesía de Lihn al reeditar París, situación irregular (de 1977), ahora Hueders acaba de publicar por primera vez en Chile, después de una extraviada y única edición argentina, la segunda de las tres novelas de Lihn, La Orquesta de Cristal (de 1976), integrando de paso al autor a uno de los catálogos narrativos más atractivos del país. París, situación irregular y La Orquesta de Cristal pueden leerse como un díptico, dos “monstruos perfectos hechos de nada”, que es como Lihn mismo se refiere en un poema a los terribles muñecos de Marta Kuhn-Weber.

FINAS TELARAÑAS
“Todas estas historias que ellos escriben en nombre de la revolución del lenguaje / libros de no menos de mil páginas / no perderían nada si se las contaran por teléfono”, escribe Lihn, con fina insidia, en “Boom”, al principio de “París, situación irregular”. Es claro que alude al trabajo de las tres o cuatro estrellas del boom latinoamericano –según Edgardo Dobry, directamente a Cortázar–. El poema es de mediados de los años 70, es decir, cuando el boom brillaba con justicia pero opacando injustamente otras obras, como las de Julio Ramón Ribeyro, Severo Sarduy, Jorge Eduardo Eielson o el mismo Lihn.
“Solo lo difícil es estimulante”, escribió el grande y grandioso José Lezama Lima, y Lihn con sus novelas parece haber extremado la fórmula, especialmente con La Orquesta de Cristal, para cuya lectura podría uno aferrarse a la premisa de que “sólo lo casi imposible es estimulante”. La lectura es ardua, casi imposible, pero esto es compensado largamente por una serie de encantos que blindan a la novela de sus propios excesos y desvaríos. O mejor dicho es justamente por sus excesos y desvaríos, por sus no medias tintas, que La Orquesta de Cristal aún incumbe y deleita.
Por cierto, se trata de una novela que –orgullosamente– lo perdería todo si se la contara por teléfono. Toda la gracia está en cómo Lihn & Pompier logran orquestar una novela tras cuyos cristales se deja ver, remarcada, la nada, y cómo generan y alternan mecanismos de distanciamiento y cercanía, de conciencia crítica y delirio verbal. La novela consta de 80 páginas con las crónicas imposibles de unos cronistas también imposibles sobre un asunto indefinible –una orquesta que no se oye–, complementadas por otras 70 páginas de notas que constituyen lo que se dice un relato especular, disparando los sentidos hasta la perdición en el abismo. Ejemplar al respecto resulta la hilarante nota número 34, donde el personaje Roberto Albornoz dice en una carta haber leído el libro en cuestión y se queja por ciertas infidencias con que se topa ahí, detallando de paso un encuentro con “los señores Enrique Marín y Germán Lihn”, tal cual.
“¡No vendas en los ojos, sino finas telarañas”, se lee al principio de la novela, y puede pensarse que eso es justamente lo que Lihn se propuso hacer con la mirada del lector. La diferencia es que la venda no permite ver –ya sabemos quiénes, cómo y para qué usaban vendas en esos tiempos–, mientras que la telaraña desdibuja pero no tapa, y así el que se lo propone podrá ver, entre los tejidos y tras las intrincadas orquestaciones, bastantes cosas, por lo pronto la extrema ridiculez de ciertas discursividades en boga por entonces –religiosas, económicas, literarias, políticas–, lo opaca y sofocante que a veces se vuelve la realidad y lo estimulante que lo difícil puede volverse cuando el lenguaje resuena y crepita y molesta más allá de cualquier sentido evidente.
La Orquesta de Cristal y su estilo “vaporoso”, verboso, demencial, tiene hoy la oportunidad de encontrar nuevos lectores. Hasta ahora era más bien un libro fantasma –otro más– de Lihn, una novela que, en todo caso, ostenta un banquillo de lectores ilustres, entre los que se cuentan Héctor Libertella –que celebró en ella la presencia de “teorías y fábulas desorbitadas alrededor de lo que no parece sino un fantasma”–, Rodrigo Lira –que, como el mismo Lihn contó tiempo después, intervino la novela, llenándola de observaciones, rayas e irreverencias– y ahora Roberto Merino, que en el prólogo a esta nueva edición la pondera certeramente, aludiendo al carácter paródico de la novela, a cómo Lihn construyó “un mundo con puros remanentes verbales del afrancesamiento hispanoamericano finisecular”, y situándola en una línea de obras que va del Bouvard y Pécuchet de Flaubert a la narrativa de Marcelo Mellado.
La Orquesta de Cristal podrá resultar vertiginosa, pero en tal caso incluye su propia bolsa de mareo, pues Lihn es un autor extremadamente autoconsciente, y para matizar el desconcierto del lector a cada rato deja caer herramientas para una posible comprensión del propio texto.

POR LAS BOLAS
París, situación irregular es, quizá, uno de los libros más versátiles de Lihn, que con tal de sacar la voz va de la prosa, los énfasis gráficos y el verso libre a los endecasílabos de los 31 sonetos incluidos, algunos preciosos y otros pronunciados por un energúmeno que bien puede hoy parecer a ratos una emulación rabelesiana del Presidente de la República: “Quiero en todo ganar el mil por ciento / y pasármelo todo por las bolas”.
Prologado originalmente por Carmen Foxley –cuyo texto esta edición mantiene–, lo es ahora por el argentino Edgardo Dobry, que escudriña y aclara varios aspectos claves, especialmente el de la versatilidad lihneana: “Lihn usa el verso libre como una forma menos artística no sólo que el verso clásico sino también que la prosa… y por lo tanto tiene una casi infinita capacidad de pregnancia”. El libro abre con un largo poema-diario abundante en desbordes y comparaciones brillantes, en notas al paso de un visitante incómodo, en escenas inolvidables y autoblindajes elocuentes (“la mera claridad es el sueño de los mediocres”), dejando al final, al certero decir de Carmen Foxley, “la sensación de haber deambulado por un lugar asfixiante”.
Antes y después de los sonetos, como cercándolos, Lihn incluyó dos poemas que podríamos llamar convencionales en el contexto de su producción poética –es decir, muy lihneanos–, y sobresalientes: “Marta Kuhn-Weber” y “Brisa marina”, portador de varias de esas típicas imágenes hiper específicas suyas: “El odio sin objeto puede tener esta cara / la de un jubilado absorbido en los trabajos de la jardinería / a la sombra de su esposa en una casa vacía”.
Por si fuera poco, el sello Das Kapital acaba de inaugurar una colección gráfica con un gran doblete: El Paseo Ahumada en versión gráfica de Liván y una edición ilustrada con mano fina por Jorge Quien de los tres monólogos de Lihn sobre la vida y la muerte. No se puede, pues, cerrar el año sin constatar cómo Lihn se consolida cada día más como uno de los muertos más vivos de la literatura chilena, como un fantasma ejemplar.
                                               
                                  



jueves, 12 de diciembre de 2013


            Los trabajos y los días de 
                                           Elvira Hernández
Mostrando Elvira-hernandez.jpg
No faltan los agoreros que consideran que la poesía chilena está de capa caída, “eclipsada” al decir de Ignacio Valente; desdiciéndolos, cada tanto aparecen libros muy buenos, algunos extraordinarios, por ejemplo uno que pasó bastante colado: Cuaderno de deportes (2010), de Elvira Hernández, 66 poemas de canto ronco donde lo olímpico es el pie para reflexiones e imágenes que aguan incluso la llamada fiesta de la democracia (“Cada cuatro años / el team completo candidateado / nos horada los ojos / con olímpico desprecio”). 
Ahora apareció Actas urbe, un volumen que recoge los “textos idos” de Hernández, esto es, buena parte de los libros y poemas sueltos que publicó durante años en revistas dispersas, en ediciones limitadas o en otros países, por lo que en su mayoría apenas fueron conocidos en Chile. Editado y prologado por Guido Arroyo –que apunta con razón que esta es una poesía que “ha evitado reproducir itinerarios programáticos”–, Actas urbe recoge ocho conjuntos escritos desde fines de los 70 hasta este año, siendo el primero ¡Arre! Halley ¡Arre!, ese suspicaz y cáustico libro de 1986 que es a la venida del cometa un poco lo que La aparición de la Virgen de Enrique Lihn es a los avistamientos de la Virgen en Villa Alemana: un enfrentamiento en el ámbito de las palabras tendiente, en parte, a desmantelar la precaria estructura retórica de esos montajes ruines, terminando de escamotearles así el sentido que éstos nunca lograron del todo proyectar. Luego vienen, entre otros, Meditaciones físicas por un hombre que se fue (1987), Carta de viaje (1989) y un inédito, Bestiario, escrito entre 1978 y 1991 y donde se lee: “Las imágenes del cerebro proporcionan los peores espejos: / Una autohipnosis un autofilm de la propia cautividad”. Además, en un apéndice, se incluye un lote de poemas sueltos, unos pedazos de entrevistas, una autoentrevista –ese género dudoso que acá funciona pues la autora sabe esquivar los acomodamientos para, con humor, definir ciertas posiciones mínimas en materia literaria– y su definitoria “Arte poética”: “…no se puede pensar, ante un vínculo tan íntimo, que el aprendizaje de técnicas poéticas pueda encaminarnos a tocar fondo, fibra humana, sentido, sinsentido”.

HILO ROJO
Un verso de Rosamel del Valle puede usarse para pensar en lo que los poemas reunidos en esta compilación revelan: un “secreto espectáculo de cambios y transfiguraciones”.
Cambios y transfiguraciones de un lenguaje, de una voz, infrecuentes transmisiones de una frecuencia modulada personalísimamente. Lo que da unidad a esta obra no es el número de repeticiones o continuidades que la conforman ni los ecos internos sino la personal y escurridiza modulación que subyace a cada nuevo modo implementado, lo que es visible incluso en el soneto del Gato acrupido.
Las distintas sintaxis, tonos y modos de versificar, de torcer la escritura y el acento que conviven al interior de Actas urbe refrendan los versos de Luis Cernuda: “Hablan en el poeta voces varias: / Escuchemos su coro concertado, / Adonde la creída dominante / Es tan sólo una voz entre las otras”. Ahora bien, quizá el de Hernández sea más bien un coro des-concertado, un concierto en el que resuena lo incierto, las notas estridentes, y donde lo viejo es siempre reconsiderado. Por supuesto, la mera convivencia de voces y formas distintas no es en sí misma un valor; sí lo es que todas ellas, o una buena parte, resulten novedosas, atractivas y que aun en su ostensible diferencia mantengan eso que la leyenda japonesa llama el “hilo rojo”, es decir, un vínculo irrompible aunque impalpable, una secreta médula.
“Lírica irritada” dijo sobre esta poesía Jorge Guzmán cuando presentó hace ya dos décadas Santiago Waria. Es una definición que resiste el paso del tiempo y los matices que sea pues le achunta al entrecejo de esta poesía. “Música pesada”, dice Guido Arroyo hoy. En un poema el peruano Antonio Cisneros se definía a sí mismo como “ronco para el canto”.
Ronquera, irritación, pesadez, también concernimiento y un humor seco: describiendo aspectos así se podría perfilar esta escritura.

UNA CUCHILLADA
Publicado únicamente en 1991 en Colombia –a Chile sólo llegaron tres ejemplares–, El orden de los días es un libro de fraseos resonantes, con haches como hachas (“ni flecha sagita / ni flecha mapuche / ni flecha huilliche”), y en cuyas páginas sucede algo análogo a lo que el segundo verso del libro mismo describe: “una luz cruza como una cuchillada”. Es una luz filuda la que refractan estas páginas, quemante a veces, otras fría, y lo que se ilumina principalmente es el tiempo: sus repliegues, su condición ilusoria (“la tarde del día viaja oculta en un barretín”) y a la vez fatal, sus efectos destructivos, sus estiramientos, su dilapidación; en fin, se “subterranéan” estos poemas en “la burla del tiempo” (como traduce Parra un verso de Hamlet), y en la página quedan “los días saltando como chispas de un brasero”.
En este catálogo de trabajos y días, llama la atención, ya desde los títulos, cómo el orden de los días es, más bien, una apariencia: “giran los días golpeándose unos a otros / en la tómbola de los días”. Resulta central la carnalidad de las formas que toma el tiempo en estos poemas, donde los días y las noches literalmente se humanizan una y otra vez: “los días se paran en sus aterradas patas raquíticas / empiezan a caminar por la aterida historia”.
Ahora, que sea el tiempo el asunto central no implica en lo absoluto que El orden de los días navegue en aguas abstractas, alejado de la historia o de la comunidad. En los modos y en los asuntos de la poesía de Elvira Hernández (“hija de su tiempo, su imperativo es alejarse de su época”), es permanente la tensión entre el ensimismamiento de la palabra y su concernimiento respecto al mundo circundante; por ello siempre hay espacio para todos y eventualmente para todo, para tanteos en lo incierto y también para sagacidades de alcances contingentes: “Un 75% de la población confunde capitalismo de estado con socialismo”.
En El orden de los días está desde la violencia de un secuestro al estilo CNI (mientras hay un carabinero bostezando en la esquina) hasta bichos y animales invadiendo las páginas. Hay varias muertes trágicas, incluso alguien feliz y, también, esqueletos de novela o cuadros de costumbre en miniatura: “alguien se lava la cara las manos / cepíllase se baña se perfuma se pule / rasúrase también / la familia cree que es un hombre limpio”. Elvira Hernández es una de las voces vivas más vivas de la poesía chilena. Su poesía inteligente parece no tener centro, pero quizá lo tenga (parafraseando a Germán Carrasco) en su capacidad de siempre bailar sin rigidez pasos nuevos.


ACTAS URBE
Elvira Hernández
Alquimia Ediciones
2013, 241 páginas 

martes, 3 de diciembre de 2013

SENSUALES Y MORTALES LÍNEAS CUBANAS
(a 20 años de la muerte de Severo Sarduy)
“Una oscura pradera me convida”. Cada tanto, como un tic nervioso que vuelve, se me queda pegado este verso de José Lezama Lima. Además del primer verso, es el título mismo de un famoso poema suyo, relativo a la muerte. Lezama Lima dejó una grabación en audio de ese poema. “Una oscura pradera me convida”, dice, y es como si al leer arrastrara ciertas letras, o como si acentuara vocales incorrectas, pero no acierto a precisar cuáles: simplemente me veo repitiendo, en voz baja y a veces también en voz alta, ese verso con tono cubano, con ese algo demoroso y a la vez tan acentuado que tiene la pronunciación, el modo cubano de hablar. Cuesta creer que la poesía de Lezama Lima circule tan malamente por estos lados (si no me equivoco, lo último que se pilla con relativa facilidad en materia de poesía suya es El reino de la imagen, la antología que Julio Ortega hiciera para la Biblioteca Ayacucho; el resto son ediciones descontinuadas o cubanas que no llegan, y hay una de Cátedra, magnífico sello español cuyos prólogos para autores latinoamericanos, eso sí, suelen ser entre larguísimos y alargados). De todos modos, en internet hay una buena cantidad de poemas suyos, por ejemplo en esa muy valiosa bodega de poesía y traducciones hispanoamericanas que es www.amediavoz.com.
Volviendo a Lezama, no hay videos suyos dando vueltas; apenas uno pero es un antiquísimo negativo rescatado, sin audio, en el que aparece fugazmente junto a otros escritores. Lo que sí hay en youtube es un falso video, una simulación, muy gráfica de su mala llegada: se trata del mero acople de un audio (la grabación realmente hecha por él leyendo “Una oscura pradera me convida”), con la imagen de una foto (que también es realmente él), todo unido por una animación charcha que simula un movimiento en la boca mientras se oye el poema; mirar los dos minutos que dura esa animación ordinaria tiene un efecto de gran ridiculez, probablemente por la aberración “del no ser” mal maquillado de vida.
El punto es que si circula apenas por acá la poesía de Lezama, verdadero clásico de la literatura cubana (“Su escritura marcará nuevos rumbos en nuestra maraquísima literatura latinoamericana”, escribió Marcelo Mellado), del resto de la producción poética isleña sólo cabe esperar que llegue a Chile vía goteos o milagros. Una lástima pues sin duda entre las líneas poéticas fuertes del continente sobresale la cubana (desde Silvestre de Balboa hasta Cintio Vitier). La lírica cubana es sensual y en su(s) seno(s) se renovó como en parte alguna la tradición barroca de la poesía escrita en castellano; es también muy sonora (el colmo de esto sería Nicolás Guillén y sus songoro consongos), y diversa, yo diría que en sus mejores momentos más tenebrosa que soleada, más neblinosa que despejada, como una oscura pradera que convida. Así, al meterse en la poesía cubana, el lector, como el huésped en un poema de Vitier, “traspasa la raya del umbral / [y] tiene que obedecer las imprevistas leyes / del anfitrión oscuro”.
Mostrando collage2.jpgQuizás, el paulatino derrumbe del régimen castrista y el Premio Pablo Neruda que este año el gobierno de Chile otorgó al cubano José Kozer, un prolífico poeta sin especial brillo, sirvan para reponer en circulación la poesía isleña en esta otra isla llamada Chile, quizás. Sería muy bueno poder conocer y tasar bien la poesía reciente de la isla o ni qué decir, por ejemplo, la obra de ese hombre que fue el primer ganador del premio Lezama Lima (que se entrega en Cuba y del cual sólo se oye por acá cuando lo gana un chileno: Zurita en 2006, Hahn en 2008, o cuando lo gana un vecino extremadamente excepcional, como José Watanabe o Idea Vilariño): me refiero a Raúl Hernández Novás, del que apenas sabemos que en 1993 se pegó un tiro y que escribió versos como estos: “Quien seré sino el tonto que en la agria colina / miraba el sol poniente como viejo achacoso, / miraba el sol muriente como un rey destronado, / el tonto que miraba girar el mundo, / guardando en su rostro las huellas de la noche”.  

UN MONO COJO
Pienso en estas cubanidades y en estas precariedades de la circulación editorial a propósito de una excepción notable. El arribo de la reciente reedición de buena parte de la obra de Severo Sarduy, a 20 años de su muerte. Me refiero a los tres tomos de sus Obras, publicados por el Fondo de Cultura Económica. La obra de Sarduy podría definirse como una oscura pradera que convida. Oscura, sin duda, a ratos quizá demasiado, pero que convida, es decir, que algo encierra (o algo abre, más bien), lo que hace que en vez de producir rechazo o suspicacia (aunque a varios, como a Mario Vargas Llosa, se las produzca) genere ansiedad, curiosidad, el efecto de quedarse pegado en ella, en una palabra, en una frase, en una patinada incluso, como enmarañado en su encanto, mucho más festivo de lo que se pudiera a creer.
La obra de Sarduy se inscribe plena, orgullosamente en el infinito ámbito que abre la muy provocadora (y ciertamente discutible) premisa de su maestro Lezama Lima: “Sólo lo difícil es estimulante”. De hecho, en alguna parte de la novela De donde son los cantantes, atrapante en su descomedida rareza, uno de los narradores, en su delirio, dice algo sobre lo que él mismo está diciendo y no cuesta creer que se trate de la propia novela hablando de sí misma: “Palabras cojas para realidades cojas que obedecen a un plan cojo trazado por un mono cojo”. Y no cuesta creer tal cosa porque esta es una obra muy reflexiva, “una que progresa paralelamente a su propio comentario, que integra su elucidación”. Para más inri, en otra novela suya, Cobra, se lee esto: “Tarado lector: si aún con estas pistas, groseras como postes, no has comprendido… abandona esta novela y dedícate al templete o a leer las de Boom, que son mucho más claras”.
Humorística con frecuencia (“Así como estás vas a durar casta y pura lo que dura un merengue en la puerta de una iglesia”), erótica otro tanto o, más que erótica, lasciva, a ratos degenerada, la escritura de Sarduy está comandada por el ánimo de construir una imagen plástica, visualidades penetrantes, pero también por la búsqueda de una sonoridad nueva. En su obra, son la claridad y la inteligibilidad (que no la inteligencia) las que quedan, no expulsadas, pero sí relegadas –escondidas, mejor dicho– tras la predominancia que cobran estos dos elementos, imagen y música.

SACO DE PEDOS
El primer tomo de sus Obras recoge su poesía, que va desde ejercicios tradicionales, como sus abundantes y muy singulares sonetos y décimas, hasta poemas escritos en espiral, que juegan con las formas y la paciencia. Entre medio se sitúa, creo yo, lo más valioso de su poesía, como sus “Poemas bizantinos”, versos que en su asunto y en su desplante están entre lo tradicional y lo insólito y le dan la razón al prologuista Gustavo Guerrero cuando dice que Sarduy “supo dar con un tono y una respiración del español que hunden sus raíces en la tradición del Siglo de Oro, pero que compendían, al mismo tiempo, la gracia del habla cubana y una voluntad de innovación enteramente contemporánea”. Y si a ratos se extraviara, no importa: para volver siempre habrá un poema suyo que supera toda descripción y énfasis, se llama “Isabel la Caótica, Juana la Lógica” y tiene estos versos: “Mira cómo se te han roto los párpados de tanto llorar. / ¿Qué haces arrastrándolo, mirándolo de noche, / escribiéndote la cara ante un esqueleto sangrante? / Siéntate. Sólo Dios vence” / ¿Has medido el alcance de esta frase? / Repítela con los ojos cerrados / hasta que las palabras queden blancas, / sin relieve –la muerte es una parte de la vida–, / como tu rostro en una moneda mohosa”.
Tres novelas claves (De donde son los cantantes, Maitreya y Pájaros de la playa) reúne el segundo tomo, aunque no está Cobra, que es la más clave, quizás. De todos modos, la trilogía es más que suficiente para irse de Tagadá por la narrativa de Sarduy; las tres dan cuenta muy bien de su tránsito narrativo, describiendo un arco amplio que va desde el barroquismo desatado de De donde son los cantantes (1967), novela que en todo caso el mismo autor clarifica y sintetiza al final, en un gesto extraño no se sabe si de concesión o de ironía, hasta la claridad creciente e hiriente de Pájaros de la playa, esa literalmente descarnada novela sobre la enfermedad, más específicamente sobre cómo el sida, a fines de los años 80 (la novela es del 92), por la escasa investigación científica y por la gran ignorancia prejuiciosa que existía, hacía estragos tanto corporales como mentales entre quienes la padecían, al grado de que en el moridero en que transcurre la novela, “cortarse las uñas, y aún más afeitarse, se convierten en una verdadera hazaña de exactitud, a tal punto es grande el miedo a herirse, a derramar el veneno de la sangre sobre un objeto, sobre un trapo cualquiera que pueda entrar en contacto con otra piel”; acerca de esta novela, la más valiente que yo haya leído alguna vez sobre el miedo (sépase que Sarduy murió de sida al año siguiente de haberla publicado), hay en internet un agudo análisis del crítico chileno Sergio Rojas, quien subraya que “el motivo que cruza la novela es el cuerpo”. Y, de hecho, la enfermedad en cuestión es una que en ese tiempo menguaba el cuerpo con una brutalidad con que ya no lo hace, lo llenaba de heridas, de herpes, y rápido. Escribe Sarduy en la novela: “Basta con que el cuerpo se libere del protocolo social para que se manifieste en su verdadera naturaleza: un saco de pedos y excrementos. Un pudridero”.
Finalmente, el tercer tomo reúne sus ensayos, escritos a veces con rebuscamiento excesivo, pero reparar en eso sería un modo de no entender, porque de eso justamente en parte se trata: de dilapidar, de malgastar recursos, o como mejor y más convencido lo dice él mismo en un ensayo: “Ser barroco hoy significa amenazar, juzgar y parodiar la economía burguesa, basada en la administración tacaña de los bienes, en su centro y fundamento mismo...: derrochar lenguaje únicamente en función del placer”.
Audaces, creativos, a veces desatados, sus ensayos ofrecen luces parciales, tipo linterna, pero siempre novedosas sobre su propio trabajo, así como sobre la obra de autores como Salvador Elizondo, José Donoso (cuyos procedimientos compara a los de Goya), Neruda, Octavio Paz, Álvaro Mutis, o Cervantes, Sade o Bataille o, mucho y varias veces, sobre Góngora, el barroco y sus distintas manifestaciones en el tiempo y en el espacio. En todo caso, de su trabajo crítico –que también discurre con interés sobre el tatuaje, la pintura o Galileo–, nada resulta tan sagaz, creativo, apasionado y apasionante como sus lecturas y defensas de Lezama Lima, con quien según cuenta alguna vez habló a la salida de un ballet, teniendo una conversación a partir de la cual luego Sarduy desglosa las claves de la poética lezamiana, deleitándose en sus detalles, proyectándolo con otros autores, asediándolo con afectuosa inteligencia e inscribiéndose a sí mismo como “una hoja en el árbol de Lezama”.


OBRAS (I, II y III)
Severo Sarduy
Fondo de Cultura Económica
219, 405 y 387 páginas