lunes, 21 de marzo de 2016

RADICALES LITERARIOS

 
Cuando veo las palabras radicalidad y literatura juntas pienso altiro en el cubano José Lezama Lima.  

La radicalidad, se cree, tiene que ver con lo que va muy lejos, con lo osado, pero en realidad, al menos etimológicamente, tiene que ver ante todo con lo que viene de muy abajo, o de muy adentro, con lo que es de raíz, es decir, con lo que tiene mucha base, firme arraigo (lo que no siempre es lo óptimo; Carla Cordua contaba que a Guillermo Cabrera Infante le preguntaron una vez en su exilio si echaba de menos sus raíces cubanas y respondió: “Vea usted, no soy una planta”). Ahora bien, en materia literaria, lo que se apoya en tierra firme y echa raíces suele ser lo que llega más alto y lejos. Las obras radicales no son las que más alarde o piruetas hacen ni las que más manotazos y saltos ridículos pegan. Ni las que se desentienden presuntuosamente del pasado. De hecho, este tipo de obras pirotécnicas que se precian de ser novedosas son, como la moda, de rápido envejecimiento. Es el caso, por ejemplo, de buena parte del surrealismo tardío. O de la música tecno.

En cambio, las obras en serio radicales son aquellas que tras sumergirse –echar raíces– profundamente en alguna tradición sacan la cabeza a la luz y pegan un salto enorme, admirable. Pasa en la literatura y en la cocina, en la música y en el arte. Ejemplos sobran. La literatura plena de ambición de Neruda, que venía a romper con los moldes anquilosados y pacatos de hacer poesía, es tan radical como la propuesta antipoética de Nicanor Parra, que buscó romper con el modo nerudiano que para entonces ya era una nueva forma fija. La radical literatura de Proust, de Beckett, de Céline, de Bernhard, de Ungaretti, de Fogwill, de Fonseca, de Levrero… Si de enumerar libros o autores radicales se tratara la lista sería infinita. Una lata radical. En Chile, desde Gabriela Mistral a Marcelo Mellado, no faltan los radicales. Lo que son al chancho, los que bajan o retroceden mucho para llegar muy alto o lejos, al modo de un hondazo que, mientras más atrás se lleva el elástico, más lejos lanza la piedra. Entre todos brilla José Lezama Lima, autor de la que probablemente sea la novela más radical escrita en este continente, Paradiso, que algunos encuentran difícil… pero el propio autor se defendía de ese débil ataque radicalmente: diciendo que “sólo lo difícil es estimulante”. Pero en verdad Paradiso no es difícil. O no tanto. Es rara. Es demencial. Es preciosa. Es musical. Es misteriosa. Es incomparable. Es, en fin, radical. En esa novela Lezama puede dedicar montones de páginas a describir las peripecias penetrativas de un personaje con erección 24/7 y a la vez discurrir filosóficamente sobre un vaso. También escribió poemas enteramente enigmáticos pero con la gracia casi milagrosa de ser, no obstante, cautivadores, adictivos, resonantes como pocos: “Ahincándose o labiándose, por el parque o el mar, / trocar, Trocadero, anapestos, trocaicos, se deciden”. El impropio Mellado lo dijo más asertivamente: “Su texto era inverosímil, pero marcado por una emocionante voluntad de escritura”. Emocionante y radical. Por eso, cuando veo las palabras Lezama y Lima juntas pienso altiro en la radicalidad en la literatura. Sin blanduras, sin medias tintas, sin pasitos dados con control de daño y gestión de riesgo, sin lugar para los débiles.