domingo, 3 de febrero de 2013

AFINAMIENTO MAYOR DE LOS NERVIOS

 


En una galería santiaguina de libreros viejos, o compravendedores de libros de segunda mano según me corrigió hace años uno del rubro, di con Escritores contra escritores, un libro publicado en España por El Aleph Editores en 2006 y que, al parecer, por estos lados no pegó comercialmente como habrá estado previsto que pegara un libro así, que ahora estaba en un mesón a dos mil pesos y disponible en un par de ejemplares. (También por dos mil pesos compré, en otro mesón, una maravilla inestimable: Humor honesto y vago, breves ensayos del incomparable Josep Pla, en la edición original, de 1942, de tapa dura, de la editorial Destino, que lo presenta como “José Pla”, no Josep como era su nombre sino José, como lo quería la franca España. En uno de sus textos, Pla se despacha esta observación sobre aquello que en parte subyace a las trifulcas literarias: “El odio de los artistas, es como el de los literatos, filósofos e investigadores, un sentimiento al rojo. Todos los historiadores de la revolución francesa están de acuerdo en subrayar el hecho de que el Terror fue una creación típica del hombre de letras”.)
Sin duda, en materia de querellas y detracciones literarias, el de la arbitrariedad es un arte muchísimo más rendidor que el de la ponderación (que puede funcionar mejor en géneros como el ensayístico o el memorialístico). Así lo muestra Escritores contra escritores, que compila cuñas y pullas entre literatos de todos los lugares y tiempos y que evidencia que no se puede ser tan democratacristiano, tan comedido y ecuánime, a la hora de definir posiciones en materia literaria. “Rilke es el mejor poeta lesbiano desde Safo”, escribió por ejemplo W. H. Auden. Pero tampoco se puede ser solamente ofensivo o violento, como ciertos escritores que trabajan de herejes internacionales, pues cuando no hay ingenio o ironía ni matices sólo queda la agresión, sin gracia. Nabokov es probablemente el nombre que más se reitera en estas páginas, en las que despacha, fuera de a Cervantes, Dostoievski y Beckett, nada menos que a todas las mujeres escritoras con la misma facilidad (y soberbia) con que construye una imagen perfecta en cualquier párrafo de sus novelas. Hay otros que saben bien cómo ofender a la obra y al autor en una misma frase, es el caso de Truman Capote: “Me enviaron esa mierda de De aquí a la eternidad (de James Jones). Y con lo mierda que es, me extraña que el hombre que la escribió tenga esa extraordinaria pinta de estreñido”.
Dijo Mark Twain sobre Jane Austen: “Cada vez que leo Orgullo y prejuicio me entran ganas de desenterrarla y golpearle el cráneo con su propia tibia”.
Dijo Samuel Butler sobre Carlyle: “Dios fue muy bueno al permitir que Carlyle y la señora Carlyle se casaran el uno con la otra, y así hacer que dos personas fueran infelices en lugar de cuatro”.
Dijo Edith Sitwell sobre D. H. Lawrence: “Parecía uno de esos gnomos de escayola que se encuentran en cualquier jardín residencial, subidos a un hongo de piedra”.
Dijo Emerson sobre Swinburne: “Un perfecto leproso y un simple sodomita”.
Se dan curiosidades, además. El tiempo, que todo lo cubre, lo revuelve y lo entierra o resucita, le cambia el sentido, o el uso posible, a ciertos epítetos, y es así por ejemplo que aquello que Marcelino Menéndez Pelayo dijera años ha sobre “Las soledades” de Góngora, denostándolas, hoy se podría predicar de ese mismo o de algún otro poema (de Beckett por ejemplo) pero en sentido contrario, elogioso: “Una apariencia o sombra de poema, enteramente privado de alma. Solo con extravagancias de dicción intentaba suplir la ausencia de todo”.
Llama mucho la atención la alta representación chilena en este libro-cumbre de púgiles letrados, y eso que se limita a los nombres clásicos o más famosos. Siendo su antologador un “reconocido entomólogo y clarinetista catalán que, además, ejerce de crítico literario y musicólogo”, no podría hablarse de chovinismo chilenoide en la selección. Ya en la primera página del libro, dos de cuatro querellantes son chilenos. En la segunda, lo mismo. Neruda, Bolaño, Huidobro, De Rokha, Armando Uribe, Marcela Serrano (que aparece dándoles lo suyo a Ángeles Mastreta y Laura Esquivel) y varios más. Como se sabe, la llamada guerrilla literaria o cultural chilena fue, y a veces aún es (como lo son la argentina o la mexicana), intensa y virulenta y en ocasiones hasta indeseable pero, de todos modos, ha dado material para varios buenos libros recopilatorios de esos fuegos cruzados.
Ahora, en intensidad, la que se impone es la guerra de los Amis: Kingsley, el padre, y Martin, el hijo, se llevan el Gordo y el Guiness en un torneo de maledicencias, las que emprenden incluso entre sí, una y otra vez y siempre en términos, se diría, escasamente filiales: “Martin se ha vuelto izquierdista, y del tipo neutralista más asqueroso que hay”; “Nabokov es un completo galimatías que ha jodido a muchos bobos de aquí, incluyendo a mi pequeño Martin”, dice Kingsley; “Escribía sobre beber para aprovechar alguna de las horas que le dedicaba”, dice Martin. 
¿Por qué tanta pelea, de adónde tanta sensibilidad, qué pasa? El campo literario es un campo de batalla, definir posiciones e imponer líneas estéticas en él implica desplazar adversarios y reducir o subsumir alternativas, dirán las voces del propio campo cultural. Desde afuera, en cambio, las cosas se ven más en bruto o en sencillo, lo que por supuesto no quiere decir que tales lecturas anden descaminadas. La última alocución de este tipo que oí y que me hizo pensar en la materia es casi inconfesable. Y es del todo primaria, básica, pero me resultó sorpresiva en boca de quien la pronuncia, pues está bien formulada y resume de manera muy gráfica la mirada externa, no literaria, sobre las peleas literarias. La oí hace unos días viendo en youtube el extraordinario documental “Pinochet y sus tres generales”, grabado por la televisión francesa con la venia de la dictadura, donde los cuatro miembros de la Junta son seguidos en algunas actividades públicas y privadas. Específicamente, en un momento se les hace a cada uno, por separado, una entrevista íntima, en sus casas y acompañados de sus esposas. Hablan ahí de sus inquietudes e inclinaciones culturales (es incómodo y penoso ver a Mendoza tratando de dar un ancho que no da, y al almirante Merino hablando cabezas de pescado mientras su esposa lo observaba temerosa o, más bien, en un gesto como de pescado).
El General de la Fach Gustavo Leigh, a quien se supone que habría que considerar el menos despiadado de los cuatro golpistas, es, notoriamente, el más cultivado (lo que quizá explique lo primero, aunque conviene no engañarse: la cultura no hace mejores a las personas, o no directamente, y no blanquea; y por supuesto por Leigh, que a ratos podrá parecer un hombre sensato, no hay para qué poner las manos al fuego). La cuestión es que en el documental a Leigh se le pregunta por los escritores. “La poesía de Pablo Neruda en su primera etapa me gusta mucho”, dice, y yo pienso si no estará tal vez pensando concretamente en Residencia en la Tierra, tal vez en el poema “La noche del soldado”, tal vez en estos versos de ese poema: “Guardo la ropa y los huesos levemente impregnados de esa materia seminocturna: es un polvo temporal que se me va uniendo, y el dios de la substitución vela a veces a mi lado, respirando tenazmente, levantando la espada”. No lo creo. En un momento, el periodista le pregunta sobre la relación que han de tener el Estado y los escritores, a lo que Leigh responde que estos tienen la labor de ayudar a una sociedad a desarrollarse, colaborando “siempre con las autoridades en cuanto al desarrollo cultural del país en que viven”, merengue al cual el periodista francés contrapregunta si es que no piensa que los escritores “tienen un papel de oposición sistemática, como de mala conciencia de la sociedad en la que viven”, suscitando la siguiente reflexión del General del Aire:
“Mire, los intelectuales en general, no solo los escritores, son un poco temperamentales. Todos ellos, sin excepción. Yo, por la afición que tengo a la música y a la ópera, los veo actuar, y son difíciles, porque pareciera que todo hombre de gran desarrollo intelectual pasa a ser un poquito neurótico… Especialmente a mayor inteligencia, mayor neurosis, y a mayor desarrollo intelectual, afinamiento mayor de los nervios: los tienen como a flor de piel. Entonces usted no le puede pedir mucho a un escritor de categoría, o a un poeta, o a un artista, que sea un hombre condescendiente y vulgar como todos nosotros”.