miércoles, 5 de diciembre de 2012

CALIDAD DE IMPUTADOS

EL ORIGEN 
DEL NARRADOR

Actas completas 
de los juicios 
Flaubert y Baudelaire
Mardulce Editora
 2012, 194 páginas


Documenta. Eso hace este libro, El origen del narrador. Documenta los procesos penales contra dos escritores que han sobrevivido ya un siglo y medio a sus acusadores. Documenta eso pero también permite una lectura más: las actas completas de los juicios en que se incriminó a Gustave Flaubert por Madame Bovary y a Charles Baudelaire por Las flores del mal se pueden leer no como una novela –decir eso sería caer en lugares comunes: de novela tiene poco– sino como unos documentos cuyos alcances teóricos, cuya relevancia histórica y crítica, cuya recreativa incrustación de citas y cuyo montaje editorial lo convierten en un ensayo literario de máximo interés actual, con la gracia extra, aunque impropia del ensayo para una visión conservadora, de no ser unívoco sino armado con varias voces.
La mera posibilidad que propicia de retomar la discusión en torno a la moral y la literatura –bien lo advierte en su prólogo Damián Tabarovsky al relevar el interés de “seguir planteando ese merodeo sobre la situación de la literatura en la sociedad y en el mercado, sobre la posición del autor frente al libro y del narrador en el texto”–, una discusión que hoy suele ser desdeñada por el viento de la época, por un cierto amodorramiento escéptico que la da por superada; esa mera posibilidad hace de este libro uno de mucha mayor incumbencia literaria que, por ejemplo, las lamentaciones pseudocríticas que ocasionalmente emite el otrora perspicaz Ignacio Valente, a quien pudo verse en El Mercurio del domingo antepasado quejándose por el bajo nivel mostrado por la actual poesía y por la actual crítica de poesía en Chile. Valente, en su plañir desactualizado, muy de tía epatada, se asemeja a Ernest Pinard, el fiscal imperial que con tanto brío lleva adelante la acusación contra Flaubert primero y, poco después, contra Baudelaire. Muy inteligentes ambos, de todos modos el fiscal francés y el sacerdote chileno al oficiar sus peroratas incurren en aquella práctica “crítica” que Lytton Strachey, en uno de sus formidables Perfiles críticos (recién publicados por Ediciones UDP), deplora, con injusto aunque apreciable énfasis, en el trabajo del doctor Samuel Johnson: “Él juzgaba a los autores como si fuesen criminales en el banquillo, responsables por cualquier infracción a las reglas y regulaciones establecidas por las leyes del arte, las mismas que él tenía el deber de administrar sin miedo ni favor. Johnson nunca inquirió qué era lo que los poetas estaban tratando de hacer”. Es una lástima que Valente prefiera repetir, con la producción actual de poesía y crítica en Chile, el gesto desdeñoso que en los 80 tuviera con Enrique Lihn y otros, en vez de hacer expiación y reiterar mejor la agudeza con que en su momento supo reconocer la belleza de “La cruz” de Nicanor Parra: “Por ahora la cruz es un avión / una mujer con las piernas abiertas”.
También colabora para una lectura placentera de El origen del narrador la alta calidad expositiva de buena parte de los textos que integran ambos procesos, tanto los alegatos del fiscal acusador Pinard como los de los defensores y jurados. La baja calaña gramatical y conceptual a la que puede estarse acostumbrado con las producciones textuales provenientes del mundo del derecho en este libro no hallan refrendación sino, al contrario, refutación: son prosas peculiares, punzantes, irónicas, nada burocráticas. Y también, naturalmente, se tiene la sensación de estar leyendo una obra literaria (y no meramente un conjunto de documentos de interés relativo) por la inclusión, en anexos, de un ensayo de Baudelaire sobre Madame Bovary escrito tras el juicio en que esta novela fue absuelta y poco antes de que sus propias Flores del mal fueran condenadas, y de cinco cartas que, a propósito de todo esto, Baudelaire y Flaubert cruzaron.
Podrá llamar hoy la atención que las defensas de ambos acusados –harto menos sintéticas y vivaces, todo hay que decirlo, que el alegato del conspicuo Pinard– se hagan desde adentro del argumento moral de la Fiscalía, y más aún, desde adentro del cristianismo, dedicándose a desmentir las ofensas a la moral y a la religión en vez de procurar defender de pleno modo la autonomía de la literatura y su derecho para ejercer, incluso, la ofensa gratuita a las buenas costumbres y a la religión. Pero claro, estamos a mitad del siglo XIX, en la Francia imperial (mala época para un James Ellroy o un Rubem Fonseca), y no se puede caer en el anacronismo de juzgar lo entonces acontecido con los parámetros y usanzas de lo que acontece hoy.
La defensa de Madame Bovary, llevada a cabo por Monsieur Sénard, se centra en que se trata de un libro que, exponiendo en detalle las manifestaciones y formas de la vida licenciosa en provincia, finalmente provoca rechazo, y no amor, al vicio. Es divertido ver al abogado defensor diciéndole al fiscal cuestiones como esta que recuerda las arremetidas del narrador de Thomas Bernhard: “Usted se asustó al encontrar las palabras corsé, ropas que caen, ¡y se quedó en esas tres o cuatro palabras, corsé y ropas que caen! ¿Quiere que le demuestre cómo un corsé puede perfectamente aparecer en un libro clásico, y justamente muy clásico?”. Así a veces, pero otras justificando más que defendiendo, el abogado de Flaubert logra que el tribunal lo absuelva. Dice la sentencia: “Aunque la obra merece una severa reprensión, pues la misión de la literatura debe ser la de enriquecer y recrear el espíritu elevando la inteligencia y depurando las costumbres mucho más que la de inspirar horror al vicio presentando el cuadro de los extravíos que pueden existir en la sociedad”, se la absuelve porque “no está suficientemente probado que Laurent-Pichat (el editor), Gustave Flaubert (el autor) y Pillet (el impresor) se hayan hecho culpables de los delitos que se les imputan”.
Luego –en el libro, en 1857– viene el juicio a Baudelaire por Las flores del mal. Se trata de un caso que por su resultado adverso es más famoso aún que el de Flaubert, pero a cuyas actas completas, en castellano, no se tenía acceso, o no íntegramente. Leerlas es darle espacio a pensamientos de total vigencia. Pinard, el fiscal persecutor, se nota lesionado de entrada con el revés que tuvo, pocos meses antes, en el juicio contra Flaubert. Así comienza, de hecho, en clave retórica, su exposición: “No es el resultado de la acusación lo que me preocupa, sino únicamente la cuestión de saber si tiene o no fundamento”. Y poco después pregunta: “¿De buena fe creen ustedes que está permitido decirlo todo, pintarlo todo, ponerlo todo al desnudo, con tal de que en seguida se hable de la repugnancia producida por el exceso y se describan las enfermedades que lo castigan?”. Pinard fustiga que Baudelaire en ciertos poemas muestre al cuerpo humano “envilecido o palpitante bajo el abrazo del libertinaje”, y cierra su acusación señalando que los poemas de Baudelaire, al haber alcanzado la forma de un libro, con la perdurabilidad que éste ostenta en contraste con la fugacidad de la prensa, pasan a ser “un peligro siempre permanente”. Ha pasado un siglo y medio y el adjetivo peligroso, el mote de “peligro siempre permanente”, ya lo quisiera hoy cualquier escritor oír proferido en relación a su trabajo: un libro peligroso, un libro que socava el piso del sujeto que lo lee en vez de afirmárselo.
La defensa de Baudelaire, llevada a cabo por otro abogado que el de Flaubert, pierde. Su planteamiento, desde el punto de vista intelectual, es algo pusilánime, aunque litiga astutamente al intentar imponerse mediante la alusión constante a la autoridad de otros casos literarios en los que infracciones semejantes se cometieron por montón: Molière, Balzac, D’Aurevilly, Lamartine, Musset, Gautier, Rabelais, La Fontaine, Voltaire, Rousseau y Montesquieu y más. En su momento de mayor sagacidad, la defensa señala que Baudelaire “nada ha dicho en favor de los vicios que ha moldeado tan enérgicamente en sus versos”. Pero ni esa preclara lucidez de considerar inimputable al autor por los dichos de quien habla en los poemas (“El poeta es un simple locutor / Él no responde por las malas noticias”, escribiría más de un siglo después Nicanor Parra), ni eso ni las alusiones a las “indecencias” escritas antes por magnas figuras de las letras francesas consiguieron que Baudelaire fuera absuelto: hubo de eliminar seis poemas del volumen y pagar 300 francos de multa (el editor y el impresor, por su lado, debieron pagar cien cada uno). 
Varios de las discusioness sobre la literatura que proliferaron en el siglo XX y que perduran hoy ya bien entrado el XXI, discusiones sobre el autor, sobre el lector, sobre las formalidades y alcances del texto, están en este libro no solo esbozados sino a veces muy encaminados, si bien con puntos de vista hoy abandonables y siempre bajo la forma de la litigación, de manera tal que termina proyectándose, en la mente del lector, una larga escena dramática donde el efecto literario es tal que, estándose como naturalmente se está del lado de Flaubert y Baudelaire (el lugar de la libertad, el lugar de la literatura, que bien puede ser un lugar de la moral), en un momento dado las posiciones de Pinard se vuelven hipnóticas, empáticas, al punto de producirse el espejismo de un horror vacui moral: todas las posiciones convencen, lo cual, ahora sí, suele ser un efecto de toda gran novela, efecto que aquí al final se difumina, felizmente. El ultraconservador Pinard termina su alocución contra Madame Bovary diciendo que el problema, o el delito, en rigor, no está en que se “pinte las pasiones: el odio, la venganza, el amor –el mundo solo tiene vida en ellas, y el arte ha de pintarlas–, sino porque las pinta sin freno y sin medida. Sin una regla, el arte dejaría de ser arte; sería como una mujer que se quitara toda la ropa”.




miércoles, 21 de noviembre de 2012



TURISTEL AL ÓLEO


Cuando hace dos o tres semanas Marcela Fuentealba me escribió para invitarme a presentar el nuevo libro de Hueders –todas las crónicas que sobre Santiago ha escrito Roberto Merino–, le respondí altiro que sí, que feliz pues para mí ese libro –estaba yo pensando en Santiago de memoria– tenía una fuerte carga biográfica porque cuando llegué a Santiago, en 1998, lo ocupé como guía para un quinceañero viñamarino –yo– que no cachaba nada más que el Panorámico y el Almac que había por ahí en Lyon (Almac del que Merino, por cierto, también habla en uno de estos textos). Conocí e historié las calles de esta ciudad leyendo ese libro. O sea que una buena parte de las crónicas que ahora conforman esta edición de Todo Santiago para mí tuvieron, muchísimo antes que un interés literario, un valor de uso y uno sentimental, una doble utilidad concretísima. Yo en ese entonces no tenía con la literatura relación alguna fuera de la estrictamente colegial, en la línea de Pachapulay. Pero mi abuelo, con quien me vine a vivir a los 15 o 16 años, sí, y tenía en su escritorio esa edición de Planeta cuyo lomo de letras vistosas llamó una tarde vagoneta mi atención: Santiago de memoria. Yo no conocía esta ciudad ni de memoria ni por datos ni de ninguna manera salvo por unas pequeñas excursiones o más bien penosas salidas a tientas (calles Lota, Suecia, Coyancura y Traiguén). Entonces, en esa inocencia, y sin tener la más remota idea de quién era ese hombre de barba espesa (“insolente sombra capilar” la llama él mismo el 2003) que salía fotografiado en la contratapa, supuse que se trataba de un libro tras cuya lectura/caminata uno quedaría conociendo Santiago de memoria. Y si bien, por cierto, ese no era ni es el propósito del libro, y tampoco necesariamente un efecto asociado, yo así lo leí y solo muchos años después vine a pensar que estaba equivocado, o no equivocado sino extraviado respecto a lo central, desorbitado. Pero por ese entonces fue para mí un turistel al óleo. Ese libro tenía un cierto orden, una disposición muy amable: iba grosso modo de poniente a oriente en la ciudad, y yo me dediqué más de una vez a leer dos o tres o cuatro crónicas consecutivas para luego partir caminando a conocer esas calles, esos circuitos, preguntando y siguiendo las difusas señales de ruta que el libro daba y apoyándome siempre en los excelentes mapas del Metro, que no siempre me bastaban como referencia, por ejemplo cuando, tratando de dar con la calle Lira, salí por Portugal a la Alameda y bajando, por no subir, no vi a la calle Lira hundiéndose, por lo que rápidamente fui a dar a la entrada del hotel San Francisco, donde de repente, al darme vuelta para no olvidar las señales para el retorno, vi de sopetón una construcción que, lo recuerdo perfectamente, me hizo decirme a mí mismo, y en voz no muy baja según caché por ciertas caras, “¡ahí está la huevá!”, refiriéndome al frontis de la iglesia San Francisco que Natalia Babarovic había ilustrado y que era la imagen que abría el libro, la única no vinculada a ninguna crónica específica y, por tanto, desconocida e innominada hasta ese momento para mí, iglesia cuya imagen se me había grabado en la cabeza por el extraño doblamiento de rodillas de la muchacha que junto a su novio la miraba (en la pintura).
Pasaron los años, me logré afianzar en esta capital, estudié literatura y di, calculo que hacia el año 2005, con el poema Transmigración, publicado por Merino en 1987 y que empieza así: “Mira: descubrí las luces del amor (que ya nadie puede esperar encender): eran unos tubos fluorescentes dispuestos en los umbrales más cercanos (y por demás infranqueables) del laberinto”. Quise leer más de Merino y entonces recordé mi lectura adolescente de Santiago de memoria, pero no estaba ya en ninguna parte ese libro, y yo ya no vivía con mi abuelo, a quien hube de hacerle una visita deshonesta para ya entonces, con el libro en la mano, detenerme, para decirlo en jerga urbanística, no tanto en lo señalado como en la señalética, esto es, no tanto en lo referido, las calles, noblezas e infamias de Santiago, cuanto en el lenguaje, en esa prosa radiante que hoy nos tiene aquí convocados celebrando esta reedición y que yo, si ha de tirarse una línea posible, pondría más cerca del tono o del temple de ánimo, por usar un expresión vieja, de algunos poemas de Eduardo Anguita, muy especialmente de “El verdadero momento”.
Pienso que esta edición que hoy presenta Hueders y que estuvo a cargo de Andrés Braithwaite soluciona muy bien las complicaciones propias de una compilación cuantiosa de crónicas y, para la tristeza del adolescente que fui, cancela por lo mismo las ediciones de Santiago de memoria y de Horas perdidas en las calles de Santiago, si bien esto no quiere decir que haya que desechar esas ediciones. Es solamente que, al estar reordenados y fundidos y ampliados de nueva y feliz manera esos libros aquí, y al habérseles extraído las ilustraciones de Natalia Babarovic y las fotos de Álvaro Hoppe, dejan de propiciar equívocos como el que referí al principio. Ya este libro es uno plenamente literario, en el muy simple sentido de que ya nadie, ni un provinciano quinceañero despistado, podría pensar que el protagonista real es Santiago. Que en un primer nivel lo es. Y en un segundo tal vez también. Como asimismo lo es el lenguaje: “Gran Estilo / Gran Velocidad / Gran Altura”, para citar, desprovisto de toda ironía, un conocido verso de Antonio Cisneros y oponerlo a lo que el propio Merino dijo hace poco: “No me interesa nada el estilo”. Como sea, pienso que el protagonista central aquí sigue siendo la memoria, y por lo tanto el tiempo, o su registro: el paso del tiempo, los repliegues del tiempo, los efectos terapéuticos del tiempo, los efectos destructivos del tiempo, el goce del tiempo, el despilfarro del tiempo, la pérdida del tiempo, el dolor del tiempo, la recuperación del tiempo, “la burla del tiempo”, que es como tradujo Nicanor Parra un verso del monólogo central de Hamlet, y hasta el aburrimiento del tiempo. Esto lo he visto parecidamente en la obra de Alan Pauls, con la que la de Merino tiene ciertas brumosas cercanías. A propósito, Pauls vino hace unos meses a presentar el espléndido libro de ensayos que la Udp le publicó: Temas lentos. No fui a la presentación pero leí un reporte que decía que Pauls había dicho algo así como que él jamás habría armado ese libro solo, que le daba pudor hacerlo. La encontré una declaración equívoca porque hace rato (mucho; siglos, de hecho) que el ensayo, la crónica, la columna incluso, no tienen por qué estar siendo tributarios editoriales de otras producciones, preferentemente de las del ámbito de la ficción, para tener derecho a existencia, a circulación, derecho a conformar libro. Hasta hace algunos años, recordemos –los años 90, los años en que se publicó Santiago de memoria–, los escritores en Chile eran principalmente otros: los narradores, los novelistas muy especialmente. Quienes ejercían la crónica, el periodismo no noticioso, la crítica, el ensayo incluso, eran sujetos o innominados o tirados para la cola en la corriente literaria. Absurdo de proporciones por el cual en Chile todavía se habla de Escritor y poeta, Escritor y cronista, Escritor y periodista, Escritor y ensayista, pero nunca de Escritor y Novelista, porque eso implicaría pleonasmo.
Todo Santiago trae un prólogo de Héctor Soto que describe muy bien los aspectos centrales de las crónicas de Merino y da en el clavo al decir que “su prosa está hecha de observaciones”, que “nada tratan de probar”, que “no exhudan ni una pizca de nostalgia” y que lo suyo “no es el anatema”. También deja caer Héctor Soto una cosa que me gustaría, digamos, complementar. Dice: “El día en que se funde en Chile de una vez por todas el Partido del Resentimiento, que es el único para el cual el país de ahora ofrece una amplia masa crítica, una cosa será segura: Roberto Merino no va a figurar ni en su militancia ni en su directiva, simplemente porque no es resentido”. Yo estoy plenamente de acuerdo, aquí no hay resentimiento ni odiosidad, pero diría también que la re-lectura de estas crónicas me deja en pie firme para decir que Roberto Merino tampoco militaría ni dirigiría el otro partido político cuya fundación vendría haciendo falta en Chile y para el cual también habría de sobra masa crítica: el Partido de la Complacencia. La verdad es que Merino no militaría en ningún partido. No está en la primera línea de la política, ni en la segunda, no está, por decirlo así, en la vereda de la política contingente, le da lata, no es un indignado, pero la irritación y la disconformidad aparecen dando sus buenos toques en varias esquinas de todo Santiago. En su libro En busca del loro atrofiado Merino da, al pasar, una definición posible del cronista como aquel que “se dedica a observar los fenómenos de la experiencia en sus manifestaciones reales, es decir, desprovistos de interpretación política”. Sé esto. Merino no es hermeneuta ni analista ni proselitista ni panegirista ni mucho menos opinólogo, pero esta distancia narrativa, sumada al hecho de que, no sé si a su contra o no, se ha ido perfilando como un sujeto con cierta predisposición lateada, puede propiciar la idea de que sería un hombre poco menos que ajeno a todo conflicto no individual, lo cual no me parecería cierto ni justo; Merino practica a veces una manera de egotismo, sí claro (en sus crónicas Merino se ha narrado a sí mismo incluso en la ducha o en la cama dando vueltas desvelado), y otras veces una forma de discurrimiento en paisajes más mentales que urbanos, por supuesto, pero también se lo ve irritado en varias cuadras de Todo Santiago con cuestiones que no le atañían directamente a él mismo.
En la lectura de Merino puede haber un efecto de extrañamiento que viene dado tanto por ciertas atmósferas mentales como por el uso de vocablos desusados o resignificados. Si yo estuviera en la universidad y lo fuese a estudiar tal vez centraría una tesis en el uso que hace del verbo “verificar”, al que toma no en su sentido de comprobar (como es usual en Chile), sino como sinónimo de acontecer, de ocurrir. Pienso que las crónicas de Merino están ahí verificando en la prosa lo que alguna vez se verificó en las calles de Santiago. Reportes ni melancólicos ni irónicos sino algo más difuso: algo así como reportes luminosos, pero de luz tenue, poseedores de cierta aura (mérito más de la prosa que de lo contado) y también de un efecto de linterna, de luz ya no tan tenue, iluminador de lo externo, de lecturas y de calles chilenas, como Jotebache –que es ambas cosas–, de barrios y tiendas, de olores y colores y pedazos de ciudad (como el recuadro de suelo santiaguino de la foto de portada).
Ni sucumbiendo al charco de la melancolía, pues, ni cediendo a la añoranza de otro orden de cosas, Merino hace, casi como quien no quiere la cosa, por acumulación, una singular anatomía de Santiago y los santiaguinos, de sí mismo y de la memoria que los une y los separa y los reúne, en cualquier momento, en Cumming o en Lyon o en la Estación Mapocho.      



Presentación en Feria del Libro de Todo Santiago. Crónicas de la ciudad. Editorial Hueders, 07 noviembre 2012

miércoles, 14 de noviembre de 2012


UNA NOVELA ESCRITA POR SUS PROPIOS PROTAGONISTAS

“Nuevo Buda de la prosa norteamericana” llamó Allen Ginsberg, en la dedicatoria de Aullido, a Jack Kerouac. Viniendo de un escritor budista, la declaración ha de tomarse como una expresión de enorme admiración literaria, sin duda, pero también de honda amistad. Y esa amistad y esa admiración no hacen otra cosa que desplegarse en las recién publicadas Cartas (Anagrama
2012, 589 páginas): desplegarse, sí, lo que incluye replegarse porque en ocasiones se pelean o burlan, profundizarse porque se van conociendo, leyendo y queriendo a medida que pasan los días, los meses y los años y expandirse porque aparecen, ya como destinatarios anexos, ya como temas de conversación, otros amigos, como William Burroughs, William Carlos Williams, Neal Cassady, Gregory Corso, Peter Orlovsky y Gary Snyder.
Casi veinte años (de 1944 a 1963) de correspondencia recoge este libro cuyo efecto de lectura fue definido pertinentemente por un crítico norteamericano como el de una novela dostoievskiana. Se asiste en estas casi seiscientas páginas al nacimiento y desarrollo de una verdadera amistad. Relatos de viajes, de introspecciones, de apuestas, intermediaciones y fracasos editoriales, discusiones en torno a lecturas, datos de drogas, intercambios de borradores, referencias a amigos y a enemigos, descubrimiento del budismo, palos de ida y palos de vuelta, favores concedidos y también favores negados, descripción de cuadros homosexuales, de tomateras, de delirios de escritura, de estrecheces pecuniarias, pelambres y recados íntimos. La vida misma, y su escritura, es la materia de este libro.
Making off de la médula de la literatura beat, Cartas puede leerse como un todo (como una novela dostoievskiana) o bien, naturalmente, por partes, a saltos, entrando y saliendo sin tapujos como Kerouac y Ginsberg pasaban sin tapujos de la vida a la literatura o, lo que para el caso es lo mismo, de la literatura a la vida. Veinte años de correspondencia no exigen, si bien lo resisten perfectamente, ser leídos de un tirón. Como sea, el libro deja para el lector una serie de ideas, anécdotas, experimentos con el lenguaje, risotadas y declaraciones de enorme interés, como aquella que en una carta de noviembre de 1952 Kerouac le lanza a Ginsberg tras haberle éste dicho que en su novela En el camino “podría haber demasiada verbosidad intrascendente”, una frase que hace pensar en las búsquedas que en los últimos veinte años ha emprendido Nicanor Parra en sus Discursos de sobremesa: “La literatura –le responde Kerouac a Ginsberg–, tal como tú la entiendes cuando empleas términos como ‘verbal’, ‘imágenes’, etc., y cosas parecidas, en fin, todo el ‘aparato’ de la crítica, etc., ya no tiene nada que ver conmigo, porque lo que me hace decir ‘asqueroso pendoncete entre los juncos’ es preliterario, yo ya pensaba así antes de aprender las palabras que utilizan los hombres de letras para describir lo que hacen”.
Cartas se suma a otros libros publicados en los últimos años, como Las cartas de la ayahuasca (entre Ginsberg y Burroughs), En la carretera. El rollo mecanografiado original (la versión felizmente no editada de En el camino), Y los hipopótamos se cocieron en sus tanques (divertida novela coescrita por Burroughs y Kerouac); esta sumatoria de libros recientes puede ser leída como una gran novela sobre la vida y los libros beat escrita por sus propios protagonistas.

junio 2012

lunes, 5 de noviembre de 2012


LOS QUE SUSURRAN




La realidad es el único libro que nos hace sufrir.
Enrique Lihn

Es 2012 y acaba de ser reeditado La parrilla, un texto publicado clandestinamente en 1981 y cuyo autor es Adolfo Pardo. A propósito de este y de otros libros que pertenecen, por su carácter testimonial, a los llamados géneros referenciales, puede discutirse la tesis de que, para dar cuenta de determinada experiencia o realidad (la dictadura chilena, por ejemplo), el testimonio es inferior a la ficción pues tiene menos herramientas y posibilidades, menos alcances, tesis que encuentra un defensor en Grínor Rojo, quien sostiene lo siguiente en su prólogo (de 1985 y revisado en 2010) a los brillantes cuentos breves de José Leandro Urbina reunidos en Las malas juntas: “Las virtudes revelatorias de una buena ficción son a menudo más grandes que las del mejor de los testimonios”.
Acierta Rojo cuando esgrime, para dar cuenta de la superioridad o de la mayor “virtud revelatoria” de un texto, “la maña que se da para detectar connotativamente los mecanismos de poder que se agazapan por detrás de la experiencia y que son los que hacen de ella lo que ella es”. Pero acierta menos cuando señala que eso es casi privativo de lo ficticio, argumentando que “el texto testimonial tiene limitaciones evidentes, le falta movilidad, su cercanía respecto de los hechos es excesiva, el rango de su penetración escaso, etc.”.
La ficción tiene conocidas y grandes ventajas –como las que Rojo bien indica en ese mismo prólogo– para abordar y dar cuenta de ciertas realidades. Pero también tiene sus propias limitaciones. Así, mientras Rojo, en el año 1985, se centraba en las excelencias de lo ficticio en demérito del testimonio, la bibliografía chilena insta más bien, en honor a lo habido (que en todo caso no es mucho), a relevar las ventajas o posibilidades del testimonio, al que en varios casos no le falta en lo absoluto movilidad o penetración, ni menos le juega en contra su cercanía excesiva con los hechos, cercanía que bien procesada literariamente puede ser y ha sido fuente de grandes resultados.
La bibliografía en torno al Chile de la dictadura es copiosísima. Abunda en libros periodísticos y sociológicos, algunos ineludibles, otros solo consultables. En cambio, la literatura parece ser escasa o deficiente. Pero lo es menos si uno se abre a considerar o simplemente a apreciar y pensar textos que, no siendo ficcionales sino testimoniales, tienen sobrados caracteres para ostentar la (inútil) etiqueta literaria. También es cierto que una buena parte –la mayoría, de hecho– de los testimonios existentes en Chile sobre la dictadura son libros cuyo valor se debe exclusivamente a su carácter documental, al hecho de ser fuentes para la historia, re-presentaciones de lo realmente sucedido, pero que carecen de valor textual (por ejemplo el póstumo Desde el túnel. Diario de un detenido desaparecido de Manuel Guerrero). Es probable que esta abundancia, la mayor legitimidad de la que gozaba en los años ochenta el testimonio por sobre la ficción y el entusiasmo que produce la lectura de los cuentos de Urbina, hayan llevado a Rojo a su planteamiento. Pero han pasado veinticinco años y no abundaron los narradores como Urbina. En cambio, hay varios testimonios que se siguen dejando leer y que están siendo reeditados por méritos que no refrendan la tesis de Rojo. Un ejemplo es Una mujer en Villa Grimaldi, que circuló clandestinamente en los ochenta como Recuerdos de una mirista y bajo pseudónimo, hasta una edición del año pasado publicada con el nombre real de su autora, Nubia Becker, con el nuevo título y un prólogo de Raúl Zurita (“Nadie que abra este libro podrá salir indemne”, dice), quien deja indicados aspectos de un buen testimonio que, haciendo abstracción del caso puntual que los suscita, pueden ponerse en la línea de la discrepancia con Rojo: “Escrito con una fuerza y sinceridad que hasta hoy la narrativa que toca el mismo periodo está muy lejos de alcanzar, este libro es el registro de un heroísmo del amor y de la pureza, de un amor no traicionado, pero que es capaz de mostrarnos su propio miedo, sus titubeos, sus estremecedores raptos de alegría… Por su carencia de la más leve pose o estridencia, por la jerarquía de su escritura, en suma, por su verdad, es también una representación de la lucha que libran infinidades de seres humanos”.
Hace ya mucho tiempo que géneros como el testimonio (y las cartas y las autobiografías y los diarios, los cuadernos incluso) vienen siendo reivindicados por una crítica y por lectores que han sabido encontrar ahí alcances, relaciones, pensamientos, refutaciones, imágenes y signos que revelan o sugieren lo mismo o más que una buena ficción tanto del mundo y de la humanidad como de ellos mismos. Entre los testimonios chilenos de valor sobresaliente, dos casos clave son el implacable Chile, un largo septiembre de Patricio Rivas y Tejas Verdes de Hernán Valdés, uno de los relatos primeros y más feroces y, a la vez, descreídos (o no militantes) y, por lo mismo, agudos y de efecto más demoledor que se han escrito sobre la banalidad y el ensañamiento con que la tortura y la prisión se dieron en Chile bajo Pinochet –por más que Valdés mismo haya dicho en un prólogo posterior que ese libro fue “escrito al calor de la memoria, sin mayor elaboración literaria y sin otra pretensión que la de conmover a la opinión pública”–. Valdés, pienso, nunca, salvo quizá en las cincuenta primeras páginas de su novela Antes del fin, dio con una escritura mejor, más penetrante y sólida que la de Tejas Verdes.
El nuevo título de Una mujer en Villa Grimaldi Nubia Becker lo puso a modo de homenaje a otro testimonio, aplastante, y también obra de una mujer (pioneras del género): Una mujer en Berlín, recuperado por Hans Magnus Enzensberger hace unos años y escrito en 1945 por una anónima diarista que dejó rendida a buena parte de la crítica internacional, que supo indicar su sentido de los momentos culminantes, su increíble intuición lingüística y, en fin, su gran peso literario. Y no es una excepción. Hay, en el siglo xx, una tradición literaria de testimonios de enorme valor: Primo Levi con Si esto es un hombre es una de sus cimas más vistosas. O Hélène Berr y Ana Frank con sus diarios. Y una mujer que despunta en el género es Denise Affonço, autora de El infierno de los jemeres rojos, un testimonio espeluznante y a la vez muy fino sobre la represión comunista en la Camboya tiranizada por Pol Pot, cuya lectura deja temblando y devastado hasta al más gélido lector.
Puede pensarse entonces que la inferioridad del testimonio es, más bien, una cuestión de número, un factual: no se debe tanto a las limitaciones del género en sí como al hecho fortuito, y bastante natural en todo caso, de que la mayoría de quienes han escrito testimonios no han sido escritores, en el simple sentido de no ser sujetos con especial dominio ni del arte de la palabra ni de la palabra a secas: de ahí las precariedades, a veces extremas, que caracterizan a buena parte de los testimonios circulantes. Pero si –como en el caso de Primo Levi, de Denise Affonço o de Valdés– quien testimonia posee una escritura propia, y lucidez, valentía y amplitud para ver las cosas libres de todo lugar común y de toda estrechez ideológica, y tiene inteligencia e inventiva para estructurar su relato, pues entonces el testimonio no tiene nada que envidiarle, a priori al menos, a la ficción: simplemente peligra en otros lindes y opera con mecanismos alternativos, mejores o peores que los ficcionales según su uso, no según sus posibilidades. Todo al final –como dice Borges recordado por el propio Rojo en el mencionado prólogo– no son más que “versiones” acerca de la realidad, la “famosa rea-li-dad”, decía Bolaño.
El origen de La parrilla convierte al libro en un caso particular: en 1980 el escritor y editor Adolfo Pardo fue a visitar a su cuñado, preso político, a la ex-Penitenciaría. A la salida conoció a una mujer de diecinueve años que había ido a ver a su hermano, también preso político. Ella le habló de su experiencia reciente al ser detenida por la cni y Pardo le preguntó si aceptaba que le grabara su testimonio: el relato del día previo a la noche de la captura, la captura misma y lo que vino después. Ella accedió y, según ha dicho Pardo con posterioridad, “al principio se daba vueltas sin resolverse a largar su historia, pero luego, como en una catarsis, enhebró un espontáneo y detallado monólogo”. Y ese enhebrado y detallado monólogo se publicó al año siguiente, en 1981 y firmado por Pardo, que operó como un autor-editor: inquirió, descaseteó y, con pulimientos, cortes y arreglos, transformó un relato oral en una novela testimonial que Diamela Eltit –en el prólogo a esta nueva edición– incluye de lleno en la tradición literaria chilena, proponiendo una lectura suya como continuación de Palomita blanca, la novela publicada diez años antes (en 1971) por Enrique Lafourcade, pues, escribe Eltit, tras “precipitarse el desastre del Golpe, la paloma fue capturada para ser arrastrada al centro mismo de una pesadilla”. En La parrilla, las pertenencias, las militancias, las filiaciones (tanto de perseguidos como de perseguidores) son presumibles o –jodida palabra– presuntas: nada ni nadie ni ningún lugar aparece con nombre propio, por razones evidentes, cuestión que propicia un conveniente efecto difuminador en la lectura. Lo valioso del relato, lo que le da un interés que supera el de su valor documental, es su carácter no denunciante sino descriptivo, y su trama menos ideológica o maniquea que humana (demasiado humana), en la que el pánico inicial de ella da paso al pudor cuando le piden que se salga de la cama, y el pudor da paso a la astucia, y la astucia a una cierta (o incierta, en rigor) cercanía con uno de los agentes, cercanía que desdibuja parcialmente los límites entre buenos y malos (tal como celebra Rojo que ocurra en las buenas ficciones), sorprendiendo el relato, más que por los momentos de humanidad de un verdugo, por dejar en brumas si es estrategia, extrema militancia o pura cobardía lo que mueve al hermano de la protagonista en la siguiente escena: “Me hicieron sacarme la ropa y que mi hermano me tocara. / –Si no hablai huevón tu hermana va a cagar. La vamos a culiar. / –Culéensela –dijo él”.
Desdibujos y cercanías que no se traducen, en todo caso, en que ella en esta historia no deba pasar una temporada infernal que incluye, como es sabido, desorientación, golpizas, abusos, denigración verbal (“y cómo cuando te meten el pico no tenís ningún problema”, le dice un agente cuando ella se resiste a separar las piernas para ser amarrada a los bordes del catre) y un par de pasadas por la parrilla, ese muy denigrante y violento método de tortura predilecto de la dictadura chilena. Dado el punto de vista desplazado del narrador; dado el efectivo uso del carácter especular del lenguaje (el lenguaje se pone sucio en los testimonios cuando los mismos hechos se ponen sucios); dada la capacidad del autor de ubicarse en el lugar (narrativo) de los demás; dado todo esto es que el rango de previsibilidad en libros como los mencionados disminuye en la misma medida en que en una ficción trillada y voluntariosa puede aumentar y, de hecho, aumenta.
Una justa lectura y apreciación del género testimonial (imperdibles las Cartas de petición compiladas por Leonidas Morales) pueden servir también como provisión para hacerle frente a una ridícula recurrencia en el campo literario chileno: el reclamo por la falta de una Gran Novela de la Dictadura (así, con pretensiones mayúsculas), porque Casa de campo de José Donoso no logró serlo por su excesivo alegorismo. Los intentos sucesivos fueron, si bien algunos excelentes (como El palacio de la risa de Germán Marín), insuficientes o muy acotados. Entonces, mientras no aparezca en torno a Allende una novela rotunda como rotundo es el Agosto de Rubem Fonseca sobre la caída de Getulio Vargas en Brasil, mientras no haya en Chile tal fortuna, esa supernovela puede armarla el propio lector: es posible ir leyendo –en diferido– una combinación de testimonios como si fueran capítulos de una obra en curso, una novela de citas, barthesiana. También a esa novela-de-lector se le podrían incrustar, ya al alero de una polifonía desatada, un puñado de testimonios y anecdotarios (que a veces son falseamientos, pero en fin) del otro lado. Porque prosa testimonial hay de ambas partes. La del otro lado con toda seguridad refrenda la tesis de Rojo, pues ahí sí que se trata en todos los casos conocidos de textos pusilánimes, pedestres y planos, aunque algunos muy brutales o con efectos humorísticos negros o reveladores –a su pesar–. En este punto se puede pensar, por ejemplo, en la posibilidad de intercalar, con sentido irónico o como pie reflexivo tal vez, pasajes provenientes de Anécdotas de mi General: las que viví y… las que me contaron, libro del exjefe operativo de la cni Álvaro Corbalán, cuyo trabajo de escritura consiste en traer sucintamente a la memoria episodios sueltos, como ese en que Pinochet viene de vuelta de la cuesta El Melocotón, poco después del atentado del frente patriótico manuel rodríguez, y su edecán no puede evitar en el interior del auto “una deflagración digestiva bastante pestilente”, la que para salir del paso achaca a la descomposición de un perro en la carretera, por lo que al repetirse el gaseo minutos después Pinochet lo insta a mirar hacia atrás porque, le dice, “parece que el perro nos viene siguiendo”.
Desvaríos aparte, podría decirse –por último y con toda seriedad– que esa anhelada gran novela chilena de la dictadura puede leerse en el Zurita de Raúl Zurita, esas casi ochocientas páginas de narrativa demencial donde están todos los elementos estructurales, lingüísticos, estilísticos y temáticos y, si se quiere, todas las desmesuras y extravíos propios de las grandes novelas contemporáneas de trasunto real, como 2666, con la que comparte, entre otras cuestiones clave, la crucial utilización que ambos hacen del texto necrológico, por ejemplo. En suma, si se ha de creer en la necesidad o, más aún, en la venida de algo así como un gran relato sobre la dictadura, puede: a) armárselo leyendo falta, más que un Nuevo Narrador Chileno, un Kenzaburo Oé que haga con Chile, guardando las proporciones, lo que el japonés hizo en sus Cuadernos de Hiroshima con los testimonios hiroshimenses: proyectarlos en admirable secuencia y prosa a la vista de muchos; b) leérselo en Zurita; o c) esperárselo, pero tanto de la ficción como del testimonio, que de cualquier lado puede dejarse caer.
De cualquier lado puede dejarse caer. Lo saben hace rato los mejores editores, cuyos oficios se inclinan crecientemente a esa cosa llamada no ficción. Una mujer en Berlín sobreviviendo a decenas o centenares de novelas sobre la segunda guerra mundial es una buena prueba. En ese relato en ese sótano donde pasan encerrados, todos susurran. No hay que desatender la voz de los que susurran. Los que susurran, por supuesto, es el perfecto título de esa obra monumental en la que el historiador inglés Orlando Figes rescata y articula las voces, los testimonios, los susurros e incluso el silencio de quienes crecieron y vivieron sin heroísmos la macabra y asfixiante represión estalinista durante toda su vida. Hace constar Figes que susurrantes en lengua rusa puede aludir “a alguien que susurra por miedo a ser oído” o “a la persona que informa a espaldas de la gente a las autoridades”. Volviendo al caso de la Camboya comunista de los jemeres rojos, ha escrito el español Antonio Muñoz Molina que para Denise Affonço, que “sobrevivió cuatro años reducida a una especie de animalidad hambrienta y aterrada”, la mayor sorpresa no fue sobrevivir: “Fue comprobar que casi nadie quería escucharla”.
Ya sea por lo que dejaron escrito o por lo que les logró sacar un historiador, cronista o editor, los que susurran, en los dos sentidos antes señalados, y no solo los que cuentan cuentos, tienen mucho que revelar sobre los tiempos de oscuridad, sobre el mundo vivido en sótanos. Mientras se espera a su Homero, es mejor escucharlos.

miércoles, 24 de octubre de 2012


EL TEMERARIO DE LA VOLUPTUOSIDAD

Su obra es breve en proporción inversa al número de libros y estudios que sobre ella se han publicado. Es un poeta maestro, de esos pocos que, nacidos en el siglo XIX, supieron ser –fueron– pioneros del XX.
Konstantino Kavafis nació en Alejandría, Egipto, en 1863, y murió ahí mismo en 1933; sin embargo, es considerado un poeta griego, pues en griego escribió, y no sólo eso: es señalado, y con justa razón, como el griego que con su obra logró revivir el nervio, el espesor y la gracia de los clásicos de la Grecia antigua. Sin momificaciones ni museología.
De niño, tras la muerte de su padre, un comerciante acaudalado, Kavafis hubo de partir a Inglaterra con su madre y sus hermanos. Después, adolescente ya, volvió a Alejandría pero la revuelta política que vivió la ciudad en 1885 lo hizo partir a Estambul, donde hay quien dice que tuvo sus primeras experiencias homosexuales. Al cabo de un tiempo, volvió para siempre a Alejandría, donde trabajó durante 30 años como funcionario ministerial. En el día trabajaba; en la noche escribía o se sometía al dictado de los instintos.
Nunca publicó un libro, como no fueran impresos de circulación restringida o poemas sueltos en revistas. En total, escribió 292 poemas, los cuales, después de años de estudio en sus archivos, aun se presentan ordenados de diversas formas. Una de ellas, la usada por Miguel Castillo Didier (ver recuadro), es esta: 154 poemas canónicos, 75 inéditos a su muerte, 23 repudiados por el poeta, 34 inconclusos, 3 en prosa y 3 escritos en inglés.
De ellos, casi la mitad corresponde a poemas donde la historia, la literatura y la mitología de los tiempos clásicos (Grecia y Roma) es protagonista. Aunque conveniente, no es imprescindible conocer los personajes o hechos aludidos, pues Kavafis tiene la gracia de trasuntar en ellos cuestiones humanas que son de siempre. Así, por ejemplo, al hablar de Teócrito y Eumenes, Kavafis lo que muestra es la conversación que en cualquier tiempo y lugar podría tener un sereno poeta viejo con un aprendiz ansioso.
En el libro Prólogos y epílogos de Auden, kavafiano confeso, se recoge uno de los textos más contundentes escritos sobre Kavafis. Advierte ahí Auden que Kavafis tiene dos periodos históricos predilectos: “la época de los reinos griegos satélites de Roma, después del desmantelamiento del imperio de Alejandro, y el período de Constantino y sus sucesores, cuando el cristianismo acababa de triunfar sobre el paganismo, para ser la religión oficial”. Al recrear el período de Constantino, Kavafis no toma partido ni por el paganismo ni por el cristianismo: se dedica a mostrar, en su esplendor y decadencia, ambos mundos. Es más, según Joseph Brodsky, otro de sus más sesudos admiradores, la poesía de Kavafis es el canto de un péndulo que oscila entre paganismo y cristianismo, sin abanderarse nunca por ninguno.
Si casi la mitad de los poemas de Kavafis son históricos, otro tanto está constituido por los poemas sensuales. “Kavafis era homosexual, y en sus poemas eróticos no hace el menor esfuerzo por disimular esa realidad”, dice Auden. La de Kavafis es la claridad de quien no tiene nada que esconder (“por debajo de la ropa/ desnudos los miembros amados vuelvo a ver”). Kavafis es de una simpleza y una veracidad apabullante. Mala cara pondrán los profesores serios al ver usada la palabra veracidad, por no decir honestidad, para referirse a una obra poética, pero lo cierto es que Kavafis no usa personajes para enmascararse sino para hablar del Hombre con mayúscula; cuando quiere, en cambio, hablar de sí mismo, deja de lado los personajes y no se esmera en difuminar lo autobiográfico ni en matizar la subyugación suya al placer: “Me desaté. Me abandoné del todo y fui./ Hacia los placeres, que medio reales,/ medio imaginados en mi cerebro estaban,/ fui en la noche iluminada./ Y bebí licores fuertes, como/ los que beben los temerarios de la voluptuosidad”.
La adulación o la descarada evocación sexual de encuentros con jóvenes bellos es antigua en la poesía griega, y puede rastrearse en el libro XII de la Antología Palatina, publicado en español por Hiperión bajo el título Antología de la poesía pederástica. Kavafis es más desenfrenado en su actuar, si se quiere, pero a la vez menos alocado a la hora de escribir; los pederastas griegos no guardaban compostura alguna, como muestran estos versos de Estratón de Sardes: “¡Y vosotros, maestros de escuela, además cobráis! ¡Qué ingratos!/ ¡Que me envíe uno, el que tenga muchachos! Y que el chico me bese, y recibirá de mí el pago que quiera”.
Kavafis es otra cosa; en comparación con los de la Antigüedad, los hombres de su época fueron notoriamente más cínicos o, al menos, los paradgimas de conducta cambiaron lo mucho; lo cierto es que “gracias” a eso, Kavafis, a diferencia de los poetas de la Antología Palatina, supo del arrepentimiento de lo no hecho por “necia prudencia”. Así lo dice en el poema “El anciano”, donde especula sobre el discurrir de un viejo al que ve sentado en la mesa de un café: “Piensa cuán poco gozó los años/ en que poseía fuerza, y palabra, y apostura./ …/ Recuerda los ímpetus que contenía/ y cuánta/ alegría sacrificada. Cada ocasión perdida/ se burla ahora de su necia prudencia”.
Lo que sacude, obnubila y maravilla en Kavafis es el lenguaje. Sus temas, sus intrincadas relaciones textuales, su desfachatez confesional (sus intrincadas relaciones sexuales), sus magníficas referencias históricas, su honda reflexión… todo esto se aprecia, pero lo que sobresale es su lenguaje. En el siglo XX se produjo el exacerbamiento de una bifurcación antigua en el lenguaje literario; o los poetas se extremaron en la complejidad, en la penumbra del decir (Joyce, Beckett, Vallejo, Montale), o bien radicalizaron el vínculo de la escritura con el habla (Kafka, Pavese, Parra), dejando que la oscuridad corriera por cuenta de la temática humana. Kavafis prefiguró a este último y heterogéneo grupo. Tal vez, Kavafis es el más transparente en el decir; su sencillez, su coloquialidad y su frontalidad antiadjetiva dejan tras de sí un reguero espeso, como si la humanidad del poeta hubiese quedado viva entre esos versos tan llanos y asombrosos como únicos y naturales.
“No cabe hablar de la imaginería de Kavafis, ya que el símil y la metáfora son recursos que jamás emplea: tanto si habla de una escena como si plasma un acontecimiento o una emoción, cada uno de sus versos son sencilllas descripciones que se atienen a la verdad, sin ornamentación de ninguna clase”, escribió Auden, y nuevamente la razón lo acompañaba. Kavafis tiene la sabiduría y el amor a la vida terrenal de los hombres sencillos: “Desea que el camino sea largo”, dice el verso suyo más famoso.

PD: KAVAFIS EN CHILE
Kavafis íntegro. Miguel Castillo Didier. Tajamar Editores, 2008, 689 páginas.
En 1991, al alero del Centro de Estudios Griegos, Bizantinos y Neohelénicos de la U. de Chile, el profesor Miguel Castillo Didier publicó este libro; en 2003, lo hizo en una versión corregida, bajo el sello de Quid Ediciones. Y en 2007 Tajamar Editores presentó una tercera edición de Kavafis íntegro, libro de cuyas páginas nada menos que la mitad corresponde a un estudio introductorio, donde Castillo Didier revisa escrupulosamente -aunque retóricamente declare que se trata sólo de planteamientos generales- la vida de Kavafis, el mundo en el que le tocó vivir, sus influencias, la presencia de lo femenino y de la naturaleza en sus poemas, su lenguaje, lo que han dicho los críticos, las ediciones que se han hecho; en fin, lo repasa todo para luego ofrecer una brillante traducción anotada de la totalidad de los poemas de Kavafis.

2007

miércoles, 17 de octubre de 2012


EL ALIENTO ORIGINAL DE KEROUAC













Harto se distingue la reciente publicación del rollo mecanografiado original de On the Road -bajo el título de En la carretera- de las ediciones que hasta ahora -bajo el título de En el camino- se conocían de la novela que Kerouac publicó a mediados de la década del 50. Sin cortes, sin velos de deferencia, sin falsos nombres, sin separaciones por capítulos: sin facilidades. Así es el rollo mecanografiado original de En la carretera que se publicó (recién) el año 2008 en EE.UU.

En menos de tres semanas, en abril de 1951, Jack Kerouac se sentó y escribió, en una larga y trepidante parrafada, una novela en la que cuenta sus jóvenes y alocados viajes, a fines de la década del 40, de punta a cabo de EE.UU en compañía, principalmente, de Neal Cassady, un ex preso hedonista hijo de un vagabundo alcohólico.
Tal manuscrito lo llevó a cabo Kerouac en un rollo de papel de 36 metros. Pero cinco años después, cuando quiso publicar la novela, debió aceptar una serie de cortes, censuras y cambios que la edición de hoy anula.
¿Vale la pena la publicación del rollo mecanografiado original, considerando que muchas de las buenas obras literarias publicadas pasan por convenientes podas editoriales y así quedan? Hay autores y autores y hay editores y editores, pero claro que vale la pena en este caso porque las diferencias con las ediciones conocidas no son  pueriles, y son para mejor.
Si en las ediciones hasta hoy conocidas la primera línea decía “Conocí a Dean poco después de que mi mujer y yo nos separásemos”, esta versión original dice: “Conocí conocí a Neal no mucho después de la muerte de mi padre”. Y ciertamente no es lo mismo para el lector que se le presente un narrador-protagonista que se acaba de divorciar a uno que acaba de sufrir la muerte de su padre. Eso de partida. De ahí en adelante las diferencias entre En el camino y En la carretera empiezan a multiplicarse: donde había capítulos y puntos aparte, ahora no hay más que un largo párrafo de más de 400 páginas en el que el espíritu beat aparece más salvaje que nunca. Justamente el rescate de esa prosa ininterrumpida restituye a la novela su mayor valor: su respiración acelerada, su vertiginosidad, su trepidación. En la carretera es la regurgitación en palabras de dos o tres años de experiencias extremas.
El original ahora publicado tiene cerca de cincuenta páginas más, en las cuales aparecen escenas que la censura no dejó pasar, episodios que algún editor habrá considerado repetitivos, nombres que en su momento convino cambiar (ahora Sal Paradise se llama Jack Kerouac; Carlo Marx, Allen Ginsberg; Dean Moriarty, Neal Cassady; y Bull Lee, William Burroughs). Hay también montones de cambios mínimos pero divertidos; por ejemplo, en En el camino, hacia el final, cuando pasan por una casa de putas en México, los beat se hacen acompañar de un cafiche que se llama Víctor, y todo sucede en un pueblo llamado Gregoria; mientras que ahora el cafiche se llama Gregor y todo sucede en Victoria.
Así, pues, esta edición del rollo original, más que una papita para filiólogos y eruditos, debería llegar para quedarse y reemplazar a las ediciones hasta ahora conocidas; debería, para decirlo en términos taxativos, convertirse en la edición canónica de la llamada “biblia del movimiento beat”. En apoyo de esta idea pueden hacerse comparecer las palabras que el mismo Kerouac escribió como prefacio a Big Sur, la novela en que se muestra, hecho bolsa por efectos del alcohol, una década después de los hechos narrados en En la carretera. Escribe ahí Kerouac: “Las objeciones de mis primeros editores me impidieron usar en cada obra los mismos nombres para los personajes. (Todos mis libros) no son sino capítulos de la obra total que llamo La leyenda de Duluoz. Tengo la intención de recopilar en mi vejez toda mi obra y reinsertar mi panteón de nombres uniformes...”. Y esta edición, pues, es un primer paso para hacer efectiva tal intención.

En la carretera está llena de momentos de éxtasis: “alcancé”, escribe Kerouac, “la cima del éxtasis que siempre había querido alcanzar, el paso total del tiempo cronológico a las sombras intemporales, y el asombro ante la lobreguez del reino de lo mortal, y la sensación de la muerte pisándome los talones para que siguiera mi camino”. Los momentos extáticos no sólo son procurados por el consumo de alcohol, marihuana y otros estupefacientes, como creen los idiotas, sino también, y quizá principalmente, por la contemplación de la naturaleza, por la embriaguez de la aventura o, derechamente, por la experiencia de Dios aún en la posguerra (“Dios existe, sin el menor asomo de duda”, dice, aunque hay que consignar que al borde del delirio, Neal Cassady cuando pisan Carolina del Norte). Y es que eran días, escribe Kerouac, “preñados de enorme locura y peligro”.
Y no se crea que están ausentes las reflexiones por ser ésta una novela donde impera el movimiento perpetuo y donde la irresponsabilidad es la madre de cada uno de los corderos que hacen dedo en las carreteras. Los personajes, sobre todo Kerouac, constantemente reflexionan sobre la vida que van llevando: “Aquello que anhelamos en nuestros días de este mundo, lo que nos hace suspirar y gemir y soportar todo tipo de dulces náuseas, es la rememoración de una dicha perdida que probablemente experimentamos en el seno materno, y que únicamente puede reproducirse -aunque odiemos admitirlo- en la muerte”. Y más: “La verdad es que uno muere, que lo único que uno hace es morirse, y sin embargo vive, sí, vive, y no se trata de una mentira de Harvard”.
Hay que decir que esta nueva edición recupera no sólo los nombres originales, el epígrafe de Walt Whitman y unas cuantas escenas subidas de tono; recupera, también, ciertos guateos, ciertos momentos monótonos o pasajes demasiado episódicos, pero la verdad es que nadie debiera recurrir a Kerouac cuando quiera leer una novela perfecta. Para eso está Nabokov. Aquí lo que hay es vida en palabras. Y la vida tiene momentos altos y momentos bajos, pero son justamente los momentos bajos -de la vida y de una novela, que no necesariamente coinciden- los que hacen que los altos resplandezcan y apasionen.
Lector de Céline y de Hemingway, el Kerouac narrador de esta novela -provisto del humor verazmente negro que posee aquel que no se quiere hacer el lindo ante nadie- cuenta entre sus méritos el de lograr imprimirle a su prosa la velocidad con que Neal Cassady conduce el Hudson, el Cadillac o el auto que sea que se han conseguido para cruzar EE.UU. de un lado a otro, oscilando -vacilando- entre el “extraño y gris Mito del Oeste” y el “oscuro y misterioso Mito del Este”.

2009


EN LA CARRETERA. El rollo mecanografiado original. Jack Kerouac, Anagrama, 2009, 435 páginas.








APELLIDO


Vengo de donde vengo, de venir, pero tiende a pensarse que vengo de donde no vengo, que vengo de un lugar del que no vengo pero del que por lo mismo me vengo, de vengar.  

lunes, 15 de octubre de 2012


"Privado de las travesuras de los párrocos, el mundo se empobrecería"

V. S. Pritchett

LA LITERATURA EXPANDIDA DE ALAN PAULS


En “El arte de vivir en arte” probablemente el ensayo más perspicaz y disruptivo de Temas lentos Alan Pauls toma el trabajo de Mario Bellatin, César Aira y Héctor Libertella para ejemplificar (en el sentido de ilustrar) y ejemplarizar (en el sentido de indicar como modelo) lo que entiende por “literatura expandida”, aquella que rehúye, echando mano al cruce o la confusión con la vida y con otras artes, a toda costa la suficiencia o el ensimismamiento literario. Es, pues, una literatura que no solo no refrenda sino que abiertamente se opone, obstaculiza, se hace corrosivo impedimento para toda tesis posible acerca de la especificidad de la literatura.
Pauls vuelve con Temas lentos al territorio de la no ficción que ya había pisado en libros como El factor Borges o La vida descalzo, pero esto importa poco. Lo que importa no es el género, sino el fraseo, similar en sus novelas y en sus crónicas, en sus ensayos y en sus exploraciones egotistas: no dónde sino cómo se mueve es lo relevante. Pauls es uno de los escritores latinoamericanos actuales que más lejos va explorando el fraseo largo, repetitivo, intrincado, bernhardiano en sus picos y que incluso a veces ve ese fraseo extraviada la hebra, como es el caso, me parece, del texto sobre Bolaño en uno o dos momentos. Pero eso da lo mismo. Lo que importa, más allá de lo logrado (que es mucho), es lo posibilitado. Y la prosa de Pauls eso hace: expandir con la escritura el espacio posible para la escritura, la suya y la de otros. En el texto que escribe tras la muerte de Fogwill, Pauls se detiene en su figura como la de aquel que heredó, para la literatura, una nueva consideración, y nuevos usos posibles, para los dos puntos, para el entrecomillado y para los signos de exclamación. En esa línea, Pauls podría indicarse como aquel que legará una nueva consideración, y nuevos usos posibles, para la intercalación, para el uso de frases subordinadas al punto del efecto especular. La ambiciosa prosa de Pauls podrá marear, agotar, enojar cuando no, por cierto, fascinar, pero en ningún caso, pienso, desinteresar, en el sentido de dejar en la indiferencia. Leyéndola, a veces uno se pierde, lo que desafía y propicia un cierto placer (el placer de leer levantando la cabeza que defendía Barthes) y ningún problema: se retrocede y retoma o bien se continúa y apuesta por agarrar el hilo en otra vuelta o no. Como sea, se llega a lo mismo: a la convicción de que Pauls es un prosista que piensa para escribir (y no escribe, como otros, para pensar) y que está dispuesto a impugnar un par de ideas corrientes y oponer, o proponer, otro par de nuevas ideas, poniendo en la prosa pensamiento y en el pensamiento prosa, cumpliendo así, a su manera, con el dictum de Louis de Bonald que Barthes pone de epígrafe en el primer ensayo de El susurro del lenguaje: “El hombre no puede decir su pensamiento sin pensar su decir”. Por lo demás, los alcances críticos de los textos de Temas lentos no vienen dados solo por el significado y las alusiones, que son muchas y siempre pertinentes, sino también por lo apenas sugerido, por lo suscitado, por lo susurrado. Lo que queda dando vueltas importa tanto, para la construcción de cualquier sentido, como lo que queda dicho y establecido con toda claridad.
De arte, de literatura, de viajes y residencias, de cine, de muy misceláneas cuestiones como la angustia dominical o las canas, de vida propia y del yo de esto y en este orden tratan los Temas lentos de Pauls. Pero en realidad el tiempo es el Gran Asunto, la Preocupación Central de Pauls, en este y todos sus libros: el paso del tiempo, los repliegues del tiempo, los efectos terapéuticos del tiempo, los efectos destructivos del tiempo; el goce del tiempo, el despilfarro del tiempo, la pérdida del tiempo, el dolor del tiempo, la recuperación del tiempo; en fin, “la burla del tiempo” (que es como traduce Nicanor Parra un verso del monólogo central de Hamlet).
Temas lentos puede producir un efecto singular comparado con otros libros similares: gustando muchísimo, siendo entrañable por varios motivos, no genera tanto ganas de conocer a su autor como, en cambio, de conocer, o revisitar, según sea el caso, todo o casi todo aquello de lo que trata, como la narrativa de Puig o de Beckett, el cine de Nanni Moretti o de Haneke, los taximotos peruanos, el potencial erótico de la axila, la peculiar onda de un albergue transitorio (que es el eufemismo con que la dictadura militar de Videla renombró a los moteles argentinos) o el trabajo actoral del propio Pauls, sobre el cual discurre extensamente al final del libro, dejando con ello abierta la posibilidad de inscribirlo a él mismo como un sigiloso practicante de ese oxigenador programa estético que es la literatura expandida.

julio 2012

TEMAS LENTOS. Alan Pauls. Selección y edición de Leila Guerriero. Ediciones UDP, 2012, 350 páginas

miércoles, 10 de octubre de 2012

LOS REPORTES DE RADIO CISNEROS
 
Desde que lo leí por primera vez, hace 7 u 8 años, siempre he pensado en Antonio Cisneros ante todo como un inmenso cronista. Es un poeta fuera de serie, sin duda, un poeta encantador, de los pocos a los que el escepticismo y las usanzas y combinatorias posmodernas se le dieron de manera tan duraderamente afortunada. Espiritual y mordaz, parabólico y realista, cerebral y cebolla, a ratos eminentemente musical y a ratos, más que prosaico, tabernero, es además un poeta eficaz: desde el punto de vista del montaje, de la cita y la parodia, de la caja de cambios y de la puesta en escena, Cisneros es un maestro de la eficacia; un poeta, en fin, entrañable, quién lo duda, cómico y conmovedor cuando quiere, pero para mí ha sido siempre ante todo un cronista. Y no tanto por su trabajo periodístico, muy apreciable por cierto, ni porque cuente mucha historia en sus poemas, sino porque trabaja con el tiempo (cronos) o más específicamente desde el tiempo, y no tanto, como otros poetas, contra el tiempo: los poemas de Cisneros (“ronco para el canto”) se pueden leer como noticias viejas que por arte de birlibirloque, como quería Pound, no han perdido novedad. Ricardo Piglia me dijo una vez en una entrevista que “César Vallejo escribe en una lengua privada, una especie de castellano futuro (que en el futuro ya no se llamará así) en el que se podrá por fin decir lo que todos hemos tratado inútilmente de decir”. En esa línea, puede decirse que desde una frecuencia del dial muy cercana a ese Vallejo son transmitidos los reportes de Cisneros. Vale la pena escuchar su radio: noticias del futuro en lenguaje del pasado y noticias del pasado en lenguaje del futuro y noticias del presente en los múltiples lenguajes del presente. Es cronista porque da noticias sin renunciar a ser parte él mismo del reporte y es poeta porque se resiste a acatar “el plano regulador del lenguaje” (la expresión es de Marcelo Mellado) y permanentemente lo ensancha o lo repavimenta o abre bifurcaciones insospechadas. En su país, transitó libre y llegó por senderos propios a la gran ruta de Martín Adán y de César Vallejo, de Adolfo Emilio Westphalen, de Jorge Eduardo Eielson, de José Watanabe, pero de todos modos lo pienso –lo veo, y clarito– definitivamente más cerca del Inca Garcilaso de la Vega, de cuyos Comentarios reales no sólo tomó el título de su segundo libro, sino también ese espíritu del que W. R. Prescott predicó esto que en toda ley puede endosársele a Cisneros: “Escribe de todo corazón e ilumina cualquier punto que trata con tal variedad y riqueza de ilustración que deja poco que desear a la curiosidad más importuna”. Cisneros hace relaciones y cuenta historias, propias y del Perú, pero también de afuera, y de otros tiempos, propiciando incluso en ocasiones la curiosa sensación de un presente bíblico; en algunos libros echa a correr la tiza, llamando al pizarrón, en versos cadenciosos o lo mismo en una prosa tijereteada hasta ser verso o en un verso estocado hasta ser prosa, a la casta Susana o a su propia abuela, a la meteorología o a un señor arrepentido.
Cisneros es un poeta de gracia mayor, especialmente agraciado en la visualidad. Si en la obra de Enrique Lihn, con quien su trabajo está tan emparentado (partiendo por la versatilidad), siempre he pensado que podría inventariarse y reflexionarse en torno a la elocuente recurrencia de gallos y gallinas, en la poesía de Cisneros podría hacerse semejante cosa con las ratas. No recuerdo otra poesía con tanta rata. Ratas mojadas cuyo pelaje evoca no sé qué desolaciones, ceniceros llenos de colillas y cenizas dando la impresión de “una rata muerta”, un escritor preocupado de “cómo decirle pelo al pelo / diente al diente / rabo al rabo / y no nombrar la rata”. Hay muchas ratas y muchos dioses y entre medio muchos hombres y mujeres en esta poesía. También abunda en lluvias y en Nescafé y en Antonio Cisneros mismo y su familia. Escribió siempre como quiso. Cronista de sí mismo y del Perú y del pasado y del futuro de sí mismo y del Perú, fue escéptico cuando casi todos creían y se fue haciendo creyente, sin perder ironía, cuando casi todos se iban volviendo escépticos. Pasó sus últimos años reporteando “las inmensas preguntas celestes”. Murió el 6 de octubre a los 69 años. “Qué de perros, Señor, qué oscuridad”.

octubre 2012