CALIDAD DE IMPUTADOS
EL ORIGEN
DEL NARRADOR
Actas completas
de los juicios a
Flaubert y Baudelaire
Mardulce Editora
2012, 194 páginas
Documenta. Eso hace
este libro, El origen del narrador.
Documenta los procesos penales contra dos escritores que han sobrevivido ya un
siglo y medio a sus acusadores. Documenta eso pero también permite una lectura
más: las actas completas de los juicios en que se incriminó a Gustave Flaubert
por Madame Bovary y a Charles
Baudelaire por Las flores del mal se
pueden leer no como una novela –decir eso sería caer en lugares comunes: de
novela tiene poco– sino como unos documentos cuyos alcances teóricos, cuya
relevancia histórica y crítica, cuya recreativa incrustación de citas y cuyo
montaje editorial lo convierten en un ensayo literario de máximo interés
actual, con la gracia extra, aunque impropia del ensayo para una visión
conservadora, de no ser unívoco sino armado con varias voces.
La mera posibilidad
que propicia de retomar la discusión en torno a la moral y la literatura –bien
lo advierte en su prólogo Damián Tabarovsky al relevar el interés de “seguir
planteando ese merodeo sobre la situación de la literatura en la sociedad y en
el mercado, sobre la posición del autor frente al libro y del narrador en el
texto”–, una discusión que hoy suele ser desdeñada por el viento de la época,
por un cierto amodorramiento escéptico que la da por superada; esa mera
posibilidad hace de este libro uno de mucha mayor incumbencia literaria que,
por ejemplo, las lamentaciones pseudocríticas que ocasionalmente emite el
otrora perspicaz Ignacio Valente, a quien pudo verse en El Mercurio del domingo antepasado quejándose por el bajo nivel mostrado
por la actual poesía y por la actual crítica de poesía en Chile. Valente, en su
plañir desactualizado, muy de tía epatada, se asemeja a Ernest Pinard, el
fiscal imperial que con tanto brío lleva adelante la acusación contra Flaubert
primero y, poco después, contra Baudelaire. Muy inteligentes ambos, de todos
modos el fiscal francés y el sacerdote chileno al oficiar sus peroratas
incurren en aquella práctica “crítica” que Lytton Strachey, en uno de sus
formidables Perfiles críticos (recién
publicados por Ediciones UDP), deplora, con injusto aunque apreciable énfasis,
en el trabajo del doctor Samuel Johnson: “Él juzgaba a los autores como si
fuesen criminales en el banquillo, responsables por cualquier infracción a las
reglas y regulaciones establecidas por las leyes del arte, las mismas que él
tenía el deber de administrar sin miedo ni favor. Johnson nunca inquirió qué
era lo que los poetas estaban tratando de hacer”. Es una lástima que Valente
prefiera repetir, con la producción actual de poesía y crítica en Chile, el
gesto desdeñoso que en los 80 tuviera con Enrique Lihn y otros, en vez de hacer
expiación y reiterar mejor la agudeza con que en su momento supo reconocer la
belleza de “La cruz” de Nicanor Parra: “Por ahora la cruz es un avión / una mujer
con las piernas abiertas”.
También colabora para
una lectura placentera de El origen del
narrador la alta calidad expositiva de buena parte de los textos que
integran ambos procesos, tanto los alegatos del fiscal acusador Pinard como los
de los defensores y jurados. La baja calaña gramatical y conceptual a la que
puede estarse acostumbrado con las producciones textuales provenientes del
mundo del derecho en este libro no hallan refrendación sino, al contrario,
refutación: son prosas peculiares, punzantes, irónicas, nada burocráticas. Y
también, naturalmente, se tiene la sensación de estar leyendo una obra
literaria (y no meramente un conjunto de documentos de interés relativo) por la
inclusión, en anexos, de un ensayo de Baudelaire sobre Madame Bovary escrito tras el juicio en que esta novela fue
absuelta y poco antes de que sus propias Flores
del mal fueran condenadas, y de cinco cartas que, a propósito de todo esto,
Baudelaire y Flaubert cruzaron.
Podrá llamar hoy la atención que las defensas de ambos acusados –harto
menos sintéticas y vivaces, todo hay que decirlo, que el alegato del conspicuo
Pinard– se hagan desde adentro del argumento moral de la Fiscalía, y más aún,
desde adentro del cristianismo, dedicándose a desmentir las ofensas a la moral y a la religión en vez de procurar defender de
pleno modo la autonomía de la literatura y su derecho para ejercer, incluso, la
ofensa gratuita a las buenas costumbres y a la religión. Pero claro, estamos a
mitad del siglo XIX, en la Francia imperial (mala época para un James Ellroy o
un Rubem Fonseca), y no se puede caer en el anacronismo de juzgar lo entonces
acontecido con los parámetros y usanzas de lo que acontece hoy.
La defensa de Madame Bovary, llevada a cabo por
Monsieur Sénard, se centra en que se trata de un libro que, exponiendo en
detalle las manifestaciones y formas de la vida licenciosa en provincia,
finalmente provoca rechazo, y no amor, al vicio. Es divertido ver al abogado
defensor diciéndole al fiscal cuestiones como esta que recuerda las arremetidas
del narrador de Thomas Bernhard: “Usted se asustó al encontrar las palabras
corsé, ropas que caen, ¡y se quedó en esas tres o cuatro palabras, corsé y
ropas que caen! ¿Quiere que le demuestre cómo un corsé puede perfectamente
aparecer en un libro clásico, y justamente muy clásico?”. Así a veces, pero
otras justificando más que defendiendo, el abogado de Flaubert logra que el
tribunal lo absuelva. Dice la sentencia: “Aunque la obra merece una severa
reprensión, pues la misión de la literatura debe ser la de enriquecer y recrear
el espíritu elevando la inteligencia y depurando las costumbres mucho más que
la de inspirar horror al vicio presentando el cuadro de los extravíos que
pueden existir en la sociedad”, se la absuelve porque “no está suficientemente
probado que Laurent-Pichat (el editor), Gustave Flaubert (el autor) y Pillet
(el impresor) se hayan hecho culpables de los delitos que se les imputan”.
Luego –en el libro,
en 1857– viene el juicio a Baudelaire por Las
flores del mal. Se trata de un caso que por su resultado adverso es más
famoso aún que el de Flaubert, pero a cuyas actas completas, en castellano, no
se tenía acceso, o no íntegramente. Leerlas es darle espacio a pensamientos de
total vigencia. Pinard, el fiscal persecutor, se nota lesionado de entrada con
el revés que tuvo, pocos meses antes, en el juicio contra Flaubert. Así
comienza, de hecho, en clave retórica, su exposición: “No es el resultado de la
acusación lo que me preocupa, sino únicamente la cuestión de saber si tiene o
no fundamento”. Y poco después pregunta: “¿De buena fe creen ustedes que está
permitido decirlo todo, pintarlo todo, ponerlo todo al desnudo, con tal de que
en seguida se hable de la repugnancia producida por el exceso y se describan
las enfermedades que lo castigan?”. Pinard fustiga que Baudelaire en ciertos
poemas muestre al cuerpo humano “envilecido o palpitante bajo el abrazo del
libertinaje”, y cierra su acusación señalando que los poemas de Baudelaire, al
haber alcanzado la forma de un libro, con la perdurabilidad que éste ostenta en
contraste con la fugacidad de la prensa, pasan a ser “un peligro siempre
permanente”. Ha pasado un siglo y medio y el adjetivo peligroso, el mote de
“peligro siempre permanente”, ya lo quisiera hoy cualquier escritor oír
proferido en relación a su trabajo: un libro peligroso, un libro que socava el
piso del sujeto que lo lee en vez de afirmárselo.
La defensa de
Baudelaire, llevada a cabo por otro abogado que el de Flaubert, pierde. Su
planteamiento, desde el punto de vista intelectual, es algo pusilánime, aunque
litiga astutamente al intentar imponerse mediante la alusión constante a la
autoridad de otros casos literarios en los que infracciones semejantes se
cometieron por montón: Molière, Balzac, D’Aurevilly, Lamartine, Musset,
Gautier, Rabelais, La Fontaine, Voltaire, Rousseau y Montesquieu y más. En su
momento de mayor sagacidad, la defensa señala que Baudelaire “nada ha dicho en
favor de los vicios que ha moldeado tan enérgicamente en sus versos”. Pero ni
esa preclara lucidez de considerar inimputable al autor por los dichos de quien
habla en los poemas (“El poeta es un simple locutor / Él no responde por las
malas noticias”, escribiría más de un siglo después Nicanor Parra), ni eso ni
las alusiones a las “indecencias” escritas antes por magnas figuras de las
letras francesas consiguieron que Baudelaire fuera absuelto: hubo de eliminar
seis poemas del volumen y pagar 300 francos de multa (el editor y el impresor,
por su lado, debieron pagar cien cada uno).
Varios de las
discusioness sobre la literatura que proliferaron en el siglo XX y que perduran
hoy ya bien entrado el XXI, discusiones sobre el autor, sobre el lector, sobre
las formalidades y alcances del texto, están en este libro no solo esbozados
sino a veces muy encaminados, si bien con puntos de vista hoy abandonables y
siempre bajo la forma de la litigación, de manera tal que termina
proyectándose, en la mente del lector, una larga escena dramática donde el efecto
literario es tal que, estándose como naturalmente se está del lado de Flaubert
y Baudelaire (el lugar de la libertad, el lugar de la literatura, que bien
puede ser un lugar de la moral), en un momento dado las posiciones de Pinard se
vuelven hipnóticas, empáticas, al punto de producirse el espejismo de un horror
vacui moral: todas las posiciones convencen, lo cual, ahora sí, suele ser
un efecto de toda gran novela, efecto que aquí al final se difumina,
felizmente. El ultraconservador Pinard termina su alocución contra Madame Bovary diciendo que el problema,
o el delito, en rigor, no está en que se “pinte las pasiones: el odio, la
venganza, el amor –el mundo solo tiene vida en ellas, y el arte ha de
pintarlas–, sino porque las pinta sin freno y sin medida. Sin una regla, el
arte dejaría de ser arte; sería como una mujer que se quitara toda la ropa”.
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