miércoles, 21 de noviembre de 2012



TURISTEL AL ÓLEO


Cuando hace dos o tres semanas Marcela Fuentealba me escribió para invitarme a presentar el nuevo libro de Hueders –todas las crónicas que sobre Santiago ha escrito Roberto Merino–, le respondí altiro que sí, que feliz pues para mí ese libro –estaba yo pensando en Santiago de memoria– tenía una fuerte carga biográfica porque cuando llegué a Santiago, en 1998, lo ocupé como guía para un quinceañero viñamarino –yo– que no cachaba nada más que el Panorámico y el Almac que había por ahí en Lyon (Almac del que Merino, por cierto, también habla en uno de estos textos). Conocí e historié las calles de esta ciudad leyendo ese libro. O sea que una buena parte de las crónicas que ahora conforman esta edición de Todo Santiago para mí tuvieron, muchísimo antes que un interés literario, un valor de uso y uno sentimental, una doble utilidad concretísima. Yo en ese entonces no tenía con la literatura relación alguna fuera de la estrictamente colegial, en la línea de Pachapulay. Pero mi abuelo, con quien me vine a vivir a los 15 o 16 años, sí, y tenía en su escritorio esa edición de Planeta cuyo lomo de letras vistosas llamó una tarde vagoneta mi atención: Santiago de memoria. Yo no conocía esta ciudad ni de memoria ni por datos ni de ninguna manera salvo por unas pequeñas excursiones o más bien penosas salidas a tientas (calles Lota, Suecia, Coyancura y Traiguén). Entonces, en esa inocencia, y sin tener la más remota idea de quién era ese hombre de barba espesa (“insolente sombra capilar” la llama él mismo el 2003) que salía fotografiado en la contratapa, supuse que se trataba de un libro tras cuya lectura/caminata uno quedaría conociendo Santiago de memoria. Y si bien, por cierto, ese no era ni es el propósito del libro, y tampoco necesariamente un efecto asociado, yo así lo leí y solo muchos años después vine a pensar que estaba equivocado, o no equivocado sino extraviado respecto a lo central, desorbitado. Pero por ese entonces fue para mí un turistel al óleo. Ese libro tenía un cierto orden, una disposición muy amable: iba grosso modo de poniente a oriente en la ciudad, y yo me dediqué más de una vez a leer dos o tres o cuatro crónicas consecutivas para luego partir caminando a conocer esas calles, esos circuitos, preguntando y siguiendo las difusas señales de ruta que el libro daba y apoyándome siempre en los excelentes mapas del Metro, que no siempre me bastaban como referencia, por ejemplo cuando, tratando de dar con la calle Lira, salí por Portugal a la Alameda y bajando, por no subir, no vi a la calle Lira hundiéndose, por lo que rápidamente fui a dar a la entrada del hotel San Francisco, donde de repente, al darme vuelta para no olvidar las señales para el retorno, vi de sopetón una construcción que, lo recuerdo perfectamente, me hizo decirme a mí mismo, y en voz no muy baja según caché por ciertas caras, “¡ahí está la huevá!”, refiriéndome al frontis de la iglesia San Francisco que Natalia Babarovic había ilustrado y que era la imagen que abría el libro, la única no vinculada a ninguna crónica específica y, por tanto, desconocida e innominada hasta ese momento para mí, iglesia cuya imagen se me había grabado en la cabeza por el extraño doblamiento de rodillas de la muchacha que junto a su novio la miraba (en la pintura).
Pasaron los años, me logré afianzar en esta capital, estudié literatura y di, calculo que hacia el año 2005, con el poema Transmigración, publicado por Merino en 1987 y que empieza así: “Mira: descubrí las luces del amor (que ya nadie puede esperar encender): eran unos tubos fluorescentes dispuestos en los umbrales más cercanos (y por demás infranqueables) del laberinto”. Quise leer más de Merino y entonces recordé mi lectura adolescente de Santiago de memoria, pero no estaba ya en ninguna parte ese libro, y yo ya no vivía con mi abuelo, a quien hube de hacerle una visita deshonesta para ya entonces, con el libro en la mano, detenerme, para decirlo en jerga urbanística, no tanto en lo señalado como en la señalética, esto es, no tanto en lo referido, las calles, noblezas e infamias de Santiago, cuanto en el lenguaje, en esa prosa radiante que hoy nos tiene aquí convocados celebrando esta reedición y que yo, si ha de tirarse una línea posible, pondría más cerca del tono o del temple de ánimo, por usar un expresión vieja, de algunos poemas de Eduardo Anguita, muy especialmente de “El verdadero momento”.
Pienso que esta edición que hoy presenta Hueders y que estuvo a cargo de Andrés Braithwaite soluciona muy bien las complicaciones propias de una compilación cuantiosa de crónicas y, para la tristeza del adolescente que fui, cancela por lo mismo las ediciones de Santiago de memoria y de Horas perdidas en las calles de Santiago, si bien esto no quiere decir que haya que desechar esas ediciones. Es solamente que, al estar reordenados y fundidos y ampliados de nueva y feliz manera esos libros aquí, y al habérseles extraído las ilustraciones de Natalia Babarovic y las fotos de Álvaro Hoppe, dejan de propiciar equívocos como el que referí al principio. Ya este libro es uno plenamente literario, en el muy simple sentido de que ya nadie, ni un provinciano quinceañero despistado, podría pensar que el protagonista real es Santiago. Que en un primer nivel lo es. Y en un segundo tal vez también. Como asimismo lo es el lenguaje: “Gran Estilo / Gran Velocidad / Gran Altura”, para citar, desprovisto de toda ironía, un conocido verso de Antonio Cisneros y oponerlo a lo que el propio Merino dijo hace poco: “No me interesa nada el estilo”. Como sea, pienso que el protagonista central aquí sigue siendo la memoria, y por lo tanto el tiempo, o su registro: el paso del tiempo, los repliegues del tiempo, los efectos terapéuticos del tiempo, los efectos destructivos del tiempo, el goce del tiempo, el despilfarro del tiempo, la pérdida del tiempo, el dolor del tiempo, la recuperación del tiempo, “la burla del tiempo”, que es como tradujo Nicanor Parra un verso del monólogo central de Hamlet, y hasta el aburrimiento del tiempo. Esto lo he visto parecidamente en la obra de Alan Pauls, con la que la de Merino tiene ciertas brumosas cercanías. A propósito, Pauls vino hace unos meses a presentar el espléndido libro de ensayos que la Udp le publicó: Temas lentos. No fui a la presentación pero leí un reporte que decía que Pauls había dicho algo así como que él jamás habría armado ese libro solo, que le daba pudor hacerlo. La encontré una declaración equívoca porque hace rato (mucho; siglos, de hecho) que el ensayo, la crónica, la columna incluso, no tienen por qué estar siendo tributarios editoriales de otras producciones, preferentemente de las del ámbito de la ficción, para tener derecho a existencia, a circulación, derecho a conformar libro. Hasta hace algunos años, recordemos –los años 90, los años en que se publicó Santiago de memoria–, los escritores en Chile eran principalmente otros: los narradores, los novelistas muy especialmente. Quienes ejercían la crónica, el periodismo no noticioso, la crítica, el ensayo incluso, eran sujetos o innominados o tirados para la cola en la corriente literaria. Absurdo de proporciones por el cual en Chile todavía se habla de Escritor y poeta, Escritor y cronista, Escritor y periodista, Escritor y ensayista, pero nunca de Escritor y Novelista, porque eso implicaría pleonasmo.
Todo Santiago trae un prólogo de Héctor Soto que describe muy bien los aspectos centrales de las crónicas de Merino y da en el clavo al decir que “su prosa está hecha de observaciones”, que “nada tratan de probar”, que “no exhudan ni una pizca de nostalgia” y que lo suyo “no es el anatema”. También deja caer Héctor Soto una cosa que me gustaría, digamos, complementar. Dice: “El día en que se funde en Chile de una vez por todas el Partido del Resentimiento, que es el único para el cual el país de ahora ofrece una amplia masa crítica, una cosa será segura: Roberto Merino no va a figurar ni en su militancia ni en su directiva, simplemente porque no es resentido”. Yo estoy plenamente de acuerdo, aquí no hay resentimiento ni odiosidad, pero diría también que la re-lectura de estas crónicas me deja en pie firme para decir que Roberto Merino tampoco militaría ni dirigiría el otro partido político cuya fundación vendría haciendo falta en Chile y para el cual también habría de sobra masa crítica: el Partido de la Complacencia. La verdad es que Merino no militaría en ningún partido. No está en la primera línea de la política, ni en la segunda, no está, por decirlo así, en la vereda de la política contingente, le da lata, no es un indignado, pero la irritación y la disconformidad aparecen dando sus buenos toques en varias esquinas de todo Santiago. En su libro En busca del loro atrofiado Merino da, al pasar, una definición posible del cronista como aquel que “se dedica a observar los fenómenos de la experiencia en sus manifestaciones reales, es decir, desprovistos de interpretación política”. Sé esto. Merino no es hermeneuta ni analista ni proselitista ni panegirista ni mucho menos opinólogo, pero esta distancia narrativa, sumada al hecho de que, no sé si a su contra o no, se ha ido perfilando como un sujeto con cierta predisposición lateada, puede propiciar la idea de que sería un hombre poco menos que ajeno a todo conflicto no individual, lo cual no me parecería cierto ni justo; Merino practica a veces una manera de egotismo, sí claro (en sus crónicas Merino se ha narrado a sí mismo incluso en la ducha o en la cama dando vueltas desvelado), y otras veces una forma de discurrimiento en paisajes más mentales que urbanos, por supuesto, pero también se lo ve irritado en varias cuadras de Todo Santiago con cuestiones que no le atañían directamente a él mismo.
En la lectura de Merino puede haber un efecto de extrañamiento que viene dado tanto por ciertas atmósferas mentales como por el uso de vocablos desusados o resignificados. Si yo estuviera en la universidad y lo fuese a estudiar tal vez centraría una tesis en el uso que hace del verbo “verificar”, al que toma no en su sentido de comprobar (como es usual en Chile), sino como sinónimo de acontecer, de ocurrir. Pienso que las crónicas de Merino están ahí verificando en la prosa lo que alguna vez se verificó en las calles de Santiago. Reportes ni melancólicos ni irónicos sino algo más difuso: algo así como reportes luminosos, pero de luz tenue, poseedores de cierta aura (mérito más de la prosa que de lo contado) y también de un efecto de linterna, de luz ya no tan tenue, iluminador de lo externo, de lecturas y de calles chilenas, como Jotebache –que es ambas cosas–, de barrios y tiendas, de olores y colores y pedazos de ciudad (como el recuadro de suelo santiaguino de la foto de portada).
Ni sucumbiendo al charco de la melancolía, pues, ni cediendo a la añoranza de otro orden de cosas, Merino hace, casi como quien no quiere la cosa, por acumulación, una singular anatomía de Santiago y los santiaguinos, de sí mismo y de la memoria que los une y los separa y los reúne, en cualquier momento, en Cumming o en Lyon o en la Estación Mapocho.      



Presentación en Feria del Libro de Todo Santiago. Crónicas de la ciudad. Editorial Hueders, 07 noviembre 2012

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