martes, 22 de enero de 2013


El otro sendero de Mariátegui
UN ENSAYISTA LUMINOSO

Leí con inesperado placer y curiosidad los recién reeditados Ensayos literarios de José Carlos Mariátegui, peruano de vida breve (1895-1930), pensador marxista de primera magnitud (fundador en su país del Partido Socialista, tras su muerte convertido en Partido Comunista, y autor de esa frase de la cual tomó su nombre la sanguinaria guerrilla maoista peruana: “El marxismo leninismo abrirá el sendero luminoso hacia la revolución”) y escritor de reflexiones literarias –su real sendero luminoso– que no han perdido vigencia intelectual o, al menos, belleza. Lector pionero, Mariátegui supo detectar, relevar y celebrar casi simultáneamente a su aparición obras tan complejas y exigentes como las de Joyce, Radiguet, Breton y las vanguardias, sin rendirle pleitesía acrítica sino, al contrario, cuestionándolas por varios flancos, a tal punto que, como bien dice en su nota el encargado de esta reedición, “puede leerse a Mariátegui, al mismo tiempo, como un observador crítico del campo cultural europeo y como un revolucionario del campo literario latinoamericano”. Asimismo supo, con una agudeza que ilumina aún hoy, dar cuenta de cuestiones estéticas acá por entonces no muy cotizadas, como el freudismo en la literatura o los alcances del arte de Chaplín (por el que siente un entusiasmo algo desbordado, pero la exageración es una licencia lícita en el ensayo).
Leyendo estos ensayos, a los que hasta hoy nulo acceso se tenía siendo su autor una figura clave de la intelectualidad del continente, recordé que cuando el año pasado Alan Pauls vino a presentar su espléndido libro de ensayos Temas lentos (Udp) dijo algo así como que él jamás habría armado ese libro por iniciativa propia, que le daba pudor hacerlo y le agradecía la idea y ejecución a los editores. Aunque la supongo movida por la modestia, la encontré una declaración equívoca porque, primero, Temas lentos es probablemente su mejor libro o uno de sus dos mejores sin duda y, segundo, porque hace rato (siglos, de hecho) que el ensayo, así como la crónica, la crítica e incluso la entrevista, no tienen por qué estar siendo tributarios ni pudorosos parásitos editoriales de otras producciones, preferentemente de las del ámbito de la ficción, para tener derecho a existencia, a circulación, a conformar libro. Esto, por cierto, es una perogrullada. Pero no tanto en Chile, pese al trabajo de sellos como Hueders, UDP, Metales Pesados, UAH, Catalonia o Cuarto Propio. Hasta hace algunos años, los escritores en Chile eran principal, si es que no exclusivamente, otros: los narradores, los novelistas muy en especial. Quienes ejercían la crónica, el periodismo no noticioso, la crítica e incluso el ensayo eran tirados para la cola por la “vieja estimativa literaria” (expresión de Mariátegui). Absurdo de proporciones por el cual en Chile todavía se oye hablar de Escritor y poeta, Escritor y cronista, Escritor y periodista, Escritor y ensayista, pero nunca de Escritor y novelista o Escritor y cuentista, porque eso implicaría redundancia. Volviendo a Mariátegui, que no escribió ficción pero es un escritor de tomo y lomo, sus ensayos están escritos con una prosa que deleita y poblados de palabras que, aunque algunas en triste desuso, no han perdido ni un pico de encanto y efectividad.
El libro consta de tres secciones. Una recoge sus ensayos sobre autores como los ya mencionados y también Drieu la Rochelle, Tolstoy (sic), Zola (al que desdeña) y Rilke (“Rilke es sólo lírico. No ha empañado los cristales de su arte el hálito de la revolución”). Ahí, sin renegar de su instrucción marxista pero tampoco tributándola cándidamente, Mariátegui se muestra como un formidable crítico de poesía, proponiendo categorías, relaciones y cruces que, incluso aunque ya no tengan mucha operatividad, siguen siendo placenteros de leer y propiciadores de nuevas ideas.
Una segunda sección compila sus pensamientos sobre las vanguardias y sus ismos; y una tercera, llamada “Critica cultural y entrevistas”, depara aún más sorpresas, como el texto “El artista y la época”, que es una excelente muestra, quizá la mejor, de su prosa certera y fina y, sobre todo, de su inteligencia inquieta y libre, reacia a comodines y comodidades. Ahí hace un examen, en apenas cinco páginas, de la relación del artista con su tiempo, repasando la permanente insatisfacción que muestra ante la sociedad y luego las razones del efectivo desdén de ésta, para entonces referirse a lo reaccionaria que, de todos modos, es la protesta de los artistas que, resentidos con el orden de las cosas, se ponen a añorar épocas pasadas, donde la aristocracia, a diferencia de la burguesía, habría sabido darle esplendor a la cultura, lugar común que Mariátegui también demuele. A continuación dice que el artista se queja del trato de la prensa, burlándose de la relación inocentona y romántica que aún mantienen los creadores con los medios, para a renglón seguido arremeter contra la prensa que, efectivamente, “tiene siempre muy en cuenta el gusto de su alta clientela”. Y no es que Mariátegui no tenga posturas (de hecho era marxista y el marxismo es, entre otras cosas, una narrativa del mundo y una articulación de posturas ante él): las tiene, pero está siempre dispuesto a revisarlas críticamente.
También se incluyen un par de entrevistas donde, con zarpazos de inteligencia, Mariátegui resuelve casi como en tuiteos cuestiones que, para una mente no tan preclara, demandarían, cuando menos, varias parrafadas. Y tiene un humor impropio, digamos, de un marxista rígido, pero es que él no lo era. Cuál es su concepto de la vida, le pregunta un día un periodista, y responde: “Esta es una pregunta metafísica, y la metafísica no está de moda”. Y cuando de la revista Perricholi quieren saber cuál es para él la figura literaria más grande que ha tenido el Perú, dice: “Nunca he sentido la urgencia de encontrar entre nosotros la figura máxima”.
Mariátegui perdió una pierna a los 29 años y la vida a los 35, pero no perdió nunca, aunque ello le costara pelear con sendas facciones de la izquierda, la lucidez, el sentido crítico, el humor y el amor al mundo por sobre cualquier idea acerca de éste que pudiera él mismo suscribir. Era superior su espíritu crítico a su espíritu marxista, por lo cual puedo suponer que habría hecho buenas migas con un hombre que iba a nacer, cuatro años después de su muerte, en otro lugar del mundo, en Bulgaria: Tzvetan Todorov, de quien acabo de pillar y leer un libro de ensayos formidables, La literatura en peligro, en cuya entrada cuenta, justamente, como fue que llegó al estructuralismo sorteando, como joven lector y crítico, los preceptos ideológicos con que el régimen comunista búlgaro obligaba a sus ciudadanos a asumir la literatura.



ENSAYOS LITERARIOS
José Carlos Mariátegui
Mardulce Editora, 2012, 172 páginas








domingo, 13 de enero de 2013


 LA REPETICIÓN DEL SUSHI
Villa Grimaldi en los '70, cuando fue centro de tortura. Foto: Kena Lorenzini













José Labbé, 31 años, vicepresidente de la Juventud UDI, ex concejal de Nuñoa, aspirante a diputado e hijo de Cristián Labbé, dijo en estas mismas páginas, en la edición de la semana pasada, algo respecto al pasado que suele ser esgrimido en su sector político: “Yo no quiero hablar para atrás. Me da lata y se me empieza a repetir el sushi… Hay que mirar pa’ adelante”. Pero resulta que mirar para atrás y mirar “pa’ adelante”, como uno supondría que sabe cualquier hijo de vecino o soldado, son acciones igual de cruciales a la hora de desplazarse hacia lo incierto (el futuro, el “pa’ delante”). Menciono esto porque tengo exactamente la misma edad que José Labbé, pero tiendo con cierta frecuencia a mirar para atrás e incluso a quedarme pegado. Y es así que después de la obsesiva lectura de varios libros recién publicados que giran en torno a la dictadura, muy especialmente el segundo tomo de Las letras del horror. La CNI, de Manuel Salazar, veo que una entre muchas imágenes posibles sobre Chile se impone: la de este país, en los años ochenta, como un gran tranque, por la cantidad de sapos que hubo. Sapos Culiaos, según decía un intrépido rayado que recuerdo haber leído, con asombro pre-político, de niño, en 1990 o 1991, en las murallas del Regimiento Coraceros en Viña del Mar, en la calle 15 Norte –regimiento que hoy no existe; en cambio hay unas horribles torres y muchas palmeras rodeando una laguna artificial.
Sapos de todo tipo: soplones de jornada completa, informantes a trato, infiltrados de la CNI en grupos de izquierda y universidades, autoridades regionales prestas a delatar, hocicones de ocasión. Un país-tranque donde la delación (vecina de la felación) no solo era moneda corriente sino que además, como no podía ser de otra forma en este país leguleyo hasta el ano, era estimulada mediante figuras legales que convertían en delito su omisión, como el decreto de ley 2.691 que en 1978 (poco después de que la CNI le arrebatara una casona de calle República al Centro de Estudios Humanísticos de la U. de Chile para instalar ahí su central de espionaje) fue promulgado a fin de agravar ciertas penas y crear, cuenta Salazar, “un nuevo tipo delictual: el de la omisión de denuncia, que buscaba institucionalizar la delación y el soplonaje, las ansias de venganza y el desquite”. Siempre pertinente, Roland Barthes escribió que el verdadero fascismo no consiste en obligar a callar sino en obligar a decir.  
Lo que hace Manuel Salazar –coautor, junto a Óscar Sepúlveda y Ascanio Cavallo, de otro libro clave en la materia y que fuera también reeditado hace poco, La historia oculta del régimen militar (Uqbar Editores)– en Las letras del horror es impagable no por la novedad de las informaciones ofrecidas (que a veces la hay); no por su prosa asombrosa ni por su ritmo trepidante (que con frecuencia lo tiene); tampoco por tener una estructura que deslumbre ni por ofrecer grandes conclusiones (no las ofrece afortunadamente). Las letras del horror es un proyecto-libro impagable porque viene a ordenar y comprimir la ingente información habida, ponderándola con rigor y narrándola con cronológica inteligencia, de manera tal que hoy leyendo poco puede conocerse mucho: “los intramuros de los aparatos represivos”, esto es, cómo operaron las dos policías secretas de Pinochet, la DINA y la CNI, que junto al DINE, el Comando Conjunto y la DICOMCAR llevaron a cabo las bestialidades que los informes Rettig y Valech dejaron documentadas con una validez no cuestionada hoy más allá de los penales Punta Peuco y Cordillera y de calle Suecia 286, Providencia.
Salazar se lo ha leído todo o casi todo en la materia, desde expedientes judiciales hasta cientos de investigaciones y libros como Crimen imperfecto, de Jorge Molina Sanhueza, del cual en parte se nutre para narrar la siniestra muerte del siniestro Eugenio Berríos, que apareció enterrado en 1992 cabeza abajo en una playa uruguaya, con las manos amarradas con alambre y la cabeza previamente baleada dos veces. Puede verse de todo en esta suerte de bestiario que son Las letras del horror: a agentes CNI cantando “Arriba en la cordillera” de Patricio Manns alcoholizados en peñas a las que iban precisamente a sapear; los detalles de ese desigual western lluvioso que fue la Operación Machete en la selva valdiviana; la nota estridente puesta por las protestas de 1983; a Francisco Javier Cuadra prestándole ropa a la CNI al referirse, como vocero de Gobierno, a los acribillamientos que siguieron al atentado a Pinochet con estas palabras: “Tengo la impresión de que en este caso está jugando el procedimiento típico de purga dentro de los grupos marxistas”; a los CNI haciendo un asado dos o tres días después de acometida la brutal Operación Albania; a Corbalán como un abstemio con ínfulas culturales y políticas y con una gran debilidad por la Fanta y la Orange Crush; y a varios agentes robando como gatos de campo, a ciega imagen y semejanza del Capitán General, atemorizados por el advenimiento de la democracia. De hecho, en el tomo I se indica que tempranamente la DINA usurpó, para mover platas sucias, la identidad de aquellos a quienes habían hecho desaparecer días antes). Eso y mucho más hay (quizá habría venido bien la inclusión de más fotos como las que ilustran las portadas, una de las cuales reproducimos aquí en grande).
Con todo, el de Salazar no es un libro que abunde en relatos de torturas, hechos de sangre, acribillamientos y desapariciones. Los tiene, cómo no (se informa incluso de la infamia extrema de un niño de tres años puesto encima de su padre mientras éste es sometido a choques eléctricos en la parrilla), como asimismo se da cuenta de las tantas otras formas “menores” de violencia de Estado, como las muy desgraciadas relegaciones (en 1978, por ejemplo, se confinó a diez dirigentes de Chuquicamata a Chonchi, en Chiloé) o los amedrentamientos (los de los gurkas, esos matones especializados de la CNI que iban a romper protestas y reuniones a punta de manoplas y pateaduras, palos y linchacos). Pero el centro de este libro no está en narrar casos, no es un memorial ni un informe, sino una síntesis o relación histórica que busca identificar estructuras: modos de operación, jerarquías, contactos internacionales, redes civiles, usos, prácticas y otras cuestiones concurrentes para “mantener vigilada a la población y evitar cualquier intento de disenso o rebelión”. La frialdad de los agentes, en todo caso, no le quita espacio a su idiotez, cuestión de la que este libro también da cuenta. 

***

Este 2013, un año de elecciones inciertas, estará doblemente agitado porque, además de los problemas vigentes, vendrán a revolotear los mal llamados problemas del pasado, pues se cumplen cuatro décadas del Golpe y este es un país muy dado a la efeméride; y para colmo han aparecido, aparte del segundo tomo de Salazar, varios libros que permiten, leídos con cierta continuidad, armar una historia clara, y bastante precisa, no ya de “lo que pasó” en Chile, que eso ya está suficientemente establecido desde hace rato, sino “cómo” pasó todo aquello que pasó durante esos 17 años de gobierno de Pinochet y la derecha (también se cumplen 35 años desde que la juventud derechista subiera a Chacarillas para homenajear a Pinochet y ser homenajeada por Pinochet en un acto colmado de relato y de emprendedores).
La mayoría de estos libros recién publicados son periodísticos: desde la reedición de La conjura (Ed. Catalonia), donde Mónica González establece cómo y entre quiénes se organizó el Golpe, hasta La trampa (Lom), ágil crónica donde Víctor Cofré cuenta una desconocida y desde todo punto de vista innecesaria infiltración de la CNI en el MIR, a finales de la dictadura, para formar la “R”, una célula mirista de liceanos cuyo cabeza era “Miguel”, un CNI infiltrado cuyos oficios de sapo le costaron la vida a dos de los ilusos jóvenes en un falso enfrentamiento, pasando por La danza de los cuervos de Javier Rebolledo (que contó lo que había dos o tres metros más abajo si se seguía escarbando en el pozo del sadismo chileno, esto con un tono personal que, guste o no, refrescó las formas del periodismo sobre la dictadura) y Asociación ilícita de Mauricio Weibel, que documentó los movimientos de la DINA. (Estos dos últimos autores han denunciado recientes hostigamientos y amenazas, que según Weibel podrían ser A) coincidencias leídas paranoicamente, B) ex agentes desorbitados tratando de operar sin inteligencia y sin fuerza, o C) inteligencia actual del Ejército queriendo llevar a cabo no se sabe qué desinteligente plan.)
Pero no solo libros periodísticos sobre la materia se han estado dejando caer en librerías de un tiempo a esta parte. También el 2012 fue un año abundante en libros testimoniales. Si a mediados de los 90 hubo una cierta explosión de éstos, hoy hay una réplica: se han reeditado hace poco testimonios clave, como Una mujer en Villa Grimaldi de Nubia Becker, Tejas Verdes de Hernán Valdés y La parrilla de Adolfo Pardo. Estos y otros testimonios, dicho sea de paso, permiten discutir la tesis de que, para dar cuenta de determinada experiencia o realidad (la dictadura chilena, en este caso), el testimonio es inferior a la ficción pues tiene menos herramientas y posibilidades, menos alcances, tesis que encuentra un defensor en Grínor Rojo, quien sostiene lo siguiente en su prólogo (de 1985 y revisado en 2010) a los brillantes cuentos breves de José Leandro Urbina reunidos en Las malas juntas: “Las virtudes revelatorias de una buena ficción son a menudo más grandes que las del mejor de los testimonios”. Acierta Rojo cuando esgrime, para dar cuenta de la superioridad o de la mayor “virtud revelatoria” de un texto, “la maña que se da para detectar connotativamente los mecanismos de poder que se agazapan por detrás de la experiencia y que son los que hacen de ella lo que ella es”. Pero acierta menos cuando señala que eso es casi privativo de lo ficticio, argumentando que “el texto testimonial tiene limitaciones evidentes, le falta movilidad, su cercanía respecto de los hechos es excesiva, el rango de su penetración escaso, etc.”. La ficción ciertamente tiene ventajas –como las que Rojo muy bien indica– para abordar y dar cuenta de ciertas realidades. Pero también tiene sus complicaciones. Y, por su parte, al testimonio en muchos casos no le falta en lo absoluto movilidad o penetración, ni menos le juega en contra su “cercanía excesiva” con los hechos, cercanía que bien procesada puede ser –ha sido– fuente de grandes resultados, como es el caso de lo escrito por Primo Levy o Denisse Affonco o la anónima diarista de Una mujer en Berlín que Hans Magnus Enzensberger rescató hace unos años del olvido. No hay que desatender la voz de “los que susurran”. Los que susurran, por cierto, es el perfecto título de esa obra monumental en la que el historiador inglés Orlando Figes rescata y articula las voces, los testimonios, los susurros e incluso el silencio de quienes crecieron y vivieron sin heroísmos la macabra y asfixiante y larga represión estalinista durante toda su vida. Hace constar Figes que susurrantes en lengua rusa puede aludir “a alguien que susurra por miedo a ser oído” o “a la persona que informa a espaldas de la gente a las autoridades”. Mejor, pues, prestar selectiva atención a los testimonios. A los de ambos lados. Porque hay de todo, incluso unas Anécdotas de mi General: las que viví y… las que me contaron (Editorial Asesorías Comunicacionales), libro del exjefe operativo de la CNI Álvaro Corbalán cuya propuesta consiste en traer sucintamente a la memoria episodios sueltos, como ese en que Pinochet viene de vuelta de la cuesta El Melocotón, poco después del atentado de FPMR, y su edecán no puede evitar en el interior del auto “una deflagración digestiva bastante pestilente”, la que para salir del paso achaca a la descomposición de un perro en la carretera, por lo que al repetirse el olor minutos después Pinochet lo insta a mirar hacia atrás porque, le dice, “parece que el perro nos viene siguiendo”.
En cuanto a la ficción, en estas lides la narrativa chilena también ha rendido lo suyo, aunque esperar una Gran Novela de la Dictadura puede ser una gran huevada nomás. Germán Marín, Pedro Lemebel, José Leandro Urbina, y también Arturo Fontaine y Nona Fernández y Álvaro Bisama, entre otros, han indagado ese Chile. En una entrevista, a Bolaño se le preguntó si le parecía posible escribir la novela de los detenidos desaparecidos. “Es posible –dijo–. El problema es quién y cómo... Para escribir sobre esto sería necesario que el novelista se planteara, dentro de la misma novela, el actual vacío en el discurso de la izquierda o la necesidad de reformular ese discurso. Ahora bien, ¿cómo se va a reformular ese discurso de izquierda si la izquierda, por ejemplo, sigue apoyando a Castro, que es lo más parecido que hay a un tirano bananero? En realidad, en este aspecto estamos en pañales”. Hasta aquí Bolaño, que por supuesto también dio lo suyo.
De todos modos, mientras se espera al Tolstoi de Pinochet, se puede encontrar en los dos libros de Salazar muy bien cuajada una historia que se lee como un policial rápido, bestial y provisto, por ser los crímenes tan cercanos, por quedar este tranque o Rue Morgue tan a la vuelta, de momentos de verdadero miedo y asco y, lo más sorpresivo, de un par de pasajes donde la risa, incómoda aunque no tanto, se hace espacio, como la suscitada por el pasaje en el que Humberto Gordon, director de la CNI, le para los carros a un pedigüeño Álvaro Corbalán en estos términos: “¿Cómo te atrevís a hablar de plata, sinvergüenza de mierda? ¿No te acordai lo que te gastaste, con fondos del servicio, con la Maripepa Nieto en Viña del Mar?”. 
La poesía chilena, por supuesto, también se ha metido en estos asuntos y, pese a los cacareados peligros de lindar poesía con política contingente, lo ha hecho con espléndidos resultados: desde Parra y Lihn, pasando por Gonzalo Millán y Elvira Hernández o José Ángel Cuevas y Hernán Miranda, hasta Bruno Vidal (sería muy interesante hacer una comparación entre la portada del Libro de guardia de Vidal y la del tomo I de Las letras del horror, y que ilustra este artículo: entre esas dos tapas, o entre esos dos relatos, sucede la tragedia de Chile). Y también Raúl Zurita, cuyo reciente libro llamado Zurita agarra, alternando lo personal con lo nacional de manera alucinada y alucinante, ese Chile de la dictadura pero no se acota a él sino que lo proyecta en demenciales cuadros hacia el presente y hacia el pasado, hacia la naturaleza y hacia el vacío, o hacia el infierno, porque quizá, tras Purgatorio y Anteparaíso, Zurita, el libro, sea el Infierno.
Con tanto libro así circulando y con la efeméride de las cuatro décadas del golpe clavada “pa’ delante”, este año con seguridad a varios se les va a repetir el sushi.




















LAS LETRAS DEL HORROR       
I. La DINA / II. La CNI
Manuel Salazar
Lom, 2011 y 2012
347 y 339 páginas