viernes, 21 de abril de 2017


Ricardo Emilio Piglia Renzi (1940-2017)
¿CÓMO SE SALE DE ESTO?
¿Cómo se lee a quien te enseñó a leer? No con humildad, sino con orgullo, podría ser una respuesta. Otra está al principio de Crítica y ficción, donde a la pregunta sobre cómo le gustaría que se leyeran sus libros, Piglia contesta: “Tal cual se leen. No hay más que eso. Cada uno es dueño de leer lo que quiere en un texto. Bastante represión hay en la sociedad”.
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Tras una comida en Santiago, el año 2009, Piglia espera un taxi junto a un escritor y un editor, los dos chilenos. Aunque es apenas medianoche, no pasa ni uno en largo rato y los que pasan no paran. ¿Cómo se sale de esto?, dice Piglia, y propone caminar una cuadra. Entonces aparece altiro un taxi y lo toman. Primero se baja el escritor y entonces el editor va a dejar a Piglia unas quince cuadras más allá, a la puerta de su hotel, en el barrio El Golf. Pero Piglia ha olvidado la dirección exacta (es un hotel chico y ese un sector oscuro y algo laberíntico), el taxista desconoce la zona y ninguno tiene celular con internet. “¿Cómo se sale de esto?”, pregunta Piglia con una leve sonrisa. “Demos vueltas”, dice. Y eso hacen. Por tres o cuatro cuadras y alternando con una calle semicircular que las rodea, el taxi va y viene. En una esquina con semáforo deciden parar y preguntar, ya que el hotel definitivamente no aparece y el taxímetro suma y sigue. Pero no se ve a nadie. Piglia busca alguna pista en su billetera, el taxista hace tiempo, el editor mira su celular inútilmente y de pronto dos voluptuosas y pintarrajeadas mujeres golpean las ventanas traseras del taxi. Con señas Piglia y el editor les explican que no, que están parados ahí por otra cosa. Entre risas, con el semáforo en rojo y ante la insistencia asombrosamente ronca, algo beoda y cada vez más obscena de l@s invitantes, Piglia dice: “¿Cómo se sale de esto?”, y entonces dan la luz verde y el taxi avanza una cuadra, dobla a la izquierda, prueba bajando otra calle en la subsiguiente cuadra y, de la nada, aparece el hotel.   
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Quizás esa pregunta repetida del Piglia pasajero es la que mueve toda su obra literaria. Aunque en vez de obra en su caso cabría hablar más bien de circuito: un movimiento perpetuo compuesto de novelas, cuentos, digresiones, entrevistas, ensayos, miscelánea teórica y guiones, pero sobre todo hecha de preguntas abiertas (“¿Hay una historia?”, dice la primera frase de Respiración artificial), muchas preguntas que se concentran en una sola: cómo salir de esto, de tal o cual encrucijada narrativa. Cómo contar una vida, cómo vivir en la escritura. En su diario describe cómo se encerraba en su departamento con las persianas abajo y el teléfono tapado con toallas para aislarse y escribir todo el día, no teniendo todavía 30 años. A esos los llama “los años felices”.
La pregunta por cómo salir significa, en su obra, cómo evitar el estancamiento y las consecuentes formas vacías: cómo salir es, en definitiva, cómo seguir. Cómo hacer frente o esquivar, según sea el caso, un desafío intelectual, un enigma policial, una penuria económica, un dilema moral, una paranoia política o una intriga familiar. En El último lector, por ejemplo, de las encrucijadas reflexivas en que se mete al analizar la obra de Kafka o Tolstoi o la paradójica vida del Che Guevara suele salir diciendo que hay “una tensión” entre las dos cuestiones de las que está hablando. Y al decirlo avanza: deja en suspenso el asunto indicando que hay una tensión ahí. Con la palabra tensión, usada y poco menos que abusada, se desplaza el pensador en ese libro. Es su llave no mágica pero sí maestra. En sus siguientes ensayos publicados, la muletilla desaparece. Piglia no era un autor de fórmulas —que son repeticiones— sino de formas —que son variaciones—. Una inteligencia viva que buscaba salidas aun sabiéndose en un laberinto infinito compuesto por 27 letras y una gramática y enmarcado por una vida dichosamente replegada. El dictum pigliano “fijar el fluir de la vida” es una aspiración solamente, un punto de fuga que permite seguir contando. En una de las entrevistas que dio a The Clinic, al pedírsele que sacara la voz por la ficción en un tiempo en que la no ficción, la autoficción y la crónica se imponían, no vaciló y dijo que era imposible admitir que la imaginación estuviera clausurada, que mientras “el periodismo nos presenta la realidad bajo su forma juzgada, la ficción abre paso a la incertidumbre de los hechos y a la aspiración al sentido”.
Dijo que “la lectura se opone a un mundo hostil”, pero prefirió siempre la crítica literaria al modo de la de Osip Mandelstam, que hablaba del estilo de Dante comentando sus caminatas. Dijo que la crítica era la forma moderna de la autobiografía, y la ejerció así. Definió el estilo de Roberto Arlt comparándolo con su apellido, A-R-L-T: chirriante, difícil de pronunciar pero único e inolvidable. Nunca rehuyó los géneros considerados de segunda, como el policial, la novela de acción, la correspondencia íntima, la entrevista e incluso el chiste. Respiración artificial ha de ser, entre otras cosas, una de las novelas con mejor humor de Latinoamérica. Difundió a escritores semisecretos, dialogó abiertamente con generaciones de autores más jóvenes, escribió al menos dos novelas ineludibles, un puñado de relatos descollantes, un cuento breve perfecto (“La honda”) y una decena de ensayos y teorías luminosos. “La literatura es experiencia y no conocimiento del mundo”, escribió. 
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Historiador en retiro, novelista en fuga, diarista esencial, leyendo a Piglia se aprende a leer con desconfianza, con soltura, cerrando un ojo y a veces, si es necesario, los dos. Incluso a leer mal, desplazadamente. ¿Cómo leer, entonces, a quien te enseñó a leer? Piglia contó que una vez en los años 70 estaba metido en la poesía de Robert Lowell y el poeta Paco Urondo le dijo “Ah, mejor lee a Parra”. Y a Piglia le gustó eso: entender la literatura como una ciudad que es posible recorrer tomando atajos.
Así habría que leerlo, paseando por sus principales páginas, pero perdiéndose cada vez más decididamente en sus atajos. Y los atajos de Piglia son sus diarios, los que al final de su vida se dedicó a transcribir desde los 327 cuadernos a los que dedicó más de medio siglo. En ellos, Piglia sigue preguntando cómo salir, cómo moverse, o sea lo de siempre, aunque siempre diferentemente: “Domingo 18 de julio (1965): Son las cuatro de la mañana. Pasé la noche pensando. Todo lo que pienso es inútil. Doy vueltas en el vacío. ¿Cómo salir de aquí? ¿Por dónde empezar? Hay que empezar desde abajo, no con humildad, sino con orgullo”.
Es toda una clave. No con humildad, sino con orgullo. El orgullo no es soberbia. Es voluntad férrea en el punto de partida. 
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Es notorio que Piglia no sólo haya escrito sus diarios toda la vida, sino que también los haya leído y releído, según consigna en ellos mismos, con llamativa regularidad. Volvía sobre ellos una y otra vez. Le gustaba revivir sus días tanto o más que vivirlos. Intentaba establecer, a la hora de contar la propia vida, secuencias, series discontinuas, relatos y anotaciones de las cuales surgieron muchas, sino todas, sus novelas, cuentos y ensayos. Piglia llevó lejos como pocos la indeterminación literaria, operando una inversión muy borgeana —pigliana, habría ya que decir—: puso a la crítica y los diarios en el centro e hizo de sus novelas, cuentos y ensayos los satélites; al modo de un dealer, la obra de Piglia previa a sus diarios puede leerse como el medio empleado para generar adicción por unas formas narrativas y unos personajes y fijaciones de las que los diarios son su culminación. Esta, y no ninguna intimidad o enemistad, es la gran revelación de sus diarios. Era verdad: más de una vez Piglia dijo que todo lo que había escrito lo había hecho para allanarle el camino a la publicación futura de sus diarios, que venía escribiendo, como se sabe, desde la adolescencia. La nota con que abre el primer tomo de sus diarios proviene directa e íntegramente de las primeras páginas de Prisión perpetua, esa novela breve de 1988 que bien podría considerarse el magistral centro de su obra periférica (siempre y cuando se acepte que sus diarios son su obra central, cuestión más que plausible). En cualquier caso, en esa novela aparecen ya todos sus modos y combinatorias narrativas y, lo más importante, su voluntad de periciar y narrar los puntos en que la historia, la política y la intimidad se encuentran y determinan o, al menos, se rozan y contagian.
Piglia no vivió para contarla sino, al revés, escribió para vivirla. Guionista de sus propios días, cincuenta años estuvo escribiendo y recordando su vida, tomando distancia de ella y luego fagocitándola para buscarle o proveerle un sentido. No es que haya escrito lo que haría, al modo de una propedéutica delirante. Es, más bien, que la vida la vivió sobre todo al releerla, “sustituciones semánticas de la experiencia vivida”, según anota en 1969. Una aplicación radical, quizá algo quijotesca, de la idea contenida en los dos versos de T.S. Eliot que van de epígrafe en Respiración artificial: “Tuvimos la experiencia pero perdimos el sentido. / Y acercarse al sentido restaura la experiencia”.
Al final le cayó una enfermedad maldita como pocas, paralizante, de la que no hay cómo salir. Y se murió Piglia, dejándonos en un suspenso mayor, a la espera de lo que vendrá: el registro del último tiempo, el tercer tomo, con el que completará mil páginas de diarios. Mil páginas que reflejan, replican y asemejan como una melliza descarada y astuta a las mil que escribió entre ficción y ensayo. ¿Cómo se sale de esto? Quizás estemos recién entrando.
 
 
(Publicado en The Clinic el 12 de enero de 2017)