Ricardo Emilio Piglia Renzi (1940-2017)
¿CÓMO SE SALE DE ESTO?
¿Cómo se lee a quien te enseñó a leer? No con humildad, sino con orgullo, podría ser una respuesta. Otra
está al principio de Crítica y ficción,
donde a la pregunta sobre cómo le gustaría que se leyeran sus libros, Piglia contesta:
“Tal cual se leen. No hay más que eso. Cada uno es dueño de leer lo que quiere
en un texto. Bastante represión hay en la sociedad”.
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Tras una comida en Santiago, el año 2009, Piglia espera un
taxi junto a un escritor y un editor, los dos chilenos. Aunque es apenas
medianoche, no pasa ni uno en largo rato y los que pasan no paran. ¿Cómo se
sale de esto?, dice Piglia, y propone caminar una cuadra. Entonces aparece
altiro un taxi y lo toman. Primero se baja el escritor y entonces el editor va
a dejar a Piglia unas quince cuadras más allá, a la puerta de su hotel, en el
barrio El Golf. Pero Piglia ha olvidado la dirección exacta (es un hotel chico
y ese un sector oscuro y algo laberíntico), el taxista desconoce la zona y
ninguno tiene celular con internet. “¿Cómo se sale de esto?”, pregunta Piglia con
una leve sonrisa. “Demos vueltas”, dice. Y eso hacen. Por tres o cuatro cuadras
y alternando con una calle semicircular que las rodea, el taxi va y viene. En
una esquina con semáforo deciden parar y preguntar, ya que el hotel
definitivamente no aparece y el taxímetro suma y sigue. Pero no se ve a nadie. Piglia
busca alguna pista en su billetera, el taxista hace tiempo, el editor mira su
celular inútilmente y de pronto dos voluptuosas y pintarrajeadas mujeres
golpean las ventanas traseras del taxi. Con señas Piglia y el editor les
explican que no, que están parados ahí por otra cosa. Entre risas, con el
semáforo en rojo y ante la insistencia asombrosamente ronca, algo beoda y cada
vez más obscena de l@s invitantes, Piglia dice: “¿Cómo se sale de esto?”, y
entonces dan la luz verde y el taxi avanza una cuadra, dobla a la izquierda, prueba
bajando otra calle en la subsiguiente cuadra y, de la nada, aparece el hotel.
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Quizás esa pregunta repetida del Piglia pasajero es la que
mueve toda su obra literaria. Aunque en vez de obra en su caso cabría hablar
más bien de circuito: un movimiento perpetuo compuesto de novelas, cuentos, digresiones,
entrevistas, ensayos, miscelánea teórica y guiones, pero sobre todo hecha de
preguntas abiertas (“¿Hay una historia?”, dice la primera frase de Respiración artificial), muchas
preguntas que se concentran en una sola: cómo salir de esto, de tal o cual encrucijada
narrativa. Cómo contar una vida, cómo vivir en la escritura. En su diario describe
cómo se encerraba en su departamento con las persianas abajo y el teléfono
tapado con toallas para aislarse y escribir todo el día, no teniendo todavía 30
años. A esos los llama “los años felices”.
La pregunta por cómo salir significa, en su obra, cómo evitar
el estancamiento y las consecuentes formas vacías: cómo salir es, en
definitiva, cómo seguir. Cómo hacer frente o esquivar, según sea el caso, un
desafío intelectual, un enigma policial, una penuria económica, un dilema
moral, una paranoia política o una intriga familiar. En El último lector, por ejemplo, de las encrucijadas reflexivas en
que se mete al analizar la obra de Kafka o Tolstoi o la paradójica vida del Che
Guevara suele salir diciendo que hay “una tensión” entre las dos cuestiones de
las que está hablando. Y al decirlo avanza: deja en suspenso el asunto
indicando que hay una tensión ahí. Con la palabra tensión, usada y poco menos
que abusada, se desplaza el pensador en ese libro. Es su llave no mágica pero
sí maestra. En sus siguientes ensayos publicados, la muletilla desaparece. Piglia
no era un autor de fórmulas —que son repeticiones— sino de formas —que son
variaciones—. Una inteligencia viva que buscaba salidas aun sabiéndose en un
laberinto infinito compuesto por 27 letras y una gramática y enmarcado por una
vida dichosamente replegada. El dictum pigliano “fijar el fluir de la vida” es
una aspiración solamente, un punto de fuga que permite seguir contando. En una
de las entrevistas que dio a The Clinic,
al pedírsele que sacara la voz por la ficción en un tiempo en que la no
ficción, la autoficción y la crónica se imponían, no vaciló y dijo que era
imposible admitir que la imaginación estuviera clausurada, que mientras “el
periodismo nos presenta la realidad bajo su forma juzgada, la ficción abre paso
a la incertidumbre de los hechos y a la aspiración al sentido”.
Dijo que “la lectura se opone a un mundo hostil”, pero prefirió
siempre la crítica literaria al modo de la de Osip Mandelstam, que hablaba del
estilo de Dante comentando sus caminatas. Dijo que la crítica era la forma
moderna de la autobiografía, y la ejerció así. Definió el estilo de Roberto Arlt
comparándolo con su apellido, A-R-L-T: chirriante, difícil de pronunciar pero
único e inolvidable. Nunca rehuyó los géneros considerados de segunda, como el
policial, la novela de acción, la correspondencia íntima, la entrevista e
incluso el chiste. Respiración artificial
ha de ser, entre otras cosas, una de las novelas con mejor humor de Latinoamérica.
Difundió a escritores semisecretos, dialogó abiertamente con generaciones de autores
más jóvenes, escribió al menos dos novelas ineludibles, un puñado de relatos
descollantes, un cuento breve perfecto (“La honda”) y una decena de ensayos y
teorías luminosos. “La literatura es experiencia y no conocimiento del mundo”,
escribió.
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Historiador en retiro, novelista en fuga, diarista esencial,
leyendo a Piglia se aprende a leer con desconfianza, con soltura, cerrando un
ojo y a veces, si es necesario, los dos. Incluso a leer mal, desplazadamente.
¿Cómo leer, entonces, a quien te enseñó a leer? Piglia contó que una vez en los
años 70 estaba metido en la poesía de Robert Lowell y el poeta Paco Urondo le
dijo “Ah, mejor lee a Parra”. Y a Piglia le gustó eso: entender la literatura
como una ciudad que es posible recorrer tomando atajos.
Así habría que leerlo, paseando por sus principales páginas,
pero perdiéndose cada vez más decididamente en sus atajos. Y los atajos de Piglia
son sus diarios, los que al final de su vida se dedicó a transcribir desde los
327 cuadernos a los que dedicó más de medio siglo. En ellos, Piglia sigue
preguntando cómo salir, cómo moverse, o sea lo de siempre, aunque siempre
diferentemente: “Domingo 18 de julio (1965): Son las cuatro de la mañana. Pasé
la noche pensando. Todo lo que pienso es inútil. Doy vueltas en el vacío. ¿Cómo
salir de aquí? ¿Por dónde empezar? Hay que empezar desde abajo, no con
humildad, sino con orgullo”.
Es toda una clave. No con humildad, sino con orgullo. El
orgullo no es soberbia. Es voluntad férrea en el punto de partida.
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Es notorio que Piglia no sólo haya escrito sus diarios toda la
vida, sino que también los haya leído y releído, según consigna en ellos
mismos, con llamativa regularidad. Volvía sobre ellos una y otra vez. Le
gustaba revivir sus días tanto o más que vivirlos. Intentaba establecer, a la
hora de contar la propia vida, secuencias, series discontinuas, relatos y
anotaciones de las cuales surgieron muchas, sino todas, sus novelas, cuentos y
ensayos. Piglia llevó lejos como pocos la indeterminación literaria, operando
una inversión muy borgeana —pigliana, habría ya que decir—: puso a la crítica y
los diarios en el centro e hizo de sus novelas, cuentos y ensayos los satélites;
al modo de un dealer, la obra de Piglia previa a sus diarios puede leerse como
el medio empleado para generar adicción por unas formas narrativas y unos
personajes y fijaciones de las que los diarios son su culminación. Esta, y no
ninguna intimidad o enemistad, es la gran revelación de sus diarios. Era
verdad: más de una vez Piglia dijo que todo lo que había escrito lo había hecho
para allanarle el camino a la publicación futura de sus diarios, que venía
escribiendo, como se sabe, desde la adolescencia. La nota con que abre el primer
tomo de sus diarios proviene directa e íntegramente de las primeras páginas de Prisión perpetua, esa novela breve de
1988 que bien podría considerarse el magistral centro de su obra periférica (siempre
y cuando se acepte que sus diarios son su obra central, cuestión más que
plausible). En cualquier caso, en esa novela aparecen ya todos sus modos y combinatorias
narrativas y, lo más importante, su voluntad de periciar y narrar los puntos en
que la historia, la política y la intimidad se encuentran y determinan o, al
menos, se rozan y contagian.
Piglia no vivió para contarla sino, al revés, escribió para
vivirla. Guionista de sus propios días, cincuenta años estuvo escribiendo y
recordando su vida, tomando distancia de ella y luego fagocitándola para
buscarle o proveerle un sentido. No es que haya escrito lo que haría, al modo
de una propedéutica delirante. Es, más bien, que la vida la vivió sobre todo al
releerla, “sustituciones semánticas de la experiencia vivida”, según anota en
1969. Una aplicación radical, quizá algo quijotesca, de la idea contenida en
los dos versos de T.S. Eliot que van de epígrafe en Respiración artificial: “Tuvimos la experiencia pero perdimos el
sentido. / Y acercarse al sentido restaura la experiencia”.
Al final le cayó una enfermedad maldita como pocas, paralizante,
de la que no hay cómo salir. Y se murió Piglia, dejándonos en un suspenso
mayor, a la espera de lo que vendrá: el registro del último tiempo, el tercer tomo, con el que completará mil páginas de
diarios. Mil páginas que reflejan, replican y asemejan como una melliza
descarada y astuta a las mil que escribió entre ficción y ensayo. ¿Cómo se sale
de esto? Quizás estemos recién entrando.
(Publicado en The Clinic el 12 de enero de 2017)
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