LA REPETICIÓN DEL SUSHI
Villa Grimaldi en los '70, cuando fue centro de tortura. Foto: Kena Lorenzini |
José
Labbé, 31 años, vicepresidente de la Juventud UDI, ex concejal de Nuñoa,
aspirante a diputado e hijo de Cristián Labbé, dijo en estas mismas páginas, en
la edición de la semana pasada, algo respecto al pasado que suele ser esgrimido
en su sector político: “Yo no quiero hablar para atrás. Me da lata y se me
empieza a repetir el sushi… Hay que mirar pa’ adelante”. Pero resulta que mirar
para atrás y mirar “pa’ adelante”, como uno supondría que sabe cualquier hijo
de vecino o soldado, son acciones igual de cruciales a la hora de desplazarse hacia
lo incierto (el futuro, el “pa’ delante”). Menciono esto porque tengo
exactamente la misma edad que José Labbé, pero tiendo con cierta frecuencia a
mirar para atrás e incluso a quedarme pegado. Y es así que después de la obsesiva
lectura de varios libros recién publicados que giran en torno a la dictadura,
muy especialmente el segundo tomo de Las
letras del horror. La CNI, de Manuel Salazar, veo que una entre muchas
imágenes posibles sobre Chile se impone: la de este país, en los años ochenta,
como un gran tranque, por la cantidad de sapos que hubo. Sapos Culiaos, según decía un intrépido rayado que recuerdo haber
leído, con asombro pre-político, de niño, en 1990 o 1991, en las murallas del Regimiento
Coraceros en Viña del Mar, en la calle 15 Norte –regimiento que hoy no existe;
en cambio hay unas horribles torres y muchas palmeras rodeando una laguna
artificial.
Sapos
de todo tipo: soplones de jornada completa, informantes a trato, infiltrados de
la CNI en grupos de izquierda y universidades, autoridades regionales prestas a
delatar, hocicones de ocasión. Un país-tranque donde la delación (vecina de la
felación) no solo era moneda corriente sino que además, como no podía ser de
otra forma en este país leguleyo hasta el ano, era estimulada mediante figuras
legales que convertían en delito su omisión, como el decreto de ley 2.691 que
en 1978 (poco después de que la CNI le arrebatara una casona de calle República
al Centro de Estudios Humanísticos de la U. de Chile para instalar ahí su
central de espionaje) fue promulgado a fin de agravar ciertas penas y crear, cuenta
Salazar, “un nuevo tipo delictual: el de la omisión de denuncia, que buscaba
institucionalizar la delación y el soplonaje, las ansias de venganza y el
desquite”. Siempre pertinente, Roland Barthes escribió que el verdadero
fascismo no consiste en obligar a callar sino en obligar a decir.
Lo
que hace Manuel Salazar –coautor, junto a Óscar Sepúlveda y Ascanio Cavallo, de
otro libro clave en la materia y que fuera también reeditado hace poco, La historia oculta del régimen militar (Uqbar
Editores)– en Las letras del horror es
impagable no por la novedad de las informaciones ofrecidas (que a veces la hay);
no por su prosa asombrosa ni por su ritmo trepidante (que con frecuencia lo
tiene); tampoco por tener una estructura que deslumbre ni por ofrecer grandes
conclusiones (no las ofrece afortunadamente). Las letras del horror es un proyecto-libro impagable porque viene a
ordenar y comprimir la ingente información habida, ponderándola con rigor y
narrándola con cronológica inteligencia, de manera tal que hoy leyendo poco puede
conocerse mucho: “los intramuros de los aparatos represivos”, esto es, cómo
operaron las dos policías secretas de Pinochet, la DINA y la CNI, que junto al
DINE, el Comando Conjunto y la DICOMCAR llevaron a cabo las bestialidades que
los informes Rettig y Valech dejaron documentadas con una validez no
cuestionada hoy más allá de los penales Punta Peuco y Cordillera y de calle Suecia
286, Providencia.
Salazar
se lo ha leído todo o casi todo en la materia, desde expedientes judiciales
hasta cientos de investigaciones y libros como Crimen imperfecto, de Jorge Molina Sanhueza, del cual en parte se
nutre para narrar la siniestra muerte del siniestro Eugenio Berríos, que
apareció enterrado en 1992 cabeza abajo en una playa uruguaya, con las manos
amarradas con alambre y la cabeza previamente baleada dos veces. Puede verse de
todo en esta suerte de bestiario que son Las
letras del horror: a agentes CNI cantando “Arriba en la cordillera” de
Patricio Manns alcoholizados en peñas a las que iban precisamente a sapear; los
detalles de ese desigual western lluvioso que fue la Operación Machete en la
selva valdiviana; la nota estridente puesta por las protestas de 1983; a Francisco
Javier Cuadra prestándole ropa a la CNI al referirse, como vocero de Gobierno,
a los acribillamientos que siguieron al atentado a Pinochet con estas palabras:
“Tengo la impresión de que en este caso está jugando el procedimiento típico de
purga dentro de los grupos marxistas”; a los CNI haciendo un asado dos o tres
días después de acometida la brutal Operación Albania; a Corbalán como un
abstemio con ínfulas culturales y políticas y con una gran debilidad por la
Fanta y la Orange Crush; y a varios agentes robando como gatos de campo, a ciega
imagen y semejanza del Capitán General, atemorizados por el advenimiento de la
democracia. De hecho, en el tomo I se indica que tempranamente la DINA usurpó,
para mover platas sucias, la identidad de aquellos a quienes habían hecho
desaparecer días antes). Eso y mucho más hay (quizá habría venido bien la
inclusión de más fotos como las que ilustran las portadas, una de las cuales
reproducimos aquí en grande).
Con
todo, el de Salazar no es un libro que abunde en relatos de torturas, hechos de
sangre, acribillamientos y desapariciones. Los tiene, cómo no (se informa
incluso de la infamia extrema de un niño de tres años puesto encima de su padre
mientras éste es sometido a choques eléctricos en la parrilla), como asimismo se
da cuenta de las tantas otras formas “menores” de violencia de Estado, como las
muy desgraciadas relegaciones (en 1978, por ejemplo, se confinó a diez
dirigentes de Chuquicamata a Chonchi, en Chiloé) o los amedrentamientos (los de
los gurkas, esos matones especializados de la CNI que iban a romper protestas y
reuniones a punta de manoplas y pateaduras, palos y linchacos). Pero el centro
de este libro no está en narrar casos, no es un memorial ni un informe, sino una
síntesis o relación histórica que busca identificar estructuras: modos de
operación, jerarquías, contactos internacionales, redes civiles, usos, prácticas
y otras cuestiones concurrentes para “mantener vigilada a la población y evitar
cualquier intento de disenso o rebelión”. La frialdad de los agentes, en todo
caso, no le quita espacio a su idiotez, cuestión de la que este libro también
da cuenta.
***
Este
2013, un año de elecciones inciertas, estará doblemente agitado porque, además
de los problemas vigentes, vendrán a revolotear los mal llamados problemas del
pasado, pues se cumplen cuatro décadas del Golpe y este es un país muy dado a
la efeméride; y para colmo han aparecido, aparte del segundo tomo de Salazar, varios
libros que permiten, leídos con cierta continuidad, armar una historia clara, y
bastante precisa, no ya de “lo que pasó” en Chile, que eso ya está suficientemente
establecido desde hace rato, sino “cómo” pasó todo aquello que pasó durante
esos 17 años de gobierno de Pinochet y la derecha (también se cumplen 35 años
desde que la juventud derechista subiera a Chacarillas para homenajear a
Pinochet y ser homenajeada por Pinochet en un acto colmado de relato y de emprendedores).
La
mayoría de estos libros recién publicados son periodísticos: desde la reedición
de La conjura (Ed. Catalonia), donde
Mónica González establece cómo y entre quiénes se organizó el Golpe, hasta La trampa (Lom), ágil crónica donde
Víctor Cofré cuenta una desconocida y desde todo punto de vista innecesaria
infiltración de la CNI en el MIR, a finales de la dictadura, para formar la “R”,
una célula mirista de liceanos cuyo cabeza era “Miguel”, un CNI infiltrado
cuyos oficios de sapo le costaron la vida a dos de los ilusos jóvenes en un
falso enfrentamiento, pasando por La
danza de los cuervos de Javier Rebolledo (que contó lo que había dos o tres metros más abajo si se seguía escarbando
en el pozo del sadismo chileno, esto con un tono personal que, guste o no,
refrescó las formas del periodismo sobre la dictadura) y Asociación ilícita de Mauricio Weibel, que documentó los
movimientos de la DINA. (Estos dos últimos autores han denunciado recientes hostigamientos
y amenazas, que según Weibel podrían ser A) coincidencias leídas
paranoicamente, B) ex agentes desorbitados tratando de operar sin inteligencia
y sin fuerza, o C) inteligencia actual del Ejército queriendo llevar a cabo no
se sabe qué desinteligente plan.)
Pero
no solo libros periodísticos sobre la materia se han estado dejando caer en
librerías de un tiempo a esta parte. También el 2012 fue un año abundante en
libros testimoniales. Si a mediados de los 90 hubo una cierta explosión de éstos,
hoy hay una réplica: se han reeditado hace poco testimonios clave, como Una mujer en Villa Grimaldi de Nubia
Becker, Tejas Verdes de Hernán Valdés
y La parrilla de Adolfo Pardo. Estos
y otros testimonios, dicho sea de paso, permiten discutir la tesis de que, para
dar cuenta de determinada experiencia o realidad (la dictadura chilena, en este
caso), el testimonio es inferior a la ficción pues tiene menos herramientas y
posibilidades, menos alcances, tesis que encuentra un defensor en Grínor Rojo,
quien sostiene lo siguiente en su prólogo (de 1985 y revisado en 2010) a los
brillantes cuentos breves de José Leandro Urbina reunidos en Las malas juntas: “Las virtudes
revelatorias de una buena ficción son a menudo más grandes que las del mejor de
los testimonios”. Acierta Rojo cuando esgrime, para dar cuenta de la
superioridad o de la mayor “virtud revelatoria” de un texto, “la maña que se da
para detectar connotativamente los mecanismos de poder que se agazapan por
detrás de la experiencia y que son los que hacen de ella lo que ella es”. Pero
acierta menos cuando señala que eso es casi privativo de lo ficticio,
argumentando que “el texto testimonial tiene limitaciones evidentes, le falta
movilidad, su cercanía respecto de los hechos es excesiva, el rango de su penetración
escaso, etc.”. La ficción ciertamente tiene ventajas –como las que Rojo muy bien
indica– para abordar y dar cuenta de ciertas realidades. Pero también tiene sus
complicaciones. Y, por su parte, al testimonio en muchos casos no le falta en
lo absoluto movilidad o penetración, ni menos le juega en contra su “cercanía
excesiva” con los hechos, cercanía que bien procesada puede ser –ha sido–
fuente de grandes resultados, como es el caso de lo escrito por Primo Levy o
Denisse Affonco o la anónima diarista de Una
mujer en Berlín que Hans Magnus Enzensberger rescató hace unos años del
olvido. No hay que desatender la voz de “los que susurran”. Los que susurran, por cierto, es el
perfecto título de esa obra monumental en la que el historiador inglés Orlando
Figes rescata y articula las voces, los testimonios, los susurros e incluso el
silencio de quienes crecieron y vivieron sin heroísmos la macabra y asfixiante y
larga represión estalinista durante toda su vida. Hace constar Figes que
susurrantes en lengua rusa puede aludir “a alguien que susurra por miedo a ser
oído” o “a la persona que informa a espaldas de la gente a las autoridades”. Mejor,
pues, prestar selectiva atención a los testimonios. A los de ambos lados. Porque
hay de todo, incluso unas Anécdotas de mi
General: las que viví y… las que me contaron (Editorial Asesorías
Comunicacionales), libro del exjefe operativo de la CNI Álvaro Corbalán cuya propuesta
consiste en traer sucintamente a la memoria episodios sueltos, como ese en que
Pinochet viene de vuelta de la cuesta El Melocotón, poco después del atentado
de FPMR, y su edecán no puede evitar en el interior del auto “una deflagración
digestiva bastante pestilente”, la que para salir del paso achaca a la
descomposición de un perro en la carretera, por lo que al repetirse el olor minutos
después Pinochet lo insta a mirar hacia atrás porque, le dice, “parece que el
perro nos viene siguiendo”.
En cuanto a la ficción, en estas lides la narrativa chilena también
ha rendido lo suyo, aunque esperar una Gran Novela de la Dictadura puede ser una
gran huevada nomás. Germán Marín, Pedro Lemebel, José Leandro Urbina, y también
Arturo Fontaine y Nona Fernández y Álvaro Bisama, entre otros, han indagado ese
Chile. En una entrevista, a Bolaño se le preguntó si le parecía posible
escribir la novela de los detenidos desaparecidos. “Es posible –dijo–. El
problema es quién y cómo... Para escribir sobre esto sería necesario que el
novelista se planteara, dentro de la misma novela, el actual vacío en el
discurso de la izquierda o la necesidad de reformular ese discurso. Ahora bien,
¿cómo se va a reformular ese discurso de izquierda si la izquierda, por
ejemplo, sigue apoyando a Castro, que es lo más parecido que hay a un tirano
bananero? En realidad, en este aspecto estamos en pañales”. Hasta aquí Bolaño,
que por supuesto también dio lo suyo.
De todos modos, mientras se espera al Tolstoi de
Pinochet, se puede encontrar en los dos libros de Salazar muy bien cuajada una
historia que se lee como un policial rápido, bestial y provisto, por ser los
crímenes tan cercanos, por quedar este tranque o Rue Morgue tan a la vuelta, de
momentos de verdadero miedo y asco y, lo más sorpresivo, de un par de pasajes
donde la risa, incómoda aunque no tanto, se hace espacio, como la suscitada por
el pasaje en el que Humberto Gordon, director de la CNI, le para los carros a
un pedigüeño Álvaro Corbalán en estos términos: “¿Cómo te atrevís a hablar de
plata, sinvergüenza de mierda? ¿No te acordai lo que te gastaste, con fondos
del servicio, con la Maripepa Nieto en Viña del Mar?”.
La
poesía chilena, por supuesto, también se ha metido en estos asuntos y, pese a
los cacareados peligros de lindar poesía con política contingente, lo ha hecho con
espléndidos resultados: desde Parra y Lihn, pasando por Gonzalo Millán y Elvira
Hernández o José Ángel Cuevas y Hernán Miranda, hasta Bruno Vidal (sería muy
interesante hacer una comparación entre la portada del Libro de guardia de Vidal y la del tomo I de Las letras del horror, y que ilustra este artículo: entre esas dos tapas,
o entre esos dos relatos, sucede la
tragedia de Chile). Y también Raúl Zurita, cuyo reciente libro llamado Zurita agarra, alternando lo personal
con lo nacional de manera alucinada y alucinante, ese Chile de la dictadura
pero no se acota a él sino que lo proyecta en demenciales cuadros hacia el
presente y hacia el pasado, hacia la naturaleza y hacia el vacío, o hacia el
infierno, porque quizá, tras Purgatorio y Anteparaíso, Zurita, el libro, sea el Infierno.
Con
tanto libro así circulando y con la efeméride de las cuatro décadas del golpe clavada
“pa’ delante”, este año con seguridad a varios se les va a repetir el sushi.
LAS LETRAS DEL HORROR
I. La DINA / II. La CNI
Manuel Salazar
Lom, 2011 y 2012
347 y 339 páginas
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