lunes, 5 de noviembre de 2012


LOS QUE SUSURRAN




La realidad es el único libro que nos hace sufrir.
Enrique Lihn

Es 2012 y acaba de ser reeditado La parrilla, un texto publicado clandestinamente en 1981 y cuyo autor es Adolfo Pardo. A propósito de este y de otros libros que pertenecen, por su carácter testimonial, a los llamados géneros referenciales, puede discutirse la tesis de que, para dar cuenta de determinada experiencia o realidad (la dictadura chilena, por ejemplo), el testimonio es inferior a la ficción pues tiene menos herramientas y posibilidades, menos alcances, tesis que encuentra un defensor en Grínor Rojo, quien sostiene lo siguiente en su prólogo (de 1985 y revisado en 2010) a los brillantes cuentos breves de José Leandro Urbina reunidos en Las malas juntas: “Las virtudes revelatorias de una buena ficción son a menudo más grandes que las del mejor de los testimonios”.
Acierta Rojo cuando esgrime, para dar cuenta de la superioridad o de la mayor “virtud revelatoria” de un texto, “la maña que se da para detectar connotativamente los mecanismos de poder que se agazapan por detrás de la experiencia y que son los que hacen de ella lo que ella es”. Pero acierta menos cuando señala que eso es casi privativo de lo ficticio, argumentando que “el texto testimonial tiene limitaciones evidentes, le falta movilidad, su cercanía respecto de los hechos es excesiva, el rango de su penetración escaso, etc.”.
La ficción tiene conocidas y grandes ventajas –como las que Rojo bien indica en ese mismo prólogo– para abordar y dar cuenta de ciertas realidades. Pero también tiene sus propias limitaciones. Así, mientras Rojo, en el año 1985, se centraba en las excelencias de lo ficticio en demérito del testimonio, la bibliografía chilena insta más bien, en honor a lo habido (que en todo caso no es mucho), a relevar las ventajas o posibilidades del testimonio, al que en varios casos no le falta en lo absoluto movilidad o penetración, ni menos le juega en contra su cercanía excesiva con los hechos, cercanía que bien procesada literariamente puede ser y ha sido fuente de grandes resultados.
La bibliografía en torno al Chile de la dictadura es copiosísima. Abunda en libros periodísticos y sociológicos, algunos ineludibles, otros solo consultables. En cambio, la literatura parece ser escasa o deficiente. Pero lo es menos si uno se abre a considerar o simplemente a apreciar y pensar textos que, no siendo ficcionales sino testimoniales, tienen sobrados caracteres para ostentar la (inútil) etiqueta literaria. También es cierto que una buena parte –la mayoría, de hecho– de los testimonios existentes en Chile sobre la dictadura son libros cuyo valor se debe exclusivamente a su carácter documental, al hecho de ser fuentes para la historia, re-presentaciones de lo realmente sucedido, pero que carecen de valor textual (por ejemplo el póstumo Desde el túnel. Diario de un detenido desaparecido de Manuel Guerrero). Es probable que esta abundancia, la mayor legitimidad de la que gozaba en los años ochenta el testimonio por sobre la ficción y el entusiasmo que produce la lectura de los cuentos de Urbina, hayan llevado a Rojo a su planteamiento. Pero han pasado veinticinco años y no abundaron los narradores como Urbina. En cambio, hay varios testimonios que se siguen dejando leer y que están siendo reeditados por méritos que no refrendan la tesis de Rojo. Un ejemplo es Una mujer en Villa Grimaldi, que circuló clandestinamente en los ochenta como Recuerdos de una mirista y bajo pseudónimo, hasta una edición del año pasado publicada con el nombre real de su autora, Nubia Becker, con el nuevo título y un prólogo de Raúl Zurita (“Nadie que abra este libro podrá salir indemne”, dice), quien deja indicados aspectos de un buen testimonio que, haciendo abstracción del caso puntual que los suscita, pueden ponerse en la línea de la discrepancia con Rojo: “Escrito con una fuerza y sinceridad que hasta hoy la narrativa que toca el mismo periodo está muy lejos de alcanzar, este libro es el registro de un heroísmo del amor y de la pureza, de un amor no traicionado, pero que es capaz de mostrarnos su propio miedo, sus titubeos, sus estremecedores raptos de alegría… Por su carencia de la más leve pose o estridencia, por la jerarquía de su escritura, en suma, por su verdad, es también una representación de la lucha que libran infinidades de seres humanos”.
Hace ya mucho tiempo que géneros como el testimonio (y las cartas y las autobiografías y los diarios, los cuadernos incluso) vienen siendo reivindicados por una crítica y por lectores que han sabido encontrar ahí alcances, relaciones, pensamientos, refutaciones, imágenes y signos que revelan o sugieren lo mismo o más que una buena ficción tanto del mundo y de la humanidad como de ellos mismos. Entre los testimonios chilenos de valor sobresaliente, dos casos clave son el implacable Chile, un largo septiembre de Patricio Rivas y Tejas Verdes de Hernán Valdés, uno de los relatos primeros y más feroces y, a la vez, descreídos (o no militantes) y, por lo mismo, agudos y de efecto más demoledor que se han escrito sobre la banalidad y el ensañamiento con que la tortura y la prisión se dieron en Chile bajo Pinochet –por más que Valdés mismo haya dicho en un prólogo posterior que ese libro fue “escrito al calor de la memoria, sin mayor elaboración literaria y sin otra pretensión que la de conmover a la opinión pública”–. Valdés, pienso, nunca, salvo quizá en las cincuenta primeras páginas de su novela Antes del fin, dio con una escritura mejor, más penetrante y sólida que la de Tejas Verdes.
El nuevo título de Una mujer en Villa Grimaldi Nubia Becker lo puso a modo de homenaje a otro testimonio, aplastante, y también obra de una mujer (pioneras del género): Una mujer en Berlín, recuperado por Hans Magnus Enzensberger hace unos años y escrito en 1945 por una anónima diarista que dejó rendida a buena parte de la crítica internacional, que supo indicar su sentido de los momentos culminantes, su increíble intuición lingüística y, en fin, su gran peso literario. Y no es una excepción. Hay, en el siglo xx, una tradición literaria de testimonios de enorme valor: Primo Levi con Si esto es un hombre es una de sus cimas más vistosas. O Hélène Berr y Ana Frank con sus diarios. Y una mujer que despunta en el género es Denise Affonço, autora de El infierno de los jemeres rojos, un testimonio espeluznante y a la vez muy fino sobre la represión comunista en la Camboya tiranizada por Pol Pot, cuya lectura deja temblando y devastado hasta al más gélido lector.
Puede pensarse entonces que la inferioridad del testimonio es, más bien, una cuestión de número, un factual: no se debe tanto a las limitaciones del género en sí como al hecho fortuito, y bastante natural en todo caso, de que la mayoría de quienes han escrito testimonios no han sido escritores, en el simple sentido de no ser sujetos con especial dominio ni del arte de la palabra ni de la palabra a secas: de ahí las precariedades, a veces extremas, que caracterizan a buena parte de los testimonios circulantes. Pero si –como en el caso de Primo Levi, de Denise Affonço o de Valdés– quien testimonia posee una escritura propia, y lucidez, valentía y amplitud para ver las cosas libres de todo lugar común y de toda estrechez ideológica, y tiene inteligencia e inventiva para estructurar su relato, pues entonces el testimonio no tiene nada que envidiarle, a priori al menos, a la ficción: simplemente peligra en otros lindes y opera con mecanismos alternativos, mejores o peores que los ficcionales según su uso, no según sus posibilidades. Todo al final –como dice Borges recordado por el propio Rojo en el mencionado prólogo– no son más que “versiones” acerca de la realidad, la “famosa rea-li-dad”, decía Bolaño.
El origen de La parrilla convierte al libro en un caso particular: en 1980 el escritor y editor Adolfo Pardo fue a visitar a su cuñado, preso político, a la ex-Penitenciaría. A la salida conoció a una mujer de diecinueve años que había ido a ver a su hermano, también preso político. Ella le habló de su experiencia reciente al ser detenida por la cni y Pardo le preguntó si aceptaba que le grabara su testimonio: el relato del día previo a la noche de la captura, la captura misma y lo que vino después. Ella accedió y, según ha dicho Pardo con posterioridad, “al principio se daba vueltas sin resolverse a largar su historia, pero luego, como en una catarsis, enhebró un espontáneo y detallado monólogo”. Y ese enhebrado y detallado monólogo se publicó al año siguiente, en 1981 y firmado por Pardo, que operó como un autor-editor: inquirió, descaseteó y, con pulimientos, cortes y arreglos, transformó un relato oral en una novela testimonial que Diamela Eltit –en el prólogo a esta nueva edición– incluye de lleno en la tradición literaria chilena, proponiendo una lectura suya como continuación de Palomita blanca, la novela publicada diez años antes (en 1971) por Enrique Lafourcade, pues, escribe Eltit, tras “precipitarse el desastre del Golpe, la paloma fue capturada para ser arrastrada al centro mismo de una pesadilla”. En La parrilla, las pertenencias, las militancias, las filiaciones (tanto de perseguidos como de perseguidores) son presumibles o –jodida palabra– presuntas: nada ni nadie ni ningún lugar aparece con nombre propio, por razones evidentes, cuestión que propicia un conveniente efecto difuminador en la lectura. Lo valioso del relato, lo que le da un interés que supera el de su valor documental, es su carácter no denunciante sino descriptivo, y su trama menos ideológica o maniquea que humana (demasiado humana), en la que el pánico inicial de ella da paso al pudor cuando le piden que se salga de la cama, y el pudor da paso a la astucia, y la astucia a una cierta (o incierta, en rigor) cercanía con uno de los agentes, cercanía que desdibuja parcialmente los límites entre buenos y malos (tal como celebra Rojo que ocurra en las buenas ficciones), sorprendiendo el relato, más que por los momentos de humanidad de un verdugo, por dejar en brumas si es estrategia, extrema militancia o pura cobardía lo que mueve al hermano de la protagonista en la siguiente escena: “Me hicieron sacarme la ropa y que mi hermano me tocara. / –Si no hablai huevón tu hermana va a cagar. La vamos a culiar. / –Culéensela –dijo él”.
Desdibujos y cercanías que no se traducen, en todo caso, en que ella en esta historia no deba pasar una temporada infernal que incluye, como es sabido, desorientación, golpizas, abusos, denigración verbal (“y cómo cuando te meten el pico no tenís ningún problema”, le dice un agente cuando ella se resiste a separar las piernas para ser amarrada a los bordes del catre) y un par de pasadas por la parrilla, ese muy denigrante y violento método de tortura predilecto de la dictadura chilena. Dado el punto de vista desplazado del narrador; dado el efectivo uso del carácter especular del lenguaje (el lenguaje se pone sucio en los testimonios cuando los mismos hechos se ponen sucios); dada la capacidad del autor de ubicarse en el lugar (narrativo) de los demás; dado todo esto es que el rango de previsibilidad en libros como los mencionados disminuye en la misma medida en que en una ficción trillada y voluntariosa puede aumentar y, de hecho, aumenta.
Una justa lectura y apreciación del género testimonial (imperdibles las Cartas de petición compiladas por Leonidas Morales) pueden servir también como provisión para hacerle frente a una ridícula recurrencia en el campo literario chileno: el reclamo por la falta de una Gran Novela de la Dictadura (así, con pretensiones mayúsculas), porque Casa de campo de José Donoso no logró serlo por su excesivo alegorismo. Los intentos sucesivos fueron, si bien algunos excelentes (como El palacio de la risa de Germán Marín), insuficientes o muy acotados. Entonces, mientras no aparezca en torno a Allende una novela rotunda como rotundo es el Agosto de Rubem Fonseca sobre la caída de Getulio Vargas en Brasil, mientras no haya en Chile tal fortuna, esa supernovela puede armarla el propio lector: es posible ir leyendo –en diferido– una combinación de testimonios como si fueran capítulos de una obra en curso, una novela de citas, barthesiana. También a esa novela-de-lector se le podrían incrustar, ya al alero de una polifonía desatada, un puñado de testimonios y anecdotarios (que a veces son falseamientos, pero en fin) del otro lado. Porque prosa testimonial hay de ambas partes. La del otro lado con toda seguridad refrenda la tesis de Rojo, pues ahí sí que se trata en todos los casos conocidos de textos pusilánimes, pedestres y planos, aunque algunos muy brutales o con efectos humorísticos negros o reveladores –a su pesar–. En este punto se puede pensar, por ejemplo, en la posibilidad de intercalar, con sentido irónico o como pie reflexivo tal vez, pasajes provenientes de Anécdotas de mi General: las que viví y… las que me contaron, libro del exjefe operativo de la cni Álvaro Corbalán, cuyo trabajo de escritura consiste en traer sucintamente a la memoria episodios sueltos, como ese en que Pinochet viene de vuelta de la cuesta El Melocotón, poco después del atentado del frente patriótico manuel rodríguez, y su edecán no puede evitar en el interior del auto “una deflagración digestiva bastante pestilente”, la que para salir del paso achaca a la descomposición de un perro en la carretera, por lo que al repetirse el gaseo minutos después Pinochet lo insta a mirar hacia atrás porque, le dice, “parece que el perro nos viene siguiendo”.
Desvaríos aparte, podría decirse –por último y con toda seriedad– que esa anhelada gran novela chilena de la dictadura puede leerse en el Zurita de Raúl Zurita, esas casi ochocientas páginas de narrativa demencial donde están todos los elementos estructurales, lingüísticos, estilísticos y temáticos y, si se quiere, todas las desmesuras y extravíos propios de las grandes novelas contemporáneas de trasunto real, como 2666, con la que comparte, entre otras cuestiones clave, la crucial utilización que ambos hacen del texto necrológico, por ejemplo. En suma, si se ha de creer en la necesidad o, más aún, en la venida de algo así como un gran relato sobre la dictadura, puede: a) armárselo leyendo falta, más que un Nuevo Narrador Chileno, un Kenzaburo Oé que haga con Chile, guardando las proporciones, lo que el japonés hizo en sus Cuadernos de Hiroshima con los testimonios hiroshimenses: proyectarlos en admirable secuencia y prosa a la vista de muchos; b) leérselo en Zurita; o c) esperárselo, pero tanto de la ficción como del testimonio, que de cualquier lado puede dejarse caer.
De cualquier lado puede dejarse caer. Lo saben hace rato los mejores editores, cuyos oficios se inclinan crecientemente a esa cosa llamada no ficción. Una mujer en Berlín sobreviviendo a decenas o centenares de novelas sobre la segunda guerra mundial es una buena prueba. En ese relato en ese sótano donde pasan encerrados, todos susurran. No hay que desatender la voz de los que susurran. Los que susurran, por supuesto, es el perfecto título de esa obra monumental en la que el historiador inglés Orlando Figes rescata y articula las voces, los testimonios, los susurros e incluso el silencio de quienes crecieron y vivieron sin heroísmos la macabra y asfixiante represión estalinista durante toda su vida. Hace constar Figes que susurrantes en lengua rusa puede aludir “a alguien que susurra por miedo a ser oído” o “a la persona que informa a espaldas de la gente a las autoridades”. Volviendo al caso de la Camboya comunista de los jemeres rojos, ha escrito el español Antonio Muñoz Molina que para Denise Affonço, que “sobrevivió cuatro años reducida a una especie de animalidad hambrienta y aterrada”, la mayor sorpresa no fue sobrevivir: “Fue comprobar que casi nadie quería escucharla”.
Ya sea por lo que dejaron escrito o por lo que les logró sacar un historiador, cronista o editor, los que susurran, en los dos sentidos antes señalados, y no solo los que cuentan cuentos, tienen mucho que revelar sobre los tiempos de oscuridad, sobre el mundo vivido en sótanos. Mientras se espera a su Homero, es mejor escucharlos.

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