LOS QUE SUSURRAN
La realidad es el único libro que nos hace sufrir.
Enrique Lihn
Es 2012 y acaba de ser reeditado La parrilla, un texto
publicado clandestinamente en 1981 y cuyo autor es Adolfo Pardo. A propósito de
este y de otros libros que pertenecen, por su carácter testimonial, a los
llamados géneros referenciales, puede discutirse la tesis de que, para dar
cuenta de determinada experiencia o realidad (la dictadura chilena, por
ejemplo), el testimonio es inferior a la ficción pues tiene menos herramientas
y posibilidades, menos alcances, tesis que encuentra un defensor en Grínor
Rojo, quien sostiene lo siguiente en su prólogo (de 1985 y revisado en 2010) a
los brillantes cuentos breves de José Leandro Urbina reunidos en Las malas
juntas: “Las virtudes revelatorias de una buena ficción son a menudo más
grandes que las del mejor de los testimonios”.
Acierta Rojo cuando esgrime, para dar cuenta de la
superioridad o de la mayor “virtud revelatoria” de un texto, “la maña que se da
para detectar connotativamente los mecanismos de poder que se agazapan por
detrás de la experiencia y que son los que hacen de ella lo que ella es”. Pero
acierta menos cuando señala que eso es casi privativo de lo ficticio,
argumentando que “el texto testimonial tiene limitaciones evidentes, le falta
movilidad, su cercanía respecto de los hechos es excesiva, el rango de su
penetración escaso, etc.”.
La ficción tiene conocidas y grandes ventajas –como las
que Rojo bien indica en ese mismo prólogo– para abordar y dar cuenta de ciertas
realidades. Pero también tiene sus propias limitaciones. Así, mientras Rojo, en
el año 1985, se centraba en las excelencias de lo ficticio en demérito del
testimonio, la bibliografía chilena insta más bien, en honor a lo habido (que
en todo caso no es mucho), a relevar las ventajas o posibilidades del
testimonio, al que en varios casos no le falta en lo absoluto movilidad o
penetración, ni menos le juega en contra su cercanía excesiva con los hechos,
cercanía que bien procesada literariamente puede ser y ha sido fuente de
grandes resultados.
La bibliografía en torno al Chile de la dictadura es
copiosísima. Abunda en libros periodísticos y sociológicos, algunos
ineludibles, otros solo consultables. En cambio, la literatura parece ser
escasa o deficiente. Pero lo es menos si uno se abre a considerar o simplemente
a apreciar y pensar textos que, no siendo ficcionales sino testimoniales,
tienen sobrados caracteres para ostentar la (inútil) etiqueta literaria.
También es cierto que una buena parte –la mayoría, de hecho– de los testimonios
existentes en Chile sobre la dictadura son libros cuyo valor se debe
exclusivamente a su carácter documental, al hecho de ser fuentes para la
historia, re-presentaciones de lo realmente sucedido, pero que carecen de valor
textual (por ejemplo el póstumo Desde el túnel. Diario de un detenido
desaparecido de Manuel Guerrero). Es probable que esta abundancia, la mayor
legitimidad de la que gozaba en los años ochenta el testimonio por sobre la
ficción y el entusiasmo que produce la lectura de los cuentos de Urbina, hayan
llevado a Rojo a su planteamiento. Pero han pasado veinticinco años y no
abundaron los narradores como Urbina. En cambio, hay varios testimonios que se
siguen dejando leer y que están siendo reeditados por méritos que no refrendan
la tesis de Rojo. Un ejemplo es Una mujer en Villa Grimaldi, que circuló
clandestinamente en los ochenta como Recuerdos de una mirista y bajo
pseudónimo, hasta una edición del año pasado publicada con el nombre real de su
autora, Nubia Becker, con el nuevo título y un prólogo de Raúl Zurita (“Nadie
que abra este libro podrá salir indemne”, dice), quien deja indicados aspectos
de un buen testimonio que, haciendo abstracción del caso puntual que los
suscita, pueden ponerse en la línea de la discrepancia con Rojo: “Escrito con
una fuerza y sinceridad que hasta hoy la narrativa que toca el mismo periodo
está muy lejos de alcanzar, este libro es el registro de un heroísmo del amor y
de la pureza, de un amor no traicionado, pero que es capaz de mostrarnos su
propio miedo, sus titubeos, sus estremecedores raptos de alegría… Por su
carencia de la más leve pose o estridencia, por la jerarquía de su escritura,
en suma, por su verdad, es también una representación de la lucha que libran
infinidades de seres humanos”.
Hace ya mucho tiempo que géneros como el testimonio (y
las cartas y las autobiografías y los diarios, los cuadernos incluso) vienen
siendo reivindicados por una crítica y por lectores que han sabido encontrar
ahí alcances, relaciones, pensamientos, refutaciones, imágenes y signos que
revelan o sugieren lo mismo o más que una buena ficción tanto del mundo y de la
humanidad como de ellos mismos. Entre los testimonios chilenos de valor
sobresaliente, dos casos clave son el implacable Chile, un largo septiembre
de Patricio Rivas y Tejas Verdes de Hernán Valdés, uno de los relatos
primeros y más feroces y, a la vez, descreídos (o no militantes) y, por lo
mismo, agudos y de efecto más demoledor que se han escrito sobre la banalidad y
el ensañamiento con que la tortura y la prisión se dieron en Chile bajo
Pinochet –por más que Valdés mismo haya dicho en un prólogo posterior que ese
libro fue “escrito al calor de la memoria, sin mayor elaboración literaria y
sin otra pretensión que la de conmover a la opinión pública”–. Valdés, pienso,
nunca, salvo quizá en las cincuenta primeras páginas de su novela Antes del
fin, dio con una escritura mejor, más penetrante y sólida que la de Tejas
Verdes.
El nuevo título de Una mujer en Villa Grimaldi
Nubia Becker lo puso a modo de homenaje a otro testimonio, aplastante, y
también obra de una mujer (pioneras del género): Una mujer en Berlín,
recuperado por Hans Magnus Enzensberger hace unos años y escrito en 1945 por
una anónima diarista que dejó rendida a buena parte de la crítica
internacional, que supo indicar su sentido de los momentos culminantes, su
increíble intuición lingüística y, en fin, su gran peso literario. Y no es una
excepción. Hay, en el siglo xx, una tradición literaria de
testimonios de enorme valor: Primo Levi con Si esto es un hombre es una
de sus cimas más vistosas. O Hélène Berr y Ana Frank con sus diarios. Y una
mujer que despunta en el género es Denise Affonço, autora de El infierno de
los jemeres rojos, un testimonio espeluznante y a la vez muy fino sobre la
represión comunista en la Camboya tiranizada por Pol Pot, cuya lectura deja
temblando y devastado hasta al más gélido lector.
Puede pensarse entonces que la inferioridad del
testimonio es, más bien, una cuestión de número, un factual: no se debe tanto a
las limitaciones del género en sí como al hecho fortuito, y bastante natural en
todo caso, de que la mayoría de quienes han escrito testimonios no han sido
escritores, en el simple sentido de no ser sujetos con especial dominio ni del
arte de la palabra ni de la palabra a secas: de ahí las precariedades, a veces
extremas, que caracterizan a buena parte de los testimonios circulantes. Pero
si –como en el caso de Primo Levi, de Denise Affonço o de Valdés– quien
testimonia posee una escritura propia, y lucidez, valentía y amplitud para ver
las cosas libres de todo lugar común y de toda estrechez ideológica, y tiene
inteligencia e inventiva para estructurar su relato, pues entonces el
testimonio no tiene nada que envidiarle, a priori al menos, a la
ficción: simplemente peligra en otros lindes y opera con mecanismos
alternativos, mejores o peores que los ficcionales según su uso, no según sus
posibilidades. Todo al final –como dice Borges recordado por el propio Rojo en
el mencionado prólogo– no son más que “versiones” acerca de la realidad, la
“famosa rea-li-dad”, decía Bolaño.
El origen de La parrilla convierte al libro en un
caso particular: en 1980 el escritor y editor Adolfo Pardo fue a visitar a su
cuñado, preso político, a la ex-Penitenciaría. A la salida conoció a una mujer
de diecinueve años que había ido a ver a su hermano, también preso político.
Ella le habló de su experiencia reciente al ser detenida por la cni y Pardo le preguntó si aceptaba que le grabara su
testimonio: el relato del día previo a la noche de la captura, la captura misma
y lo que vino después. Ella accedió y, según ha dicho Pardo con posterioridad,
“al principio se daba vueltas sin resolverse a largar su historia, pero luego,
como en una catarsis, enhebró un espontáneo y detallado monólogo”. Y ese
enhebrado y detallado monólogo se publicó al año siguiente, en 1981 y firmado
por Pardo, que operó como un autor-editor: inquirió, descaseteó y, con
pulimientos, cortes y arreglos, transformó un relato oral en una novela
testimonial que Diamela Eltit –en el prólogo a esta nueva edición– incluye de
lleno en la tradición literaria chilena, proponiendo una lectura suya como
continuación de Palomita blanca, la novela publicada diez años antes (en
1971) por Enrique Lafourcade, pues, escribe Eltit, tras “precipitarse el
desastre del Golpe, la paloma fue capturada para ser arrastrada al centro mismo
de una pesadilla”. En La parrilla, las pertenencias, las militancias,
las filiaciones (tanto de perseguidos como de perseguidores) son presumibles o
–jodida palabra– presuntas: nada ni nadie ni ningún lugar aparece con
nombre propio, por razones evidentes, cuestión que propicia un conveniente
efecto difuminador en la lectura. Lo valioso del relato, lo que le da un
interés que supera el de su valor documental, es su carácter no denunciante
sino descriptivo, y su trama menos
ideológica o maniquea que humana (demasiado humana), en la que el pánico
inicial de ella da paso al pudor cuando le piden que se salga de la cama, y el
pudor da paso a la astucia, y la astucia a una cierta (o incierta, en rigor)
cercanía con uno de los agentes, cercanía que desdibuja parcialmente los
límites entre buenos y malos (tal como celebra Rojo que ocurra en las buenas
ficciones), sorprendiendo el relato, más que por los momentos de humanidad de
un verdugo, por dejar en brumas si es estrategia, extrema militancia o pura
cobardía lo que mueve al hermano de la protagonista en la siguiente escena: “Me
hicieron sacarme la ropa y que mi hermano me tocara. / –Si no hablai huevón tu
hermana va a cagar. La vamos a culiar. / –Culéensela –dijo él”.
Desdibujos y cercanías que no se traducen, en todo caso,
en que ella en esta historia no deba pasar una temporada infernal que incluye,
como es sabido, desorientación, golpizas, abusos, denigración verbal (“y cómo
cuando te meten el pico no tenís ningún problema”, le dice un agente
cuando ella se resiste a separar las piernas para ser amarrada a los bordes del
catre) y un par de pasadas por la parrilla, ese muy denigrante y violento
método de tortura predilecto de la dictadura chilena. Dado el punto de vista
desplazado del narrador; dado el efectivo uso del carácter especular del
lenguaje (el lenguaje se pone sucio en los testimonios cuando los mismos hechos
se ponen sucios); dada la capacidad del autor de ubicarse en el lugar
(narrativo) de los demás; dado todo esto es que el rango de previsibilidad en
libros como los mencionados disminuye en la misma medida en que en una ficción
trillada y voluntariosa puede aumentar y, de hecho, aumenta.
Una justa lectura y apreciación del género testimonial
(imperdibles las Cartas de petición compiladas por Leonidas Morales)
pueden servir también como provisión para hacerle frente a una ridícula
recurrencia en el campo literario chileno: el reclamo por la falta de una Gran
Novela de la Dictadura (así, con pretensiones mayúsculas), porque Casa de
campo de José Donoso no logró serlo por su excesivo alegorismo. Los
intentos sucesivos fueron, si bien algunos excelentes (como El palacio de la
risa de Germán Marín), insuficientes o muy acotados. Entonces, mientras no
aparezca en torno a Allende una novela rotunda como rotundo es el Agosto
de Rubem Fonseca sobre la caída de Getulio Vargas en Brasil, mientras no haya
en Chile tal fortuna, esa supernovela puede armarla el propio lector: es
posible ir leyendo –en diferido– una combinación de testimonios como si fueran
capítulos de una obra en curso, una novela de citas, barthesiana. También a esa
novela-de-lector se le podrían incrustar, ya al alero de una polifonía
desatada, un puñado de testimonios y anecdotarios (que a veces son
falseamientos, pero en fin) del otro lado. Porque prosa testimonial hay de
ambas partes. La del otro lado con toda seguridad refrenda la tesis de Rojo,
pues ahí sí que se trata en todos los casos conocidos de textos pusilánimes,
pedestres y planos, aunque algunos muy brutales o con efectos humorísticos
negros o reveladores –a su pesar–. En este punto se puede pensar, por ejemplo,
en la posibilidad de intercalar, con sentido irónico o como pie reflexivo tal
vez, pasajes provenientes de Anécdotas de mi General: las que viví y… las
que me contaron, libro del exjefe operativo de la cni Álvaro Corbalán, cuyo trabajo de escritura consiste en
traer sucintamente a la memoria episodios sueltos, como ese en que Pinochet
viene de vuelta de la cuesta El Melocotón, poco después del atentado del frente patriótico manuel rodríguez, y su edecán no puede evitar en el interior del auto
“una deflagración digestiva bastante pestilente”, la que para salir del paso
achaca a la descomposición de un perro en la carretera, por lo que al repetirse
el gaseo minutos después Pinochet lo insta a mirar hacia atrás porque, le dice,
“parece que el perro nos viene siguiendo”.
Desvaríos aparte, podría decirse –por último y con toda
seriedad– que esa anhelada gran novela chilena de la dictadura puede leerse en
el Zurita de Raúl Zurita, esas casi ochocientas páginas de narrativa
demencial donde están todos los elementos estructurales, lingüísticos,
estilísticos y temáticos y, si se quiere, todas las desmesuras y extravíos
propios de las grandes novelas contemporáneas de trasunto real, como 2666,
con la que comparte, entre otras cuestiones clave, la crucial utilización que
ambos hacen del texto necrológico, por ejemplo. En suma, si se ha de creer en la
necesidad o, más aún, en la venida de algo así como un gran relato sobre la
dictadura, puede: a) armárselo leyendo –falta, más que un Nuevo Narrador
Chileno, un Kenzaburo Oé que haga con Chile, guardando las proporciones, lo que
el japonés hizo en sus Cuadernos de Hiroshima con los testimonios
hiroshimenses: proyectarlos en admirable secuencia y prosa a la vista de muchos–; b) leérselo en Zurita; o c)
esperárselo, pero tanto de la ficción como del testimonio, que de cualquier
lado puede dejarse caer.
De cualquier lado puede dejarse
caer. Lo saben hace rato los mejores editores, cuyos oficios se inclinan
crecientemente a esa cosa llamada no ficción. Una mujer en Berlín sobreviviendo a decenas o centenares de novelas sobre la segunda guerra mundial es una
buena prueba. En ese relato –en ese sótano donde pasan
encerrados–, todos susurran. No hay que
desatender la voz de los que susurran. Los que susurran, por supuesto,
es el perfecto título de esa obra monumental en la que el historiador inglés
Orlando Figes rescata y articula las voces, los testimonios, los susurros e
incluso el silencio de quienes crecieron y vivieron sin heroísmos la macabra y
asfixiante represión estalinista durante toda su vida. Hace constar Figes que
susurrantes en lengua rusa puede aludir “a alguien que susurra por miedo a ser
oído” o “a la persona que informa a espaldas de la gente a
las autoridades”. Volviendo al caso de la Camboya comunista de los jemeres rojos, ha
escrito el español Antonio Muñoz Molina que para Denise Affonço, que
“sobrevivió cuatro años reducida a una especie de animalidad hambrienta y
aterrada”, la mayor sorpresa no fue sobrevivir: “Fue comprobar que casi nadie
quería escucharla”.
Ya sea por lo que dejaron
escrito o por lo que les logró sacar un historiador, cronista o editor, los que
susurran, en los dos sentidos antes señalados, y no solo los que cuentan
cuentos, tienen mucho que revelar sobre los tiempos de oscuridad, sobre el
mundo vivido en sótanos. Mientras se espera a su Homero, es mejor escucharlos.
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