SENSUALES
Y MORTALES LÍNEAS CUBANAS
(a
20 años de la muerte de Severo Sarduy)
“Una oscura pradera me
convida”. Cada tanto, como un tic nervioso que vuelve, se me queda pegado este
verso de José Lezama Lima. Además del primer verso, es el título mismo de un
famoso poema suyo, relativo a la muerte. Lezama Lima dejó una grabación en
audio de ese poema. “Una oscura pradera me convida”, dice, y es como si al leer
arrastrara ciertas letras, o como si acentuara vocales incorrectas, pero no
acierto a precisar cuáles: simplemente me veo repitiendo, en voz baja y a veces
también en voz alta, ese verso con tono cubano, con ese algo demoroso y a la
vez tan acentuado que tiene la pronunciación, el modo cubano de hablar. Cuesta
creer que la poesía de Lezama Lima circule tan malamente por estos lados (si no
me equivoco, lo último que se pilla con relativa facilidad en materia de poesía
suya es El reino de la imagen, la
antología que Julio Ortega hiciera para la Biblioteca Ayacucho; el resto son
ediciones descontinuadas o cubanas que no llegan, y hay una de Cátedra, magnífico
sello español cuyos prólogos para autores latinoamericanos, eso sí, suelen ser entre
larguísimos y alargados). De todos modos, en internet hay una buena cantidad de
poemas suyos, por ejemplo en esa muy valiosa bodega de poesía y traducciones hispanoamericanas
que es www.amediavoz.com.
Volviendo a Lezama, no hay
videos suyos dando vueltas; apenas uno pero es un antiquísimo negativo
rescatado, sin audio, en el que aparece fugazmente junto a otros escritores. Lo
que sí hay en youtube es un falso video, una simulación, muy gráfica de su mala llegada: se trata del mero acople
de un audio (la grabación realmente hecha por él leyendo “Una oscura pradera me
convida”), con la imagen de una foto (que también es realmente él), todo unido
por una animación charcha que simula un movimiento en la boca mientras se oye
el poema; mirar los dos minutos que dura esa animación ordinaria tiene un
efecto de gran ridiculez, probablemente por la aberración “del no ser” mal maquillado
de vida.
Quizás, el paulatino derrumbe del régimen castrista y el Premio Pablo Neruda que este año el gobierno de Chile otorgó al cubano José Kozer, un prolífico poeta sin especial brillo, sirvan para reponer en circulación la poesía isleña en esta otra isla llamada Chile, quizás. Sería muy bueno poder conocer y tasar bien la poesía reciente de la isla o ni qué decir, por ejemplo, la obra de ese hombre que fue el primer ganador del premio Lezama Lima (que se entrega en Cuba y del cual sólo se oye por acá cuando lo gana un chileno: Zurita en 2006, Hahn en 2008, o cuando lo gana un vecino extremadamente excepcional, como José Watanabe o Idea Vilariño): me refiero a Raúl Hernández Novás, del que apenas sabemos que en 1993 se pegó un tiro y que escribió versos como estos: “Quien seré sino el tonto que en la agria colina / miraba el sol poniente como viejo achacoso, / miraba el sol muriente como un rey destronado, / el tonto que miraba girar el mundo, / guardando en su rostro las huellas de la noche”.
UN
MONO COJO
Pienso en estas cubanidades
y en estas precariedades de la circulación editorial a propósito de una
excepción notable. El arribo de la reciente reedición de buena parte de la obra
de Severo Sarduy, a 20 años de su muerte. Me refiero a los tres tomos de sus Obras, publicados por el Fondo de
Cultura Económica. La obra de Sarduy podría definirse como una oscura pradera
que convida. Oscura, sin duda, a ratos quizá demasiado, pero que convida, es
decir, que algo encierra (o algo abre, más bien), lo que hace que en vez de
producir rechazo o suspicacia (aunque a varios, como a Mario Vargas Llosa, se
las produzca) genere ansiedad, curiosidad, el efecto de quedarse pegado en
ella, en una palabra, en una frase, en una patinada incluso, como enmarañado en
su encanto, mucho más festivo de lo que se pudiera a creer.
La obra de Sarduy se
inscribe plena, orgullosamente en el infinito ámbito que abre la muy provocadora
(y ciertamente discutible) premisa de su maestro Lezama Lima: “Sólo lo difícil
es estimulante”. De hecho, en alguna parte de la novela De donde son los cantantes, atrapante en su descomedida rareza, uno
de los narradores, en su delirio, dice algo sobre lo que él mismo está diciendo
y no cuesta creer que se trate de la propia novela hablando de sí misma: “Palabras
cojas para realidades cojas que obedecen a un plan cojo trazado por un mono
cojo”. Y no cuesta creer tal cosa porque esta es una obra muy reflexiva, “una que
progresa paralelamente a su propio comentario, que integra su elucidación”. Para
más inri, en otra novela suya, Cobra,
se lee esto: “Tarado lector: si aún con estas pistas, groseras como postes, no
has comprendido… abandona esta novela y dedícate al templete o a leer las de
Boom, que son mucho más claras”.
Humorística con frecuencia
(“Así como estás vas a durar casta y pura lo que dura un merengue en la puerta
de una iglesia”), erótica otro tanto o, más que erótica, lasciva, a ratos
degenerada, la escritura de Sarduy está comandada por el ánimo de construir una
imagen plástica, visualidades penetrantes, pero también por la búsqueda de una
sonoridad nueva. En su obra, son la claridad y la inteligibilidad (que no la
inteligencia) las que quedan, no expulsadas, pero sí relegadas –escondidas,
mejor dicho– tras la predominancia que cobran estos dos elementos, imagen y
música.
SACO
DE PEDOS
El primer tomo de sus Obras recoge su poesía, que va desde ejercicios
tradicionales, como sus abundantes y muy singulares sonetos y décimas, hasta
poemas escritos en espiral, que juegan con las formas y la paciencia. Entre
medio se sitúa, creo yo, lo más valioso de su poesía, como sus “Poemas
bizantinos”, versos que en su asunto y en su desplante están entre lo
tradicional y lo insólito y le dan la razón al prologuista Gustavo Guerrero
cuando dice que Sarduy “supo dar con un tono y una respiración del español que
hunden sus raíces en la tradición del Siglo de Oro, pero que compendían, al
mismo tiempo, la gracia del habla cubana y una voluntad de innovación
enteramente contemporánea”. Y si a ratos se extraviara, no importa: para volver
siempre habrá un poema suyo que supera toda descripción y énfasis, se llama
“Isabel la Caótica, Juana la Lógica” y tiene estos versos: “Mira cómo se te han
roto los párpados de tanto llorar. / ¿Qué haces arrastrándolo, mirándolo de
noche, / escribiéndote la cara ante un esqueleto sangrante? / Siéntate. Sólo Dios
vence” / ¿Has medido el alcance de esta frase? / Repítela con los ojos cerrados
/ hasta que las palabras queden blancas, / sin relieve –la muerte es una parte
de la vida–, / como tu rostro en una moneda mohosa”.
Tres novelas claves (De donde son los cantantes, Maitreya y Pájaros de la playa) reúne el segundo tomo, aunque no está Cobra, que es la más clave, quizás. De
todos modos, la trilogía es más que suficiente para irse de Tagadá por la
narrativa de Sarduy; las tres dan cuenta muy bien de su tránsito narrativo, describiendo
un arco amplio que va desde el barroquismo desatado de De donde son los cantantes (1967), novela que en todo caso el mismo
autor clarifica y sintetiza al final, en un gesto extraño no se sabe si de
concesión o de ironía, hasta la claridad creciente e hiriente de Pájaros de la playa, esa literalmente descarnada
novela sobre la enfermedad, más específicamente sobre cómo el sida, a fines de
los años 80 (la novela es del 92), por la escasa investigación científica y por
la gran ignorancia prejuiciosa que existía, hacía estragos tanto corporales
como mentales entre quienes la padecían, al grado de que en el moridero en que
transcurre la novela, “cortarse las uñas, y aún más afeitarse, se convierten en
una verdadera hazaña de exactitud, a tal punto es grande el miedo a herirse, a
derramar el veneno de la sangre sobre un objeto, sobre un trapo cualquiera que
pueda entrar en contacto con otra piel”; acerca de esta novela, la más valiente
que yo haya leído alguna vez sobre el miedo (sépase que Sarduy murió de sida al
año siguiente de haberla publicado), hay en internet un agudo análisis del
crítico chileno Sergio Rojas, quien subraya que “el motivo que cruza la novela
es el cuerpo”. Y, de hecho, la enfermedad en cuestión es una que en ese tiempo
menguaba el cuerpo con una brutalidad con que ya no lo hace, lo llenaba de heridas,
de herpes, y rápido. Escribe Sarduy en la novela: “Basta con que el cuerpo se
libere del protocolo social para que se manifieste en su verdadera naturaleza:
un saco de pedos y excrementos. Un pudridero”.
Finalmente, el tercer tomo reúne
sus ensayos, escritos a veces con rebuscamiento excesivo, pero reparar en eso sería
un modo de no entender, porque de eso justamente en parte se trata: de
dilapidar, de malgastar recursos, o como mejor y más convencido lo dice él
mismo en un ensayo: “Ser barroco hoy significa amenazar, juzgar y parodiar la
economía burguesa, basada en la administración tacaña de los bienes, en su
centro y fundamento mismo...: derrochar lenguaje únicamente en función del
placer”.
Audaces, creativos, a veces
desatados, sus ensayos ofrecen luces parciales, tipo linterna, pero siempre novedosas
sobre su propio trabajo, así como sobre la obra de autores como Salvador
Elizondo, José Donoso (cuyos procedimientos compara a los de Goya), Neruda, Octavio
Paz, Álvaro Mutis, o Cervantes, Sade o Bataille o, mucho y varias veces, sobre Góngora,
el barroco y sus distintas manifestaciones en el tiempo y en el espacio. En
todo caso, de su trabajo crítico –que también discurre con interés sobre el
tatuaje, la pintura o Galileo–, nada resulta tan sagaz, creativo, apasionado y
apasionante como sus lecturas y defensas de Lezama Lima, con quien según cuenta
alguna vez habló a la salida de un ballet, teniendo una conversación a partir
de la cual luego Sarduy desglosa las claves de la poética lezamiana,
deleitándose en sus detalles, proyectándolo con otros autores, asediándolo con
afectuosa inteligencia e inscribiéndose a sí mismo como “una hoja en el árbol
de Lezama”.
OBRAS
(I, II y III)
Severo Sarduy
Fondo de Cultura
Económica
219, 405 y 387 páginas
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