Los trabajos y los días de
Elvira Hernández
Elvira Hernández
No
faltan los agoreros que consideran que la poesía chilena está de capa caída, “eclipsada”
al decir de Ignacio Valente; desdiciéndolos, cada tanto aparecen libros muy
buenos, algunos extraordinarios, por ejemplo uno que pasó bastante colado: Cuaderno de deportes (2010), de Elvira
Hernández, 66 poemas de canto ronco donde lo olímpico es el pie para
reflexiones e imágenes que aguan incluso la llamada fiesta de la democracia
(“Cada cuatro años / el team completo candidateado / nos horada los ojos / con
olímpico desprecio”).
Ahora
apareció Actas urbe, un volumen que
recoge los “textos idos” de Hernández, esto es, buena parte de los libros y
poemas sueltos que publicó durante años en revistas dispersas, en ediciones
limitadas o en otros países, por lo que en su mayoría apenas fueron conocidos en
Chile. Editado y prologado por Guido Arroyo –que apunta con razón que esta es
una poesía que “ha evitado reproducir itinerarios programáticos”–, Actas urbe recoge ocho conjuntos
escritos desde fines de los 70 hasta este año, siendo el primero ¡Arre! Halley ¡Arre!, ese suspicaz y
cáustico libro de 1986 que es a la venida del cometa un poco lo que La aparición de la Virgen de Enrique
Lihn es a los avistamientos de la Virgen en Villa Alemana: un enfrentamiento en
el ámbito de las palabras tendiente, en parte, a desmantelar la precaria
estructura retórica de esos montajes ruines, terminando de escamotearles así el
sentido que éstos nunca lograron del todo proyectar. Luego vienen, entre otros,
Meditaciones físicas por un hombre que se
fue (1987), Carta de viaje (1989)
y un inédito, Bestiario, escrito
entre 1978 y 1991 y donde se lee: “Las imágenes del cerebro proporcionan los
peores espejos: / Una autohipnosis un autofilm de la propia cautividad”. Además,
en un apéndice, se incluye un lote de poemas sueltos, unos pedazos de
entrevistas, una autoentrevista –ese género dudoso que acá funciona pues la
autora sabe esquivar los acomodamientos para, con humor, definir ciertas
posiciones mínimas en materia literaria– y su definitoria “Arte poética”: “…no
se puede pensar, ante un vínculo tan íntimo, que el aprendizaje de técnicas
poéticas pueda encaminarnos a tocar fondo, fibra humana, sentido, sinsentido”.
HILO ROJO
Un
verso de Rosamel del Valle puede usarse para pensar en lo que los poemas
reunidos en esta compilación revelan: un “secreto espectáculo de cambios y
transfiguraciones”.
Cambios
y transfiguraciones de un lenguaje, de una voz, infrecuentes transmisiones de
una frecuencia modulada personalísimamente. Lo que da unidad a esta obra no es
el número de repeticiones o continuidades que la conforman ni los ecos internos
sino la personal y escurridiza modulación que subyace a cada nuevo modo implementado,
lo que es visible incluso en el soneto del Gato acrupido.
Las
distintas sintaxis, tonos y modos de versificar, de torcer la escritura y el
acento que conviven al interior de Actas
urbe refrendan los versos de Luis Cernuda: “Hablan en el poeta voces
varias: / Escuchemos su coro concertado, / Adonde la creída dominante / Es tan
sólo una voz entre las otras”. Ahora bien, quizá el de Hernández sea más bien un
coro des-concertado, un concierto en
el que resuena lo incierto, las notas estridentes, y donde lo viejo es siempre reconsiderado. Por supuesto,
la mera convivencia de voces y formas distintas no es en sí misma un valor; sí
lo es que todas ellas, o una buena parte, resulten novedosas, atractivas y que
aun en su ostensible diferencia mantengan eso que la leyenda japonesa llama el
“hilo rojo”, es decir, un vínculo irrompible aunque impalpable, una secreta médula.
“Lírica
irritada” dijo sobre esta poesía Jorge Guzmán cuando presentó hace ya dos décadas
Santiago Waria. Es una definición que
resiste el paso del tiempo y los matices que sea pues le achunta al entrecejo
de esta poesía. “Música pesada”, dice Guido Arroyo hoy. En un poema el peruano Antonio
Cisneros se definía a sí mismo como “ronco para el canto”.
Ronquera,
irritación, pesadez, también concernimiento y un humor seco: describiendo
aspectos así se podría perfilar esta escritura.
UNA CUCHILLADA
Publicado
únicamente en 1991 en Colombia –a Chile sólo llegaron tres ejemplares–, El orden de los días es un libro de fraseos
resonantes, con haches como hachas (“ni flecha sagita / ni flecha mapuche / ni
flecha huilliche”), y en cuyas páginas sucede algo análogo a lo que el segundo
verso del libro mismo describe: “una luz cruza como una cuchillada”. Es una luz
filuda la que refractan estas páginas, quemante a veces, otras fría, y lo que se
ilumina principalmente es el tiempo: sus repliegues, su condición ilusoria (“la
tarde del día viaja oculta en un barretín”) y a la vez fatal, sus efectos
destructivos, sus estiramientos, su dilapidación; en fin, se “subterranéan”
estos poemas en “la burla del tiempo” (como traduce Parra un verso de Hamlet),
y en la página quedan “los días saltando como chispas de un brasero”.
En
este catálogo de trabajos y días, llama la atención, ya desde los títulos, cómo
el orden de los días es, más bien, una apariencia: “giran los días golpeándose
unos a otros / en la tómbola de los días”. Resulta central la carnalidad de las
formas que toma el tiempo en estos poemas, donde los días y las noches
literalmente se humanizan una y otra vez: “los días se paran en sus aterradas patas
raquíticas / empiezan a caminar por la aterida historia”.
Ahora,
que sea el tiempo el asunto central no implica en lo absoluto que El orden de los días navegue en aguas abstractas,
alejado de la historia o de la comunidad. En los modos y en los asuntos de la
poesía de Elvira Hernández (“hija de su tiempo, su imperativo es alejarse de su
época”), es permanente la tensión entre el ensimismamiento de la palabra y su
concernimiento respecto al mundo circundante; por ello siempre hay espacio para
todos y eventualmente para todo, para tanteos en lo incierto y también para sagacidades
de alcances contingentes: “Un 75% de la población confunde capitalismo de
estado con socialismo”.
En
El orden de los días está desde la
violencia de un secuestro al estilo CNI (mientras hay un carabinero bostezando
en la esquina) hasta bichos y animales invadiendo las páginas. Hay varias
muertes trágicas, incluso alguien feliz y, también, esqueletos de novela o
cuadros de costumbre en miniatura: “alguien se lava la cara las manos /
cepíllase se baña se perfuma se pule / rasúrase también / la familia cree que
es un hombre limpio”. Elvira Hernández es una de las voces vivas más vivas de
la poesía chilena. Su poesía inteligente parece no tener centro, pero quizá lo
tenga (parafraseando a Germán Carrasco) en su capacidad de siempre bailar sin
rigidez pasos nuevos.
ACTAS URBE
Elvira
Hernández
Alquimia
Ediciones
2013,
241 páginas
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