Quiso hacer como que
no había visto, devolverse, que la tragase la tierra, pero al percatarse ellos,
por el repicar del piso flotante bajo sus tacos, de que había vuelto,
reaccionaron intentando disimular de tan torpe manera que ella no pudo sino aumentar
sus calladas suspicacias.
Con mayor razón
entonces quiso hacer como que no había visto, devolverse, que la tragase la
tierra. Pero había visto, no podía devolverse porque la habían visto ver y la
tierra con seguridad no la tragaría. Balbuceos, gestos torpes, falsas
distracciones.
No he querido saber, pero he sabido: recordó ella súbitamente el inicio de la única
novela de Javier Marías que había podido leer entera. Le ocurría a ella ahora
(ahora: en ese microsegundo lentísimo) lo que indicaba ese endecasílabo ajeno:
no habría querido saber pero había, sino sabido, por lo menos intuido, oliscado,
abierto la puerta para una suspicacia que sólo podría crecer con el pasar de
los días, de los meses, ¿de los años?
¿Y qué hacer?, se
preguntó.
Nada.
Todo esto ocurrido en
apenas siete, ocho, nueve segundos. Ya para el décimo, tensado al máximo un
silencio a fin de cuentas inútil, uno de ellos atinó a decir ¿se te quedó algo,
mamá, qué se te quedó?
-Nada.
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