Por las calles y las páginas (Fonseca va)
Vastas emociones y
pensamientos imperfectos es el título de una de las cinco grandes
novelas de Rubem Fonseca (las otras vendrían siendo Agosto, El gran arte, Bufo & Spallanzani y El caso Morel). Se llama así porque esos dos elementos son la
materia de que está hecho el “mundo arcaico de los sueños”, según dice el
propio narrador protagonista, a quien, tras el huracán de personajes y episodios que lo arrastran por
derroteros imprevistos, la realidad misma termina apareciéndosele, también,
como un escenario de vastas emociones y pensamientos imperfectos.
Recuerdo esto porque en el recién
publicado libro La novela murió, que
contiene 28 ensayos, Fonseca se refiere a algunos de estos, y en más de una
ocasión, como “pensamientos imperfectos”. Este libro –que junto a los cuentos
de El agujero en la pared es la
última noticia de la obsesionante Biblioteca Fonseca de editorial Tajamar– es
un libro extraño. Extraño, en primer término, por su normalidad. Por su
transparencia. Por su amabilidad. Y sobre todo por la mayoritaria ausencia de la
ironía a que nos tienen acostumbrados el narrador, o los narradores, y los
personajes de Fonseca. Pero claro, aquí el que habla no es el narrador de
Fonseca ni sus personajes sino, derechamente, Fonseca.
Contra la generalizada y en un
punto saludable tendencia a desatender las diferencias entre géneros, este
libro las reafirma. Si bien bastante narrativos, estos textos –salvo un par de excepciones,
a las que ya me referiré– desentonarían si se los infiltrara en algunos de los
volúmenes de cuentos de Fonseca. ¿Por qué? Primero, porque Fonseca en estos
textos define posiciones, sobre todo en asuntos morales, sin ironía ni cinismo
ni tampoco mediante representaciones de posturas distintas a la suya, como suele
hacer en sus relatos, por ejemplo cuando en uno de Ellas y otras mujeres dos vengadores toman violenta y despiadada justicia
en sus propias manos contra un violador, o cuando en Feliz año nuevo muestra sin valoraciones el mundo delincuencial, al
punto que el libro fue censurado y el autor objeto de una persecución judicial
por incitación al crimen. En contraste con todo eso, en La novela murió Fonseca se explicita contrario a toda forma de violencia
–admira los árboles que crecen y viven sin herir a nadie– y de discriminación:
es notable la parada de carros que le pega, en la grabación de un capítulo de
la serie Mandrake a la que asiste, a alguien que le reprocha tomarse una foto
con un actor travesti. Asimismo, combate prejuicios de todo tipo, por ejemplo
aquellos con que se condenaba a Michael Jackson cuando en los años 2000 estuvo
de moda lapidarlo: “Mutante inducido o no, un tipo de estos no debe ser
encerrado en la cárcel. Es quizá una especie de precursor. Por lo menos
tratemos de entenderlo”.
Los textos de este libro son en
general breves. La prosa, en tanto, es sencilla –sin las “ambigüedades,
simbolismos, metáforas, oscuridades, enigmas y alegorías” que sus demás libros en
mayor o menor medida ostentan–; sus exposiciones son clarísimas, a ratos
netamente informativas o divulgativas. Los temas son variados, como es natural en
un lector que se define a sí mismo en estos términos: “Soy omnívoro, o
polífago, si así lo prefieren. Leo todo lo que se me pone enfrente”. Habría que
añadir que esa curiosidad también demuestra tenerla por el mundo y la gente. Y,
así las cosas y siendo un hombre culto y viajado, es natural que el arco
temático que describe este libro sea ancho y vasto como el mundo, o casi –para
no exagerar–. Se lo puede leer hablando de animales, reivindicando la poesía de
Rosalía de Castro, riéndose de la cacareada muerte de la novela, defendiendo las
palomitas de maíz, analizando instrucciones de medicamentos, escudriñando en el
tratamiento histórico de la masturbación y la pornografía, comentando un
curioso correo spam que le llega invitándolo a formar parte de un Club de
Estúpidos o revisando algunos viajes, como su estada en Berlín para la caída
del muro o su larga visita a Israel, crónica ésta en la que desliza una clave sobre
estos textos, al decir, antes de contar detalles de un matrimonio judío al que
le toca ir: “hay otro acontecimiento que también quiero dejar registrado”. El
subtítulo de este libro es crónicas, crónicas entendidas como eso: registro personal
de acontecimientos, de momentos, de personajes; textos marcados por el presente
en que se escriben (se nota que deben haber sido publicados en la prensa, lo
que implica plazos de cierre, extensiones limitadas, ciertas consideraciones
estilísticas para adecuarse al medio, etc.).
Fonseca –que probablemente sea el
único autor vivo en el continente que se merezca tanto como Parra el Nobel,
pero que de seguro, también como Parra, no va a ganarlo– incluye al final dos
textos que se salen del tenor de los demás –el par de excepciones que no
desentonarían en un libro de cuentos–. Primero, “El quinto sospechoso”, que
perfectamente puede leerse como un cuento de inducción lógica, reflexivo, un
relato a lo Poe, o una fábula a lo Esopo, aunque sin animales. Y, segundo, el
texto final, “José: una historia en cinco capítulos”, el más largo del libro y
en el que acomete una revisión autobiográfica de su infancia y juventud, una
especie de negativo de su magistral cuento “El arte de andar por las calles de
Rio de Janeiro”. Como sabe que “todo relato autobiográfico es un montón de
mentiras”, Fonseca, un poco a la manera de Roland Barthes o de Severo Sarduy, escribe
de sí mismo en tercera persona y con nombre alterado, tomando distancia para mirarse
mejor y dando por resultado un texto sobresaliente en el conjunto, donde se
refrenda algo que en esas mismas páginas se lee: que “la memoria puede ser una
aliada de la vida” y, agregaría yo, de la literatura.
Pensamientos imperfectos, dice
Fonseca, como quien dice notas al paso. Habría que darle más vueltas al asunto,
sin duda, pero por lo pronto esto permite especular con, al menos, la
consideración que al propio autor le merecen estos textos. No sé si sean lo
mejor de Fonseca; no lo creo. Muchos de sus cuentos y varias de sus novelas sí son
perfectas, alucinantes, insoltables. Estos textos, en cambio, quizá menos
ambiciosos, más sencillos que sus narraciones, podrán ser imperfectos, pero
cierta imperfección le puede hasta venir bien al trabajo con ideas en
literatura. Cómicos, sumamente instructivos (se entera uno, por ejemplo, con
gran sorpresa que en Brasil hasta la década de 1930 las playas eran mal vistas y
muy poco concurridas), estos textos son las crónicas de un hombre curioso que
se pasea por las calles del mundo y por las páginas de la literatura con la
misma soltura con que el pequeño José del relato final lo hacía en Minas Gerais,
primero, y en Rio de Janeiro, después, hace ya más de setenta años.
LA
NOVELA MURIÓ
Rubem Fonseca
Tajamar Editores
2013, 194 páginas
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