lunes, 21 de octubre de 2013

Samuel Johnson según James Boswell,
UNA EUFORIA NADA PEQUEÑA
(texto de 2008) 

















Tiene casi las mismas páginas que el Nuevo Testamento pero el erudito inglés Samuel Johnson aparece como un dios sin hijos, mientras que el abogado escocés James Boswell las oficia de único evangelista y autor, si bien es cierto que cita copiosamente cartas, testimonios y escritos de terceros, sin contar, por supuesto, los del mismo Johnson. A propósito de esto último –la abrumadora presencia de cartas y escritos de Johnson–, Marcel Schwob escribió que “la obra de Boswell sería perfecta si no hubiese creído necesario citar la correspondencia de Johnson y hacer digresiones sobre sus libros”. Del todo razón no le falta; no es necesario tener una pistola en la cabeza para reconocer que el mar de cartas de y para Johnson constituye, en suma, la parte que menos suma al libro. Menos atinado parece Schwob cuando le achaca a Boswell su detención para comentar los libros y ensayos de Johnson, pues a éste su escritura le es consubstancial, parte central de su vida, tanto como sus oraciones a Dios o el callejeo con su núcleo de amigos, integrado por Edmund Burke, Oliver Goldsmith, Joshua Reynolds y el actor David Garrick, uno de los pocos del gremio teatral al que Johnson no le tuvo desprecio. Es evidente que Schwob –que no apreciaba a Johnson–, escribe todo esto con el interés creado de sentar las bases de su propia noción del arte biográfico, que tiene que ver con la condensación y la elipsis, y por ello llega a decir que “Boswell no tuvo el coraje estético de elegir”. Pero para Boswell el arte de la biografía es el de la acumulación sustentable: “Los detalles concretos son con frecuencia distintivos y siempre sorprendentes cuando se refieren a un hombre distinguido”; “Es mejor que me exceda en conservar demasiados dichos de Johnson que el que recoja demasiado pocos”.
Boswell conoce personalmente a Johnson –de 54 años, feo, anglicano y uno de los dos o tres nombres que secundan en la literatura inglesa al de Shakespeare– el martes 24 de mayo de 1763. Para ese entonces, Johnson ya era el autor del Diccionario de la lengua inglesa, de excelentes biografías de poetas y de muy leídas columnas en la prensa. Los años anteriores a ese día Boswell los despacha en 250 páginas: las restantes mil las dedica a los 21 años venideros de amistad. De todos modos, desde su nacimiento Johnson es biografiado con un rigor y una copiosidad que deja a la vista la sana obsesión –el amor– con que el escocés reporteará hasta el último día la existencia del inglés. Comparecen al principio sus antepasados, su infancia, sus primeras incursiones literarias, su adolescencia domada (“No tuvo relaciones vergonzosas de ningún tipo; nunca se le vio borracho excepto en una ocasión”), el nacimiento de la hipocondría que lo acompañó toda su vida, sus primeros viajes a Londres y su matrimonio a los 27 años, del cual enviudó 16 años después, en 1752. Aunque sintió una profunda pena por la pérdida de su esposa, el mundo no se le vino abajo ni mucho menos, pues, como queda dicho, la felicidad no la encontró en la mujer sino en la fe, los libros y la conversación. Todos estos aspectos son informados y comentados por Boswell con tanto rigor como entusiasmo y comicidad, perfilando a un hombre que, desde su primera juventud, “estuvo impregnado del entusiasmo de la oposición”. Un inglés mañoso que, según reconoce Boswell, por el sólo gusto de llevar la contra era capaz de sostener afirmaciones polémicas o superficiales, aunque de estos arranques sofistas se cuidaba bien de caer en sus libros.  
Y un día, Boswell se atreve a visitar al maestro: “Sentí una euforia nada pequeña al haber entablado felizmente una amistad que había ambicionado durante tanto tiempo”. De ahí en adelante, el libro es un generoso reguero de paseos por casas, calles y tabernas de Londres en que los dos amigos conversan sobre asuntos que van desde religión y fantasmas hasta Shakespeare, el vino y los caníbales. Entrañables son las escenas de los dos paseando; con facilidad y felicidad puede uno imaginarse a Johnson bizco y mal vestido, lento y con un peluquín desgarbado, caminando al lado del amigo que le pregunta, sin miramientos, de todo un cuanto hay y registra cada uno de sus dichos y movimientos como si se tratara siempre de la gran cosa o la buena nueva. De este modo, mil páginas de intercalaciones, comentarios, refutaciones a terceros, digresiones, notas al pie e innumerables diálogos conforman un libro que invita a ser leído con la misma libertad y afán con que, según Boswell, Johnson enfrentaba la lectura: “Tenía la peculiar facilidad de absorber al momento lo que era valioso en cualquier libro sin tomarse el trabajo de leerlo detenidamente desde el principio hasta el final”.  
Boswell –que también escribió diarios y unos hilarantes encuentros con Rousseau y con Voltaire– era ante todo un vividor que se desvivió por su amigo sin mimetizarse ni dejar de ser un hombre de copas, de prostitutas y de modales liberales. Un “imbécil”, según exagera Fernando Savater en el prólogo a esta edición de Espasa-Calpe, pero un “imbécil” lleno de curiosidad e impertinencia (a lo Sancho Panza), lo que explicaría para el filósofo español que una de las obras más entrañables y divertidas de la literatura inglesa fuera escrita por un escocés poco serio obnubilado por las genialidades de Johnson, quien, agrega Savater, era un “cascarrabias conservador y xenófobo, monógamo, infaliblemente filisteo”. Un viejo mañoso pero sabio, que no sólo en la ceguera, el humor y la agudeza se asemeja a Borges, sino también en las mañas conservadoras que llevaron a uno y a otro a apoyar, ocasionalmente, causas innobles y al mismo tiempo despreciar a contemporáneos valiosos. Por ejemplo, al Tristram Shandy, de Laurence Sterne, Johnson lo juzgó letra muerta.
Sobre todo considerando la soberbia profusión que lo antecede, el relato que hace Boswell de la muerte de Johnson es tan escueto, tangencial y efectivo como el que de Don Quijote hace Cervantes; en ambos casos se trata de una noticia indeseada, del puro silencio que queda ante la muerte. Tanto así que Boswell decide no escribir sobre lo que significó para él el fallecimiento de Johnson, ni dar detalles de lo ocurrido, sino simplemente citar lo que dijeron amigos y otras eminencias literarias para, a las pocas páginas, dar por terminado el libro y augurar el porvenir de Johnson: “Un hombre cuyas capacidades, conocimientos y virtudes fueron tan extraordinarias que cuanto más se pondere su personalidad, con mayor admiración y reverencia será considerado por la época presente y por la posteridad”. Y justamente eso es lo que, biografiando al gran biógrafo inglés, Boswell consigue: mantener al amigo caminando en la posteridad y, a la vez, renovar el género de la biografía y pasar él mismo a la historia.
Una cosa más: gracias a su memoria descomunal, su oído atento y su fascinación por el detalle, Boswell sin proponérselo siquiera llevó a las divisiones superiores de la literatura un género hasta entonces, y a veces hasta hoy, menospreciado: la entrevista con escritores.


LA VIDA DE SAMUEL JOHNSON
James Boswell
Editorial Espasa Calpe
Madrid, 2007, 1228 páginas



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