Samuel Johnson según James Boswell,
UNA
EUFORIA NADA PEQUEÑA
(texto de 2008)
Tiene casi las mismas páginas que el Nuevo Testamento pero el erudito inglés
Samuel Johnson aparece como un dios sin hijos, mientras que el abogado escocés
James Boswell las oficia de único evangelista y autor, si bien es cierto que
cita copiosamente cartas, testimonios y escritos de terceros, sin contar, por
supuesto, los del mismo Johnson. A propósito de esto último –la abrumadora presencia
de cartas y escritos de Johnson–, Marcel Schwob escribió que “la obra de
Boswell sería perfecta si no hubiese creído necesario citar la correspondencia
de Johnson y hacer digresiones sobre sus libros”. Del todo razón no le falta;
no es necesario tener una pistola en la cabeza para reconocer que el mar de cartas
de y para Johnson constituye, en suma, la parte que menos suma al libro. Menos
atinado parece Schwob cuando le achaca a Boswell su detención para comentar los
libros y ensayos de Johnson, pues a éste su escritura le es consubstancial,
parte central de su vida, tanto como sus oraciones a Dios o el callejeo con su
núcleo de amigos, integrado por Edmund Burke, Oliver Goldsmith, Joshua Reynolds
y el actor David Garrick, uno de los pocos del gremio teatral al que Johnson no
le tuvo desprecio. Es evidente que Schwob –que no apreciaba a Johnson–, escribe
todo esto con el interés creado de sentar las bases de su propia noción del
arte biográfico, que tiene que ver con la condensación y la elipsis, y por ello
llega a decir que “Boswell no tuvo el coraje estético de elegir”. Pero para
Boswell el arte de la biografía es el de la acumulación sustentable: “Los
detalles concretos son con frecuencia distintivos y siempre sorprendentes
cuando se refieren a un hombre distinguido”; “Es mejor que me exceda en
conservar demasiados dichos de Johnson que el que recoja demasiado pocos”.
Boswell conoce personalmente
a Johnson –de 54 años, feo, anglicano y uno de los dos o tres nombres que
secundan en la literatura inglesa al de Shakespeare– el martes 24 de mayo de
1763. Para ese entonces, Johnson ya era el autor del Diccionario de la lengua inglesa, de excelentes biografías de
poetas y de muy leídas columnas en la prensa. Los años anteriores a ese día
Boswell los despacha en 250 páginas: las restantes mil las dedica a los 21 años
venideros de amistad. De todos modos, desde su nacimiento Johnson es
biografiado con un rigor y una copiosidad que deja a la vista la sana obsesión
–el amor– con que el escocés reporteará hasta el último día la existencia del
inglés. Comparecen al principio sus antepasados, su infancia, sus primeras
incursiones literarias, su adolescencia domada (“No tuvo relaciones vergonzosas
de ningún tipo; nunca se le vio borracho excepto en una ocasión”), el
nacimiento de la hipocondría que lo acompañó toda su vida, sus primeros viajes
a Londres y su matrimonio a los 27 años, del cual enviudó 16 años después, en
1752. Aunque sintió una profunda pena por la pérdida de su esposa, el mundo no
se le vino abajo ni mucho menos, pues, como queda dicho, la felicidad no la
encontró en la mujer sino en la fe, los libros y la conversación. Todos estos
aspectos son informados y comentados por Boswell con tanto rigor como entusiasmo
y comicidad, perfilando a un hombre que, desde su primera juventud, “estuvo
impregnado del entusiasmo de la oposición”. Un inglés mañoso que, según
reconoce Boswell, por el sólo gusto de llevar la contra era capaz de sostener
afirmaciones polémicas o superficiales, aunque de estos arranques sofistas se
cuidaba bien de caer en sus libros.
Y un día, Boswell se atreve
a visitar al maestro: “Sentí una euforia nada pequeña al haber entablado
felizmente una amistad que había ambicionado durante tanto tiempo”. De ahí en adelante,
el libro es un generoso reguero de paseos por casas, calles y tabernas de
Londres en que los dos amigos conversan sobre asuntos que van desde religión y
fantasmas hasta Shakespeare, el vino y los caníbales. Entrañables son las
escenas de los dos paseando; con facilidad y felicidad puede uno imaginarse a
Johnson bizco y mal vestido, lento y con un peluquín desgarbado, caminando al
lado del amigo que le pregunta, sin miramientos, de todo un cuanto hay y registra
cada uno de sus dichos y movimientos como si se tratara siempre de la gran cosa
o la buena nueva. De este modo, mil páginas de intercalaciones, comentarios,
refutaciones a terceros, digresiones, notas al pie e innumerables diálogos conforman
un libro que invita a ser leído con la misma libertad y afán con que, según
Boswell, Johnson enfrentaba la lectura: “Tenía la peculiar facilidad de absorber
al momento lo que era valioso en cualquier libro sin tomarse el trabajo de
leerlo detenidamente desde el principio hasta el final”.
Boswell –que también escribió
diarios y unos hilarantes encuentros con Rousseau y con Voltaire– era ante todo
un vividor que se desvivió por su amigo sin mimetizarse ni dejar de ser un hombre
de copas, de prostitutas y de modales liberales. Un “imbécil”, según exagera
Fernando Savater en el prólogo a esta edición de Espasa-Calpe, pero un “imbécil”
lleno de curiosidad e impertinencia (a lo Sancho Panza), lo que explicaría para
el filósofo español que una de las obras más entrañables y divertidas de la
literatura inglesa fuera escrita por un escocés poco serio obnubilado por las
genialidades de Johnson, quien, agrega Savater, era un “cascarrabias conservador
y xenófobo, monógamo, infaliblemente filisteo”. Un viejo mañoso pero sabio, que
no sólo en la ceguera, el humor y la agudeza se asemeja a Borges, sino también
en las mañas conservadoras que llevaron a uno y a otro a apoyar,
ocasionalmente, causas innobles y al mismo tiempo despreciar a contemporáneos
valiosos. Por ejemplo, al Tristram Shandy,
de Laurence Sterne, Johnson lo juzgó letra muerta.
Sobre todo considerando la
soberbia profusión que lo antecede, el relato que hace Boswell de la muerte de
Johnson es tan escueto, tangencial y efectivo como el que de Don Quijote hace
Cervantes; en ambos casos se trata de una noticia indeseada, del puro silencio
que queda ante la muerte. Tanto así que Boswell decide no escribir sobre lo que
significó para él el fallecimiento de Johnson, ni dar detalles de lo ocurrido, sino
simplemente citar lo que dijeron amigos y otras eminencias literarias para, a
las pocas páginas, dar por terminado el libro y augurar el porvenir de Johnson:
“Un hombre cuyas capacidades, conocimientos y virtudes fueron tan
extraordinarias que cuanto más se pondere su personalidad, con mayor admiración
y reverencia será considerado por la época presente y por la posteridad”. Y
justamente eso es lo que, biografiando al gran biógrafo inglés, Boswell consigue:
mantener al amigo caminando en la posteridad y, a la vez, renovar el género de
la biografía y pasar él mismo a la historia.
Una cosa más: gracias a su
memoria descomunal, su oído atento y su fascinación por el detalle, Boswell sin
proponérselo siquiera llevó a las divisiones superiores de la literatura un
género hasta entonces, y a veces hasta hoy, menospreciado: la entrevista con
escritores.
LA VIDA DE SAMUEL JOHNSON
James Boswell
Editorial Espasa Calpe
Madrid, 2007, 1228 páginas
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