lunes, 28 de octubre de 2013

CLAUDIO BERTONI, 
ZORZALES FRATERNOS Y SACADAS DE MADRE    
    
Prólogo a la edición definitiva de El cansador intrabajable de Claudio Bertoni, Ediciones UDP, 2008 



“Me fui a Inglaterra en 1972. Lo estaba pasando súper bien en Chile, pero la Cecilia Vicuña, mi polola de ese entonces, se ganó una beca de pintura del British Council y se fue a Londres. Tres meses después me fui yo. Con su beca podíamos vivir los dos, mucho menos que modestamente, pero podíamos. Vino el golpe y en vez de quedarnos un año en Europa nos quedamos cuatro, hasta que nos separamos, me fui a Francia y tuve otra compañera ahí”. Con estas palabras Claudio Bertoni ha resumido sus años europeos, durante los cuales escribió buena parte de los poemas de El cansador intrabajable I y II.

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“En calidad de testigo, es de una sinceridad excepcional. No expurga ni abrillanta… El mundo erótico en el que habita es un mundo en el que abundan las relaciones efímeras y casuales”, escribe W. H. Auden sobre Kavafis, y lo que dice cabe decirlo de punta a cabo del Bertoni que, hace ya cuarenta años, en 1968, en la calle Toledo, de Providencia, empezó a escribir los poemas de un resumidero enorme que con los años daría origen a la publicación de El cansador intrabajable, un libro cuya primera edición (1973) fue artesanal y londinense.          
Bertoni, claro, no es testigo del acontecer nacional ni literario, sino de su propia vida: es a sí mismo a quien observa, es de sí mismo de quien escribe, son sus propios corcoveos espirituales y mentales los que llenan de gracia su escritura. La llaneza de su lenguaje obedece, antes que a un propósito estilístico, a la necesidad de contar con claridad lo que le pasa, a condición, sí, de que sea todo lo que le pasa, sin reservas pudorosas ni posicionamientos heroicos. Cada vida a Bertoni probablemente le parece única e insólita, pero la suya propia –suficiente extrañeza ya– acapara toda su atención. El resto existe o no en función de él. Es, el suyo, el largo soliloquio de un individuo ensimismado y atribulado: desde fines de los años 60 escribe a diario y profusamente en cuadernos que va apilando y de los cuales cada tanto saca puñados de poemas para armar sus libros, incluido éste.
Con El cansador intrabajable I y II, Bertoni instala un espacio que sus posteriores nueve libros no han sino remarcado y, escasamente, ampliado. Es el espacio del confesor impenitente que no se toma la molestia ni de expurgar ni de abrillantar los hechos referidos, y que remeda prodigiosamente el lenguaje utilizado en el día a día sin caer nunca en la mera transcripción del habla real. Bertoni, dice Roberto Merino, ha resuelto el problema de “cómo hablar poéticamente, por escrito, sin alejarse del modo en el que hablamos –a los demás y a nosotros mismos– todos los condenados o luminosos días de nuestra vida”. Y efectivamente Bertoni escribe como si estuviera conversando: “Siento que los traiciono / a Berta y a Bruno / cuando los dejo / en la noche solos / mirando televisión”. No podía hablar de otra manera una poesía cuya vocación es ser un diario total, la fijación –casi como ejercicio terapéutico– de toda una vida, pretensión tan imposible como generosa en admirables “fracasos”. Elocuente es el poema “En este instante”, donde Bertoni busca ilusamente fijar lo que en ese preciso momento (el de la escritura) hacen sus amigos dispersos por el mundo, como si el instante que buscaba retener no hubiese ya pasado irremediablemente entre el primer verso y el segundo.
No obstante todo lo anterior, en El cansador intrabajable I y II se asoma una veta bertoniana no vuelta a explorar, precisamente por la exacerbación del confesionalismo antes señalado. Se trata de  voces no identificables –en último término– con la de Bertoni. “Fea”, por ejemplo, vendría siendo un monólogo dramático, un tipo de poema donde la voz que habla no es asimilable desde ningún punto de vista, ni aun el más pedestre, al poeta o a una versión trasuntada del mismo. Y están también los poemas dialógicos, como “Night talk” o “Intento de trabar diálogo con una desconocida”, que recuerdan los parlamentos de las obras surrealistas que Bertoni leyó de joven.

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Lo que convierte a Bertoni en un poeta tan prolijo es su insistencia, su impenitencia, su insaciabilidad: confiesa pero no se redime, revela para seguir tropezando una y otra vez con la piedra del deseo o con la piedra del terror, que lo paralizan y, a la vez, lo mueven a escribir; miedo a la enfermedad, deseo sexual, aprensión del prójimo, ansia de no ser, terror al exterior (una pulga), terror al interior (un cáncer), ganas de salir a caminar, ganas de volver.
Por estar acicateado por cuestiones tan elementales, Bertoni tiene tanto de realismo sucio e intimista (“Sangrar de las encías / –según tú– / es signo de buena salud / Aquí estoy entonces / con mi buena salud / y dos tarros de Nescafé / llenos de sangre hasta el borde / y un tercero / a punto de rebalsarse”) como de diario espiritual (“Escondo un secreto / que no desea / sino / dejar de ser”). Como si fuera el Padre nuestro, cada poema suyo, publicado o inédito, parece una oración que un místico truncado y un pecador irredento dirige no tanto al cielo como a quien sea que lo pueda oír o, con más propiedad, leer.

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Largo y en prosa, el poema “Malta Morenita” (llamado originalmente “Cerveza Pílsener”) concluye con un tipo de escena que la poesía chilena no había ofrecido jamás: “Hasta que supe lisa y llanamente que ya era hora y el semen las emprendió como un tren subterráneo a través de la uretra y tú saltaste fuera porque no habías tomado anticonceptivos y yo me tuve que ir de coitus interruptus / Ven a mí / creo que grité ridículamente con una mano en el culpable impidiendo que cayera demasiado semen en el cobertor”. Exentas de vetos decorosos, estas descripciones son, como anotó Enrique Lihn, “cachondeos del goliardo que hace la alquimia de la delicadeza con los ingredientes fecales del lenguaje”. Y de la realidad, se puede agregar tras leer este poema atentamente.
La ternura, en Bertoni, cabe lo mismo o más que las ansías venéreas. Tal vez sea aquello mediante lo cual Bertoni se compensa; no es un poeta que ame: desea, fantasea, recuerda, desprecia, pero no tiene poemas de amor duradero. Sí los tiene, en cambio, de amor fugaz, como “Poema para una vietnamita…”, donde da cuenta del inmenso sobrecogimiento que le causa la belleza de una ninfa oriental: “Yo soy el polvo / que pisan tus pies / y beso desde ahí / todos tus pasos”. Pero incluso cuando el deseo sexual parece replegado (“Hace 9 años el deseo me hacía morder la almohada / hoy día apoyo tímidamente la nuca / o una de las orejas”), a Bertoni le queda la ternura, como la del gesto amable que tiene hacia el heladero que vende bajo su ventana, inapropiadamente, helados en un día frío.
Función análoga cumple su lirismo y su ocasional musicalidad. Si a versos como “cállate cabro concha de tu madre” ome los culeo a ustedes también”, Bertoni no llevara otros como “un zorzal lleva pasto seco a su nido / como si fuera un manojo / de floretes de oro para gorriones”, entonces, si no hiciera eso, probablemente otro gallo –más desafinado, monótono y en definitiva básico– cantaría en sus textos. Además, tales expresiones muchas veces se entienden sólo como frases vulgares, y ciertamente lo son, pero en los poemas son también algo más; el verso “qué mierda tengo en la pichula”, por ejemplo, no se trata de una mera licencia procaz sino del grito de espanto de un hipocondríaco que, como lo han demostrado sus sucesivos libros, vive permanentemente temiéndole a su cuerpo, a lo que está en él y no se ve, a lo que sea que pueda estar pasando en las entrañas o fallando en el cerebro.
Zorzales fraternos y sacadas de madre, pues; ese tipo de cruces son los de Bertoni: mundanidad desatada y azote espiritual, adoración de la madre y de la hija del vecino, lágrimas y peos, jazz y sirenas de incendio.

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Remotas son las influencias que pueden investigarse en Bertoni. Someramente, estas: de los epigramas latinos, extrae la personalidad; de la poesía china –sobre todo de Tu Fu y Po Chu I–, el estilo directo y el ensimismamiento; de la poesía japonesa, principalmente la de Kobayashi Issa, la austeridad expresiva. De la literatura norteamericana hereda la desfachatez de Henry Miller, la concisión descriptiva de William Carlos Williams y el coloquialismo de Frank O`Hara. De los surrealistas obtiene el horizonte de imágenes y asociaciones libres; y, desperdigados por el mundo, pueden rastrearse, entre otros, influjos de la valentía reflexiva de Pavese y de la agudeza de la antipoesía y el texto filosófico breve, desde Lichtenberg hasta Cioran.
Por otra parte, está el zen, que para Bertoni ha sido crucial. Lo conoció por medio del libro Budismo zen y psicoanálisis, de D. T. Susuki y Erich Fromm, y adhirió a su postura en cierto modo antiintelectual: el zen busca ver y señalar las cosas, pero no las enseña ni las predica porque el pensamiento muere en la boca. La mayor gravitación del zen en Bertoni es la idea de que enamorarse de las cosas es la única manera de conocerlas. Por eso, tal vez, es que no está para grandes cuestiones sino para hablar de sí mismo y de lo que inmediatamente lo rodea y afecta.
A Bertoni puede situárselo en un grupo en el que también están Enrique Lihn, Rodrigo Lira y Raúl Zurita, y no porque compartan demasiado en términos de postulados poéticos, sino porque, cada uno a su personal modo –Lihn el más versátil–, supo abrirse y abrir camino después del estoque parriano, el que, contrario a lo que hacen creer las estadísticas bibliográficas, supuso el mayor cuello de botella para la poesía chilena, sólo asimilable en su potencia al que antes había roto el mismo Parra: el de la retórica nerudiana.
De estos tres poetas, con quién más cercanías tiene Bertoni es con Rodrigo Lira. Nacidos en la misma década, ambos se alejan tanto de la voz plural y mesiánica de Zurita como de la versatilidad estilística de Lihn. Bertoni, más ensimismado, y Lira, más desesperado, comparten también el rasgo de que sus libros sean reuniones más o menos fortuitas de poemas independientes, y comulgan en el coloquialismo, del que se ha hablado ya bastante, y en sus respectivas soledades, de las cuales ellos mismos –y a sus anchas– han hablado en sus versos. Una casualidad llamativa es que en 1971 Bertoni haya escrito “El grito”, un poema que probablemente Lira no haya conocido, pero que, como sea, es una versión sintética y anterior de su texto “Grecia 907, 1975”, donde Lira especula con pegar un grito colosal por la desesperación en que se halla envuelto. Pero no es esta curiosidad, por demás discutible, lo que emparenta a ambos poetas, sino el hecho de que los dos sean autores marcadamente callejeros. No puede ser insignificante que el primer verso del primer poema del primer libro de Bertoni diga “cuando en la calle”, fijando de entrada un hecho que los siguientes libros suyos sólo han corroborado: Bertoni camina mucho en sus poemas, al igual que Lira. También los vincula –más allá de su sintonía con la juventud– el humor como elemento cardinal de la poesía, aun cuando, como subraya Lihn, el de Bertoni sea más luminoso que el de Lira. Para ambos el humor es un necesario e incluso irrenunciable ducto de ventilación en la negrura en que la vida los suele tener sumidos. Los chistes de Bertoni están ahí recordando que si escribe no es porque concibe anchos los límites de lo poético, si no, simplemente, porque no los concibe. El Bertoni que en el poema “El profesional” se ofrece para barrer patios se parece mucho –en la mofa de la propia desesperación– al Lira de “Angustioso caso de soltería”. Por último, en este libro está el poema “Babieca”, que por su composición recuerda las armazones literarias de Lira, a quien Bertoni, dicho sea de paso, ha declarado encontrar el mejor poeta de su generación.
Ahora bien, con todas sus influencias y cercanías, en El cansador intrabajable aparece Gardel y no Baudelaire, hay más perros que poetas y más imperfecciones que endecasílabos.
Merece mención aparte el poema “Dame ese retrato mío que tienes en la cabeza”, un texto en prosa de carácter psicológico y asunto fantástico, a la manera de algunos cuentos breves de Julio Cortázar, de Robert Musil, de Henri Michaux o de Teófilo Cid. Además, el poema es una rotunda fábula cuya moraleja es la imposibilidad –para Bertoni dolorosa, casi erótica– de que sus seres queridos sean capaces de percibirlo como él mismo se percibe. Y es que, como Kavafis, Bertoni, en último término, no sufre tanto por el garrote erótico ni por el acecho de la muerte, cuanto por la añoranza de una totalidad, más que póstuma, prenatal: una nostalgia del pasado histórico, en el caso del griego, y del pasado personal, en el del chileno. A Bertoni no le van ni el optimismo ni el suicidio, como si la infancia, y sobre todo la madre, fueran su locus amoenus:Volvería al vientre materno / como una película vista al revés / y a todo full”.

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En los círculos más conservadores, su coprolalia y perversión le han valido la tacha de pueril o, derechamente, el ninguneo. Pero lo cierto es que Bertoni no concibe otro modo de escribir que el que anuncia ya en el tercer poema de este libro (“Escribe sin convicción / poemas de no más de 10 líneas…”). Asimismo, su popularidad y éxito también le han granjeado un morigerado desdén entre los amigos de lo oculto; cierto o no, sólo cabe decir que Bertoni es, en cierto grado y gustosamente, un poeta de masas. La última vez que nos reunimos antes de cerrar la edición de este libro, me contó –sin saber que yo lo había observado todo atentamente– que al cruzar la calle lo paró una mujer de 50 años con un hijo en andas y le preguntó si él era Claudio y, ante la respuesta afirmativa, le besó la mano. Bertoni llegó iluminado por ese encuentro con una desconocida, casi como si recién hubieran protagonizado juntos el poema “Malta Morenita”. 

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