ACABANDO EL AÑO
MURIERON DOS POETAS
Rodolfo Hinostroza de Perú y Ferreira Gullar de Brasil. Por supuesto murieron muchos más, Leonard Cohen sin ir más lejos, Marcos Ana yéndolo mucho, Oswaldo Reynoso y Eduardo Chirinos volviendo a Perú. Pero las muertes de Hinostroza y de Ferreira Gullar enlutecen, podría decirse, históricamente a la poesía americana.
Hinostroza, fallecido el 1 de noviembre a los 75 años, fue el autor de tres libros publicados con mucha distancia entre sí, distancia no solo temporal sino estilística y temática. El segundo, Contra natura, parece escrito por un poeta distinto. Distinto no únicamente de sí mismo, sino de todos. En realidad, Contra natura parecería el libro de un marciano, o al menos un caso extremo del poeta-camaleón del que hablara John Keats, si no fuese por el sustrato personal que, como el hilo rojo de la leyenda oriental, ata secretamente los tres libros de Hinostroza, ese sustrato que, como siempre pasa con la gran poesía, es más fácil reconocer que definir.
La poesía de Hinostroza en sus tres libros salta a la vista por su alta intensidad y está provista siempre de un acento, una quebradura del idioma, un aire que fue, es y seguirá siendo viento fresco. Su debut, Consejero del lobo (1965) muestra a un asombroso poeta de 23 años que, aunque muy narrativo, es muy singular e inimitable, en parte porque sus poemas, ya traten de Juana de Arco o de una boda, son como pedazos de relatos difusos cuyo complemento solo el poeta conoce. Es como si el lector llegara no al principio del poema sino algo tarde y no le quedara otra que incorporarse y dejarse llevar, asumiendo que “En el alumbramiento del amor/ No estuvimos presentes” y que “Allí/ Se bebió como se bebe/ En los altos funerales de un muchacho”.
Años después, en 1971, publicó el paradigmático Contra natura, ganador del premio Maldoror de la editorial Seix-Barral, con un jurado integrado, entre otros, por Octavio Paz y Jaime Gil de Biedma. En ese libro capital, el lenguaje de Hinostroza estalla. Ricardo Piglia dijo que César Vallejo escribía en un castellano del futuro que algún día todos quizás hablaremos. Se podría decir que Hinostroza se nos adelanta y se acerca a Vallejo (“Oh César, oh demiurgo…”) y, nutriéndose de la nomenclatura del ajedrez, de las gráficas del horóscopo, del inglés y del misterio, da forma a 15 poemas donde aunque muchas veces “los sentidos se pudren, se pudren”, como dice un verso, siempre queda, como dice otro, “un sonido vocálico, cualquier cosa/ que no calle jamás”.
A medio siglo de su publicación, Contra natura no calla, sigue transmitiendo desde su frecuencia alucinada. El que sí calló fue el Hinostroza poeta, que seguramente quedó exhausto tras parir esa bestia castellana, por lo que desde entonces solo escribió narrativa, gastronomía, traducciones, teatro, cualquier cosa menos poesía. Hasta que después de 34 años reapareció con Memorial de casa grande para ofrecer, retomando parcialmente la voz de su primer libro, una crónica familiar donde repasa la historia de sus antepasados (aparece un “chileno culeao”) y relata el estremecedor hallazgo de “Los huesos de mi padre”, aunque el final, si cabe decirlo así, es inesperadamente feliz: “Ahora reposan en el Cementerio el Ángel/ en una de esas fúnebres bibliotecas de huesos/ a pocos bloques de donde mi madre duerme su sueño eterno./ La muerte, piadosamente,/ ha acercado los huesos de dos seres que la vida separó”.
Voz propia, vida nueva, viento fresco el de Hinostroza en una tierra, la peruana, donde durante años soplaron, en materia poética, por lo bajo cinco huracanes: Antonio Cisneros, José Watanabe, Blanca Varela, Jorge Eduardo Eielson y él. Murieron los cinco, pero quedan otros.
También fue voz propia, vida nueva y viento fresco, y en momentos un necesario vendaval sucio, Ferreira Gullar en Brasil, que murió el 4 de diciembre, a los 86 años. Al igual que Hinostroza, aunque a través de más libros, describió con el tiempo un arco de escritura muy amplio, partiendo de su participación temprana en el neoconcretismo, al que dejó de lado para volcarse a una poesía encarnada, personal, donde el cuerpo, el sexo y el entorno social pasaron a primer plano, sin dejar nunca por ello de procurar una poesía de fina indagación formal. A partir de En el vértigo del día, de 1980, derivó en la factura de poemas sencillos, cultivando un maravilloso estilo en el que extremó su fuerza expresiva pero no en la línea del alarde, sino al contrario, tendiendo a una simpleza cargada, intensa, como de poeta italiano iluminado: “Cuando ella canta su voz/ me recuerda un pájaro pero/ no un pájaro cantando:/ recuerda un pájaro volando”.
Ferreira Gullar es principalmente conocido por su Poema sucio. Si Hinostroza hacia el último tramo de su existencia hizo la larga y descarnada memoria de su familia como un modo de autorretratarse, Ferreira Gullar, no al final sino en el centro de su vida, despachó un largo, divertido, estrepitoso y salvaje poema que orbita en torno a su ciudad natal, San Luis de Maranhao, y al sentido del poema mismo. Lo escribió durante su exilio en Buenos Aires, en 1975.
Lo sucio es el mundo retratado, claro: ya en la tercera página corren las ratas y las cucarachas. De forma especular, el poema tiene su suciedad, que no es otra cosa que la ausencia de lirismo y una variedad desatada de elementos textuales, de rodamientos poéticos: hay varios tonos, hay recuerdos y pensamientos, imágenes de todo tipo, expresión tipográfica, rimas y aliteraciones, obscenidades, malos olores y mucha pudrición: se pudren frutas, ríos, vidas y hasta el sentido, tal como en Hinostroza, pero de lo podrido, de la pudrición bien procesada, ya lo saben los ecologistas, puede surgir la vida, el movimiento, la belleza.
Poema sucio y Contra natura no se solazan en la inmundicia: la muestran, tal vez la conjuren. Como al ya aludido poeta-camaleón de Keats, “no les molesta deleitarse con el lado oscuro de las cosas más que con el lado luminoso”. Ambos prosistas de gran estilo, ni Ferreira Gullar ni Hinostroza rehúyen contar al cantar. Son narrativos, pero en ellos la narratividad no derriba, como suele ocurrir, ningún vuelo ni sofoca ningún aliento. Son poetas libres, instintivos, impredecibles. Los dos pasaron algún tiempo refugiados en Chile (Ferreira Gullar escribió un poema al otoño chileno meses antes del Golpe y otro a Allende poco después del Golpe). Vale la pena leerlos. Fueron dos poetas, cabe decir en su casi coincidente hora fúnebre, tocados por cierto “encantamento da poesía”. Si se busca esta frase entrecomillada en YouTube, aparecerá un canoso Ferreira Gullar en todo su esplendor, simpatía y sapiencia contando cómo surgió su famoso “Poema de la mandarina”. Toda una lección de poesía.
(publicado en Revista Santiago, www.revistasantiago.cl diciembre de 2016)
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