El temporal de Nicanor Parra
25 años estuvo perdido Temporal, un largo poema que Parra escribió tras las lluvias de 1987. En un casete que tenía un crítico brasilero, el texto fue ubicado hace poco y ahora será publicado. Mientras, en Las Cruces, a 100 días de cumplir 100 años, Parra le da vueltas al enigma portaliano de la señorita Z. “Todas las mujeres son la señorita Z”, dice.
El miércoles 15 de julio de 1987 las lluvias en Chile cumplieron tres días desatadas y la cosa pasó de gris a gris oscuro. Es que esa semana ocurrió algo distinto. Las lluvias cayeron desde casi tres mil metros de altura, muchísimo más arriba de lo habitual, diluyendo la nieve en las cordilleras y socavando con más fuerza la tierra abajo. 57 personas murieron, 18 salieron heridas y 22 desaparecieron.
“El invierno de 1987 / es el más
crudo de la historia de Chile”. Así comienza el Temporal de Nicanor Parra.
Se iba a llamar Inundaciones,
pero Temporal le pareció más impactante. Concernido por las inundaciones, pero
también por las diversas y a veces encontradas reacciones que suscitaron, y por
las resonancias políticas que el desastre tenía, Parra escribió un poema largo,
dividido en 29 unidades que marcan el aterrizaje de la antipoesía en la
realidad real. O, como diría Juan de Mairena, en “lo que pasa en la calle”.
Para Adán Méndez, poeta, editor y hombre de confianza de Parra en materia de
publicaciones, este libro constituye “el eslabón perdido entre El Cristo de
Elqui y los Discursos de sobremesa. Lo veo como el primer discurso de
sobremesa, anterior incluso a ese nombre”.
Cuando lo escribió y en los años
posteriores, Parra se mostraba muy entusiasmado con el poema, con el tipo de
versos que había alcanzado. Lo andaba trayendo, lo comentaba, pero no lo
soltaba para la publicación. Es usual en él demorar la salida de un libro.
Meses, a veces años. No de la nada su genialidad y su precisión centenarias han deslumbrado
a figuras tan distintas como Roberto Bolaño –que dijo “todo se lo debo a
Parra”–, Allen Ginsberg, Ricardo Piglia y al severo crítico Harold Bloom, para quien
Parra “es incuestionablemente uno de los mejores poetas de Occidente”.
Pero pasó algo. Se perdió el
manuscrito. Nadie tenía una copia. Todo quedó en nada. Poco después de eso, en
1992, Méndez conoció a Parra, quien le habló mucho de Temporal. “Me dejó muy
curioso porque hablaba maravillas de ese poema y le daba mucha importancia en
su trayectoria. Pero ya entonces tenía el manuscrito extraviado, y nunca pude
verlo”.
Casi quince años después Méndez
trabajó en la edición de las Obras completas de Parra para el sello español
Galaxia Gutenberg. Entonces volvió a preguntarle por ese texto, no fuera cosa
que hubiera aparecido por ahí una versión. Pero la respuesta de Parra fue la
misma. El texto no estaba. Nada que hacer, las Obras completas fueron publicadas
sin ese libro fantasma.
El 2007 el crítico brasileño René
de Costa le habló a Méndez de unas doce cintas con conversaciones que había grabado
con Parra en 1988. “Naturalmente –cuenta Méndez– me interesó mucho pero fue un
poco lento conseguir las cintas, y recién unos años más tarde las tuve y
comencé la transcripción”. Fue entonces, en el descaseteo de ese material
histórico y cuando ya el segundo tomo de las Obras completas estaba publicado,
que apareció el poema. “Parra lo lee completo en uno de los casetes”, cuenta
Méndez, quien al terminar de transcribirlo se
dio cuenta de que el texto resultante estaba muy acabado.
Cuando supo del hallazgo Parra no
vaciló. Quiso que Temporal se publicara de inmediato. Tanto que al poema, cuenta
Méndez, “no le ha tocado una línea hasta el momento”. Y el libro aparece ahora por Ediciones Udp. También se publicarán pronto, vía Ediciones Tácitas, las
Conversaciones con Parra de René de Costa.
Julio, 1987
El general Bruno Siebert,
ministro chileno de Obras Públicas en 1987, dijo que el hecho insólito de que cayera el
agua desde 2.900 metros –“mucho más arriba que otras veces”– repercutió en que
“la hoya en la cual caía el agua aumentó notablemente respecto a otras ocasiones,
lo que produjo grandes torrentes”. Sergio Erazo, investigador del laboratorio de
meteorología de la Universidad Católica de Valparaíso, corrobora hoy la
posibilidad de que así haya sido, y señala que “en Santiago, a partir de los
800 metros, debería nevar”. Si cae lluvia, dice, en la cordillera “se deshace la nieve, produciendo torrentes
que aumentan los caudales de los ríos y esteros”. Eso pasó en 1987. Además de
las tragedias personales, las crecidas de ríos y esteros dañaron –según
registro de la Onemi– 27.844 viviendas y destruyeron otras 3.730, dejando en
total 175.326 damnificados. “Hagamos una vaca / Para los damnificados / Que Don
Francisco / Se haga cargo del muerto”, escribiría Parra en Temporal. Y también:
“Por qué no llaman / A un ingeniero civil / Los milicos no tienen idea / El
ministro del ramo / Va a tener que ponerse la peluca”.
El 15 de julio, en el pico del
aguacero, Santiago quedó aislado del resto de Chile al cortarse la Panamericana
hacia el norte y el sur. “El gobierno desde que es gobierno nunca ha dejado a
nadie abandonado en estos casos”, señaló ese día Pinochet mientras recorría una
de las zonas más afectadas de la capital: Las Condes. En Vitacura, el puente
que se estaba construyendo a la altura de Escrivá de Balaguer con Vespucio fue
arrasado por el Mapocho, que también anegó Lo Curro. “¿Cuándo vamos a bajarle
el lomo a este río Araucano”, reclamó en su columna dominical Enrique
Lafourcade, que también escribió: “Hace casi cien años sabíamos más de canalización
que hoy. Entre el puente del Arzobispo y la Estación Mapocho jamás pasa nada.
Porque todo se hizo bien hecho y para siempre”.
Las regiones más afectadas fueron la cuarta, la quinta y la sexta. Se cerraron los puertos de Valparaíso, Talcahuano, San Vicente y San Antonio. Y en la Metropolitana la cosa fue igual. Lampa y Colina, anegadas. Cerro Navia y Vitacura, Maipú y San José de Maipo, anegados. Fueron, finalmente, cerca de 15.000 los milímetros de agua que cayeron en Chile esa semana. “A la tortura sórdida de la tierra / Se suma ahora la tortura del cielo”, dice el poema de Parra.
Las regiones más afectadas fueron la cuarta, la quinta y la sexta. Se cerraron los puertos de Valparaíso, Talcahuano, San Vicente y San Antonio. Y en la Metropolitana la cosa fue igual. Lampa y Colina, anegadas. Cerro Navia y Vitacura, Maipú y San José de Maipo, anegados. Fueron, finalmente, cerca de 15.000 los milímetros de agua que cayeron en Chile esa semana. “A la tortura sórdida de la tierra / Se suma ahora la tortura del cielo”, dice el poema de Parra.
Noticiario
La larga desaparición del poema
no ha desdibujado su carácter social y político. La de Temporal es una poesía que no
reniega de la utilidad pública, del interés público ni de lo público. No es la
primera vez que Parra trabaja con aguaceros y vientos desatados. En Lear Rey
& Mendigo abundan escenas donde la naturaleza, tal como pasa en Temporal,
es personaje, carácter, nunca mera ambientación. En varios antipoemas llueve,
truena y relampaguea. En “Test”, de 1968, Parra pregunta “Qué es la
antipoesía?” y la primera respuesta que ofrece es: “Un temporal en una taza de
té”. No es la primera vez que trabaja con temporales, es cierto, pero los
vientos que soplaban en 1987 eran también políticos –había venido el Papa a
pedir suavemente el fin de la dictadura, había sido hace un mes la matanza de
la Operación Albania– y Parra arremolina ambos vientos sin complejos. Temporal trata
sobre el mal tiempo que azotaba a Chile en sentido literal y figurado: “Esto no
es catástrofe camarada / Temporal desatado cuando mucho // Tiene razón el
hombre / El 11 de septiembre sí que fue una catástrofe”.
La voz del antipoeta habla y deja
hablar en este poema. Nada le es indiferente, ningún ángulo. Ya entonces, por ejemplo,
los mapuches se han instalado en la antipoesía como una referencia clave a la
hora de abordar cualquier asunto nacional: “Los mapuches vivían / En los
alrededores del cerro Huelén / Nunca tuvieron pleitos con el río / Se
abanicaban con los terremotos / Porque sus rucas eran asísmicas”. Hay en el
poema posturas contradictorias, hay versos libres y endecasílabos, hay asomos
del humor religioso de Parra: “Quién fuera Jesucristo para poder andar sobre
las aguas”, dice un verso.
Más de una vez el poema se
presenta como un programa informativo, un noticiario que retoma e interrumpe
sus transmisiones. Sueltan cuñas desde un muy anticomunista personero de
gobierno hasta el mismísimo río. Nada de raro. Ya en Hojas de Parra, de 1985,
hablaba un ataúd. Pero así como tiene espacio para hablar, también el Mapocho
es denostado por uno que sabe lo que dice: “Río más puta madre que este no hay
/ Qué Bío Bio ni qué perros muertos / Si pudiera tragarnos a todos / Nos
tragaba”. Aquí hablan muchos, pero nadie lleva la voz cantante: “Yo no me identifico
para nada / Con ninguno de los bandos en pugna”, dice el río en un momento. Lo
podría decir el propio autor. Inútil clavar a Parra en uno o en otro verso.
Está en todos o en ninguno. “La huella del autor está sólo en la singularidad
de su ausencia”, escribió Michel Foucault. Este llovido poema de
Parra podría ilustrar esa idea. En la búsqueda de un lenguaje desprovisto de
metáforas y de énfasis personales, Parra fue a dar con versos que parecen titulares
noticiosos, que parecen bandos militares, que parecen dichos por cualquiera. La
gran genialidad está en cómo logra llevar a un nuevo y deslumbrante punto su
antiguo artefacto de que “el poeta es un simple locutor / él no responde por
las malas noticias”.
Los 100
En su casa de Las Cruces, a cien días de cumplir cien años, Nicanor Parra nos recibe amistoso, camina, conversa, toma vino y baila animado. Quizá lo mantenga así el estar siempre atento y dispuesto a pensarlo todo. Ahora, por ejemplo, cuenta que está especialmente interesado en la cueca apianada y en la señorita Z y que está pensando en hacer un artefacto a partir de una foto en la que aparecen juntos Gabriel García Márquez y Fidel Castro en traje de baño.
En su casa de Las Cruces, a cien días de cumplir cien años, Nicanor Parra nos recibe amistoso, camina, conversa, toma vino y baila animado. Quizá lo mantenga así el estar siempre atento y dispuesto a pensarlo todo. Ahora, por ejemplo, cuenta que está especialmente interesado en la cueca apianada y en la señorita Z y que está pensando en hacer un artefacto a partir de una foto en la que aparecen juntos Gabriel García Márquez y Fidel Castro en traje de baño.
La cueca apianada es una variante
del género cuequero con la que Parra confiesa haber superado su amor por el tango.
Y mientras en la radio del living suena fuerte una cueca en la que cruzan
palabras un carabinero con un curado, el poeta vivo más brillante e inimitable
de la lengua golpea la mesa, replica con los dedos el sonido del piano y dice
“ah no, compadre, esto sí que sí”.
La señorita Z es una mujer que a
Parra lo intriga desde hace mucho. Es una joven amante a la que se refiere
Diego Portales en sus cartas. El 13 de septiembre de 1822, Portales le escribe
a su amigo José Manuel Cea que la tal señorita Z lo engañó: “El caballero Heres
la había prostituido, después don Toribio Carvajal y por último
Portales que se ha llevado la peor parte... Yo no hubiera entrado en relaciones
con esta mujer desvergonzada si hubiera sabido; pero tuvo audacia para fingirme
inocencia y para hacerme creer que estaba virgen”. A casi 200 años de escrita
esa carta, Parra se pregunta hoy “¿qué se puede hacer con la señorita Z? Todas las
mujeres son la señorita Z”. Y mientras encima de una mesa sus editores Matías
Rivas y Adán Méndez dejan una prueba de imprenta de Temporal para que el poeta
la vea y le de su visto bueno, Parra se pone de pie y recuerda la vez que leyó
en Florencia su poema “Mujeres”, donde enumera distintos tipos de mujeres,
varias insufribles, todas las cuales eventualmente terminarán sacándolo de
quicio: “Yo creía que se podía leer algo así en Europa, pero una mujer de dos metros
casi me lincha. No se puede leer algo así en Europa”, recuerda hoy.
Dando fe del movimiento perpetuo
de la mente de Parra, no faltan libros en su casa, encima de las mesas y las
sillas. El que más impresionado lo tiene últimamente es uno por el cual el
Mapocho corre tan violento y proceloso como en Temporal: El río, de Alfredo
Gómez Morel, esa novela de 1962, clave de la literatura chilena de los bajos
fondos, que narra la vida de un niño lumpen que crece en la ribera del Mapocho.
“¿Qué estamos haciendo acá nosotros?”, pregunta Parra, “Gómez Morel es el
maestro”.
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