Campos de Brasil
En su Carta del descubrimiento de Brasil, en la que en el año 1500
informa al rey sobre algunos detalles del mundo con que se encuentra la
expedición que él integraba, el escribano –hoy diríamos derechamente escritor,
narrador o cronista– Pêro Vaz de Caminha anota que los nativos del territorio
que más tarde sería llamado Brasil andan “desnudos sin ninguna cobertura
ni estiman en nada cubrir sus vergüenzas, y tienen respecto a eso tanta
inocencia como en mostrar el rostro”. Poco antes en su texto, el escribano ha
contado cómo, cuando por primera vez interactúan un nativo y un portugués, éste
le da a aquel un birrete y un sombrero negro a cambio de lo cual el nativo le
pasa “un sombrero de largas plumas de ave con una copa pequeña de plumas rojas
y pardas como de papagayo, y otro le dio un collar grande de menudas cuentas
blancas que quieren parecer de adornos”.
Con esa idea sobre la doble
conducta brasileña preconquista (despojamiento y exceso) se podría iluminar la lectura
de una buena parte de la literatura brasileña. Por un lado, el despojamiento, la ausencia de
pudor a la hora de ostentar las vergüenzas, es decir los genitales, es decir lo
más propio o privado; por otra, la vocación temprana que en esas tierras cundía por la
exuberancia, el adorno y la dilapidación: el sombrero con plumas rojas y pardas
como de papagayo, el collar de menudas cuentas.
Entre uno y otro de esos modos se
desarrolla la mejor literatura brasileña: la narrativa distraída y desnuda de Joaquín María Machado de Assis, pero también
la exuberantemente arropada de Joao Guimaraes Rosa o la muy
afilada (como las lanzas que ostentaban los nativos) de Dalton Trevisan o de Rubem
Fonseca, o la de Joao Gilberto Noll, que mezcla ambas derivas, transparencia y bruma; todas proyectan la fluctuación que hace ya cinco siglos describiera el escribano
portugués.
De un lado entonces están las
poéticas del despojo, el “arte pobre” de Machado de Assis por ejemplo, o la poesía de
Ledo Ivo, y del otro, el arte rico de la niebla, la tiniebla verbal, la “oscuridad radiante”; donde quizá sea más clara esta última
línea sea en la poesía brasileña, que ha nacido y crecido imbricada hasta las
masas con las corrientes de renovación del barroco que, cada tanto, se dan en
el continente, desde Sor Juana Inés de la Cruz hasta Rubén Darío, desde Lezama
Lima y Severo Sarduy hasta Gerardo Deniz y Osvaldo Lamborghini. En agosto del 2013
se cumplieron diez años de la muerte de Haroldo de Campos, fundador
en Brasil, junto a su hermano Augusto y a Decio Pignatari, de la poesía
concreta: traductor al portugués de obras claves de la literatura mundial (desde el Génesis,
el Eclesiastés y Homero hasta Maiakovski y Mallarmé, Dante y Goethe incluidos); sesudo ensayista de especulación literaria. Sin embargo, es su poesía escrita
–nada de convencional pero escrita en vez de garabateada o dibujadita– la que
mayor alcance y perduración, pienso, tiene y tendrá. Dos de sus libros, que afortunadamente
circulan hoy en castellano, dan buena cuenta del carácter innovador,
exploratorio y reflexivo de ella. Uno es Galaxias (publicado en edición bilingüe el 2010 por la editorial
uruguaya La Flauta Mágica, en traducción del poeta Reynaldo Jiménez) y el otro, Crisantiempo (publicado el 2006, en
traducción de Andrés Sánchez Robayna, por la editorial española Acantilado).
Entre esas dos obras absolutamente distintas entre sí pero hermanadas en la
vocación exploratoria, media un desarrollo poético notable, centrado en la
indagación permanente y forzuda (no forzosa aunque en sus declives algo
forzada) de el o los límites del lenguaje escrito, aquellos lindes donde está a
punto de precipitarse el significado y el sentido y sólo queda para el que lee
lo sugerido, lo sonante, lo incierto.
Galaxias
consta de 100 poemas –separados cada uno por una página en blanco– escritos en
algo indistinguible que parece prosa y que parece verso y que es ambas cosas y
a la vez ninguna. Parecidas en su desplante verbal al célebre monólogo final
del Ulises de Joyce, o a la voz demencial del Gran Serton: Veredas, de Guimaraes Rosa, estas Galaxias
contienen de todo, partiendo por una reflexión permanente acerca de sí mismas,
la que aparece ya en el primer poema, en la primera línea: “Y comienzo
aquí y peso aquí este comienzo y recomienzo”. Multilingües, extremadamente
variadas desde el punto de vista temático (si es que hay temas en esta poesía,
cuestión incierta y secundaria), desatadas y repetitivas a la vez, desnudamente
metafísicas y hondamente genitales, vertiginosas, eyaculatorias, mortales, estas Galaxias
tienen tantas entradas como Brasil, cinco siglos atrás, puntos de acceso para
los exploradores y escribanos portugueses.
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