jueves, 2 de octubre de 2014

YOYO



Texto leído en la mesa Escrituras del Yo, del FILBA, que me tocó moderar y en la que participaron Alejandro Zambra, José Luis Bobadilla, Diego Zúñiga y Daniel Villalobos, en Santiago, el 28 de septiembre de 2014.

Y dedicado ahora a la amorosa y valiente @pibesa que, sin decir nada durante, tras la presentación tuiteó lo siguiente:
“....odio profundo y eterno al moderador inmoderado de la mesa escrituras del yo...FILBA”

Escrituras del yo es el tema, o el dilema, o el problema, de este panel. No, no es un problema. Tema o dilema quizás, pero no problema. Pienso en las innumerables cosas inteligentes y en las innumerables cosas tontas (generalidades, obviedades, despropósitos) que se podrían decir respecto a las escrituras del yo. Decir, por ejemplo, que la literatura está estrellada, hoy como nunca, de autores egotistas y que tiritan, verdes, los inventores a lo lejos. Eso sería una tontera, entre otras cosas porque el egotismo comienza ya de algún modo con los aedos griegos, que aparecían siempre en lo relatado, un poco a la manera en que se aparecía antes la sombra del cojo en la pantalla del cine, y porque los inventores corren libremente por el paisaje literario, y algunos de hecho se encumbran en los rankings de venta, y qué. No hay tontera en cambio en decir, con más seriedad e incumbencia, lo que dijo a propósito de narrativas autobiográficas en una entrevista que le hice hace unos cinco años Ricardo Piglia: “Es imposible admitir una sociedad donde la imaginación esté clausurada y donde el principio de realidad se imponga de modo absoluto… Confío en la fuerza de la imaginación (novelística en primer lugar ya que implica la soledad robinsoniana de la lectura) para construir mundos alternativos y vidas posibles”.
Es cierto: no basta la mera experiencia –tener una buena historia– para que valga la pena contarla. No recuerdo ahora dónde es que el mismo Piglia dijo algo así como: No me cuentes sueños en los que no aparezco. Me pareció siempre una de sus nociones más brillantes sobre la literatura –iba a decir: sobre el estatuto de la ficción, mas mejor no–. No basta tener una buena historia –ni menos buenos sueños– para que esa historia o esos sueños merezcan ser contados. O, lo que es lo mismo, ser oídos. Debe haber dos historias. La historia que se cuenta y la que no se cuenta, diría Piglia. Y otra más, diría yo, que es la historia de la prosa en que se las cuenta. Dicha historia –la de la prosa en que se cuenta la primera y en que se omite la segunda historia– es siempre la historia de una elección, aunque sea inconsciente, está contenida en cada paso del lenguaje, en cada palabra y su secuencia, en las figuras usadas, en las maneras de omitir, de simular, de escurrir, en el fraseo, largo o corto, sinuoso, dribleado o directo, en los énfasis, en los acentos, en donde tiembla la lengua, como en Santa Teresa, donde tirita, en los excesos, en los guiones y comas usados, en cierto apuro, o demora, o soltura, en la emulsión, según diría Carrasco, en las gracias y líneas literarias con que se comulga. Y en las citas, como el amor. Con todo eso, y un poco de suerte, se puede, pienso yo, contar sin dar la lata un sueño en donde no aparezca el interlocutor. O hablar de uno mismo en literatura.
En ese tránsito, en el momento de pasar a formar parte de esa historia, de esa lengua salvada, el autor de las otras dos historias se diluye, se desdibuja; muere, según la célebre formulación de algunos teóricos del siglo pasado.
Yo entiendo a Piglia cuando hace una defensa de la ficción y toma una cierta distancia crítica de las escrituras del yo, o de las narrativas del yo para ser más exacto, en el entendido de que abundan los contadores sin gracia de su propia historia, más conocidos en Chile como lateros. Pero por otro lado –otro lado que para mí cobra cada día más fuerza, al punto que sospecho que terminaré mi vida leyendo sólo literaturas del yo, además de filosofía y poesía, que como todo el mundo sabe pueden ser las dos escrituras más personales, más del yo que existen–, por otro lado, digo, está Mario Levrero, ese verdadero caso insólito, ese tótem, ese amigazo de papel y hueso a quien, en la más objetiva de las postulaciones, se lo podrá ver encumbrado en la línea de los autores que hacen de la escritura del yo literatura de la más alta, como quien saca agua de las piedras considerando que no fue sujeto de vida aventurera ni fascinante, que no fue ningún Bruce Chatwin. Con la simpleza de su grandeza, Levrero escribió en una de sus tantas novelitas autobiográficas o mini-novelas luminosas –Burdeos, 1972– lo siguiente: “Después de todo, eso que escriben las puntas de mis dedos pasa a través de mí”. Yo amo a Levrero locamente y si tuviera que escoger, me quedaría con su escritura del yo, lejos, lejos, antes que con su escritura imaginativa, como la de La Banda del Ciempiés o Nick Carter agoniza mientras no sé qué. Felizmente, en la literatura, a diferencia del amor o la política, nunca llega el momento de elegir, siempre puede uno moverse con la “y” de la conjunción y no con la “o” de la disyuntiva.
En sus novelas del yo, a menudo Levrero se reprende por abandonar su escritura y dedicarse a la buena y rutinaria vida, por lo cual se autoimpone, como acto de contrición, retomar la escritura a como dé lugar. Pura autoficción, autoficción pura. En el caso ejemplar de Burdeos, 1972, a Levrero se le va armando un diario en el que toma nota de las experiencias inmediatas que durante poco más de un mes vive, encerrado en su departamento. Esas experiencias –como en otra medida pasaría casi dos décadas después justamente con el diario que hace de prólogo a La novela luminosa– no son otra cosa que la observación minuciosa y supersticiosa de una rata y, luego, de un pichón de paloma y finalmente de un gorrión que se cuelan en su pequeño patio, y las reflexiones que dichas observaciones le gatillan, más los recuerdos y los alaridos que le suscitan; todo conforma en el fondo una denodada y entrañable manera de mirarse a sí mismo: “Aquí me estoy recuperando, aquí estoy luchando por rescatar pedazos de mí mismo… No me fastidien con el estilo ni con la estructura; esto no es una novela, carajo. Me estoy jugando la vida”, escribe con su inconfundible sentido leve del humor Levrero en esas páginas.

En la bajada con la que me convocaron gentilmente a moderar esta mesa, decía la Organización de Filba que la idea es que tratase más o menos de lo siguiente, cito textual: “Escrituras que están marcadas por la memoria personal. (Discutir) sobre la posibilidad de atravesar la difusa frontera entre la ficción, la biografía y la literatura”. Yo solo agregaría una palabra a eso, pero una palabra que más que un énfasis o un matiz propone un cambio de sentido. Yo hablaría hoy mejor sobre la posibilidad de NO atravesar la difusa frontera entre la ficción, la biografía y la literatura. Quiero decir: no sé si es posible no atravesar esa frontera. Dicho de otro modo: para mí no hay frontera, y no existe ninguna prohibición de atravesar una línea que sólo es imaginaria, y hasta Juan Luis Martínez puede ser autobiográfico, quizá el que más. ¿Será Fogwill autobiográfico? ¿Será Ribeyro autobiográfico? ¿Vallejo, Vila-Matas, Morábito autobiográficos? ¿Tamara Kamenszain autobiográfica? ¿Raúl Gómez Jattin autobiográfico? ¿Raúl Zurita autobiográfico? ¿Fabián Casas, Marcelo Mellado autobiográficos? ¿Mario Bellatin, María Moreno, Joao Gilberto Noll autobiográficos? ¿Julián Herbert, Yuri Herrera, autobiográficos? Todo es poesía menos la poesía, escribió el centenario Nicanor Parra, y todo mi punto en esta mesa antes de cederle la palabra a nuestros invitados podría sintetizarlo parafraseando eso: que todo es autobiográfico, menos las autobiografías.


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