Sueños
No recuerdo ahora dónde es que Piglia dijo algo así como: No me cuentes sueños donde no aparezco. Me pareció siempre una de sus nociones más brillantes sobre la literatura -iba a decir: sobre el estatuo de la ficción, mas mejor no. No basta tener una buena historia -ni menos buenos sueños- para que merezca ser contada. O, lo que es lo mismo, ser oída. Debe haber dos historias. La historia que se cuenta y la que no se cuenta, diría Piglia. Y otra más, diría yo, que es la historia de la prosa en que se la cuenta. Dicha historia -la de la prosa en que se cuenta la primera e incluso la segunda historia- es siempre la historia de una elección, aunque sea inconsciente, está contenida en el lenguaje, en cada palabra y su secuencia, en las figuras usadas, en el fraseo, largo o corto, sinuoso, dribleado o directo, en los énfasis, en los acentos, en donde tiembla la lengua, como en Santa Teresa, en los excesos, en cierto apuro, o soltura, en la emulsión, según diría Carrasco, en las gracias y lineas literarias con que se comulga. Y en las citas, como el amor. Con todo eso, y un poco de suerte, se pueda contar quizá un sueño en donde no aparezca el interlocutor.
Hace poco soñé ese tipo tan especial de sueños, doblemente terribles si son pesadillescos y doblemente maravillosos sin son felices: aquellos donde lo soñado tiene lugar justo en el lugar en en cual en la realidad se está durmiendo, por lo general una cama. En mi sueño de hace poco estaba durmiendo en la cama de mi hija, que por su parte dormía con la mamá en la pieza principal, yo estaba tapado con las sábanas y un enorme cóndor negro se posaba encima de mi cabeza y yo protegiéndome con un cojincito -coso ridículo- pegué un grito que despertó a los mellizos en la pieza de al lado. Un sueño cortó otros dos sueños.
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