viernes, 27 de diciembre de 2013

Las telarañas de Enrique Lihn
Parece significativo que al comienzo y al final de este 2013, en que se cumplieron 25 años de su muerte, se hayan reeditado dos libros que Enrique Lihn publicó a mediados de los años setenta, siendo de lo primero que sacó tras el Golpe. Mientras a principios de año Ediciones UDP dio ya un octavo paso en su invaluable recuperación de la poesía de Lihn al reeditar París, situación irregular (de 1977), ahora Hueders acaba de publicar por primera vez en Chile, después de una extraviada y única edición argentina, la segunda de las tres novelas de Lihn, La Orquesta de Cristal (de 1976), integrando de paso al autor a uno de los catálogos narrativos más atractivos del país. París, situación irregular y La Orquesta de Cristal pueden leerse como un díptico, dos “monstruos perfectos hechos de nada”, que es como Lihn mismo se refiere en un poema a los terribles muñecos de Marta Kuhn-Weber.

FINAS TELARAÑAS
“Todas estas historias que ellos escriben en nombre de la revolución del lenguaje / libros de no menos de mil páginas / no perderían nada si se las contaran por teléfono”, escribe Lihn, con fina insidia, en “Boom”, al principio de “París, situación irregular”. Es claro que alude al trabajo de las tres o cuatro estrellas del boom latinoamericano –según Edgardo Dobry, directamente a Cortázar–. El poema es de mediados de los años 70, es decir, cuando el boom brillaba con justicia pero opacando injustamente otras obras, como las de Julio Ramón Ribeyro, Severo Sarduy, Jorge Eduardo Eielson o el mismo Lihn.
“Solo lo difícil es estimulante”, escribió el grande y grandioso José Lezama Lima, y Lihn con sus novelas parece haber extremado la fórmula, especialmente con La Orquesta de Cristal, para cuya lectura podría uno aferrarse a la premisa de que “sólo lo casi imposible es estimulante”. La lectura es ardua, casi imposible, pero esto es compensado largamente por una serie de encantos que blindan a la novela de sus propios excesos y desvaríos. O mejor dicho es justamente por sus excesos y desvaríos, por sus no medias tintas, que La Orquesta de Cristal aún incumbe y deleita.
Por cierto, se trata de una novela que –orgullosamente– lo perdería todo si se la contara por teléfono. Toda la gracia está en cómo Lihn & Pompier logran orquestar una novela tras cuyos cristales se deja ver, remarcada, la nada, y cómo generan y alternan mecanismos de distanciamiento y cercanía, de conciencia crítica y delirio verbal. La novela consta de 80 páginas con las crónicas imposibles de unos cronistas también imposibles sobre un asunto indefinible –una orquesta que no se oye–, complementadas por otras 70 páginas de notas que constituyen lo que se dice un relato especular, disparando los sentidos hasta la perdición en el abismo. Ejemplar al respecto resulta la hilarante nota número 34, donde el personaje Roberto Albornoz dice en una carta haber leído el libro en cuestión y se queja por ciertas infidencias con que se topa ahí, detallando de paso un encuentro con “los señores Enrique Marín y Germán Lihn”, tal cual.
“¡No vendas en los ojos, sino finas telarañas”, se lee al principio de la novela, y puede pensarse que eso es justamente lo que Lihn se propuso hacer con la mirada del lector. La diferencia es que la venda no permite ver –ya sabemos quiénes, cómo y para qué usaban vendas en esos tiempos–, mientras que la telaraña desdibuja pero no tapa, y así el que se lo propone podrá ver, entre los tejidos y tras las intrincadas orquestaciones, bastantes cosas, por lo pronto la extrema ridiculez de ciertas discursividades en boga por entonces –religiosas, económicas, literarias, políticas–, lo opaca y sofocante que a veces se vuelve la realidad y lo estimulante que lo difícil puede volverse cuando el lenguaje resuena y crepita y molesta más allá de cualquier sentido evidente.
La Orquesta de Cristal y su estilo “vaporoso”, verboso, demencial, tiene hoy la oportunidad de encontrar nuevos lectores. Hasta ahora era más bien un libro fantasma –otro más– de Lihn, una novela que, en todo caso, ostenta un banquillo de lectores ilustres, entre los que se cuentan Héctor Libertella –que celebró en ella la presencia de “teorías y fábulas desorbitadas alrededor de lo que no parece sino un fantasma”–, Rodrigo Lira –que, como el mismo Lihn contó tiempo después, intervino la novela, llenándola de observaciones, rayas e irreverencias– y ahora Roberto Merino, que en el prólogo a esta nueva edición la pondera certeramente, aludiendo al carácter paródico de la novela, a cómo Lihn construyó “un mundo con puros remanentes verbales del afrancesamiento hispanoamericano finisecular”, y situándola en una línea de obras que va del Bouvard y Pécuchet de Flaubert a la narrativa de Marcelo Mellado.
La Orquesta de Cristal podrá resultar vertiginosa, pero en tal caso incluye su propia bolsa de mareo, pues Lihn es un autor extremadamente autoconsciente, y para matizar el desconcierto del lector a cada rato deja caer herramientas para una posible comprensión del propio texto.

POR LAS BOLAS
París, situación irregular es, quizá, uno de los libros más versátiles de Lihn, que con tal de sacar la voz va de la prosa, los énfasis gráficos y el verso libre a los endecasílabos de los 31 sonetos incluidos, algunos preciosos y otros pronunciados por un energúmeno que bien puede hoy parecer a ratos una emulación rabelesiana del Presidente de la República: “Quiero en todo ganar el mil por ciento / y pasármelo todo por las bolas”.
Prologado originalmente por Carmen Foxley –cuyo texto esta edición mantiene–, lo es ahora por el argentino Edgardo Dobry, que escudriña y aclara varios aspectos claves, especialmente el de la versatilidad lihneana: “Lihn usa el verso libre como una forma menos artística no sólo que el verso clásico sino también que la prosa… y por lo tanto tiene una casi infinita capacidad de pregnancia”. El libro abre con un largo poema-diario abundante en desbordes y comparaciones brillantes, en notas al paso de un visitante incómodo, en escenas inolvidables y autoblindajes elocuentes (“la mera claridad es el sueño de los mediocres”), dejando al final, al certero decir de Carmen Foxley, “la sensación de haber deambulado por un lugar asfixiante”.
Antes y después de los sonetos, como cercándolos, Lihn incluyó dos poemas que podríamos llamar convencionales en el contexto de su producción poética –es decir, muy lihneanos–, y sobresalientes: “Marta Kuhn-Weber” y “Brisa marina”, portador de varias de esas típicas imágenes hiper específicas suyas: “El odio sin objeto puede tener esta cara / la de un jubilado absorbido en los trabajos de la jardinería / a la sombra de su esposa en una casa vacía”.
Por si fuera poco, el sello Das Kapital acaba de inaugurar una colección gráfica con un gran doblete: El Paseo Ahumada en versión gráfica de Liván y una edición ilustrada con mano fina por Jorge Quien de los tres monólogos de Lihn sobre la vida y la muerte. No se puede, pues, cerrar el año sin constatar cómo Lihn se consolida cada día más como uno de los muertos más vivos de la literatura chilena, como un fantasma ejemplar.
                                               
                                  



jueves, 12 de diciembre de 2013


            Los trabajos y los días de 
                                           Elvira Hernández
Mostrando Elvira-hernandez.jpg
No faltan los agoreros que consideran que la poesía chilena está de capa caída, “eclipsada” al decir de Ignacio Valente; desdiciéndolos, cada tanto aparecen libros muy buenos, algunos extraordinarios, por ejemplo uno que pasó bastante colado: Cuaderno de deportes (2010), de Elvira Hernández, 66 poemas de canto ronco donde lo olímpico es el pie para reflexiones e imágenes que aguan incluso la llamada fiesta de la democracia (“Cada cuatro años / el team completo candidateado / nos horada los ojos / con olímpico desprecio”). 
Ahora apareció Actas urbe, un volumen que recoge los “textos idos” de Hernández, esto es, buena parte de los libros y poemas sueltos que publicó durante años en revistas dispersas, en ediciones limitadas o en otros países, por lo que en su mayoría apenas fueron conocidos en Chile. Editado y prologado por Guido Arroyo –que apunta con razón que esta es una poesía que “ha evitado reproducir itinerarios programáticos”–, Actas urbe recoge ocho conjuntos escritos desde fines de los 70 hasta este año, siendo el primero ¡Arre! Halley ¡Arre!, ese suspicaz y cáustico libro de 1986 que es a la venida del cometa un poco lo que La aparición de la Virgen de Enrique Lihn es a los avistamientos de la Virgen en Villa Alemana: un enfrentamiento en el ámbito de las palabras tendiente, en parte, a desmantelar la precaria estructura retórica de esos montajes ruines, terminando de escamotearles así el sentido que éstos nunca lograron del todo proyectar. Luego vienen, entre otros, Meditaciones físicas por un hombre que se fue (1987), Carta de viaje (1989) y un inédito, Bestiario, escrito entre 1978 y 1991 y donde se lee: “Las imágenes del cerebro proporcionan los peores espejos: / Una autohipnosis un autofilm de la propia cautividad”. Además, en un apéndice, se incluye un lote de poemas sueltos, unos pedazos de entrevistas, una autoentrevista –ese género dudoso que acá funciona pues la autora sabe esquivar los acomodamientos para, con humor, definir ciertas posiciones mínimas en materia literaria– y su definitoria “Arte poética”: “…no se puede pensar, ante un vínculo tan íntimo, que el aprendizaje de técnicas poéticas pueda encaminarnos a tocar fondo, fibra humana, sentido, sinsentido”.

HILO ROJO
Un verso de Rosamel del Valle puede usarse para pensar en lo que los poemas reunidos en esta compilación revelan: un “secreto espectáculo de cambios y transfiguraciones”.
Cambios y transfiguraciones de un lenguaje, de una voz, infrecuentes transmisiones de una frecuencia modulada personalísimamente. Lo que da unidad a esta obra no es el número de repeticiones o continuidades que la conforman ni los ecos internos sino la personal y escurridiza modulación que subyace a cada nuevo modo implementado, lo que es visible incluso en el soneto del Gato acrupido.
Las distintas sintaxis, tonos y modos de versificar, de torcer la escritura y el acento que conviven al interior de Actas urbe refrendan los versos de Luis Cernuda: “Hablan en el poeta voces varias: / Escuchemos su coro concertado, / Adonde la creída dominante / Es tan sólo una voz entre las otras”. Ahora bien, quizá el de Hernández sea más bien un coro des-concertado, un concierto en el que resuena lo incierto, las notas estridentes, y donde lo viejo es siempre reconsiderado. Por supuesto, la mera convivencia de voces y formas distintas no es en sí misma un valor; sí lo es que todas ellas, o una buena parte, resulten novedosas, atractivas y que aun en su ostensible diferencia mantengan eso que la leyenda japonesa llama el “hilo rojo”, es decir, un vínculo irrompible aunque impalpable, una secreta médula.
“Lírica irritada” dijo sobre esta poesía Jorge Guzmán cuando presentó hace ya dos décadas Santiago Waria. Es una definición que resiste el paso del tiempo y los matices que sea pues le achunta al entrecejo de esta poesía. “Música pesada”, dice Guido Arroyo hoy. En un poema el peruano Antonio Cisneros se definía a sí mismo como “ronco para el canto”.
Ronquera, irritación, pesadez, también concernimiento y un humor seco: describiendo aspectos así se podría perfilar esta escritura.

UNA CUCHILLADA
Publicado únicamente en 1991 en Colombia –a Chile sólo llegaron tres ejemplares–, El orden de los días es un libro de fraseos resonantes, con haches como hachas (“ni flecha sagita / ni flecha mapuche / ni flecha huilliche”), y en cuyas páginas sucede algo análogo a lo que el segundo verso del libro mismo describe: “una luz cruza como una cuchillada”. Es una luz filuda la que refractan estas páginas, quemante a veces, otras fría, y lo que se ilumina principalmente es el tiempo: sus repliegues, su condición ilusoria (“la tarde del día viaja oculta en un barretín”) y a la vez fatal, sus efectos destructivos, sus estiramientos, su dilapidación; en fin, se “subterranéan” estos poemas en “la burla del tiempo” (como traduce Parra un verso de Hamlet), y en la página quedan “los días saltando como chispas de un brasero”.
En este catálogo de trabajos y días, llama la atención, ya desde los títulos, cómo el orden de los días es, más bien, una apariencia: “giran los días golpeándose unos a otros / en la tómbola de los días”. Resulta central la carnalidad de las formas que toma el tiempo en estos poemas, donde los días y las noches literalmente se humanizan una y otra vez: “los días se paran en sus aterradas patas raquíticas / empiezan a caminar por la aterida historia”.
Ahora, que sea el tiempo el asunto central no implica en lo absoluto que El orden de los días navegue en aguas abstractas, alejado de la historia o de la comunidad. En los modos y en los asuntos de la poesía de Elvira Hernández (“hija de su tiempo, su imperativo es alejarse de su época”), es permanente la tensión entre el ensimismamiento de la palabra y su concernimiento respecto al mundo circundante; por ello siempre hay espacio para todos y eventualmente para todo, para tanteos en lo incierto y también para sagacidades de alcances contingentes: “Un 75% de la población confunde capitalismo de estado con socialismo”.
En El orden de los días está desde la violencia de un secuestro al estilo CNI (mientras hay un carabinero bostezando en la esquina) hasta bichos y animales invadiendo las páginas. Hay varias muertes trágicas, incluso alguien feliz y, también, esqueletos de novela o cuadros de costumbre en miniatura: “alguien se lava la cara las manos / cepíllase se baña se perfuma se pule / rasúrase también / la familia cree que es un hombre limpio”. Elvira Hernández es una de las voces vivas más vivas de la poesía chilena. Su poesía inteligente parece no tener centro, pero quizá lo tenga (parafraseando a Germán Carrasco) en su capacidad de siempre bailar sin rigidez pasos nuevos.


ACTAS URBE
Elvira Hernández
Alquimia Ediciones
2013, 241 páginas 

martes, 3 de diciembre de 2013

SENSUALES Y MORTALES LÍNEAS CUBANAS
(a 20 años de la muerte de Severo Sarduy)
“Una oscura pradera me convida”. Cada tanto, como un tic nervioso que vuelve, se me queda pegado este verso de José Lezama Lima. Además del primer verso, es el título mismo de un famoso poema suyo, relativo a la muerte. Lezama Lima dejó una grabación en audio de ese poema. “Una oscura pradera me convida”, dice, y es como si al leer arrastrara ciertas letras, o como si acentuara vocales incorrectas, pero no acierto a precisar cuáles: simplemente me veo repitiendo, en voz baja y a veces también en voz alta, ese verso con tono cubano, con ese algo demoroso y a la vez tan acentuado que tiene la pronunciación, el modo cubano de hablar. Cuesta creer que la poesía de Lezama Lima circule tan malamente por estos lados (si no me equivoco, lo último que se pilla con relativa facilidad en materia de poesía suya es El reino de la imagen, la antología que Julio Ortega hiciera para la Biblioteca Ayacucho; el resto son ediciones descontinuadas o cubanas que no llegan, y hay una de Cátedra, magnífico sello español cuyos prólogos para autores latinoamericanos, eso sí, suelen ser entre larguísimos y alargados). De todos modos, en internet hay una buena cantidad de poemas suyos, por ejemplo en esa muy valiosa bodega de poesía y traducciones hispanoamericanas que es www.amediavoz.com.
Volviendo a Lezama, no hay videos suyos dando vueltas; apenas uno pero es un antiquísimo negativo rescatado, sin audio, en el que aparece fugazmente junto a otros escritores. Lo que sí hay en youtube es un falso video, una simulación, muy gráfica de su mala llegada: se trata del mero acople de un audio (la grabación realmente hecha por él leyendo “Una oscura pradera me convida”), con la imagen de una foto (que también es realmente él), todo unido por una animación charcha que simula un movimiento en la boca mientras se oye el poema; mirar los dos minutos que dura esa animación ordinaria tiene un efecto de gran ridiculez, probablemente por la aberración “del no ser” mal maquillado de vida.
El punto es que si circula apenas por acá la poesía de Lezama, verdadero clásico de la literatura cubana (“Su escritura marcará nuevos rumbos en nuestra maraquísima literatura latinoamericana”, escribió Marcelo Mellado), del resto de la producción poética isleña sólo cabe esperar que llegue a Chile vía goteos o milagros. Una lástima pues sin duda entre las líneas poéticas fuertes del continente sobresale la cubana (desde Silvestre de Balboa hasta Cintio Vitier). La lírica cubana es sensual y en su(s) seno(s) se renovó como en parte alguna la tradición barroca de la poesía escrita en castellano; es también muy sonora (el colmo de esto sería Nicolás Guillén y sus songoro consongos), y diversa, yo diría que en sus mejores momentos más tenebrosa que soleada, más neblinosa que despejada, como una oscura pradera que convida. Así, al meterse en la poesía cubana, el lector, como el huésped en un poema de Vitier, “traspasa la raya del umbral / [y] tiene que obedecer las imprevistas leyes / del anfitrión oscuro”.
Mostrando collage2.jpgQuizás, el paulatino derrumbe del régimen castrista y el Premio Pablo Neruda que este año el gobierno de Chile otorgó al cubano José Kozer, un prolífico poeta sin especial brillo, sirvan para reponer en circulación la poesía isleña en esta otra isla llamada Chile, quizás. Sería muy bueno poder conocer y tasar bien la poesía reciente de la isla o ni qué decir, por ejemplo, la obra de ese hombre que fue el primer ganador del premio Lezama Lima (que se entrega en Cuba y del cual sólo se oye por acá cuando lo gana un chileno: Zurita en 2006, Hahn en 2008, o cuando lo gana un vecino extremadamente excepcional, como José Watanabe o Idea Vilariño): me refiero a Raúl Hernández Novás, del que apenas sabemos que en 1993 se pegó un tiro y que escribió versos como estos: “Quien seré sino el tonto que en la agria colina / miraba el sol poniente como viejo achacoso, / miraba el sol muriente como un rey destronado, / el tonto que miraba girar el mundo, / guardando en su rostro las huellas de la noche”.  

UN MONO COJO
Pienso en estas cubanidades y en estas precariedades de la circulación editorial a propósito de una excepción notable. El arribo de la reciente reedición de buena parte de la obra de Severo Sarduy, a 20 años de su muerte. Me refiero a los tres tomos de sus Obras, publicados por el Fondo de Cultura Económica. La obra de Sarduy podría definirse como una oscura pradera que convida. Oscura, sin duda, a ratos quizá demasiado, pero que convida, es decir, que algo encierra (o algo abre, más bien), lo que hace que en vez de producir rechazo o suspicacia (aunque a varios, como a Mario Vargas Llosa, se las produzca) genere ansiedad, curiosidad, el efecto de quedarse pegado en ella, en una palabra, en una frase, en una patinada incluso, como enmarañado en su encanto, mucho más festivo de lo que se pudiera a creer.
La obra de Sarduy se inscribe plena, orgullosamente en el infinito ámbito que abre la muy provocadora (y ciertamente discutible) premisa de su maestro Lezama Lima: “Sólo lo difícil es estimulante”. De hecho, en alguna parte de la novela De donde son los cantantes, atrapante en su descomedida rareza, uno de los narradores, en su delirio, dice algo sobre lo que él mismo está diciendo y no cuesta creer que se trate de la propia novela hablando de sí misma: “Palabras cojas para realidades cojas que obedecen a un plan cojo trazado por un mono cojo”. Y no cuesta creer tal cosa porque esta es una obra muy reflexiva, “una que progresa paralelamente a su propio comentario, que integra su elucidación”. Para más inri, en otra novela suya, Cobra, se lee esto: “Tarado lector: si aún con estas pistas, groseras como postes, no has comprendido… abandona esta novela y dedícate al templete o a leer las de Boom, que son mucho más claras”.
Humorística con frecuencia (“Así como estás vas a durar casta y pura lo que dura un merengue en la puerta de una iglesia”), erótica otro tanto o, más que erótica, lasciva, a ratos degenerada, la escritura de Sarduy está comandada por el ánimo de construir una imagen plástica, visualidades penetrantes, pero también por la búsqueda de una sonoridad nueva. En su obra, son la claridad y la inteligibilidad (que no la inteligencia) las que quedan, no expulsadas, pero sí relegadas –escondidas, mejor dicho– tras la predominancia que cobran estos dos elementos, imagen y música.

SACO DE PEDOS
El primer tomo de sus Obras recoge su poesía, que va desde ejercicios tradicionales, como sus abundantes y muy singulares sonetos y décimas, hasta poemas escritos en espiral, que juegan con las formas y la paciencia. Entre medio se sitúa, creo yo, lo más valioso de su poesía, como sus “Poemas bizantinos”, versos que en su asunto y en su desplante están entre lo tradicional y lo insólito y le dan la razón al prologuista Gustavo Guerrero cuando dice que Sarduy “supo dar con un tono y una respiración del español que hunden sus raíces en la tradición del Siglo de Oro, pero que compendían, al mismo tiempo, la gracia del habla cubana y una voluntad de innovación enteramente contemporánea”. Y si a ratos se extraviara, no importa: para volver siempre habrá un poema suyo que supera toda descripción y énfasis, se llama “Isabel la Caótica, Juana la Lógica” y tiene estos versos: “Mira cómo se te han roto los párpados de tanto llorar. / ¿Qué haces arrastrándolo, mirándolo de noche, / escribiéndote la cara ante un esqueleto sangrante? / Siéntate. Sólo Dios vence” / ¿Has medido el alcance de esta frase? / Repítela con los ojos cerrados / hasta que las palabras queden blancas, / sin relieve –la muerte es una parte de la vida–, / como tu rostro en una moneda mohosa”.
Tres novelas claves (De donde son los cantantes, Maitreya y Pájaros de la playa) reúne el segundo tomo, aunque no está Cobra, que es la más clave, quizás. De todos modos, la trilogía es más que suficiente para irse de Tagadá por la narrativa de Sarduy; las tres dan cuenta muy bien de su tránsito narrativo, describiendo un arco amplio que va desde el barroquismo desatado de De donde son los cantantes (1967), novela que en todo caso el mismo autor clarifica y sintetiza al final, en un gesto extraño no se sabe si de concesión o de ironía, hasta la claridad creciente e hiriente de Pájaros de la playa, esa literalmente descarnada novela sobre la enfermedad, más específicamente sobre cómo el sida, a fines de los años 80 (la novela es del 92), por la escasa investigación científica y por la gran ignorancia prejuiciosa que existía, hacía estragos tanto corporales como mentales entre quienes la padecían, al grado de que en el moridero en que transcurre la novela, “cortarse las uñas, y aún más afeitarse, se convierten en una verdadera hazaña de exactitud, a tal punto es grande el miedo a herirse, a derramar el veneno de la sangre sobre un objeto, sobre un trapo cualquiera que pueda entrar en contacto con otra piel”; acerca de esta novela, la más valiente que yo haya leído alguna vez sobre el miedo (sépase que Sarduy murió de sida al año siguiente de haberla publicado), hay en internet un agudo análisis del crítico chileno Sergio Rojas, quien subraya que “el motivo que cruza la novela es el cuerpo”. Y, de hecho, la enfermedad en cuestión es una que en ese tiempo menguaba el cuerpo con una brutalidad con que ya no lo hace, lo llenaba de heridas, de herpes, y rápido. Escribe Sarduy en la novela: “Basta con que el cuerpo se libere del protocolo social para que se manifieste en su verdadera naturaleza: un saco de pedos y excrementos. Un pudridero”.
Finalmente, el tercer tomo reúne sus ensayos, escritos a veces con rebuscamiento excesivo, pero reparar en eso sería un modo de no entender, porque de eso justamente en parte se trata: de dilapidar, de malgastar recursos, o como mejor y más convencido lo dice él mismo en un ensayo: “Ser barroco hoy significa amenazar, juzgar y parodiar la economía burguesa, basada en la administración tacaña de los bienes, en su centro y fundamento mismo...: derrochar lenguaje únicamente en función del placer”.
Audaces, creativos, a veces desatados, sus ensayos ofrecen luces parciales, tipo linterna, pero siempre novedosas sobre su propio trabajo, así como sobre la obra de autores como Salvador Elizondo, José Donoso (cuyos procedimientos compara a los de Goya), Neruda, Octavio Paz, Álvaro Mutis, o Cervantes, Sade o Bataille o, mucho y varias veces, sobre Góngora, el barroco y sus distintas manifestaciones en el tiempo y en el espacio. En todo caso, de su trabajo crítico –que también discurre con interés sobre el tatuaje, la pintura o Galileo–, nada resulta tan sagaz, creativo, apasionado y apasionante como sus lecturas y defensas de Lezama Lima, con quien según cuenta alguna vez habló a la salida de un ballet, teniendo una conversación a partir de la cual luego Sarduy desglosa las claves de la poética lezamiana, deleitándose en sus detalles, proyectándolo con otros autores, asediándolo con afectuosa inteligencia e inscribiéndose a sí mismo como “una hoja en el árbol de Lezama”.


OBRAS (I, II y III)
Severo Sarduy
Fondo de Cultura Económica
219, 405 y 387 páginas


viernes, 29 de noviembre de 2013

Alexander Kluge,
A SALTOS CON SATÁN
(Texto publicado en Revista de Libros de El Mercurio en 2007) 
 

Abogado en retiro, discípulo de T. W. Adorno y cineasta, Alexander Kluge (1932) es parte nuclear del llamado Nuevo Cine Alemán, junto a Herzog, Fassbinder y Wenders. Además de sus películas, Kluge ha escrito un par de libros que lo han hecho acreedor de un admirado análisis por parte de W. G. Sebald, quien en su libro póstumo Campo Santo lo capta medio a medio: “El arte de Kluge consiste en dar a conocer la gran corriente de la fatal tendencia seguida hasta ahora por la historia, en sus detalles”.  
Originalmente, en su edición alemana de 2003, El hueco que deja el diablo consta de quinientos textos (“detalles”), de los cuales el autor seleccionó ciento setenta y tres para una edición norteamericana, que es la que Anagrama reproduce.
“Un diablo no muere; cambia de forma”, se lee hacia el final del libro. El registro de esas infinitas mutaciones es el ambiguo común denominador de estas historias donde brilla tanto el diablo como su ausencia, pues también éste obra por omisión, y no siempre se muestra astuto: “Es posible que el diablo se guíe todavía por una idea obsoleta del poder”. Para seguirle la pista al “segundo Todopoderoso”, Kluge se sirve de la crónica periodística, la nota erudita, la alegoría, el comentario histórico, la efeméride científica, la discusión legal, los cuentos de guerra, la historia amorosa, la foto comentada (a lo Sebald), la confesión novelesca y la especulación filosófica. Se sirve de ellas y se sirve bien. Y acompañado de citas falsas y citas reales, de notas e imágenes, de información matemática y estudios de física, resume historias que van de la Grecia clásica al 11/S, pasando por la Alemania nazi, Chernóbil, la Inquisición, el cine moderno, África, Kant, el circo, Rusia, la Biblia, Brasil, el mundo submarino, la literatura, la perrita Laika, Sarajevo, la Casa Blanca, la vez que casi dinamitan la torre Eiffel y los niños sobrevivientes que fueron repartidos al azar, por negligencia, tras la Segunda Guerra Mundial.
Mediante hipotéticas entrevistas con los protagonistas, Kluge interrumpe las narraciones por boca de un preguntador anónimo a medio camino entre el detective, el filósofo y el niño que exige explicaciones para aquello que se da más rápidamente por sentado, como para asegurarse de que el interlocutor no se esté valiendo de lugares comunes, de ideas huecas. Y si bien el humor no es central, hay contados momentos, justamente en estas entrevistas, en que se asoma y, cabe decir, es endiabladamente corrosivo.
Imposible interesarse por todo. El mismo autor lo insinúa, sin falsa modestia, en el prólogo. Y es natural, pues se trata de un libro ambicioso, raro, lanzado, cuya lectura produce entusiasmo y permite saltos como saltos se permite el narrador y, principalmente, “Satán, el Tentador”.

EL HUECO QUE DEJA EL DIABLO
Alexander Kluge
Anagrama, Barcelona, 2007, 377 páginas.




viernes, 22 de noviembre de 2013

La mano de Rodrigo Rey Rosa

www.sinembargo.mx/26-11-2013/825852

“¿Es verdad que cortaron un brazo a una de las chicas para usarlo a modo de brocha y pintar con sangre una amenaza dirigida al dueño de la finca?”. Esta pregunta, deslizada al pasar por uno de los personajes a propósito de las noticias guatemaltecas, da buena cuenta del trasfondo en el que acontecen los sucesos de la narrativa de Rodrigo Rey Rosa, en cuya última novela, Los sordos (Alfaguara, 2013), la violencia sigue siendo representada, aunque más que como asunto central, como telón de fondo, y siempre –y he aquí una clave de su gran gracia– contrapuesta con un estilo no del todo lacónico pero sí ajeno a los alaridos, los énfasis innecesarios, las explicitudes o monsergas o, como mejor lo dijera Pere Gimferrer, mediante “una escritura despojada hasta el máximo, en la que ninguna palabra sobra, y sin embargo envolvente y sensual”.
Los sordos funciona, ante todo, como un thriller (Rey Rosa maneja el género como pocos en la lengua) armado con precisión y elegancia, las que surten el efecto de un encantamiento, o de un arrobamiento, en la atención de quien lee. Una desaparición, otra desaparición, y de ahí en adelante un hilo que al desplegarse mantiene en permanente incertidumbre al lector respecto a los hechos que se refieren, pues nada nunca es exactamente lo que parece ser, y el mal y el bien son escurridizos conceptos que pueden disfrazarse el uno del otro, pero que en ningún caso son lo mismo, y tras su elucidación ha de enfilar el lector, que avanza cautivo por entre las líneas y las páginas en busca de un sentido que no está del todo en ellas, ni en ninguna parte, siendo los diálogos los que puntean el suspenso o provocan los giros inesperados, los desconciertos y una que otra sonrisa.
Siempre se celebra en Rey Rosa su arte elíptico, su comedimiento, su sutileza narrativa. En sus últimos libros ensayó una veta de índole más exploratoria que en parte lo alejó de ese perfil, trabajando ya sea con archivos y con su propia presencia como eje del relato (El material humano) o bien con historias sencillas como el “delirio amoroso” que está en la base de Severina. En Los sordos, en cambio, vuelve a la línea de libros como Piedras encantadas, El cojo bueno o La orilla africana, es decir, a su mejor mano: aquella con la que, sin caer en convencionalismos, teje tramas en que lo ancestral y lo moderno conviven con tanta tensión como el dinero y el honor, el amor y la deslealtad o el derecho occidental y el maya.
Así, Los sordos, además de un thriller soberbio, es un par de cosas muy relevantes desde el punto de vista de la literatura latinoamericana. Un muestrario de prácticas y de personajes de un mundo, el centroamericano, del que conocemos poco, algunos inolvidables, como los jueces mayas o el protagonista, Cayetano, un guardaespaldas con honor en un mundo, el de la seguridad privada de los magnates, donde el honor es un antivalor. También es una exploración, no en las causas ni en las infinitas formas de la violencia sino más bien en sus implicancias, en sus incontenibles efectos, uno de los cuales es, justamente, el borroneo del umbral entre el bien y el mal. Y es por lo mismo, también, Los sordos un espacio de indeterminación, es decir, un entramado literario –preciso en su funcionamiento, elegante en sus pasillos y ventanas– en el que la exposición de los hechos y de los caracteres de los personajes se vuelve más relevante que cualquier visión que el autor sobre ellos pudiera ofrecer –y de hecho no ofrece ni una–, y donde la naturaleza (un gato, una nube, un rayo de sol al atardecer o una gota escurriendo por la hoja de una planta), un poco a la manera del teatro shakesperiano, opera como anticipadora, como desencadenadora o como caja de resonancia de lo humano y lo inhumano. La naturaleza, de hecho, en Rey Rosa es siempre personaje, carácter, nunca mera ambientación.
Por todo ello, por la fineza de esta mano narrativa que sabe cambiar de voz o de velocidades, poniendo reversa y luego acelerando sin que nunca le suene la caja de cambios, y también por su endiablada capacidad de entretener, es decir, de mantener la atención intrigada, Los sordos es, sobre todo, una excelente novela, la más extensa y con probabilidad una de las mejores que han salido de la mano de Rodrigo Rey Rosa.

  

miércoles, 6 de noviembre de 2013

MARCELO MELLADO, 
EL EFECTO DE UN ENCANTAMIENTO, LA VOLUNTAD DE HUEVEO

Presentación a la reedición de Editorial Cuneta de La provincia. Santiago, septiembre de 2011.



UNO
Quiero partir citando algo que Mellado escribió en “Pantalla trágica”, una columna suya reciente: “A mí el Felipe Camiroaga siempre me llamó la atención, a pesar del desprecio que uno siente por la televisión abierta, lo encontraba un talentoso perverso, un tipo con una gran capacidad para producir comedia, simpático y brutalmente irónico y molestoso, marcado por la voluntad de hueveo”.
Al leer eso pensé que Mellado estaba escribiendo sobre el autor de sus propios libros. Y, de hecho, leyendo la novela cuya segunda edición hoy se lanza –La provincia–, encuentro entre sus páginas otra vez esa misma seña: voluntad de hueveo. Destaco esa voluntad como columna vertebral del melladismo (melladismo entendido aquí simplemente como el conjunto de la obra de Mellado), voluntad de hueveo que Pablo Oyarzún llamó más filosóficamente en una presentación reciente de otra novela de Mellado (La Hediondez) su cualidad de humorista, entendidos estos como quienes “nos traen de vuelta a la superficie. En vez de andar abrochando hechos con causas y razones, hacen crónica de casualidades... Donde los otros andan viendo e instituyen uniformidad y coherencia, estos ven y promueven dispersión carnavalesca”.
  
DOS
Los libros de Marcelo Mellado pueden tener un efecto lacrimógeno, en el sentido (policial) de que, aparte de moverlo a uno a la fuerza de la posición en que inicialmente se encuentra, hacen estallar en carcajadas para el lector lo peor y lo mejor de lo chileno, atribuyendo para ello a sus personajes, justamente, lo peor y lo mejor del lenguaje chileno: por ejemplo, el festival de sobreentendidos del decir burócrata, la floritura afrancesada de cierto quehacer crítico local, el amaneramiento lírico y folclórico, el balbuceo etílico y los recovecos y ambigüedades del nacional escarceo erótico. Y también, en ciertos cuentos y pasajes de novelas como La provincia, se vale Mellado de la coprolalia más feroz –la del resentido, la del “flaiterío” o la del mero “huevonaje”–, para encarar y desenmascarar la mediocridad y lo que él llama picantería nacional, aunque también dé cuenta del ingenio, la malicia y el fino sentido de la oportunidad que caracteriza al ser y el hablar nacional.
Delatora de falsas moralidades, del “cerderío” empoderado o “lamecaca” del power, la posición del Mellado narrador es la del desprecio, siendo en ocasiones a sí mismo a quien más desprecia; por ello tal vez su situación es al mismo tiempo la del exagerador, que no es que sacrifique la verosimilitud de los hechos por sólo darle paso al humor, sino que justamente pone en entredicho cualquier verosimilitud mediante esa exageración, porque las maneras de ser, de hacer y de decir del llamado chileno medio son para Mellado, como queda dicho, antes que cualquier otra cosa intragables: por lo rascas, por lo cobardes, por lo ineptas.
Sin embargo, Mellado puede producir el efecto de un encantamiento: a veces, aun a su pesar, vuelve entrañable todo aquello que desprecia (cuestión que, de ser efectiva, puede que contraríe su propia intención o voluntad).

TRES
A mí me parece que esta reedición de La provincia, a diez años de su aparición en Editorial Sudamericana, es razón más que suficiente para celebrar y mirar con optimismo, alegría y vaso en mano el presente literario nacional, que para Mellado ha sido, en un punto, indudablemente positivo: ha sido reeditado por primera vez y, al tiempo, su obra empieza a ser reconocida afuera, como en Argentina, donde lectores agudos como Quintín y Patricio Pron lo han leído y recomendado con entusiasmo.
No deja de ser elocuente que en su segunda edición La provincia haya aparecido en un sello independiente, como lo es Editorial Cuneta, comandada por Galo Ghigliotto y cuya labor es justo celebrar, pues es también justo y en cierto modo incluso satisfactorio ver a Mellado compartiendo catálogo con César Aira y Mario Bellatin, con quienes de alguna manera hace sistema, para decirlo en clave eléctrica. Dado que esta es una reedición, es posible que muchos ya conozcan la novela, y si no es el caso, tanto mejor y, como sea, no corresponde estar haciendo resúmenes colegiales –lo que es siempre una tentación en estos casos–, pero sí quisiera mencionar algunas escenas centrales que me parecen brillantes, así como algunos recursos, mecanismos y maromas narrativas que, pienso, hacen de Mellado la voz más creativa, radical y disruptiva de la narrativa chilena contemporánea. Y la más inimitable, además.    
Una primera escena es el Carnaval Poético Municipal, esa murga lírica que se deja ver como una versión situada y graciosa de un análisis tipológico de la poesía nacional. El narrador del Carnaval Poético Municipal –episodio descomedido que es la quintaesencia del melladismo– es como un reflejo, en la trama, en los acontecimientos mismos, del autor: ambos son el “portador del aparato retórico”.
Con la gran admiración que se le tiene, se puede decir que cuando Bolaño hace en Los detectives salvajes esas clasificaciones de poetas en categorías como poeta mariquita o poeta maricón o poeta marica, su humor no es más efectivo ni más filudo que el de Mellado, que en este carnaval que se desarrolla por las calles y esquinas de San Antonio –ciudad donde a todo esto sucede todo esto lleva a cabo la más brutal tipología burlesca del poeta chileno, haciendo las delicias del lector al describir, someramente o con la máxima profundidad, los matices diferenciadores de poetas picantes, poetas beodos, poetas aplanacalles, poetas magisteriales o profesorales, poetas emprendedores, poetas bolcheviques, poetas étnicos, poetas ambientalistas, poetas feministas, poetas gay, poetas del Hogar de Cristo, poetas universitarios, poetas cuicos, poetas conceptuales o densos, poetas etílicos, poetas en riesgo social, poetas lumpen, etcétera, sobretodo etcétera, como dice el narrador. En alguna parte se llega a escuchar en la novela que no queda más que echar a los poetas de la república, infructuoso empeño de cuyo primer intento se tuvo noticia en Grecia hace ya tantos siglos.
Pero Mellado no enfrenta tanto a los reales ejecutores del arte de la poesía, a los que estoy seguro que lee y admira, cuanto a los impostores que se valen de su presunta práctica para legitimarse, viajar o arreglarse los bigotes. Conviene dejar esto aclarado.

CUATRO
La de Mellado es una obra que contiene su propia crítica, que se sostiene sobre sí misma, que se va pensando sobre la marcha, superando con creces en lucidez muchas veces los comentarios críticos que puedan aparecer a posteriori por ahí. Por ejemplo, apenas arrancada La provincia dice el narrador a propósito del hábito de los personajes de llamarle a los paseos por la ciudad “walking around”, dice, digo, que este uso se trata “de una parodia crítica que importa giros de lengua, como ejercicio lúdico, más conocido en nuestro medio como hueveo…”. En la misma línea de pensarse a sí misma reflejada en la acción, la novela poco más adelante tiene esta frase: “Esto es una exageración, sí, porque todo lo es, más aún, de eso se trata, se exagera como operación crítica que nos sirve para contextualizar la presencia de los agentes del relato”. Es, en este sentido, el más lihneano de los narradores chilenos vivos, autor de textos que siempre se miran y piensan, y se ridiculizan también, a sí mismos, como “A Franci”, ese poema de Lihn que se va replegando de la pura vergüenza que le dan sus versos amorosos: “Te quiero, qué comienzo,/ peor es tragar saliva/ y peor aún este nudo en la garganta que torna los contornos/ del mundo o la forma de un grano de ripio pegado a la planta de los pies…”.
Mellado subvierte “el plano regulador del lenguaje”. No le gusta la palabrería literaria, el suyo es un lenguaje, bajtinianamente habría que repetir, de plaza pública, y por ello es que en su obra las pifias del habla tienen todo el derecho a existir, lo que abre la puerta a anglicismos (no muy sofisticados, como decirle Fernando Flowers al obeso ministro de Allende que terminó en la derecha), salidas procaces, reiteraciones, infracciones localísimas como decir “Te voy a pegarte”, equívocos de connotación genital, todo en combinación carnavalesca con jergas chupeteadas al mundo de las ciencias sociales, de la sociología, de los estudios y los imaginarios culturales que Mellado, indirectamente, termina de alguna manera por desacreditar. En todo caso, Mellado no rehúye el lirismo ni la elegancia cuando la ocasión lo propicia. No todo es hueveo, tampoco. Al contrario, pero la verdadera seriedad es cómica, escribió Parra.
También quiero relevar la apuesta narrativa de Mellado por explorar una “sexualidad charcha” (según ha dicho), tan chilena por lo demás, la descripción de un modelo no-penetrativo, que se mueve en el terreno de los favores sexuales, las tocaciones, las intentonas que no llegan a puerto, la chapucería precoital. Cuando le pregunté al autor sobre esto en una entrevista, me contestó que buscaba alejarse del canon literario “del huevón que después de hacer el amor enciende un cigarrillo. En ese sentido –me dijo– yo recuerdo un poco las enseñanzas de Luis Buñuel, que trabaja la sexualidad como algo ridículo”.
“Lo demás –remató Mellado– es cine o es revista Paula”.

CINCO
“Retórica y verdad” es el capítulo rabelesiano máximo de La provincia. Lo rabelesiano, evidente en la presencia protagónica de la fecalidad y de la coprolalia en la obra de Mellado, es realmente fuerte, fuertísimo de hecho, a tal punto que su última novela se llama La Hediondez. La escena en la casa del vecino autorreferente que sufre de diarrea es, literalmente, lo más cerdo que hay. Después, al final, cuando éste se sigue tirando peos en una citroneta y cagándose en la berma, la cosa como es natural sólo empeora. Aquí, debo aclarar, Mellado no vuelve entrañable al insufrible Eulogio Bolla. El encantamiento con todo aquello que desprecia al que aludí al inicio es un efecto ocasional, no permanente.
Terminaré en reiteración, quiero insistir en una cuestión que es central, el humor como eje articulante del melladismo. Es decir, y esto lo enlazo con la cita inicial que aludía a Camiroaga, la preeminencia de la voluntad de hueveo que hay en la obra de Mellado. Pero no se trata de chacota y punto. Es absolutamente subversiva, libertaria tal voluntad. La obra de Mellado es grande no porque de un tiempo a esta parte lo vengan reconociendo tales o cuales eminencias chilenas o extranjeras, ni porque tenga más o menos difusión, sino porque es una obra narrativa que, como pocas, no le deja al lector el mundo –o el medio local– tal cual lo veía antes de la lectura.
Quisiera que esta presentación tuviera un solo objetivo cumplido: funcionar como invitación a la lectura de Mellado en general, y de La provincia muy en particular, por estar esta novela de cumpleaños, por ser –fuera de una antología de cuentos que tuve el honor de preparar para Metales Pesados el 2010 (Armas arrojadizas)– la primera obra reeditada de Mellado, y por ser también un libro clave, el que afirma un estilo que pasados los años sigue vigente en nuevos libros, en nuevos cuentos, en nuevas crónicas y, también, en nuevos proyectos que, a la Bellatin, superan lo literario, como son los Encuentros de Pueblos Abandonados, una cooperativa productora de mermeladas o las Clases Libres que Mellado planea hacer, como una forma oblicua de sumarse al malestar nacional con el modelo educativo.


7 septiembre 2011.

martes, 5 de noviembre de 2013

EL CLUB PICKWICK O LA VIDA ENTUSIÁSTICA
















(Texto de 2009)
  
Asombra que esta genialidad, Los papeles póstumos del Club Pickwick, sea la primera novela que un entonces veinteañero Charles Dickens publicó, y no porque sea perfecta a la manera en que son perfectas, por ejemplo, las mejores novelas de su compatriota Jane Austen. Al contrario, Los papeles... es una novela desmedida, desprolija, pero en su exceso resulta fascinante e inolvidable. Es una novela imperfecta porque hay cosas que parecen estar de más, como el aparataje cervantino de presentar el relato como la investigación de unos editores, procedimiento que el mismo Dickens va paulatinamente abandonando, como si le diera a él mismo una tremenda lata continuarlo, para concentrarse en narrar sin más las disparatadas aventuras de Samuel Pickwick, sus amigos y su ayudante Sam Weller. También sobran, a veces, las novelas intercaladas, que no son pocas, y uno que otro capítulo, como el antepenúltimo, que más bien estorba, aunque tal vez sea más correcto decir que distrae, y la distracción es la ley de Pickwick y sus amigos. Por eso, tal vez, es que hay también muchos asuntos y personajes que son dejados en el camino, sin que ello importe mucho. En efecto, la ley pickwiciana primera es la del movimiento perpetuo, el goce y “la observación del género humano en toda su variedad”, es decir la distracción, y si en narrar eso se producen olvidos o discontinuidades, dónde está el problema: esta novela, como la vida, se parece más a un fascinante terruño salvaje que a un rígido jardín municipal perfectamente estructurado para confort del sujeto comedido.
Como queda dicho, narran en esta novela los editores; en ellos, y en los personajes mismos, Dickens, a la manera de Tolstoi, mete claramente sus reflexiones, máximas y pareceres sobre el bien, el hombre y la vida, lo cual al relato le da espesor reflexivo y el carácter moral que Dickens quiso siempre imprimirle a sus libros. No por nada habla el narrador del “encanto inestimable de unir la diversión a la enseñanza”.
En este afán pedagógico, el libro está lleno de personajes memorables, como Alfred Jingle, un caradura de habla entrecortada y humor socarrón que, hacia el final, termina convertido en una persona bondadosa, gracias a los efectos benéficos que acarrea el trato sostenido con Samuel Pickwick, hombre cuyos rasgos esenciales son la bondad, la sociabilidad, la torpeza corporal, la inteligencia, la magnanimidad, una moderada cólera y la entereza, rasgo este último tan fuerte que Pickwick se niega a pagar la indemnización que le exige una estafa montada por un grupo de abogados, aun cuando la rebeldía le cuesta pasarse una temporada en la cárcel, donde, dicho sea de paso, aprovecha de hacer nuevos amigos.
Tiene esta novela un final feliz, y esto, ya se sabe, es un lujo que se pueden permitir, sin un estrepitoso fracaso, sin caer en la condescendencia folletinesca, sólo los que se mueven en los lindes de la genialidad, tal como lo hace, en otro ámbito, David Lynch en Corazón salvaje.
Aun inscribiéndose claramente en la tradición inglesa de novelas cervantinas –Fielding, Sterne–, Los papeles póstumos... es bastante adelantada en procedimientos narrativos que después serían grito y plata entre los cultores de la novela. Por ejemplo, Dickens hace uso del estilo indirecto libre –es decir, del cambio inadvertido de la voz del narrador a la del personaje– años antes de que lo hiciera Flaubert. Incluso unas buenas dosis de surrealismo tiene esta novela (como todo, en todo caso), como la del anciano encarnado en una antigua silla de madera que habla y da consejos amorosos. También es adelantada en sus cuestionamientos. Dickens esboza críticas que van al callo de lo que tiempo después sería el capitalismo desatándose, y las descripciones de la burocracia de las oficinas públicas y los abogados –cuestión que llevó al extremo en la que tal vez sea su mayor novela, Casa desolada– adelantan como se ha dicho a Kafka y explican por qué éste lo admiraba tanto. Pero no por ello es ésta una novela oscura ni desencantada, sino al contrario: todo en ella es “entusiástico”.
Quizás, la verdadera protagonista de la novela sea la amistad, expresada sobre todo en la relación de Pickwick con Sam Weller, una relación de mutuo cuidado y de sabidurías complementarias, un poco a la manera del Quijote con Sancho, aunque sin los retos ni alucinaciones del uno ni el interés creado del otro que mostraban los personajes de Cervantes. Nabokov, que no prodigaba elogios a los clásicos sino más bien impugnaciones, dijo: “Sencillamente, hemos de rendirnos ante la voz de Dickens. Eso es todo”. 
Y eso es todo.  


LOS PAPELES PÓSTUMOS DEL CLUB PICKWICK
Charles Dickens.
DeBolsillo, 2008, 1008 páginas.

viernes, 1 de noviembre de 2013

"(...)
la naturaleza se mira a los ojos
y siguen cambiando los colores
en todas partes y en ninguna
se abre el instante de un placer
que escuchamos más de cerca
cada vez más cerca
en tres arpas vocalizando
verbos al contacto de sí mismos
así y así
como fuerzas que pugnan en el aire
como cuerdas se van desanudando".

                                                   Milagros Abalo, 
                                                  "La cópula del mundo"
                                                  (fragmento)
                                                                milagrosabalo.blogspot.com/

lunes, 28 de octubre de 2013

CLAUDIO BERTONI, 
ZORZALES FRATERNOS Y SACADAS DE MADRE    
    
Prólogo a la edición definitiva de El cansador intrabajable de Claudio Bertoni, Ediciones UDP, 2008 



“Me fui a Inglaterra en 1972. Lo estaba pasando súper bien en Chile, pero la Cecilia Vicuña, mi polola de ese entonces, se ganó una beca de pintura del British Council y se fue a Londres. Tres meses después me fui yo. Con su beca podíamos vivir los dos, mucho menos que modestamente, pero podíamos. Vino el golpe y en vez de quedarnos un año en Europa nos quedamos cuatro, hasta que nos separamos, me fui a Francia y tuve otra compañera ahí”. Con estas palabras Claudio Bertoni ha resumido sus años europeos, durante los cuales escribió buena parte de los poemas de El cansador intrabajable I y II.

***

“En calidad de testigo, es de una sinceridad excepcional. No expurga ni abrillanta… El mundo erótico en el que habita es un mundo en el que abundan las relaciones efímeras y casuales”, escribe W. H. Auden sobre Kavafis, y lo que dice cabe decirlo de punta a cabo del Bertoni que, hace ya cuarenta años, en 1968, en la calle Toledo, de Providencia, empezó a escribir los poemas de un resumidero enorme que con los años daría origen a la publicación de El cansador intrabajable, un libro cuya primera edición (1973) fue artesanal y londinense.          
Bertoni, claro, no es testigo del acontecer nacional ni literario, sino de su propia vida: es a sí mismo a quien observa, es de sí mismo de quien escribe, son sus propios corcoveos espirituales y mentales los que llenan de gracia su escritura. La llaneza de su lenguaje obedece, antes que a un propósito estilístico, a la necesidad de contar con claridad lo que le pasa, a condición, sí, de que sea todo lo que le pasa, sin reservas pudorosas ni posicionamientos heroicos. Cada vida a Bertoni probablemente le parece única e insólita, pero la suya propia –suficiente extrañeza ya– acapara toda su atención. El resto existe o no en función de él. Es, el suyo, el largo soliloquio de un individuo ensimismado y atribulado: desde fines de los años 60 escribe a diario y profusamente en cuadernos que va apilando y de los cuales cada tanto saca puñados de poemas para armar sus libros, incluido éste.
Con El cansador intrabajable I y II, Bertoni instala un espacio que sus posteriores nueve libros no han sino remarcado y, escasamente, ampliado. Es el espacio del confesor impenitente que no se toma la molestia ni de expurgar ni de abrillantar los hechos referidos, y que remeda prodigiosamente el lenguaje utilizado en el día a día sin caer nunca en la mera transcripción del habla real. Bertoni, dice Roberto Merino, ha resuelto el problema de “cómo hablar poéticamente, por escrito, sin alejarse del modo en el que hablamos –a los demás y a nosotros mismos– todos los condenados o luminosos días de nuestra vida”. Y efectivamente Bertoni escribe como si estuviera conversando: “Siento que los traiciono / a Berta y a Bruno / cuando los dejo / en la noche solos / mirando televisión”. No podía hablar de otra manera una poesía cuya vocación es ser un diario total, la fijación –casi como ejercicio terapéutico– de toda una vida, pretensión tan imposible como generosa en admirables “fracasos”. Elocuente es el poema “En este instante”, donde Bertoni busca ilusamente fijar lo que en ese preciso momento (el de la escritura) hacen sus amigos dispersos por el mundo, como si el instante que buscaba retener no hubiese ya pasado irremediablemente entre el primer verso y el segundo.
No obstante todo lo anterior, en El cansador intrabajable I y II se asoma una veta bertoniana no vuelta a explorar, precisamente por la exacerbación del confesionalismo antes señalado. Se trata de  voces no identificables –en último término– con la de Bertoni. “Fea”, por ejemplo, vendría siendo un monólogo dramático, un tipo de poema donde la voz que habla no es asimilable desde ningún punto de vista, ni aun el más pedestre, al poeta o a una versión trasuntada del mismo. Y están también los poemas dialógicos, como “Night talk” o “Intento de trabar diálogo con una desconocida”, que recuerdan los parlamentos de las obras surrealistas que Bertoni leyó de joven.

***

Lo que convierte a Bertoni en un poeta tan prolijo es su insistencia, su impenitencia, su insaciabilidad: confiesa pero no se redime, revela para seguir tropezando una y otra vez con la piedra del deseo o con la piedra del terror, que lo paralizan y, a la vez, lo mueven a escribir; miedo a la enfermedad, deseo sexual, aprensión del prójimo, ansia de no ser, terror al exterior (una pulga), terror al interior (un cáncer), ganas de salir a caminar, ganas de volver.
Por estar acicateado por cuestiones tan elementales, Bertoni tiene tanto de realismo sucio e intimista (“Sangrar de las encías / –según tú– / es signo de buena salud / Aquí estoy entonces / con mi buena salud / y dos tarros de Nescafé / llenos de sangre hasta el borde / y un tercero / a punto de rebalsarse”) como de diario espiritual (“Escondo un secreto / que no desea / sino / dejar de ser”). Como si fuera el Padre nuestro, cada poema suyo, publicado o inédito, parece una oración que un místico truncado y un pecador irredento dirige no tanto al cielo como a quien sea que lo pueda oír o, con más propiedad, leer.

***

Largo y en prosa, el poema “Malta Morenita” (llamado originalmente “Cerveza Pílsener”) concluye con un tipo de escena que la poesía chilena no había ofrecido jamás: “Hasta que supe lisa y llanamente que ya era hora y el semen las emprendió como un tren subterráneo a través de la uretra y tú saltaste fuera porque no habías tomado anticonceptivos y yo me tuve que ir de coitus interruptus / Ven a mí / creo que grité ridículamente con una mano en el culpable impidiendo que cayera demasiado semen en el cobertor”. Exentas de vetos decorosos, estas descripciones son, como anotó Enrique Lihn, “cachondeos del goliardo que hace la alquimia de la delicadeza con los ingredientes fecales del lenguaje”. Y de la realidad, se puede agregar tras leer este poema atentamente.
La ternura, en Bertoni, cabe lo mismo o más que las ansías venéreas. Tal vez sea aquello mediante lo cual Bertoni se compensa; no es un poeta que ame: desea, fantasea, recuerda, desprecia, pero no tiene poemas de amor duradero. Sí los tiene, en cambio, de amor fugaz, como “Poema para una vietnamita…”, donde da cuenta del inmenso sobrecogimiento que le causa la belleza de una ninfa oriental: “Yo soy el polvo / que pisan tus pies / y beso desde ahí / todos tus pasos”. Pero incluso cuando el deseo sexual parece replegado (“Hace 9 años el deseo me hacía morder la almohada / hoy día apoyo tímidamente la nuca / o una de las orejas”), a Bertoni le queda la ternura, como la del gesto amable que tiene hacia el heladero que vende bajo su ventana, inapropiadamente, helados en un día frío.
Función análoga cumple su lirismo y su ocasional musicalidad. Si a versos como “cállate cabro concha de tu madre” ome los culeo a ustedes también”, Bertoni no llevara otros como “un zorzal lleva pasto seco a su nido / como si fuera un manojo / de floretes de oro para gorriones”, entonces, si no hiciera eso, probablemente otro gallo –más desafinado, monótono y en definitiva básico– cantaría en sus textos. Además, tales expresiones muchas veces se entienden sólo como frases vulgares, y ciertamente lo son, pero en los poemas son también algo más; el verso “qué mierda tengo en la pichula”, por ejemplo, no se trata de una mera licencia procaz sino del grito de espanto de un hipocondríaco que, como lo han demostrado sus sucesivos libros, vive permanentemente temiéndole a su cuerpo, a lo que está en él y no se ve, a lo que sea que pueda estar pasando en las entrañas o fallando en el cerebro.
Zorzales fraternos y sacadas de madre, pues; ese tipo de cruces son los de Bertoni: mundanidad desatada y azote espiritual, adoración de la madre y de la hija del vecino, lágrimas y peos, jazz y sirenas de incendio.

***

Remotas son las influencias que pueden investigarse en Bertoni. Someramente, estas: de los epigramas latinos, extrae la personalidad; de la poesía china –sobre todo de Tu Fu y Po Chu I–, el estilo directo y el ensimismamiento; de la poesía japonesa, principalmente la de Kobayashi Issa, la austeridad expresiva. De la literatura norteamericana hereda la desfachatez de Henry Miller, la concisión descriptiva de William Carlos Williams y el coloquialismo de Frank O`Hara. De los surrealistas obtiene el horizonte de imágenes y asociaciones libres; y, desperdigados por el mundo, pueden rastrearse, entre otros, influjos de la valentía reflexiva de Pavese y de la agudeza de la antipoesía y el texto filosófico breve, desde Lichtenberg hasta Cioran.
Por otra parte, está el zen, que para Bertoni ha sido crucial. Lo conoció por medio del libro Budismo zen y psicoanálisis, de D. T. Susuki y Erich Fromm, y adhirió a su postura en cierto modo antiintelectual: el zen busca ver y señalar las cosas, pero no las enseña ni las predica porque el pensamiento muere en la boca. La mayor gravitación del zen en Bertoni es la idea de que enamorarse de las cosas es la única manera de conocerlas. Por eso, tal vez, es que no está para grandes cuestiones sino para hablar de sí mismo y de lo que inmediatamente lo rodea y afecta.
A Bertoni puede situárselo en un grupo en el que también están Enrique Lihn, Rodrigo Lira y Raúl Zurita, y no porque compartan demasiado en términos de postulados poéticos, sino porque, cada uno a su personal modo –Lihn el más versátil–, supo abrirse y abrir camino después del estoque parriano, el que, contrario a lo que hacen creer las estadísticas bibliográficas, supuso el mayor cuello de botella para la poesía chilena, sólo asimilable en su potencia al que antes había roto el mismo Parra: el de la retórica nerudiana.
De estos tres poetas, con quién más cercanías tiene Bertoni es con Rodrigo Lira. Nacidos en la misma década, ambos se alejan tanto de la voz plural y mesiánica de Zurita como de la versatilidad estilística de Lihn. Bertoni, más ensimismado, y Lira, más desesperado, comparten también el rasgo de que sus libros sean reuniones más o menos fortuitas de poemas independientes, y comulgan en el coloquialismo, del que se ha hablado ya bastante, y en sus respectivas soledades, de las cuales ellos mismos –y a sus anchas– han hablado en sus versos. Una casualidad llamativa es que en 1971 Bertoni haya escrito “El grito”, un poema que probablemente Lira no haya conocido, pero que, como sea, es una versión sintética y anterior de su texto “Grecia 907, 1975”, donde Lira especula con pegar un grito colosal por la desesperación en que se halla envuelto. Pero no es esta curiosidad, por demás discutible, lo que emparenta a ambos poetas, sino el hecho de que los dos sean autores marcadamente callejeros. No puede ser insignificante que el primer verso del primer poema del primer libro de Bertoni diga “cuando en la calle”, fijando de entrada un hecho que los siguientes libros suyos sólo han corroborado: Bertoni camina mucho en sus poemas, al igual que Lira. También los vincula –más allá de su sintonía con la juventud– el humor como elemento cardinal de la poesía, aun cuando, como subraya Lihn, el de Bertoni sea más luminoso que el de Lira. Para ambos el humor es un necesario e incluso irrenunciable ducto de ventilación en la negrura en que la vida los suele tener sumidos. Los chistes de Bertoni están ahí recordando que si escribe no es porque concibe anchos los límites de lo poético, si no, simplemente, porque no los concibe. El Bertoni que en el poema “El profesional” se ofrece para barrer patios se parece mucho –en la mofa de la propia desesperación– al Lira de “Angustioso caso de soltería”. Por último, en este libro está el poema “Babieca”, que por su composición recuerda las armazones literarias de Lira, a quien Bertoni, dicho sea de paso, ha declarado encontrar el mejor poeta de su generación.
Ahora bien, con todas sus influencias y cercanías, en El cansador intrabajable aparece Gardel y no Baudelaire, hay más perros que poetas y más imperfecciones que endecasílabos.
Merece mención aparte el poema “Dame ese retrato mío que tienes en la cabeza”, un texto en prosa de carácter psicológico y asunto fantástico, a la manera de algunos cuentos breves de Julio Cortázar, de Robert Musil, de Henri Michaux o de Teófilo Cid. Además, el poema es una rotunda fábula cuya moraleja es la imposibilidad –para Bertoni dolorosa, casi erótica– de que sus seres queridos sean capaces de percibirlo como él mismo se percibe. Y es que, como Kavafis, Bertoni, en último término, no sufre tanto por el garrote erótico ni por el acecho de la muerte, cuanto por la añoranza de una totalidad, más que póstuma, prenatal: una nostalgia del pasado histórico, en el caso del griego, y del pasado personal, en el del chileno. A Bertoni no le van ni el optimismo ni el suicidio, como si la infancia, y sobre todo la madre, fueran su locus amoenus:Volvería al vientre materno / como una película vista al revés / y a todo full”.

***

En los círculos más conservadores, su coprolalia y perversión le han valido la tacha de pueril o, derechamente, el ninguneo. Pero lo cierto es que Bertoni no concibe otro modo de escribir que el que anuncia ya en el tercer poema de este libro (“Escribe sin convicción / poemas de no más de 10 líneas…”). Asimismo, su popularidad y éxito también le han granjeado un morigerado desdén entre los amigos de lo oculto; cierto o no, sólo cabe decir que Bertoni es, en cierto grado y gustosamente, un poeta de masas. La última vez que nos reunimos antes de cerrar la edición de este libro, me contó –sin saber que yo lo había observado todo atentamente– que al cruzar la calle lo paró una mujer de 50 años con un hijo en andas y le preguntó si él era Claudio y, ante la respuesta afirmativa, le besó la mano. Bertoni llegó iluminado por ese encuentro con una desconocida, casi como si recién hubieran protagonizado juntos el poema “Malta Morenita”.