GIMNASIO
del libro
A mano
alzada
de
Germán Carrasco
la
Chascona
Santiago
mayo del 2013
A mano alzada se abre con la sección “10 intentos de encuadre para Ti”. Me parece que esos diez textos –estampas, notas, crónicas, aguas-suaves, qué importa– se pronuncian y desenvuelven, en primer término, en un espacio de bruma, en una cierta oscuridad, pero no entendida como hermetismo ni zona turbia o porque sí inentendible sino, simplemente, como espacio donde el pensamiento avanza –a tientas– en lo incierto, pero avanza, eso sin duda, iluminando tenue pero precisa y preciosamente suelos nuevos y señalando puntos de fuga hasta entonces impensados. “Oscuridad –gimnasio del instinto”, se lee en “Calas blancas”, poema del mismo Germán Carrasco incluido en su libro Calas (del 2001). En ese gimnasio creo que se trabajaron estos intentos de encuadre. Donde esto quizá sea más claro es en el último de ellos, “Burnt Norton, una historia de amor”, donde nunca nada puede o quiere quedar del todo claro, y el lector no pisa suelo firme, pero a cambio ejercita –hacen gimnasia– ciertas intuiciones, por ejemplo la vieja intuición de que el tiempo no es una flecha que avanza sino una totalidad que se pliega y se repliega y se expande, y que la prosa puede funcionar también así, y que una mujer en un motel puede ser anciana y niña y joven a la vez.
En esta
parte está también “Explico dos poemas”, ese texto donde se trabaja –es mi
hipótesis, no un hecho– una inversión, o más bien una torsión o vuelco, del
poema de Baudelaire “A una paseante”, donde el poeta se deslumbra ante la
belleza de una mujer que pasa fugaz y lo mira. En la nota de Carrasco, en
cambio, el paseante es el poeta, que se deja seducir y se detiene ante el
espectáculo de una mujer mayor que riega la vereda casi fundida con la escena,
un espectáculo “discreto, fino y sencillo”, para decirlo en palabras de Violeta Parra.
Estos
textos, los diez primeros y casi todos los demás del libro,
incluso los prólogos incluidos sobre otros autores, están escritos en
primerísima persona, no tanto por ser autobiográficos, que en buena medida lo
son, cuanto por el lugar desde dónde se los produce. Recuerdo cuando hace años
entrevisté a Pablo Oyarzún y dijo algo respecto a la escritura en primera
persona que yo extrapolaría, con ni tanta necesidad de acomodo o matices, al
trabajo de Germán, algo relativo al trabajo de o desde un subjetivo. Decía
Oyarzún: “Quisiera pensar que las más de las veces escribo a partir de mí: el
‘yo’ que acostumbro a emplear en mis textos (tiendo a hacerle el quite al ‘nosotros’
del filósofo, que incluye a todos sus auditores sin haberles consultado) es la
marca de una pasión, de un enjambre de afectos, de un pensamiento que más
funciona por su cuenta de lo que yo pueda obligarlo a hacer”. Hasta aquí la
cita de Oyarzún, de la que yo subrayaría la reivindicación del subjetivo,
entroncándola con un poema de Ruda,
de Germán, que aboga por “una subjetividad sin alharaca” –y abogar es
un verbo alharaco–. Oyarzún hablaba del yo como de “la marca de una pasión, de
un enjambre de afectos”. Y creo que en las prosas de Germán opera un enjambre
de afectos similar y, bueno, claro, también de desafectos. Es que nada de lo
que está ubicado entre el suelo y el cielo le es indistinto, o entre el
asfalto y el smog, al menos. Mucho le pica, harto le enchucha, otro tanto lo
emociona. Por ello sus textos tienen, no siempre pero sí a menudo, un
componente rosquero. No rockero, que es un adjetivo que yo no ocuparía para
referirme a él, sino rosquero, en el sentido harto literal del que busca o
produce atados. Es un elemento del que hablaré altiro para luego ir a lo que
más me importa, porque una cosa es clara: ese ingrediente rosquero puede, para
distraídos o lastimados, comerse o tapar lo más relevante de estas prosas, que
estoy cierto no es eso, sino otra cosa. Pero primero voy a las roscas. Esto no
es misa: no hay para qué –no hay cómo– comulgar con todas las distancias ni con
todas las cercanías de Germán Carrasco, pero se puede disfrutar a veces, tanto
en un caso como en el otro, de su exposición; cuando contra lo que Carrasco se
lanza es contra el cliché, contra el acomodamiento mental y contra ese pensamiento que
agudamente ha definido como brochagordismo. Un poco a la manera de Mellado, la pendencia funciona como delatora de falsas
moralidades, de imposturas, de patudeces como la de “la sarta de frescos de los
años setenta chupando champagne en París, Suecia, Alemania y desvalijando a los
ingenuos europeos que pensaban que estaban colaborando con una causa cuando en
realidad le estaban haciendo una kermesse gratis a una serie de barsas”. Va
contra los calculistas. Y también hay un grado de refocilación en la invectiva.
Él mismo dice algo en esta línea cuando escribe sobre el hip hop: “a veces
simplemente hay algo hermoso en la camorra y en la expresión del malestar en un
país tan escandalosamente asimétrico”. Pero, tomando distancia del
engrupimiento hiphopero, dice luego: “creo que el camino es ser alegremente
confrontacionales y no monótonamente quejosos”. En todo caso, hay que decirlo, no
son los suyos diatribas ni enfrentamientos enteros contra alguien o algo, en
general son menciones, repasadas y desdeñadas al paso, emanaciones de una prosa ladina, para ocupar el muy
adecuado adjetivo con que Sergio Parra me comentó hace unos días este libro.
También es cierto que en parte lo que Germán Carrasco hace es definir, por
oposición, por contraste chocante, su propia poética, sus propias líneas de
trabajo y exploración, en detrimento o menoscabo de otras. Y en eso deplora tendencias,
revuelve. Pero, como ya decía, más allá o más acá o más arriba de las
roscas hay, por cierto –por suerte–, otras cosas que hacen de esta mano alzada
una a la que conviene atender. Por lo pronto, dos cuestiones. Primera, la
plasticidad o gimnasia de esta prosa insinuante que cambia de velocidad con
agilidad y se ralentiza o corre y cambia con fundidos, no con cortes ni a base
de eso que el propio autor llama golpes bajos o golpes de estado. Segunda
cuestión, el hecho de que estos textos, y en general todos los libros de Carrasco,
contengan –y conviden, de hecho algunos yo los tomo aquí, ahora– muchos planteamientos,
conceptos y puntos para pensarlos a ellos mismos, para criticarlos incluso. La
cacareada autoconciencia, el metatexto y todo ese asunto, que aquí funciona
ejemplarmente. Por ejemplo, el concepto que usa de emulsión sirve muy bien para
describir, precisamente, lo que distingue a esta prosa: “la emulsión que lubrica
el paso de un párrafo a otro, de una idea a otra, de una escena a otra”. Prima
la emulsión, aunque en cualquier momento aparecen las ninjas en la página.
En la
segunda parte de A mano alzada están los ensayos de corte más
literario, de entre los que yo destacaría el que trata sobre la Mistral, otro
paso en dirección a ese pensamiento que la Mistral misma puede originar
–Patricio Marchant lo reclamaba, y también lo ejercía–. Un pensamiento sobre
las cosas, sobre el mundo, pero que arranca en casos como este en el pensamiento
de la Mistral misma. De la parte literaria del libro también habría que decir
que da cuenta de la voluntad de Carrasco de no hablar de lo hablable, de no
mirar derecho sino respetando su desvío del ojo, para renovar o ventear no
tanto el espacio como lo que por él circula, no sólo comentando “sandías
caladas”, opción que deplora explícitamente, sino hablando de todo. Del
carácter casi aleatorio de su listado se puede dar cuenta mencionando de
quiénes y en qué secuencia habla en esa segunda parte, llamada “Bloc garzón”:
de Robert Creeley, de la Mistral, de la mexicana Carla Faesler, de Pezoa Véliz,
de Gonzalo Rojas –a
quien yo abiertamente considero que sobrevalora mucho al tiempo que sobrerechaza
a Parra–, y de Shakespeare. Y al final
cuelga una muy puntuda crónica sobre Méndez Carrasco y el feminismo.
Por
cierto, como el hueveo es revuelto y no frito, no es esta la única parte donde
la literatura es el tema; es solo que estos son textos de lleno abocados a un
autor, pero en cualquier parte, por ejemplo en la cuarta, la materia, el asunto
de estos textos, es la literatura misma (y el cine y la música), la literatura
chilena muy especialmente, la que Germán encuentra últimamente muy asexuada, y
razón no le falta.
Pero es
precisamente después de esos prólogos, en esa cuarta y última parte, donde
están aquellos textos que mejor podrían adecuarse a esa simple pero precisa
definición de crónica como un relato personal del mundo hecho desde un sitio
siempre específico: el que se pisa mientras se piensa y se escribe la crónica
misma (hay una por ejemplo en la que Carrasco aparece, indeleblemente,
tecleando encima de un balón de gas en un pasillo mientras sus sobrinas duermen).
Ensayos en terreno, por llamarlos de otro modo. Es esta cuarta, también, la
parte más abundante: ocupa, de hecho, casi 2/3 del libro, tres o cuatro dedos
de la mano alzada, uñas incluidas, y admite lecturas a saltos o en uno solo plano
secuencia. Poco, quizá nada, en el fondo, diferencia esencialmente los poemas
de las crónicas de Germán. Decir esto puede rondar la nadería (o hundirse en
ella plenamente), en tanto que de muchos que cruzan de género podría predicarse
tal cosa fácilmente, pero me asisten en este caso particular, para hilvanar
dicho pensamiento, varios hilos recios, de los cuales mencionaré dos o tres.
Uno, el hecho de que una de las prosas de la primera parte, “Acerca de la
muerte de dos perros guardianes y la congregación de quiltros”, originalmente
esté incluida en Calas (2001), donde no desentonaba ni
mucho menos sino que se fundía perfectamente (como la anciana esa que se
mimetiza con su jardín regándolo) con el conjunto de poemas, pasando piola en
esa fiesta como uno más. Quizá esa pura prosa permite suponer que este libro,
que esta vertiente prosística de A
mano alzada estaba ya
contenida en el trabajo de Germán desde un principio, ya en el lejano brindis
inicial.
Un
segundo hilo posible para parar la tesis de cierta igualación o mismidad o
semejanza radical entre prosa y verso en el trabajo de Germán lo deja caer él
mismo en uno de los textos de A
mano alzada que se llama
“Cine, desempleo y cimarra”, y donde hacia el final, y de la nada, se lee:
“tengo la tentación de separar las próximas frases en verso”. No lo hace, pero
podría perfectamente hacerlo con los versos emprosados con que continúa, tal
como lo hace en ese poema que en Ruda se ofrece, a modo de espejo biselado,
con ligeras deformaciones, en una página en prosa y en la de al lado en verso: “Improvisación”,
se llama ese poema, y da cuenta de lo inesenciales que pueden ser los
intercambios de género en esta obra.
Y la
tercera cuestión (hilo) a la que yo echaría mano a la hora de demostrar esa
relación de vecinos con puerta abierta que mantienen sus escritos en prosa y
verso, o esa relación de fachada continua y vericuetos interiores, para decirlo
en imágenes suyas, es el tipo de comparaciones e imágenes que en sus crónicas
utiliza, que están muy en línea con las de sus poemas. Pienso, por ejemplo, en
aquella donde especula con el futuro de los malls, dando una imagen que
perfectamente podría estar en sus poemas: “quizás van a ser fantasmas en los
que solo se va a sentir el golpe de las tablas de skate sobre el suelo haciendo
eco”. Bueno, este tipo de comparaciones alargadas no sólo me hizo pensar en su
poesía sino en la de Lihn, que era muy de ese tipo de comparaciones, hechas
como al paso pero que producen el duradero efecto de un fierrazo en la lectura.
Es poco novedoso señalar aquí esta influencia, pero es inevitable, pues de allá
en buena parte viene esta mano que se alza.
Este
libro junto a Ruda me parece que hacen un díptico sobresaliente
dentro de la obra de Germán Carrasco, una suerte de versión a escala de,
justamente, ese poema reflejado de Ruda del que recién hablé. De A mano alzada me gusta la mixtura de su aire –que
incluye de todo: pacos, libros, hospitales, manos, ropas, caballos, aviones,
gimnastas, niñas, portadas, amigos (Raúl Zurita aparece a la vuelta de
cualquier página, Juan Carreño en cualquier cerro), hay también veredas, avisos
clasificados, oro y plata, lo mapuche, el aprovechamiento de lo mapuche, la
infame remodelación de una casa Kulczewsky, etcétera–. Destaco su pesadez y su
no pesadez, su vocación de deriva, su humor, como cuando habla de “esas
imágenes con cámara que se mueve como culo de reggetonera”, o cuando dice: “Ni
hablar de la famosa clase media, a la que todos dicen pertenecer… (En Chile)
Nadie es de clase alta ni baja, suena feo al parecer (y encima la clase media
no existe”). A propósito, aprecio mucho su concernimiento respecto a este país,
“azotado por sismos y fascismos”, como dice. Ni panfletario ni capitalizador,
simplemente destaco que sea, como he sostenido que Lihn lo fue, un poeta
concernido, que piensa en y a y desde y hasta contra su país y su tiempo;
admiro cómo su prosa divierte al tiempo que “refresca la gramática” y, en fin,
considero importante lo que se acomete en A
mano alzada, un libro desordenado (en sentido argentino), pues lo que se
acomete es nada menos, pienso, que aquello que en sus mismas páginas respecto a
otra cosa se indica: se amplía, en el ámbito literario nuestro, “el territorio,
la reflexión y la fiesta”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario