Lihn, gallinas y monstruos
Foto: Alejandro Olivares
La gallina es un ser.
Aunque es cierto que no se
podría contar con ella para nada.
CLARICE LISPECTOR
Ahora que se están por cumplir 25
años de la muerte de Enrique Lihn y algunos se preguntan qué hacer con él,
pienso que, dada la creciente incumbencia de su trabajo, llegará pronto el día
en que alguien se partirá la cabeza inventariando la enorme presencia del reino
animal en su obra: lombrices, monos, leones, perros, gatos, tigres, vacas y
camellos se pasean de ida y vuelta por sus páginas. Un conteo exhaustivo y una
clasificación inteligente estoy seguro que darían cuenta de las coincidencias o
semejanzas, en un punto casi esopianas, que este poeta supuestamente
indiferente a la naturaleza veía entre las conductas, acciones y reacciones de
animales y hombres, incluido él mismo, por cierto. En su cuento “Huacho y
Pochocha”, por ejemplo, el narrador dice: “Siempre ha de ser más feliz un perro
de la calle, entregado de lleno a su naturaleza, que un perro de circo
condenado, en dos patas, a impugnarla”. Nadie podría pensar que Lihn fuese
inocente o aleatorio a la hora de armar sus metáforas y de elegir los elementos
de sus comparaciones.
En esa línea zoológica, abundan
especialmente en sus textos los gallos y las gallinas, los que aparecen con las
más diversas y extravagantes significaciones y funciones. Por lo pronto, Lihn
tiene no uno sino dos excelentes poemas titulados “Gallo”, en uno de los cuales
se lee: “Canta este gallo, el mismo, y yo: ¿soy otro?”; en el cuento “Los secos
y los húmedos”, incluido en La República
Independiente de Miranda, la desigual isla donde acontece todo se llama
Gallina; en uno de los últimos poemas que escribió en su Diario de muerte, el poeta, que no andaba cómodo en las arenas
confesionales, escogió una figura plumífera nada menos que para definir su
posición frente a la muerte: “Todavía aleteo / con el pescuezo torcido y las
alas en desorden”. También se me viene a la cabeza “Las gallinas”, una de sus
tantas obras teatrales, que no llegó a estrenar ni publicar, dejándola olvidada
en la casa de Gustavo Meza hasta que hace seis años su hija Andrea la
desempolvó para montarla en el teatro de la Universidad de Chile. Por lo que
vagamente recuerdo, las gallinas ahí no eran gallinas sino mujeres –chilenas–
que se desplazaban al interior de una casa; eso sí, como gallinas cluecas en el
gallinero.
Mucho más que el
cisne rubendariano, la gallina lihneana nos concierne. ¿Y por qué gallinas? No
lo sé. Me llama la atención nomás su recurrencia, le conjeturo algunos
alcances. Quizá podría indagarse a partir de una pista que ese hombre
concernido que fue Enrique Lihn dejó caer en una entrevista que en 1986 le hizo
Pablo Azocar. Ahí, para hablar de la situación del país, Lihn ocupa el término
monstruosidad, indicando algo que asombra hoy por su vigencia, al punto de
parecer adivinación (poietomancia se le llama a esto), y que puede dar, además,
algún indicio acerca del alcance de su fijación gallinera: “Aquí muchos de los
monstruos son de cuello y corbata. Son monstruos que no se reconocen como
tales, monstruos con la apariencia de amables y distinguidas personas, que
hablan en los diarios y aparecen en la televisión. Sin darse cuenta, están en
un sistema que les permite conductas aberrantes. Y lo hacen con toda alegría,
por así decirlo. Chile, en definitiva, hoy es eso: una gallina con cuatro
patas”.
“Se ha abusado de la palabra abuso”,
llegaría a decir un cuarto de siglo después un representante de esos monstruos
cuando la gallina de cuatro patas se hartó de estar regida por su ley del
gallinero y empezó a mostrarles el pico. Ahora sólo falta que los monstruos se
comporten como gallinas. Parecería una de esas esperpénticas obras teatrales de
Lihn.
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