El
eterno resplandor de una mente desquiciada
“Tal vez los sueños sean lo social en estado puro”.
Fogwill
“Tal vez los sueños sean lo social en estado puro”.
Fogwill
Recuerdo
casi con emoción el día, hace cuatro años, en que tomé los por entonces recién
publicados Cuentos completos de
Fogwill, aún vivo y a quien había leído muy poco, apenas un cuento famoso suyo
incluido en una antología famosa preparada por Juan Forn. Algo en el
autor-personaje me disuadía, pese a la genialidad de ese cuento (“Muchacha
Punk”), en virtud de la cual, en todo caso, ese día terminé por sentarme con
los Cuentos completos, leyendo la
mitad del libro de una tirada, y cuando terminé y me paré no voy a repetir el
cliché de que yo ya no era el mismo: cuando terminé, yo ya no era nadie. Estaba
deshecho: violentado, sacudido, extenuado, fascinado, colmado de placer,
alelado. Y perturbado tanto psicológica como sintáctica, gramática,
castellanamente. Desde ese día soy un apasionado lector de Fogwill cuyo entusiasmo se elevó al cubo con esa nola lectura de esa novela
coquera, sidosa y descomedida que es Vivir
afuera, y Los pichiciegos y Help a Él, pero sobre todo Los libros de la guerra,
sus recias y siempre asombrosas intervenciones periodísticas, por
llamarlas de algún modo, entre las cuales se cuentan un par de artículos
autobiográficos que son inolvidables. Así,
pues, ansioso esperaba el primer libro póstumo de Fogwill: La gran ventana de los sueños. El efecto de lectura que ha tenido
para mí ha sido, por lo muy pronto, múltiple. De partida, ralentizador,
curiosamente lento, estirado. Es un libro que en circunstancias normales puede
leerse en algo así como una hora. Sin embargo, tal vez en parte porque entre
sus cometidos se cuenta nada menos que el de desenmascarar al Tiempo, me tomé
cinco días. Al principio tuve una reacción de deslumbramiento y en algún momento
–por la mitad, creo–, una ligera sensación de decepción. Luego sucesivos
repuntes, confusión, inseguridad, deslumbre . Aún no sé bien qué
pensar de este libro (así como tampoco se sabe nunca muy bien qué pensar de
sueños y pesadillas), pero un efecto de lectura como el
mencionado me parece ya de por sí positivo y muy de Fogwill, maestro del
extrañamiento, rey de la sorpresa, señor del humor maligno.
El
libro se abre con un par de textos superiores, donde el estilo de Fogwill arde
en la tensión entre profundidades intelectuales que Daniel Link no vaciló en
calificar de alienígenas y futilidades magníficamente escrutadas. Sólo algunos
de los 44 textos que integran este libro son, propiamente, relatos de sueños,
que es de lo que uno –yo al menos– entendía que se trataba. Pero no es un libro
de sueños como existen varios. Fogwill mismo menciona uno de Graham Greene,
quien “mea camarones”. Yo recuerdo haber leído uno de T. W. Adorno (Akal,
2008), quien curiosamente incluía harto más sexo y perversión que Fogwill,
cuyos sueños uno –errónea, huevonamente, quizá– habría supuesto muy sexuales,
sucios, meados y pajeados. Y no falta algo de eso, por cierto, pero hay más
referencias a Disney que “vulvas y anos”. Quizá esto se explique por el hecho
mismo de que Fogwill solía trabajar (literariamente) una sexualidad antes
genital que psicológica, por lo que estos textos de introspección no abundan en
sueños de erotismo, los que, dice Fogwill, de haberlos “siempre sucumben por
despertarme con su convite a una masturbación consciente y demorada”. Adorno
anotaba cada mañana sus sueños. Fogwill también, pero hizo su libro no “con”
ese material sino “a partir de” ese material: de ahí supongo el subtítulo:
“Citas de mi diario de sueños”.
Citas. Quizá
lo único que podría volver interesante para terceros un sueño ajeno sería su
presencia en él. Como es imposible que en un libro ese sea el caso para los
lectores, inteligentemente Fogwill opta por relatar sólo algunos sueños
(varios, brevedad mediante, fabulosos, cautivadores) y también, o sobre todo,
opta por pensarlos: los relaciona, los ausculta, los burla, los desarma o
intenta fotografiar, los analiza (nunca taxativamente: “Nadie experimenta
sueños de asfixia”, dice y agrega altiro: “Habría que consultarle a los
asmáticos”), algunos los interpreta, otros los proyecta a la vida real o
simplemente los desdeña, los deja tirados para hablar de otra cosa, para
escribir. Para preguntarse, por ejmplo, por el origen de las caras
desconocidas que aparecen en los sueños, las que no sabe si “son construcciones
oníricas o evocaciones de caras vistas en alguna oportunidad”.
El segundo texto del libro parte con un sueño pero rápidamente deriva a una reflexión sobre el lugar donde lo soñó (o donde dormía cuando tuvo dicho sueño, más bien, porque el “dónde” suceden los sueños es algo que ni Fogwill se responde, y eso que mucho se lo pregunta), y el lugar donde tuvo ese sueño es un hotel en las afueras de Santiago de Chile, en las afueras porque la ciudad estaba tomada esa semana por Testigos de Jehová: una pesadilla real que bien podría haber estado protagonizada por schöenstatianos (que en Chile parecieran haberse multiplicado últimamente como en los 90 los Testigos de Jehová –creo).
El segundo texto del libro parte con un sueño pero rápidamente deriva a una reflexión sobre el lugar donde lo soñó (o donde dormía cuando tuvo dicho sueño, más bien, porque el “dónde” suceden los sueños es algo que ni Fogwill se responde, y eso que mucho se lo pregunta), y el lugar donde tuvo ese sueño es un hotel en las afueras de Santiago de Chile, en las afueras porque la ciudad estaba tomada esa semana por Testigos de Jehová: una pesadilla real que bien podría haber estado protagonizada por schöenstatianos (que en Chile parecieran haberse multiplicado últimamente como en los 90 los Testigos de Jehová –creo).
A
propósito de sus sueños (y alguno ajeno), entonces, o desde los marcos de la
ventana tras la cual estos transcurren, habla Fogwill de la muerte y de los
cementerios, del mar y la navegación, así como de lo que es o podrá ser la
literatura del nuevo milenio: “Bastará anotar la pregunta acerca de la gama de
colores imaginados por un daltónico. Responderla exigiría enfrentar los enigmas
de qué es la literatura de los comienzos del siglo XXI”.
El
libro –“leve” según el acertado decir de un amigo escritor muy conocedor de
Fogwill– tiene un lote de imágenes exquisitas, impactantes, como aquella del
cementerio-piscina de cadáveres flotantes en formol, que “se sumergían
desnudos y flotaban a media agua en grupos de tres a seis que, por efectos del
viento sobre la superficie, se desplazaban en círculos y caprichosamente se
sumergían”. También tiene otras levemente cerdas y/o muy divertidas,
como esa donde una lolita de 14 años de la que se ha enamorado le sonríe “levantando
con la punta de la lengua la prótesis flexible que componía la totalidad de su
dentadura inferior”.
Pero, ya está dicho, más que sueños relatados tiene este libro apuntes y pensamientos en
torno a los mecanismos oníricos (habla por ejemplo de “sueños de retorno” para referirse
aquellos en que uno vuelve a instituciones como el colegio). También de ciertas manos, modos y usos que en
los sueños se dan. O cuando
alguien, con sólo pasarle el dorso de su mano por la frente, le lee el
pensamiento. Eso puede perfectamente suceder en los sueños, y con toda
naturalidad, y Fogwill sabe transmitirla: no sólo enunciarla, sino
transmitirla, esa naturalidad.
Creo
que lo que pude echar en falta en una primera lectura es cierto desenfado
fogwilliano, y no me refiero tanto a sus invectivas ni a sus atrevimientos
temáticos: no al desenfado en lo que predicaba sino al de su castellano. Pero
esto, pienso al releer los textos, es más bien una mera primera impresión, un
espejismo o engaño, pues en estos textos, si bien menos salvaje, más sutil (no
diré más maduro), Fogwill resplandece, como siempre, tanto por algunas de las
ideas puestas en la página como por su estilo único, lleno de encanto, de dos
puntos (:), de salidas inesperadas y “anomalías sintácticas” como aquella con que
Neruda cierra su poema “Entrada a la madera”, donde uno al leer, como bien ha
indicado Federico Schopf, esperaba otro verbo y el poeta descoloca metiendo el
sustantivo “campanas”: “… y hagamos fuegos, y silencio, y sonido, / y ardamos,
y callemos, y campanas”. Ese tipo de sorpresas brinda siempre Fogwill.
Cogotéandole
el título al cineasta Michael Gondry, y teniendo a la vista que Fogwill alude
ya en su título a una ventana, podría decirse que lo que por sobre todo hay
este primer libro póstumo suyo es el eterno resplandor de una mente
desquiciada, en el sentido de fuera de quicio, considerando que quicio según la
RAE es, en primer término, la “parte de las puertas o ventanas en que entra el
espigón del quicial, y en que se mueve y gira”.
Puerta
o ventana que gira desquiciada, asomarse a la de Fogwill puede conducir a todas
partes, a cualquiera, pero nunca a ninguna parte o al mero mundo de la fantasía
ya que “tal vez los sueños sean lo social en estado puro”.
LA GRAN VENTANA DE LOS
SUEÑOS
Fogwill
Alfaguara,
2013, 132 páginas
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