miércoles, 26 de junio de 2013

El eterno resplandor de una mente desquiciada 

                                                          “Tal vez los sueños sean lo social en estado puro”.
                                                                                                                    Fogwill

Fogwill (1941-2010) en citroneta.

Recuerdo casi con emoción el día, hace cuatro años, en que tomé los por entonces recién publicados Cuentos completos de Fogwill, aún vivo y a quien había leído muy poco, apenas un cuento famoso suyo incluido en una antología famosa preparada por Juan Forn. Algo en el autor-personaje me disuadía, pese a la genialidad de ese cuento (“Muchacha Punk”), en virtud de la cual, en todo caso, ese día terminé por sentarme con los Cuentos completos, leyendo la mitad del libro de una tirada, y cuando terminé y me paré no voy a repetir el cliché de que yo ya no era el mismo: cuando terminé, yo ya no era nadie. Estaba deshecho: violentado, sacudido, extenuado, fascinado, colmado de placer, alelado. Y perturbado tanto psicológica como sintáctica, gramática, castellanamente. Desde ese día soy un apasionado lector de Fogwill cuyo entusiasmo se elevó al cubo con esa nola lectura de esa novela coquera, sidosa y descomedida que es Vivir afuera, y Los pichiciegos y Help a Él, pero sobre todo Los libros de la guerra, sus recias y siempre asombrosas intervenciones periodísticas, por llamarlas de algún modo, entre las cuales se cuentan un par de artículos autobiográficos que son inolvidables. Así, pues, ansioso esperaba el primer libro póstumo de Fogwill: La gran ventana de los sueños. El efecto de lectura que ha tenido para mí ha sido, por lo muy pronto, múltiple. De partida, ralentizador, curiosamente lento, estirado. Es un libro que en circunstancias normales puede leerse en algo así como una hora. Sin embargo, tal vez en parte porque entre sus cometidos se cuenta nada menos que el de desenmascarar al Tiempo, me tomé cinco días. Al principio tuve una reacción de deslumbramiento y en algún momento –por la mitad, creo–, una ligera sensación de decepción. Luego sucesivos repuntes, confusión, inseguridad, deslumbre . Aún no sé bien qué pensar de este libro (así como tampoco se sabe nunca muy bien qué pensar de sueños y pesadillas), pero un efecto de lectura como el mencionado me parece ya de por sí positivo y muy de Fogwill, maestro del extrañamiento, rey de la sorpresa, señor del humor maligno.
El libro se abre con un par de textos superiores, donde el estilo de Fogwill arde en la tensión entre profundidades intelectuales que Daniel Link no vaciló en calificar de alienígenas y futilidades magníficamente escrutadas. Sólo algunos de los 44 textos que integran este libro son, propiamente, relatos de sueños, que es de lo que uno –yo al menos– entendía que se trataba. Pero no es un libro de sueños como existen varios. Fogwill mismo menciona uno de Graham Greene, quien “mea camarones”. Yo recuerdo haber leído uno de T. W. Adorno (Akal, 2008), quien curiosamente incluía harto más sexo y perversión que Fogwill, cuyos sueños uno –errónea, huevonamente, quizá– habría supuesto muy sexuales, sucios, meados y pajeados. Y no falta algo de eso, por cierto, pero hay más referencias a Disney que “vulvas y anos”. Quizá esto se explique por el hecho mismo de que Fogwill solía trabajar (literariamente) una sexualidad antes genital que psicológica, por lo que estos textos de introspección no abundan en sueños de erotismo, los que, dice Fogwill, de haberlos “siempre sucumben por despertarme con su convite a una masturbación consciente y demorada”. Adorno anotaba cada mañana sus sueños. Fogwill también, pero hizo su libro no “con” ese material sino “a partir de” ese material: de ahí supongo el subtítulo: “Citas de mi diario de sueños”.
Citas. Quizá lo único que podría volver interesante para terceros un sueño ajeno sería su presencia en él. Como es imposible que en un libro ese sea el caso para los lectores, inteligentemente Fogwill opta por relatar sólo algunos sueños (varios, brevedad mediante, fabulosos, cautivadores) y también, o sobre todo, opta por pensarlos: los relaciona, los ausculta, los burla, los desarma o intenta fotografiar, los analiza (nunca taxativamente: “Nadie experimenta sueños de asfixia”, dice y agrega altiro: “Habría que consultarle a los asmáticos”), algunos los interpreta, otros los proyecta a la vida real o simplemente los desdeña, los deja tirados para hablar de otra cosa, para escribir. Para preguntarse, por ejmplo, por el origen de las caras desconocidas que aparecen en los sueños, las que no sabe si “son construcciones oníricas o evocaciones de caras vistas en alguna oportunidad”.
El segundo texto del libro parte con un sueño pero rápidamente deriva a una reflexión sobre el lugar donde lo soñó (o donde dormía cuando tuvo dicho sueño, más bien, porque el “dónde” suceden los sueños es algo que ni Fogwill se responde, y eso que mucho se lo pregunta), y el lugar donde tuvo ese sueño es un hotel en las afueras de Santiago de Chile, en las afueras porque la ciudad estaba tomada esa semana por Testigos de Jehová: una pesadilla real que bien podría haber estado protagonizada por schöenstatianos (que en Chile parecieran haberse multiplicado últimamente como en los 90 los Testigos de Jehová –creo).
A propósito de sus sueños (y alguno ajeno), entonces, o desde los marcos de la ventana tras la cual estos transcurren, habla Fogwill de la muerte y de los cementerios, del mar y la navegación, así como de lo que es o podrá ser la literatura del nuevo milenio: “Bastará anotar la pregunta acerca de la gama de colores imaginados por un daltónico. Responderla exigiría enfrentar los enigmas de qué es la literatura de los comienzos del siglo XXI”.
El libro –“leve” según el acertado decir de un amigo escritor muy conocedor de Fogwill– tiene un lote de imágenes exquisitas, impactantes, como aquella del cementerio-piscina de cadáveres flotantes en formol, que “se sumergían desnudos y flotaban a media agua en grupos de tres a seis que, por efectos del viento sobre la superficie, se desplazaban en círculos y caprichosamente se sumergían”. También tiene otras levemente cerdas y/o muy divertidas, como esa donde una lolita de 14 años de la que se ha enamorado le sonríe “levantando con la punta de la lengua la prótesis flexible que componía la totalidad de su dentadura inferior”.
Pero, ya está dicho, más que sueños relatados tiene este libro apuntes y pensamientos en torno a los mecanismos oníricos (habla por ejemplo de “sueños de retorno” para referirse aquellos en que uno vuelve a instituciones como el colegio). También de ciertas manos, modos y usos que en los sueños se dan. O cuando alguien, con sólo pasarle el dorso de su mano por la frente, le lee el pensamiento. Eso puede perfectamente suceder en los sueños, y con toda naturalidad, y Fogwill sabe transmitirla: no sólo enunciarla, sino transmitirla, esa naturalidad.
Creo que lo que pude echar en falta en una primera lectura es cierto desenfado fogwilliano, y no me refiero tanto a sus invectivas ni a sus atrevimientos temáticos: no al desenfado en lo que predicaba sino al de su castellano. Pero esto, pienso al releer los textos, es más bien una mera primera impresión, un espejismo o engaño, pues en estos textos, si bien menos salvaje, más sutil (no diré más maduro), Fogwill resplandece, como siempre, tanto por algunas de las ideas puestas en la página como por su estilo único, lleno de encanto, de dos puntos (:), de salidas inesperadas y “anomalías sintácticas” como aquella con que Neruda cierra su poema “Entrada a la madera”, donde uno al leer, como bien ha indicado Federico Schopf, esperaba otro verbo y el poeta descoloca metiendo el sustantivo “campanas”: “… y hagamos fuegos, y silencio, y sonido, / y ardamos, y callemos, y campanas”. Ese tipo de sorpresas brinda siempre Fogwill.
Cogotéandole el título al cineasta Michael Gondry, y teniendo a la vista que Fogwill alude ya en su título a una ventana, podría decirse que lo que por sobre todo hay este primer libro póstumo suyo es el eterno resplandor de una mente desquiciada, en el sentido de fuera de quicio, considerando que quicio según la RAE es, en primer término, la “parte de las puertas o ventanas en que entra el espigón del quicial, y en que se mueve y gira”.
Puerta o ventana que gira desquiciada, asomarse a la de Fogwill puede conducir a todas partes, a cualquiera, pero nunca a ninguna parte o al mero mundo de la fantasía ya que “tal vez los sueños sean lo social en estado puro”.


LA GRAN VENTANA DE LOS SUEÑOS
Fogwill
Alfaguara, 2013, 132 páginas

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