LOS JEMERECITOS
ROJOS
1
Hace un tiempo –y durante un buen tiempo– estuve obsesionado con
los jemeres rojos: con la historia, en detalle, de la guerrilla maoísta
comandada por Pol Pot que, tras vencer en 1975 a la dictadura de Lon Nol,
instaló en Camboya otra peor: la dictadura del jemer rojo, llamada Kampuchea
Democrática, que duró hasta 1979 y que eliminó a 1,7 millones de camboyanos,
niños incluidos, lo que representaba en ese entonces un tercio de la población
nacional.
Y ahora acaba de llegar a Chile La eliminación, un libro excepcional en varios frentes. Su autor es
el cineasta camboyano Rithy Panh, que perdió a su padre, a su madre, a sus
hermanos, a sus amigos, su casa, su infancia, el lenguaje, la ropa, todo menos
la vida a manos de los jemeres rojos. Alejado de cualquier moralismo pero no de
lo moral como horizonte de reflexión, Panh ha hecho un par de películas
documentales –S21, la máquina de matar de
los jemeres rojos está en youtube– y hace poco publicó este libro, La eliminación, que es un testimonio
sobresaliente por sus cualidades narrativas y por sus múltiples alcances. Los
cuatro años de los jemeres rojos fueron un periodo de la historia abundante en
horrores, ensañamientos y sadismo, un genocidio que sorprende incluso a quienes
tenemos inclinación por los textos que dan cuenta de los espantos y violencias
del siglo XX, como el monumental Los que
susurran. La represión en la Rusia de Stalin, del historiador inglés
Orlando Figes o, más a propósito, El
régimen de Pol Pot: raza, poder y genocidio en Camboya bajo el régimen de los
jemeres rojos, la apabullante investigación de Ben Kiernan que publicó hace
dos o tres años en Buenos Aires la editorial Prometeo.
Los radicalmente antiburgueses jemeres rojos, hace notar Rithy
Panh, estaban liderados por burgueses provenientes de familias acomodadas,
formados en Francia, “donde estudiaron a Rousseau y Montesquieu, la Ilustración
y la Revolución Francesa, y a veces a Marx”. En cambio, las milicias jemeres
estaban integradas, en buena parte, por campesinos, muy especialmente por niños
de entre 12 y 16 años, separados de sus padres y preparados en las montañas
para eliminar, sin compasión, a todos los enemigos, con el objeto, nada menos,
de “desmembrar la sociedad: desenraizar a los habitantes de las ciudades;
disolver las familias; poner fin a las actividades anteriores, tanto
profesionales como particulares; acabar de raíz con las tradiciones políticas,
intelectuales y culturales y debilitar física y sicológicamente a los
individuos”. Para tal propósito, los jemeres no se anduvieron con chicas:
prohibieron palabras, generaron hambrunas, inocularon socialmente la delación,
llenando Camboya de sapos, mataron a padres delante de sus hijos, a hijos
delante de sus padres, prohibieron el uso de anteojos, el matrimonio por amor,
la ropa de color, el pelo largo, el pelo rapado… ¿Por qué prohibieron usar
anteojos? Por ser señal de aburguesamiento. Pienso que en el hecho de que las
milicias las integraran niños puede encontrarse una explicación a que el terror
haya sido aplicado con tal descomedimiento. Sólo niños-adolescentes
adoctrinados perversamente, pienso, pudieron llegar al extremo de lanzar
guaguas contra los troncos de los árboles.
La eliminación no es sólo un testimonio; es un libro que tiene cuatro patas –de
ahí su solidez, su firmeza más bien– o cuatro cuerdas que bien tensadas lo
sostienen: primero, el propio relato autobiográfico que hace Panh, que para ese
entonces tuvo de 11 a 15 años, de la crueldad sin límites a que llegó ese
régimen cuyos agentes eran en buena parte estos niños criminalizados (hay uno
que tortura a su abuelo, otro que delata a su madre); segundo, los muchos y muy
apabullantes documentos y datos que ha recabado Panh durante años; tercero, las
reflexiones valientes y agudas en las que se interna; y cuarto, los extractos
de las muchas horas de entrevista que, “sin miedo y sin odio”, el propio Panh
le hizo hace poco a Duch, el jefe del S21, uno de los mayores centros de
tortura y exterminio de los jemeres. Un Manuel Contreras camboyano (pero
marxista, lo cual no es en rigor cierto. Los jemeres no eran marxistas sino
asesinos desquiciados que incluso despreciaban a los chinos maoístas por
blandos).
Estas cuatro cuerdas del libro no son cuatro capítulos, sino que
están enmarañadas, intercaladas, a ratos fundidas. La pata testimonial, que
debe ocupar menos de la mitad del libro, es sólida y no cansa como pasa a
menudo con la testimonialidad básica, pues Rithy Panh tiene fina memoria, buena
prosa, inteligencia y un gran sentido del corte y el ensamblaje (es cineasta).
De los numerosos hechos de que da cuenta, tres me parecen inolvidables.
Primero, uno no terrible: la vez que junto a otros sobrevivientes encuentra
hachís cerca de un hospital y lo prueba, entrando en un largo delirio acompañado
de carcajadas imparables, imparables incluso cuando el director del hospital,
un severo jemer rojo, lo pilla y se enfurece. Segundo, el caso de unas mujeres
secadas, es decir, mujeres a las que se les extrajo toda la sangre, para usos
ignotos, dejándolas literalmente secas, muertas. Y tercero, la historia de un
padre que, tras la muerte de su mujer, cuida a su hija de cinco años mientras
trabaja la tierra. De pronto encuentra dos caracoles, los que le muestra a la
niña con orgullo y felicidad, pues en plena hambruna constituían “un verdadero
tesoro”. Pero fue cachado por un jemer rojo fondeándoselos en el bolsillo, lo
que lo convertía en un individualista, esto es, en enemigo. Entonces lo
golpearon y amarraron a un poste. “Pasaron las horas, la temperatura se volvió
insoportable. El hombre gemía. Las hormigas trepaban por su cuerpo, a cientos y
luego a miles. Invadieron su boca y su garganta, sus orejas y sus ojos. El
hombre se retorcía y gritaba tanto como podía y se desplomó”, muriendo frente a
la niña.
La parte documental, una pormenorización del proceso de exterminio
no agobiadora (es de hecho la cuerda que menos espacio ocupa en el libro),
incluye citas al “Cuaderno negro de Duch”, un registro que éste llevaba de cada
uno de los interrogatorios a que sometían a los prisioneros del campo que
dirigía, cuaderno en el que de su puño y letra anotó indicaciones bestiales
sobre las torturas requeridas o las medidas a tomar con tal o cual prisionero.
Con esos documentos, Pahn le encara sus contradicciones a Duch, que, a todo
esto, hoy pasa sus días preso y convertido al cristianismo.
También queda documentada, fugaz pero suficientemente, la
vinculación con los jemeres rojos de Jacques Vergès, el abogado del terror que,
aparte de haber tenido una fraterna relación con Pol Pot, defendió en los
tribunales a Khieu Samphan, un jemer del Comité Permanente, juzgado en Camboya
hace poco. Vergès es conocido como el “abogado del diablo” por defender a tipos
como el nazi Klaus Barbie (que se había fondeado en Bolivia), el serbio
Milosevic…, si hasta se ofreció como defensor de Sadam Hussein, siempre
enfrentando los juicios con defensas sólidas cuando no con sus famosas
estrategias de ruptura –no reconocimiento del orden bajo el cual se es
juzgado–. Y es célebre también Vergès por el documental que sobre su persona
hizo hace unos años Barbet Schroeder (El
abogado del terror). A Rithy Pahn no le causa gracia alguna este sujeto,
menos cuando, durante una de las audiencias contra Samphan, y mientras el juez
comienza a hablar, Vergès “le vuelve la espalda ostensiblemente y mira a la
sala... ofrece un espectáculo. Burlas. Imágenes para la televisión.
Provocación, ruptura”. Vergès impugna la teoría de que lo de los jemeres rojos
haya sido un genocidio. Vergès es un provocador que, hay que decirlo, tiene una
mente tan brillante como pérfida y es autor del legendario libro Estrategia judicial en los procesos
políticos.
Volviendo a La eliminación,
es la parte reflexiva la más sorprendente, por lo intrépidas y lúcidas de las
posturas de Panh, por su entereza alejada de todo afán manipulador y de toda
moralina barata. Se plantea en la siguiente postura: “Quiero comprender,
explicar y recordar, y precisamente en ese orden”, “Mi combate ha consistido en
entrar en los más ínfimos detalles y verificarlo todo”, a fin de que los hechos
históricos no sean contestables; y al tiempo va citando, con letal efecto,
pronunciamientos setenteros de Alan Badiou,
Chomsky y otros respecto a los jemeres rojos, ideas que hoy resultan
patéticas, extraviadas, como lo fue en general, a su juicio, la postura de la
intelectualidad francesa respecto al régimen de Pol Pot. Y sobre todo se opone
Pahn al “sentimiento contemporáneo de que todos somos verdugos en potencia, ese
fatalismo teñido de inteligencia”, dice.
Al leer eso recordé una columna que el 2009 publicó Cristián
Warnken en El Mercurio y en la que
decía algo tangencial: “No fue el conscripto José Paredes Márquez el que mató a
Víctor Jara. No. Lo maté yo y lo mataste tú, lector, porque preferiste no oír
sus desgarradores gritos en el Estadio Chile, que segaron su voz cantora para
siempre". La tesis de la banalidad del mal yo me la he comprado siempre,
pero que todos hayamos sido asesinos de Víctor Jara ya es otra cosa, para mí
una cabeza de pescado. ¿Por qué? Porque como dice el mismo Pahn, existe o puede
existir también una “banalidad del bien”, de hecho es la fórmula con que él se
refiere (y homenajea) a su padre, que sin ser crítico, héroe o mártir
resistente, simplemente “se encerró en el lenguaje”: comenzó a murmurar, luego
dejó de hablar, de comer, y murió. “En nuestras sociedades democráticas, el
hombre que cree en la democracia nos parece ordinario. Incluso aburrido. Por
ello, en mi despacho tengo ante mí un retrato un poco amarillento de mi padre:
que haya una poderosa banalidad del bien. Esa será su victoria”. No resistir no
implica necesariamente complicidad ni menos culpabilidad; no cooperar, no
sumarse, en cambio, sí constituye un acto moral, de baja intensidad pero moral.
No todos eventualmente aceptarían manejar, está diciendo en el fondo Pahn, esas
maquinarias de eliminación humana que son los totalitarismos. No siempre, cree,
todo se debe a simples cumplidores de órdenes, menos en los niveles de un Duch
(o de un Eichmann, o de un Marcelo Moren Brito, por tirar una línea chilena).
Sin ahondar demasiado –todo hay que decirlo–, Pahn toma así distancia de lo que
Hannah Arendt llamó la banalidad del mal, aunque reconoce la posibilidad de
estar acotando (simplificando diría yo) los valientes y agudos alcances de lo
que Arendt expone en Eichmann en
Jerusalén. Lo siguiente es, comprimido, lo que Pahn argumenta: “La
banalidad del mal: la fórmula es atractiva y permite todos los contrasentidos.
No me fío. Es cierto que el hombre banal de Arendt banaliza el mal con sus
palaras y su visión. Entiendo por ello ‘banalización del mal’, como si sólo
hubiera funcionarios o eslabones en el proceso de exterminio. Como si sólo
hubiera oficinistas. Como si no hubiera responsable ni proyecto (…) No niego
que algunos verdugos puedan ser ordinarios o que un hombre ordinario pueda
convertirse en un verdugo. Creo, sin embargo, en la unicidad del individuo”.
Pienso que Arendt no apuntaba a exculpar al individuo, sino más
bien que indicaba y describía y examinaba –reportaba, informaba– la banalidad
que puede haber tras los grandes operadores del mal, como Eichmann, y en este
sentido también como Duch. Lo que Arendt indica entonces es la evidencia de que
muchas veces tras esa maldad infinita no hubo voluntad ni decisión ni nada sino,
ante todo, una terrible banalidad, “ante la que las palabras y el pensamiento
se sienten impotentes”. Yo pienso que Rithy Pahn no se rebela tanto contra la
sólida tesis central de Arendt cuanto contra la consecuencia de ella. Es decir,
se rebela contra esa impotencia del pensamiento y las palabras frente a tal
banalidad. Y por esa rebeldía, justamente, es que Panh hizo lo que hizo con
Duch: entrevistarlo en largas sesiones, conocer sus razones, encararlo. Pero
Panh piensa que piensa otra cosa: “Ni sacralización ni banalidad del mal. Duch
no es ni un monstruo ni un verdugo fascinante. Duch no es un criminal
ordinario. Duch es un hombre que piensa.
Es uno de los responsables del exterminio”. Como sea, el acercamiento cámara en
mano que hace al verdugo es, por lo muy pronto, bastante inédito. Alguien
podría decir que es similar a lo que, para no ir tan lejos, Carmen Castillo
hizo con la flaca Alejandra o con Osvaldo “Guatón” Romo en sus valiosos
documentales, y sí, es similar en la medida en que hay un verdugo extremo
entrevistado por una víctima (o cuasi víctima en el caso de chileno), pero la
diferencia radica en la conciencia que hay detrás, que en el caso de Rithy Panh
es crítica, filosófica, mientras que en el caso de Castillo es insoportable, con un buqué a superioridad y posicionamiento histórico que genera distancia, lata.
Estas cuatro vetas o fuentes están articuladas en el libro de Pahn con
excelente trabajo de montaje (supongo que en esto, así como en la prosa
convenientemente lacónica, jugó un rol importante el novelista francés
Christophe Bataille, colaborador en la autoría del libro). Del trabajo de
montaje, aunque refiriéndose al documental que hizo sobre Duch más que al libro
mismo, dice Panh: “Duch tiene un punto flaco: no conoce el cine. No cree en las
repeticiones. Ignora que el montaje es a la vez una política y una moral”.
Respecto al lenguaje en los tiempos jemeres, Pahn se muestra
particularmente sagaz a la hora de observar lo que sucede. De partida el
lenguaje facial era elocuente: cuando asumen, dice Panh, lo más inquietante fue
que “los revolucionarios no sonreían. Pronto vi sus miradas, sus mandíbulas
apretadas, los dedos en los gatillos. Ese primer encuentro me asustó
sobremanera por la total ausencia de alma”. Luego toma nota (mentalmente) de
cómo los jemeres comienzan a usar neologismos, a remplazar los nombres por
números y códigos, a desarrollar una “lengua sin diálogos, sin intercambios,
una lengua derivada, violenta”. Y cómo, en un giro que el mismo Pahn califica
de genial, los jemeres rojos le dieron a la clase odiada y enemiga, la
burguesía, “un nombre cargado de esperanza”: la llamaron nuevo pueblo, en
contraste al antiguo pueblo, vinculado a la antigua civilización jemer y
compuesto únicamente por campesinos y obreros. Ahora bien, como los dirigentes
jemeres eran burgueses, enrejados en su propio lenguaje debieron inventarse una
curiosa nomenclatura para no quedar automáticamente en el bando del nuevo
pueblo: se denominaron “técnicos de la revolución”, tercera y última vertiente
social del pueblo antiguo.
Como “en el marxismo jemer todo se basa en la lengua”, los jemeres
no escatimaron creatividad a la hora de crear consignas y cantos, algunos muy
rabelesianos: “La gente del nuevo pueblo no aporta más que su vientre lleno de
mierda y su vejiga llena de meados”.
2
Hace un tiempo –y durante un buen tiempo– estuve también
obsesionado con el género literario de los testimonios, muy mirado a huevo por
cierto sector de la academia por supuestamente correr con desventaja respecto a
la ficción, como si la relativamente baja cantidad existente de testimonios con
valor literario se debiera a las posibilidades y alcances de este género en sí
mismo y no al hecho de que la mayoría de quienes lo practican son, cuando
mucho, redactores amateurs o simples aficionados que dan cuenta de una
experiencia equis, más o menos traumática. Pero resulta que cuando quien
escribe posee un dominio de la lengua, una imaginación constructiva y sentido
del detalle y las relaciones, y gracia y arrojo reflexivo, es decir, cuando
quien escribe escribe, los resultados pueden ser excelentes, superiores a una
ficción referida a lo mismo. Casos hay y no pocos. Primo Levi con Si esto es un hombre es una de las cimas
más vistosas. Otro, El infierno de los
jemeres rojos (Libros del Asteroide, 2010), de Denise Affonco, el
testimonio duro, rudísimo, de una también sobreviviente de los jemeres que vio
morir a su hija de hambre sin poder hacer nada. Una especie de Odisea
negra del hambre. Terminado el régimen en 1979, Affonco volvió a Francia y
muchos académicos e intelectuales de izquierda no le creyeron lo que había
hecho Pol Pot, ese referente amigo.
La eliminación es un libro valioso e importante en la medida en que amplía los
alcances, las posibilidades de un género, el de base testimonial, que sumando y
sumando exponentes y variadores irá, de seguro, ganando espacio entre lectores
y críticos, como ya lo ha venido haciendo, de hecho, entre los editores, y no,
o no sólo, entre los mercachifles, sino también entre algunos de los mejores,
que son los que se están haciendo cargo de publicar debidamente este tipo de
textos, como Hans Magnus Enzensberger o Jorge Herralde.
Una cuestión más. Hay una historia, contada por Pahn en menos de
una página, que da buena cuenta del tenor narrativo del libro y, también, de la
locura extrema que se vivió en Camboya. Cuenta que, investigando, supo que
ciertas minorías del norte del país huyeron del régimen fondeándose en la
jungla, en la que ni los salvajes jemeres se atrevían a meterse: “Vivieron
ocultos, olvidados por todos. Aprendieron a sobrevivir sin nada, a pesar de los
animales salvajes, las serpientes y las arañas, a pesar del clima y de la
humedad. Cultivaron cuanto pudieron, cazaron, comieron cortezas, raíces y
pescados. Se curaron. Se casaron. Tuvieron hijos. Por supuesto, vivieron sin
electricidad, sin agua potable, sin médicos, sin papel, sin libros. Sin
nosotros, me atrevería a decir”. El 2009, uno de ellos fue a dar a un pueblo.
“Se quedó estupefacto al descubrir que los jemeres rojos se habían ido”. Hoy,
esos hombres y mujeres están en el difícil trance de reconectarse con la
asombrosa modernidad y, cuenta Pahn, pasan enfermándose, “a pesar de haber
sobrevivido treinta años en la selva”.
LA ELIMINACIÓN
Rithy Panh
Anagrama
2013, 220 páginas
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