Las telarañas de Enrique Lihn
Parece
significativo que al comienzo y al final de este 2013, en que se cumplieron 25
años de su muerte, se hayan reeditado dos libros que Enrique Lihn publicó a
mediados de los años setenta, siendo de lo primero que sacó tras el Golpe.
Mientras a principios de año Ediciones UDP dio ya un octavo paso en su
invaluable recuperación de la poesía de Lihn al reeditar París, situación irregular (de 1977), ahora Hueders acaba de
publicar por primera vez en Chile, después de una extraviada y única edición
argentina, la segunda de las tres novelas de Lihn, La Orquesta de Cristal (de 1976), integrando de paso al autor a
uno de los catálogos narrativos más atractivos del país. París, situación irregular y La
Orquesta de Cristal pueden leerse como un díptico, dos “monstruos perfectos
hechos de nada”, que es como Lihn mismo se refiere en un poema a los terribles muñecos
de Marta Kuhn-Weber.
FINAS TELARAÑAS
“Todas
estas historias que ellos escriben en nombre de la revolución del lenguaje /
libros de no menos de mil páginas / no perderían nada si se las contaran por
teléfono”, escribe Lihn, con fina insidia, en “Boom”, al principio de “París,
situación irregular”. Es claro que alude al trabajo de las tres o cuatro
estrellas del boom latinoamericano –según Edgardo Dobry, directamente a
Cortázar–. El poema es de mediados de los años 70, es decir, cuando el boom
brillaba con justicia pero opacando injustamente otras obras, como las de Julio
Ramón Ribeyro, Severo Sarduy, Jorge Eduardo Eielson o el mismo Lihn.
“Solo
lo difícil es estimulante”, escribió el grande y grandioso José Lezama Lima, y
Lihn con sus novelas parece haber extremado la fórmula, especialmente con La Orquesta de Cristal, para cuya
lectura podría uno aferrarse a la premisa de que “sólo lo casi imposible es
estimulante”. La lectura es ardua, casi imposible, pero esto es compensado largamente
por una serie de encantos que blindan a la novela de sus propios excesos y
desvaríos. O mejor dicho es justamente por sus excesos y desvaríos, por sus no medias
tintas, que La Orquesta de Cristal aún
incumbe y deleita.
Por
cierto, se trata de una novela que –orgullosamente– lo perdería todo si se la
contara por teléfono. Toda la gracia está en cómo Lihn & Pompier logran
orquestar una novela tras cuyos cristales se deja ver, remarcada, la nada, y
cómo generan y alternan mecanismos de distanciamiento y cercanía, de conciencia
crítica y delirio verbal. La novela consta de 80 páginas con las crónicas
imposibles de unos cronistas también imposibles sobre un asunto indefinible
–una orquesta que no se oye–, complementadas por otras 70 páginas de notas que constituyen
lo que se dice un relato especular, disparando los sentidos hasta la perdición en
el abismo. Ejemplar al respecto resulta la hilarante nota número 34, donde el
personaje Roberto Albornoz dice en una carta haber leído el libro en cuestión y
se queja por ciertas infidencias con que se topa ahí, detallando de paso un
encuentro con “los señores Enrique Marín y Germán Lihn”, tal cual.
“¡No
vendas en los ojos, sino finas telarañas”, se lee al principio de la novela, y puede
pensarse que eso es justamente lo que Lihn se propuso hacer con la mirada del
lector. La diferencia es que la venda no permite ver –ya sabemos quiénes, cómo y
para qué usaban vendas en esos tiempos–, mientras que la telaraña desdibuja
pero no tapa, y así el que se lo propone podrá ver, entre los tejidos y tras
las intrincadas orquestaciones, bastantes cosas, por lo pronto la extrema
ridiculez de ciertas discursividades en boga por entonces –religiosas,
económicas, literarias, políticas–, lo opaca y sofocante que a veces se vuelve
la realidad y lo estimulante que lo difícil puede volverse cuando el lenguaje
resuena y crepita y molesta más allá de cualquier sentido evidente.
La Orquesta de Cristal y su estilo
“vaporoso”, verboso, demencial, tiene hoy la oportunidad de encontrar nuevos
lectores. Hasta ahora era más bien un libro fantasma –otro más– de Lihn, una
novela que, en todo caso, ostenta un banquillo de lectores ilustres, entre los
que se cuentan Héctor Libertella –que celebró en ella la presencia de “teorías
y fábulas desorbitadas alrededor de lo que no parece sino un fantasma”–,
Rodrigo Lira –que, como el mismo Lihn contó tiempo después, intervino la
novela, llenándola de observaciones, rayas e irreverencias– y ahora Roberto
Merino, que en el prólogo a esta nueva edición la pondera certeramente, aludiendo
al carácter paródico de la novela, a cómo Lihn construyó “un mundo con puros
remanentes verbales del afrancesamiento hispanoamericano finisecular”, y
situándola en una línea de obras que va del Bouvard
y Pécuchet de Flaubert a la narrativa de Marcelo Mellado.
La Orquesta de
Cristal
podrá resultar vertiginosa, pero en tal caso incluye su propia bolsa de mareo,
pues Lihn es un autor extremadamente autoconsciente, y para matizar el
desconcierto del lector a cada rato deja caer herramientas para una posible comprensión
del propio texto.
POR LAS BOLAS
París, situación
irregular
es, quizá, uno de los libros más versátiles de Lihn, que con tal de sacar la
voz va de la prosa, los énfasis gráficos y el verso libre a los endecasílabos
de los 31 sonetos incluidos, algunos preciosos y otros pronunciados por un
energúmeno que bien puede hoy parecer a ratos una emulación rabelesiana del
Presidente de la República: “Quiero en todo ganar el mil por ciento / y
pasármelo todo por las bolas”.
Prologado
originalmente por Carmen Foxley –cuyo texto esta edición mantiene–, lo es ahora
por el argentino Edgardo Dobry, que escudriña y aclara varios aspectos claves,
especialmente el de la versatilidad lihneana: “Lihn usa el verso libre como una
forma menos artística no sólo que el verso clásico sino también que la prosa… y
por lo tanto tiene una casi infinita capacidad de pregnancia”. El libro abre
con un largo poema-diario abundante en desbordes y comparaciones brillantes,
en notas al paso de un visitante incómodo, en escenas inolvidables y autoblindajes elocuentes (“la mera claridad es el sueño de los mediocres”), dejando
al final, al certero decir de Carmen Foxley, “la sensación de haber deambulado
por un lugar asfixiante”.
Antes
y después de los sonetos, como cercándolos, Lihn incluyó dos poemas que
podríamos llamar convencionales en el contexto de su producción poética –es
decir, muy lihneanos–, y sobresalientes: “Marta Kuhn-Weber” y “Brisa marina”, portador
de varias de esas típicas imágenes hiper específicas suyas: “El odio sin objeto
puede tener esta cara / la de un jubilado absorbido en los trabajos de la
jardinería / a la sombra de su esposa en una casa vacía”.
Por
si fuera poco, el sello Das Kapital acaba de inaugurar una colección gráfica con
un gran doblete: El Paseo Ahumada en
versión gráfica de Liván y una edición ilustrada con mano fina por Jorge Quien
de los tres monólogos de Lihn sobre la vida y la muerte. No se puede, pues,
cerrar el año sin constatar cómo Lihn se consolida cada día más como uno de los
muertos más vivos de la literatura chilena, como un fantasma ejemplar.