Nadiezhda Mandelstam
LA VERDADERA DAMA DE HIERRO
Probablemente sea Leonidas
Morales, con libros como La escritura de
al lado, el crítico que en Chile más sostenida y consistentemente ha
trabajado en torno a las producciones literarias que él mismo ha llamado referenciales,
es decir, aquellos géneros –como la carta, el testimonio, el ensayo, los
diarios y la entrevista– cuyo discurso remite, tarde o temprano, a un ámbito
extratextual, es decir, a un fuera de texto, a la realidad, podría decirse,
entendida en el simple sentido de aquello que no es imaginario ni independiente
de lo histórico ni del sujeto que lo enuncia. En su trabajo, Morales ha
reivindicado, con valiosos estudios y compilaciones, géneros que hasta hace poco
más de un siglo (en el mundo) o menos (en Chile) eran mirados a huevo por su no
autonomía artística. Pero –sostiene Morales– tras las vanguardias el estatuto
de lo artístico, de lo literario, fue en todas partes revisado tan a fondo que,
como efecto derivado, comenzaron a revalorarse trabajos de ese tipo, que
pasaron a ocupar un lugar, sino central, al menos clave en el ámbito literario,
lo que se puede notar, hoy, muy concretamente, por ejemplo, en que durante
las últimas décadas el quehacer de muchos de los mejores editores y críticos (como
Hans Magnus Enzensberger o Jorge Herralde), así como las inclinaciones de muchos
lectores, se han orientado fuertemente hacia tales géneros. Morales ha
trabajado en la materia no sólo como teórico y crítico, sino simultáneamente como
autor y/o editor de dichos géneros: ahí está su imperdible recopilación de Cartas de petición a autoridades de la
dictadura escritas por angustiados familiares de detenidos; ahí sus
conversaciones con Nicanor Parra, su edición anotada del caminado diario de
Luis Oyarzún (y acaba de salir el trabajo que hizo con los diarios de
Mario Góngora).
En el último tiempo circulan
muchos libros que están en esa línea, como La
eliminación, el impresionante testimonio camboyano de Rithy Pahn. Y muy
destacadamente uno publicado hoy por primera vez en castellano: Contra toda esperanza, las memorias, más
poderosas que el Soviet de Petrogrado, que a partir de los años 60 escribió
Nadiezhda Mandelstam (1899-1980), la viuda de Osip Mandelstam, el poeta que,
tras torturas, hostigamientos y persecuciones, fue enviado a Siberia por
escribir un muy burlesco poema contra Stalin. Jamás volvió, es un detenido
desaparecido de cuya muerte Nadiezhda sólo tiene versiones, varias y contradictorias,
muchas abiertamente ficticias, por lo que no le queda sino discriminar, ordenar
y especular a partir de esos rumores. En esos afanes transcurre y termina el
libro. Se cree que el poeta murió en un campo de trabajo hacia 1938. Hay un
relato, de los más fiables, que lo muestra enloquecido, paranoide, escuálido, no
comiendo por temor a ser envenenado y replegado en el campo de trabajo junto a
los delincuentes comunes. Pero nada es seguro. En el poema hablaba contra
Stalin así: “Sus dedos gordos parecen grasientos gusanos, / como pesas certeras
las palabras de su boca caen. // Aletea la risa bajo sus bigotes de cucaracha…
/ Una chusma de jefes de cuellos flacos lo rodea, / infrahombres con los que él
se divierte y juega”. Suerte de Stalincosas, como diría un poeta amigo, estas
insolencias inusitadas con el Secretario General,
y sobre todo con sus secuaces, le terminaron costando la vida.
DE
HIERRO
Muy ayudada por su amiga la poeta Anna Ajmátova, Nadiezhda Mandelstam, viuda, perseguida, enflaquecida pero dura como hueso, ni humillada ni ofendida, vivió huyendo, “como fiera acorralada”, por poblados rusos durante décadas, hasta que tras el XX Congreso, realizado por el PC en 1956 tras la muerte de Stalin, se le permitió volver a Moscú, donde pudo mal vivir hasta 1980 enseñando inglés en institutos. Ya acabada la vida como huida, se dedicó a “desarchivar” de su memoria –que es donde heroicamente los guardó durante décadas– los poemas de su marido (“gracias a mi existencia nómada conservé la vida y las poesías de Mandelstam”), y también a escribir estas extensas memorias que apasionan, aturden, sacan resoplos y que, recreativamente, podrían leerse como una versión extendidísima del famoso poema de Juan Luis Martínez “La desaparición de una familia”. Por supuesto que esta es una relación arbitraria desde varios puntos, porque los dos textos tienen orígenes remotísimos y operan literariamente de manera muy distinta. Además, en el poema de Martínez desaparece toda una familia y el logos, mientras que en las memorias de la Mandelstam desaparece la mera posibilidad de un hogar y, de hecho, todo desaparece, menos el logos. Pero hay dos común denominadores que permiten la analogía o fantasía comparativa. Primero, en ambos la casa-hogar, o bien su desaparición o mutación constante, son la cuestión clave. Y ni adentro ni afuera hay salvación, ni abrigo siquiera. Y, sobre todo, en ambos textos la pérdida o no pérdida de toda esperanza es aquello en lo que se juega la existencia. “Que en esta casa miserable / nunca hubo ruta ni señal alguna / y de esta vida al fin, he perdido toda esperanza”, se lee en el poema de Martínez.
Muy ayudada por su amiga la poeta Anna Ajmátova, Nadiezhda Mandelstam, viuda, perseguida, enflaquecida pero dura como hueso, ni humillada ni ofendida, vivió huyendo, “como fiera acorralada”, por poblados rusos durante décadas, hasta que tras el XX Congreso, realizado por el PC en 1956 tras la muerte de Stalin, se le permitió volver a Moscú, donde pudo mal vivir hasta 1980 enseñando inglés en institutos. Ya acabada la vida como huida, se dedicó a “desarchivar” de su memoria –que es donde heroicamente los guardó durante décadas– los poemas de su marido (“gracias a mi existencia nómada conservé la vida y las poesías de Mandelstam”), y también a escribir estas extensas memorias que apasionan, aturden, sacan resoplos y que, recreativamente, podrían leerse como una versión extendidísima del famoso poema de Juan Luis Martínez “La desaparición de una familia”. Por supuesto que esta es una relación arbitraria desde varios puntos, porque los dos textos tienen orígenes remotísimos y operan literariamente de manera muy distinta. Además, en el poema de Martínez desaparece toda una familia y el logos, mientras que en las memorias de la Mandelstam desaparece la mera posibilidad de un hogar y, de hecho, todo desaparece, menos el logos. Pero hay dos común denominadores que permiten la analogía o fantasía comparativa. Primero, en ambos la casa-hogar, o bien su desaparición o mutación constante, son la cuestión clave. Y ni adentro ni afuera hay salvación, ni abrigo siquiera. Y, sobre todo, en ambos textos la pérdida o no pérdida de toda esperanza es aquello en lo que se juega la existencia. “Que en esta casa miserable / nunca hubo ruta ni señal alguna / y de esta vida al fin, he perdido toda esperanza”, se lee en el poema de Martínez.
Ilustración de Marcelo Calquin. |
Son libros muy libres estos,
los referenciales, el de la Mandelstam muy especialmente, muchas veces armados con
sólidas estructuras y con fino estilo, consistiendo la fineza, en la mayoría de
los casos, en un laconismo, una precisión y una suspensión adecuadísimos, por contraste, a la brutalidad del asunto
o tema tratado. Y pueden estos libros ser leídos también muy libremente. Este
de la Mandelstam se deja leer de varias maneras. Por ejemplo como una novela
–esto es, de un tirón y ofreciendo, digamos, gran flujo narrativo–: si bien hay
por la mitad de estas 600 páginas un par de episodios que pueden resultar quizá
demasiado episódicos, este libro está lleno en su mayor parte de momentos culminantes:
empieza y termina, de hecho, con páginas extraordinarias en cualquier
comparación. Y abundan escenas imborrables, como aquella en que se la ve
trabajando clandestinamente en una fábrica textil durante las noches, jornadas
que aprovecha para mantener vivos en su memoria los poemas de Osip. Que haya
intercalaciones demorosas es casi parte del paisaje en la novelística rusa, y
este libro se mueve en esas arenas: hay ciertos elementos, además, que le dan
todo el aire de una novela rusa, por ejemplo las conversaciones al amanecer en
departamentuchos o las escenas en trenes y estaciones; de hecho, hay un viaje en
tren en el que Nadiezhda parece una Anna Karenina por una parte degradada,
vejada por el Estado y sus “chivatos”, pero, por otra parte, invulnerable, dura,
ajena a melindres sentimentales: “Todos nosotros somos fuertes como el hierro.
Si no lo fuéramos no podríamos haber soportado todo aquello que nos deparó el
destino”, le dice un día en un autobús repleto a una viejecita que se le apoya
en el brazo y le pide disculpas. Pero ni siquiera el hierro es en la Rusia de
Stalin irreductible, y así es como ella, pero sobre todo Osip, se vieron
tentados de sucumbir, de sumarse a la
revolución. Él, de hecho, tenía planeado abdicar, para lo cual compuso una
oda a Stalin, pero el plan se le ocurrió demasiado tarde, “aunque tal vez
gracias a ello yo no fui aniquilada”, escribe Nadiezhda. La oda la escribió el
poeta porque imperaba “el miedo de quedarse aislados del movimiento general”, “así
como la necesidad de una concepción íntegra del mundo, orgánica”, lo que constituía,
según Nadiezhda, “la premisa psicológica que impulsaba la capitulación”. Era
muy difícil sustraerse al arrastre de este bolchevique viento huracanado.
Testimonio inolvidable y
admirable, como novela es para recomendarla a gritos, si ello no contrariara la
ruda templanza de la propia autora. George Steiner lo advirtió: “Nada que pueda
uno decir afectará o expresará en modo alguno la genialidad de este libro.
Juzgarlo, aunque sólo sea para encomiarlo y rendirle homenaje, raya casi en la
insolencia. Uno sale enriquecido de su lectura y más esperanzado de lo que
tiene derecho a estar”. Novela desarmable, los 84 capítulos de Contra toda esperanza y sus apéndices pueden
ser leídos también como los poemas de un libro o como las entradas de un
cuaderno de recuerdos y pensamientos, o quizá como la base para un guión sobre
la guerra entre el miedo y la intrepidez. La cronología no es atendida por la
autora, o está muy desdibujada por regresos, adelantamientos e intercalaciones:
la única sensación de secuencia está dada porque todo tiende rápidamente hacia
la muerte, que estáz al final indefectiblemente, pero esto, tanto en el libro
como en la realidad inmediata de ese entonces, no podía ser de otra manera:
eran los años ‘30, con Stalin desatado; de hecho, más que al final, la muerte
estaba encima. Pleno de meditaciones y razonamientos novedosos, en este libro está
todo expuesto con gran simpleza y belleza, con frialdad empática se podría
decir.
SAPOS,
SAPOS, SAPOS
De lo que están
asombrosamente llenos los libros testimoniales del siglo XX, los libros de los
horrores del siglo XX más específicamente, es de sapos. Es increíble el sapeo
que hubo en el siglo pasado. Visto y oído desde el Espacio, debe haber parecido
un tranque este planeta. No digo –cómo decirlo– que antes no la hubiera (en la
Inquisición los sapos no los ponían las brujas), pero en el siglo XX la
delación se desata, se profesionaliza, se instala una suerte de vocación delatora, pasando a ser una enfermedad
del espíritu, una peste mental, un emprendimiento colectivo y sicótico. Sapos
hubo en la Camboya de Pol Pot, en el Chile de Pinochet y la derecha popular, en
la España de Franco, en Bolivia (“ya saben ustedes lo que le ocurrió al Che
Guevara en Bolivia”, dice Nicanor Parra). ¿Cómo entonces no iban a abundar los
sapos en la Rusia de Stalin? La vida, así, transcurre como si pasasen a ser del
todo comunes y corrientes situaciones como la que insuperablemente describió
Kafka en la primera frase de El proceso:
“Alguien debió haber hablado mal de Joseph K, puesto que, sin que hubiera hecho
nada malo, una mañana lo arrestaron”. Es tan así que en un momento de Contra toda esperanza hay una frase
parecida: “Alguien había dicho algo. Eso era suficiente para desaparecer de la
vida”. Como al alero del piñerista Programa de Denuncia Segura, los sapos se
multiplicaban geométricamente.
Nadiezhda Mandelstam parte
su libro, de hecho, con un texto que como cuento no tiene nada que envidiarle a
los de sus mejores coterráneos, ni a Isaac Babel, me atrevería a decir. El
texto cuenta de una noche en que llega a la casa de los Mandelstam un escritor
de apellido Brodski (no Joseph), quien tras dar la lata toda la noche se
revela, durante el allanamiento de que son víctimas en la madrugada, como un
informante de la Checa, esto es, de los aparatos de inteligencia y represión.
Osip Mandelstam, fichado. |
Más sobre sapos: “Muchos se
habían adaptado tan bien al terror que aprendieron a extraer beneficios del
mismo: acusar al vecino para ocupar su habitación o su puesto era algo
completamente normal”. Leyendo las mil formas de la delación –tan cercana a la
felación– de que da cuenta la Mandelstam puede cerciorarse uno de que estos regímenes
totalitarios la fomentaban no tanto para conseguir información, que sí, cuanto
para degradar a la población, sembrando la desconfianza a objeto de dominar sin
contrarrestos, “unos veían soplones en cualquier persona y otros temían que los
tomasen por tales”.
Orlando Figes, en su monumental
investigación Los que susurran. La
represión en la Rusia de Stalin, echa en varias ocasiones mano, para
indagar en ese horror, a Contra toda
esperanza, donde de hecho el verbo susurrar aparece conjugado muchas más
veces que el verbo hablar o escribir. De todos modos, Figes es claro al indicar
que aunque estas memorias de la Mandelstam “expresan la verdad para mucha gente
que sobrevivió al Terror, particularmente para la intelligentsia, intensamente comprometida con los ideales de la
libertad y el individualismo, no hablan en nombre de los millones de
ciudadanos, incluyendo a muchas víctimas del régimen estalinista, que no
compartían esa libertad interna ni la disensión, sino que, por el contrario,
aceptaron silenciosamente y asimilaron los valores básicos del sistema,
cumplieron sus normas públicas y tal vez incluso colaboraron en la perpetración
de sus crímenes”. Y efectivamente, memorias como estas no abundan, porque la integridad,
la inteligencia y la voluntad de supervivencia de su autora no suelen
conjugarse en una sola persona que además sepa escribir tan extraordinariamente.
La Mandelstam escribe estas memorias en los años 60, cuando por fin ha “recobrado
la capacidad de aullar”. Capacidad que había perdido no tanto por el miedo
sino, mucho más terriblemente, por la pérdida del miedo, ya que “el miedo es
una luz, es la voluntad de vivir, la afirmación del ser… Al perder la
esperanza, perdemos también el miedo: no hay motivos para temer”. Había
sucumbido al “sucio sentimiento de la desesperanza”, ella, cuyo nombre,
Nadiezhda, significa, justa, cruel y literalmente, “esperanza”.
Nadiezhda, al tiempo que va
reconstruyendo su propia historia y, principalmente, su vida junto a Osip
(aunque muy llamativamente no hay sexo en estas páginas ni de refilón), va especulando
sobre lo que ocurrió con Osip cuando fueron separados (dos veces, la segunda
para siempre), y va ofreciendo, también, una historia personal de la cultura
soviética, dando cuenta de la terrible “guerra literaria” rusa, llena de
inmensas pequeñeces, y también del horror intelectual que cundió, viéndose el
país lleno de zombies que se compraban “la posibilidad de obtener de una sola
idea todas las explicaciones para el mundo material y el humano y armonizarlo
todo con un solo y único esfuerzo”. Hay excepciones a esto, entre las que se
cuentan algunos de los más importantes escritores rusos del siglo, como Isaac
Babel y Anna Ajmátova, o al menos seres conflictuados y ambiguos como Boris Pasternak,
y otros derechamente hostiles, ratas más que sapos, como Máximo Gorki, que
hasta un pantalón le niega a su colega cuando las está viendo negras.
La Mandelstam centra sus
memorias en la vida, pero también en la obra de Osip: varios capítulos son
comentarios y análisis de sus poemas, o bien biografías de éstos, de cómo y cuándo
surgieron y fueron escritos, que son dos momentos distintos: a menudo describe
cómo el poeta murmuraba primero sus poemas y, cuando los sentía ya cuajados, “transcribía”
esa cantinela o se la dictaba a ella, pues ya estaban “compuestos” en su mente
y sólo restaba anotarlos, fijarlos. Aparece Osip como creador, entonces, y
también como “lector de un solo libro”, como intelectual concernido, como
amigo, como analista, como enfermo de los nervios, como “cienkilometrista”
(exiliado de los centros urbanos), como deportado, como desaparecido, como
mito.
Es esta, muy principalmente,
una historia amorosa. Nada idílica, por cierto, pero es el amor la pasión que
subyace en estas páginas, y no el odio ni la cólera, ni la desolación ni la
desesperanza, como podría pensarse con un título y una historia tan duros; de
hecho hacia el final escribe: “Estoy absolutamente segura de que nos hallamos
en vísperas de un nuevo triunfo del humanismo y de una gran alza de los valores
humanos”, lo cual fundamenta así: “Lo pasado por nosotros apartará durante
mucho tiempo a los hombres de teorías, seductoras a primera vista, según las
cuales el fin justifica los medios”.
Pese al desprecio, las
humillaciones y las persecuciones que le tocaron, jamás satura en estas más de
600 páginas con la matraca del horror, pues no trabaja con la exageración ni
con la estridencia: le basta y sobra con mencionar hechos, no se necesitan
adjetivos ni interjecciones, aunque por cierto no se priva de comentarios,
siempre atingentes, filosos y feroces, porque no se trata de una viejecita
encantadora sino de una anciana dura e implacable. Más que torturas –que las
hay–, más que impiedades y prepotencias –que abundan–, lo que perturba es ir
viendo, al avanzar en la lectura, cómo quienes en un momento dado aparecían
como los verdugos más despiadados o las más impías autoridades tarde o temprano
terminan también fusilados, todo por cuenta de Stalin.
También es, muy
importantemente, esta una obra moral, una reflexión sobre el mal cuyos alcances
no son sólo históricos ni documentales, sino filosóficos y hasta lingüísticos,
porque todo totalitarismo o fascismo parte por el lenguaje, y así por ejemplo
la palabra “conciencia”, cuenta Nadiezhda, desapareció en Rusia por completo
porque “su función era cumplida por el ‘instinto de clase’ al principio y luego
por ‘el bien del Estado’”. Y “los hombres dotados de voz fueron sometidos a la
más vil de las torturas: se les arrancó la lengua y se les obligó a ensalzar
con el muñón al soberano”. Pervertidas las conciencias y los valores,
desdibujadas o borradas las palabras, sofocado lo espontáneo, aterrados los
cerebros, resulta imposible saber “cuál es la línea divisoria entre la
normalidad psíquica y la enfermedad”. En quien más claramente se ilustra este
borroneo es en el propio Osip, que pasa de una lucidez extrema a alucinaciones,
paranoias y descomedimientos que lo llevan en un momento temprano, y esta es
una de las escenas inolvidables del libro, a saltar por la ventana de un
hospital, salvándose de la muerte no se sabe bien cómo.
No sólo George Steiner ha usado y celebrado este libro sin
miramientos y refrendado su valor literario, sino también filósofos como Isaiah
Berlin, narradores como Martin Amis, periodistas como David Remnick y
ensayistas como Joseph Brodsky, cuyo conmovedor obituario sobre la Mandelstam,
incluido en su libro Menos que uno,
figura en esta edición como prólogo. Ahí puede leerse algo que está en línea
con las ideas con que Leonidas Morales reivindica el valor literario de este
tipo de obras. Dice Brodsky: “Por sí misma, la realidad no vale un centavo. Es
la percepción la que le confiere significado… Sus memorias son algo más que un
testimonio de su época: son una visión de la historia a la luz de la conciencia
y la cultura”. Y, agregaría yo, una lección de amor, de lectura, de fiereza
y de humildad.
CONTRA TODA ESPERANZA
Memorias
Nadiezhda
Mandelstam
Acantilado, 2013, 643
páginas
-El primer capítulo:
www.acantilado.es/cont/catalogo/docsPot/Extracto_Contra_toda_esperanza.pdf
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