La poesía de Carlos Martínez
Rivas
INSURRECCIÓN SOLITARIA Y
ALEGRE FURIA
Si
en la tierra de César Vallejo y en la de la Mistral y Neruda iban a hornearse tradiciones
poéticas de tan alta intensidad, cómo no iba a ser ese también el caso de la
nicaragüense, con Rubén Darío en el origen. Como Perú y Chile, Nicaragua tiene una
poesía que está en la primera línea de la lengua, con voces únicas, repertorios
alucinantes, llena de poetas religiosos y poetas guerrilleros, aunque en su
centro habita un Gran Descreído.
Lanzada por Darío, la poesía nicaragüense fue
proyectada en el XX por figuras como Salomón de la Selva y su fundacional El soldado desconocido, largo poema que da
cuenta de su experiencia en las trincheras inglesas durante la I Guerra Mundial
y que logra, ya en 1921, ya desde su brillante prólogo, modos y tonos tan llanos
como inauditos, un precursor que contuvo, por así decirlo, al mejor Huidobro y
al mejor Parra, de aire ligero e imágenes irónicas: “He visto a los heridos: / ¡Qué
horribles son los trapos manchados de sangre! / Y los hombres que se quejan
mucho / y los que se quejan poco… / y aquel muchacho loco que se ha mordido la
lengua / ¡y la lleva de fuera, morada, como si lo hubieran ahorcado”.
En una línea afín está el legendario Joaquín
Pasos, muerto jovencísimo en 1947, pero no tanto como para no alcanzar a
escribir ese prodigio que es su “Canto de guerra de las cosas”: “Os
reconciliaréis con el zinc dándole un suave nombre… / porque el oro no fue a la
guerra por vosotros”.
Y luego está Ernesto Cardenal, cuya frescura y
contundencia de matriz latina y anglosajona, y de ímpetu místico y cósmico, hizo
estallar la poesía de militancia religiosa y política, llenándola de gracia y sorpresa.
Pero Cardenal no es el único de renombre e influencia: están Ernesto Sánchez
Mejías y Pablo Antonio Cuadra, quien le dio resonancia al paisaje natural y
mental nicaragüense; están José Coronel Urtecho, gran generador de vanguardias y
Claribel Alegría, reconocida el 2017, meses antes de morir, con el Premio
Iberoamericano Reina Sofía y autora de versos tan breves como de fuerte eco:
“Mi querido Odiseo: / Ya no es posible más / esposo mío / que el tiempo pase y
vuele / y no te cuente yo / de mi vida en Ítaca… / No vuelvas, Odiseo”. En el
último tercio del siglo XX también surgen Gioconda Belli, Ana Ilce Gómez y,
especialmente, Daisy Zamora, en cuya escritura lo femenino y lo feminista
encontraron una cristalización temprana y ejemplar, donde lo testimonial
enciende lo literario, lo dispara, lo verifica.
El Gran Descreído
Entre
todos, sigue y seguirá brillando el genio absoluto de Carlos Martínez Rivas
(1924-1998), el Gran Descreído, cuya obra, sin rehuir lo prosaico e incluso lo
ruin, se encumbra a las alturas máximas de lo sublime, un poco como ocurre en la
poesía cubana con José Lezama Lima, con quien tiene conexiones que aquí no da
para indagar, salvo consignar la alegre y airada convivencia de precisión y
desate, belleza y espanto, bravura y música de ambos.
No se puede decir que Martínez Rivas sea un
secreto o un olvidado, pero la tradición de la que proviene, y esto es
extensivo a toda la centroamericana, llega tarde, mal y nunca. Por ello y por
su reticencia a publicar, se le conoce poco, y eso que después de su muerte ha
sido incluido en algunas de las antologías castellanas más relevantes, como Prístina y última piedra, hecha por
Eduardo Milán y Ernesto Lumbreras (México, 1999) y Las ínsulas extrañas, magna (aunque demasiado ibérica) selección a
cargo de Blanca Varela, José Ángel Valente, Andrés Sánchez Robayna y de nuevo
Milán (España, 2002).
Desde que supe de su poesía hace unos
años, no dejo de leerlo, más que con admiración y goce, con creciente asombro y
hasta necesidad. Necesidad de ese modo suyo y solo suyo de deslizar las
palabras y la imaginación (“Fraternicé en mi pavor viril con los remotos
escultores / que pusieron a sonreír a sus Diosas”). Ni dejo de pesquisar sus
libros con excitación detectivesca, lo que incluye inverosímiles contactos
telefónicos y trueques con Managua. Ni dejo de buscar interlocutores donde sea.
El año pasado vino a Chile Horacio Castellanos Moya y una tarde, entre destilados,
ya en confianza y sabiendo de su gran aprecio por la poesía, le pregunté si
había conocido a Martínez Rivas. Se le encendieron los ojos como si hubiera
hecho comparecencia el mismísimo diablo. Y es que Martínez Rivas tiene diablo,
genio, maestría.
“Ya llegará el día en que ocupe el lugar que
debe ocupar en la poesía en lengua española”, me escribe Castellanos Moya meses
después en un cruce de correos donde ahondamos en la admiración por este poeta
que en vida sólo publicó un libro, en 1953, en México, de título tan
significativo como entrañable: La
insurrección solitaria. Allí echa mano a la tradición bíblica, literaria y
filosófica para, en 40 poemas, ensamblar las bases de una rebelión contra toda
tendencia o idea que anule o sofoque la radical individualidad, la irremediable
imperfección y soledad del ser, todo en busca de una voz que lo lleve lúcido al
silencio final.
Tras ese primer libro, vivió 45 años más, pero
no volvió a publiar. Apenas dejó caer algunos poemas. Por desconfianza, por
tedio. Pero no abandonó la poesía. Al contrario, siguió escribiendo sin parar lo
que llamó Allegro Irato (Alegre ira),
una inmensa obra celosa de su condición secreta, cientos y cientos de poemas
que a duras penas dejó entrever hasta su muerte y que, conocidos ya, si bien como
conjunto menos articulado y rotundo, deslumbra tanto como su primer libro, con cimas
que solo los más grandes reiteran, al punto que podría endosársele lo que en un
poema él dice de Rolando Steiner: “Nunca, ni la rusticidad ni el lugar común, /
brotaron de sus labios, excepto / el ingenio, y la gracia, rabia –a veces”.
Antes, a los 17 años, en el colegio, cual
Rimbaud caribeño, había escrito un poema impresionante, “Una rosa para la niña
que volvió de su muerte”, y poco después un largo y premiado tríptico de amor,
“El paraíso recobrado”, que hoy se deja leer igual o mejor que la poesía
amorosa de Neruda o de Idea Vilariño, que por acá pegan mucho más.
Vivió en California varios años y unos
pocos en Madrid y en el París de posguerra, trabando amistad con Octavio Paz y
Cortázar, aunque en la interna tomó distancia: “Cuando yo vi a la elite
hispanoamericana corrompida por Europa, yo con toda mi potencia
centroamericana, un gato montés, yo me sentía montaraz entre ellos. Y al mismo
tiempo en la misma categoría… Eran hispanoamericanos que pertenecían a las
elites europeas. Mientras que yo, el hispanoamericano que, abarcando todo lo
que ellos sentían, veían y conocían, yo había permanecido salvaje”. También fue
amigo de Blanca Varela, en quien seguro reconoció a una profunda par, y le
dedicó un poema.
Martínez Rivas volvió a Nicaragua y hasta morir
siguió viviendo en un país asoleado primero y asolado después por la Revolución
de una ideología que no lo convencía, como ninguna, y optó por la lectura, un ostracismo
de contadas amistades y amores, de alcohol sin mesura, y pudiera decirse de él
lo que dijo Joseph Roth de sí mismo: “Así soy realmente: maligno, borracho,
pero lúcido”. Difícil, reticente, huraño, de compleja relación con las mujeres,
aunque no menos con los hombres, recién en 1984, en las ediciones sandinistas
de la Editorial Nueva Nicaragua, vería publicado en su país La insurrección solitaria. Hoy sus
derechos están en manos del orteguismo, lo que no facilita, según parece, su difusión:
el 2009 pararon una obra reunida que editaría El País en España porque la prologaría Sergio Ramírez, gran difusor
de la poesía de su país pero fuerte crítico de la debacle orteguiana.
Haga la gran elegía a la muerte de Joaquín
Pasos o escriba un alucinante poema en que ve al trasluz del sol “con
inexpresable admiración / vuestra calavera completa / (con las dos cuencas y el
pequeño / agujero triangular sin fondo)”; cante al amor o las uñas o haga del humor
negro una categoría del entendimiento, Martínez Rivas le da pleno sustento al
entusiasmo de tantos, como Álvaro Mutis, el propio Paz o Cardenal, quien dijo:
“Nunca he conocido a nadie en ninguna parte que tuviera tanto genio para la
poesía como Carlos”.
Lírico y la vez delirante geómetra del
verso, concernido por lo humano y a la vez escéptico como nadie, amigo de
Cardenal pero su exacto contrario, Martínez Rivas dio a inicios de los 90 unas
legendarias clases en la Universidad Nacional Autónoma de Nicaragua. Hay una en
YouTube: se lo ve hablando fuerte de Darío, de la escritura, de las
traducciones de Rilke hechas por el filósofo chileno Clarence Finlayson, y definiéndose
en materia no política, no poética, ni siquiera filosófica, sino existencial,
con palabras tras las cuales ya nada agregaré: “No exactamente un poeta sin
ideología: soy un hombre sin ideología. Yo jamás he tenido ningún ideal. ¿Qué
se puede llamar un ideal? ¿El deseo de qué? ¿De que se forme una corporación de
hombres libres, felices, exentos de sufrimiento y de pobreza? No existe. Es
imposible en este mundo. No tengo ideas tampoco, porque las ideas son como
consignas de la mente. Yo lo que tengo son simplemente pensamientos. Se me
ocurren en el día y se me marchitan en la noche”.
Publicado en revista Santiago
#7, 2019