Cuando veo las palabras radicalidad y literatura juntas pienso altiro en
el cubano José Lezama Lima.
La radicalidad, se cree, tiene que ver con lo que va muy lejos, con lo
osado, pero en realidad, al menos etimológicamente, tiene que ver ante todo con
lo que viene de muy abajo, o de muy adentro, con lo que es de raíz, es decir,
con lo que tiene mucha base, firme arraigo (lo que no siempre es lo óptimo; Carla
Cordua contaba que a Guillermo Cabrera Infante le preguntaron una vez en su
exilio si echaba de menos sus raíces cubanas y respondió: “Vea usted, no soy
una planta”). Ahora bien, en materia literaria, lo que se apoya en tierra firme
y echa raíces suele ser lo que llega más alto y lejos. Las obras radicales no
son las que más alarde o piruetas hacen ni las que más manotazos y saltos
ridículos pegan. Ni las que se desentienden presuntuosamente del pasado. De
hecho, este tipo de obras pirotécnicas que se precian de ser novedosas son,
como la moda, de rápido envejecimiento. Es el caso, por ejemplo, de buena parte
del surrealismo tardío. O de la música tecno.
En cambio, las obras en serio radicales son aquellas que tras sumergirse
–echar raíces– profundamente en alguna tradición sacan la cabeza a la luz y
pegan un salto enorme, admirable. Pasa en la literatura y en la cocina, en la
música y en el arte. Ejemplos sobran. La literatura plena de ambición de Neruda,
que venía a romper con los moldes anquilosados y pacatos de hacer poesía, es
tan radical como la propuesta antipoética de Nicanor Parra, que buscó romper
con el modo nerudiano que para entonces ya era una nueva forma fija. La radical
literatura de Proust, de Beckett, de Céline, de Bernhard, de Ungaretti, de
Fogwill, de Fonseca, de Levrero… Si de enumerar libros o autores radicales se
tratara la lista sería infinita. Una lata radical. En Chile, desde Gabriela
Mistral a Marcelo Mellado, no faltan los radicales. Lo que son al chancho, los
que bajan o retroceden mucho para llegar muy alto o lejos, al modo de un
hondazo que, mientras más atrás se lleva el elástico, más lejos lanza la piedra.
Entre todos brilla José Lezama Lima, autor de la que probablemente sea la novela
más radical escrita en este continente, Paradiso,
que algunos encuentran difícil… pero el propio autor se defendía de ese débil ataque
radicalmente: diciendo que “sólo lo difícil es estimulante”. Pero en verdad Paradiso no es difícil. O no tanto. Es
rara. Es demencial. Es preciosa. Es musical. Es misteriosa. Es incomparable.
Es, en fin, radical. En esa novela Lezama puede dedicar montones de páginas a
describir las peripecias penetrativas de un personaje con erección 24/7 y a la
vez discurrir filosóficamente sobre un vaso. También escribió poemas enteramente
enigmáticos pero con la gracia casi milagrosa de ser, no obstante,
cautivadores, adictivos, resonantes como pocos: “Ahincándose o labiándose, por
el parque o el mar, / trocar, Trocadero, anapestos, trocaicos, se deciden”. El
impropio Mellado lo dijo más asertivamente: “Su texto era inverosímil, pero
marcado por una emocionante voluntad de escritura”. Emocionante y radical. Por
eso, cuando veo las palabras Lezama y Lima juntas pienso altiro en la
radicalidad en la literatura. Sin blanduras, sin medias tintas, sin pasitos
dados con control de daño y gestión de riesgo, sin lugar para los débiles.