La gran
casa de Tamara Kamenszain
Hace no mucho, por un rebote en todo caso desfasado, me
enteré de que en la feria del libro de Argentina de este año un gran jurado
integrado por críticos y escritores había elegido La novela de la poesía, de Tamara Kamenszain (Buenos Aires, 1947),
como el mejor libro publicado el año pasado, distinción que antes le había caído
a autores como Marcelo Cohen, Hebe Uhart, Diana Bellessi y David Viñas. Si una
de las utilidades de este tipo de premios es la de propiciar, aun
desfasadamente, ocasiones de lectura para lo que está en la cuenta de lo
pendiente, este premio la cumplió conmigo a cabalidad: el nombre de Kamenszain,
aunque su poesía la ubicaba apenas de pasada, ya tenía para mí gran interés por
su trabajo ensayístico, pienso por ejemplo en el generoso y muy inteligente
ensayo que escribió como prólogo a la Obra
completa de Héctor Viel Temperley publicada en 2003, ese poeta que crece y
crece después de muerto y en cuya obra Kasmenszain dice que hay “una presencia
que mantiene al yo, desde la adolescencia de la poesía de Viel hasta su
maduración extrema, en permanente estado de natación”. Si donde dice “natación”
ponemos “habitación” –o incluso “okupación”–, la frase podría aplicársele a la
obra de la misma Tamara Kamenszain (TK, en adelante).
OTRO
TECHO
La
novela de la poesía reúne los ocho libros de poemas que TK publicó
entre 1973 y 2010, más un conjunto escrito entre 1971 y 1974 y que enigmáticamente
había mantenido inédito, y también un libro nuevo, ubicado al final, que es el
que le da título al conjunto, y que está puesto ahí cronológica pero también
estratégicamente, potenciando, redondeando el efecto de novela –de trama y
personajes difusos pero imponentes– que la reunión de su poesía propone.
La de TK es una poesía del espacio, de los espacios, como
lo advierte el prologuista Enrique Foffani. De ello dan cuenta ya los títulos
de sus libros, referidos casi siempre a lugares, como La casa grande o Vida de
living. Y hay un lugar que se impone y se reitera de manera sorprendente:
la casa. A cada rato aparece una casa: anhelada, soñada, recordada, imaginada, escrita, y “la literatura es otro
techito armado en el desierto”.
Sus libros tienden a ser breves y unitarios en su asunto,
tienden los poemas a prescindir de títulos, sólo en contadas ocasiones se
extienden. Es una poesía que va variando o modulándose en la misma medida en
que varía y se modula la persona que la escribe y el mundo en que la escribe,
pues es una obra que, sin ser confesional ni política, se planta en su tiempo
decididamente, desde su tiempo, una poesía situada íntimamente, “pegada a las
circunstancias… en la necesidad absoluta y utópica de dar cuenta”, como dijera
ella acerca de la obra de Lihn.
Este libro comienza con un conjunto de poemas en prosa
que podrían ser vistos como el radier de la casa-novela, al que sigue el
conjunto de inéditos en los que se revela, ya con la tarea del cimiento completada,
algo así como el criterio de construcción para este inmueble literario: “Para
armar un libro hay que hacer / como las modistas que cosen / siempre del lado
de adentro / y cuando dan vuelta la tela esas costuras / que ellas trabajaron
confiadas / desaparecen para dejar ver / un aceptable / lado de afuera”. Luego
viene Los No, La casa grande y Vida de
living, en los que esta poesía se dedica a afirmarse, a ampliarse, a
trabajar rincones, internándose en derivas que dan a cada libro, como si de las
habitaciones de un hogar múltiple o de una casa de Perec se tratase, un aire
distintivo, propio. Así, por ejemplo, en Vida
de living la sintaxis se enrarece y retuerce de una manera que recuerda al
poeta Alberto Rubio: “Envuelta sucia ropa que te dejo / me dejo ir subida a
tres saludos / familia mía ustedes me retornen / amiguen ese andén hasta la
casa”. En Tango bar, que es el libro
siguiente, de 1998, debo reconocer que me supera un poco, como dice uno de sus
propios versos, el “olor a medialuna dulzaino”. Pero es un reparo personal, más
que una objeción meditada: es quizá una pana de mi propio andar por esa residencia
y que prefiero ver como un pasillo o antesala a la parte final, la de más
reciente construcción y para mí la más sorprendente de esta novela-casa: me
refiero a la mano que viene dándosele a TK desde cuando el 2003 publicó El ghetto. Y más específicamente me
refiero a esa mansarda fabulosa, luminosa y lúgubre a partes casi iguales, que conforman
los últimos tres libros: Solos y solas,
El eco de mi madre y La novela de la
poesía. Ahí, creo, están algunos de los puntos más altos de esta poesía de
oficio, crítica y autocrítica, en la que cada libro, en la que cada poema se
construye como un lugar hospitalario en el que caben la sencillez y el alarido,
el baile y la agonía, en el que se tocan asombrosamente el nacimiento y la
muerte de un mismo ser (amado). Es también, esta parte, el espacio para la
comparecencia de varios amigos reales y literarios (Lamborghini, Girri, Celan, Vallejo,
Ungaretti, Sylvia Molloy, Diamela Eltit, Perlongher…) y, sobre todo, es una
casa o mansarda para los muertos de la familia, cuya evocación constituye el
sonido, la luz y el calor de este piso superior. Antonio Caeiro pedía en un
poema “un río donde estar cuando acabemos”. TK, más sencillamente, se ha jugado
por un altillo para sus muertos. En Solos
y solas (que comienza así: “Soy la okupa de mi propia casa”), incluye un
poema semilargo, “La alianza”, que arranca hablando de la muerte del padre, con
cuyo anillo (o alianza) se quedó ella, que se pregunta “¿qué veo cuando veo
algo en el nombre del oro? / una esperanza desplegada en otro tiempo / toldo de
dos que se apropiaron del desierto / dibujaron un techo nuevo sobre la nada”. De
nuevo, la idea de refugio, de techo, está en el centro. Entonces viene El eco de mi madre, emocionante canción de tumba que sabe combinar lo
lacónico y el aullido para centrarse, primero, en la muerte de la mamá (“soy
ahora por ella la hija que crece sin remedio / para dejarla decrecer tranquila
entre mis brazos”) y en el recuerdo de la muerte de su hermano de tres años,
ocurrida en 1953, y cuya existencia constituyó lo que ella llama “un libro
cortado”, lo que refuerza la idea de que, en esta poesía, libro y vida son nociones
de significación casi intercambiable cuyo punto de encuentro pleno es la casa,
el techo bajo el cual las palabras y los hombres se encuentran, “un idioma para
hablar con los muertos”: la poesía. Y se abre el libro final, La novela de la poesía, donde la muerte
y los muertos, incluido Héctor Libertella (su ex marido, “un hombre de
palabra”, “maestro en el arte de decir”), se toman esta poesía, que se cierra
con una senda reflexión sobre La novela
luminosa de Mario Levrero, la que vista como una forma ejemplar de hablar
de la muerte: “La luz que a través de una radiografía / despierta la intimidad
del esqueleto”.
La sorpresa última, la gran ventana, está en que el libro-casa
no se cierra ni se acaba sino que se abre a una nueva voz, quizá la del lector,
que es a quien le queda cedida, simbólicamente y ni tanto, la palabra, la
mirada en el último momento, en la última pieza de esta casona luminosa incluso
en los inviernos más crueles. Poesía inteligente y convincente, la de TK ha
sido arrimada un poco a la fuerza, exagerando quizá la relevancia de ciertos
procedimientos que a veces usa, al fascinante pero desigual bloque del
neobarroco latinoamericano, aunque el asunto lo zanja ella mejor que nadie: “Desde
mi primer libro puede verse una tendencia a elidir, a decir menos, que me llevó
a que me consideren neobarroca por lo opuesto que a otros: no por abundancia,
sino más bien por anorexia”, le dijo el 2005 en entrevista al escritor Luis
Chitarroni, quien definió esta obra como una “lírica de fugacidades dichas en
el momento justo”. Me quedo con esa ajustada definición de esta poesía que
desde ya sumo, atrasado pero sin demora, al estante de los poetas argentinos
que más leo, en la vecinal de Viel Temperley, de Osvaldo Lamborghini y de la
nunca del todo bien ponderada Alejandra Pizarnik.
LA NOVELA DE LA POESÍA
Tamara Kamenszain
Adriana Hidalgo Editora
2012, 398 páginas