viernes, 18 de abril de 2014

“Si la ironía consiste en pensar que la verdad es precisamente lo contrario de lo que estamos pensando, pero que no basta invertir nuestro pensamiento para captarla –así como la acera de enfrente es aquella en que nunca estamos–, pido que se me admita como ironista”. 
                               Nicolás Gómez Dávila

lunes, 7 de abril de 2014

KeGoles
Voy a cumplir 33 años dentro de poco y como –devoro, en realidad– dulces de la misma manera en que lo hacía cuando tenía siete años. Nueve años. Diez, once años. Nunca he dejado de hacerlo. Tengo una total expertise en dulces chilenos, los he comido con la compulsión de un niño cuasipobre al que le tiran luca y la va a hacer parir al almacén de la esquina. No tengo sofisticación: aunque puedo devorar Starbust y apreciar un buen caramelo alemán o un buen chocolate suizo o gringo, soy un pirigüín feliz en el pantano de la cochina industria chilena. El Kegol es para mí irreemplazable. Reconozco cierta compulsividad, puedo comerme los que sean en pocos minutos. Antes de ayer, por ejemplo, fui con mi mujer a almorzar al Baco. Al salir para comprarle cigarros, vi que el kiosquero de Lyon tenía Kegoles y le compré quince y me los comí en cinco minutos, antes de volver. Las mandíbulas me terminaron, como siempre, doliendo. Y la guata se me endulza, pero qué otro placer masticable puedo hallar. Lamentablemente, ya no hacen de plátano. Ni de naranja, lo cual es menos lamentable. Podría llenar páginas dando cuenta, y especulando motivos, de cómo naranja es el sabor más usado, y el menos apetecido, del rubro de la golosina barata. ¿Quién se pelea los Cri Cri de naranja? El Kegol es una institución. Ha sobrevivido a centenares de calugas y calugones. Cuando era niño valía ocho pesos. Ahora venden dos por cien pesos, y los he visto a cien cada uno. Pero el Kegol es el Kegol y si lo vendieran a dos por mil pesos, igual lo compraría. Hay más calugas, claro. Nunca olvidaría el Tucán de principios de los noventa –no esa imitación cuadrada que surgió años después de su desaparición–. Las calugas Sunny también han durado, pero es otra cosa. Son de leche, son arribistas en su pretensión, y aburren antes de que uno se pueda comer cincuenta de una sentada. Ahora que le han incorporado sabores (coco, pistacho y no sé qué otra mierda), es francamente patético. Mi suegro viene los martes religiosamente, y religiosamente, pese a las indirectas de su hija, trae una bolsa del nuevo Sunny Gold, bolsa dorada con café, horrible, molesta. El Kegol, cuadrado, duro como piedra a veces, latigudo como mala poesía otras, es un verdadero orgullo para un chileno como yo. Debiera ser exportado. Si hace frío, los calugones se ponen durísimos, pero se pueden ablandar de varios modos. El más rápido que conozco es metiéndoselos de dos o tres en el paquete, entre el calzoncillo y los cocos. A los dos o tres minutos están llegar, masticar y tragar. Otras veces uno los compra y están blandos, no derretidos ni latigudos, sino blandos, como un turrón, o una oblea incluso. Dos veces en mi vida –hace diez años y hace tres o cuatro- le he escrito un poema a los Kegoles.
El primero debe ser de hace más de una década, tendría yo como veinte, y recuerdo haberlo leído con relativísimo éxito en una lectura, la única en que alguna vez participé, en El Rincón de los Canallas, en la calle San Diego. Lo más bohemio, punk y beat que he hecho en mi vida:

KEGOLES
Me encantan los kegoles
         y a veces cuando voy al ekono
                   a comprar pan coca cola y cigarros
me compro una bolsa con como veinte calugones
–naranjos morados verdes rojos amarillos–
y cuando llego a mi casa
me escondo en mi pieza
y uno tras otro
en cosa de minutos
me los como todos y solo
más por la vergüenza del infantilismo que por avaro

luego a los cinco o seis minutos
me duele muchísimo la guata
y siento un asco asqueroso
pero no importa porque feliz
me comí los kegoles multisabor
gusto masticable que me permito
                   ahora que
ÚLTIMAMENTE                     
tan solito y con tan pocos gustos vivo.



El segundo, en donde el Kegol lo combinaba con mis tics nerviosos y otros asuntos de primera relevancia, es más reciente, un ejercicito de hace unos tres o cuatro años:

TICS
Kegoles, Mazics: cuestiones que van quedando
a través de los años en el centro de una vida:
la mía. Y hay más: Kegoles, Mazics, Tics: ruidos
que a mis Preciosas no dejan dormir. 
Kegoles, Mazics, cuestiones que van quedando,
tics, ruidos, y hay más: una vida,
la mía, en el centro a través de los años. Preciosas
sin dormir, Kegoles, Mazics, ruiditos, tics: su desvelo.



sábado, 22 de febrero de 2014

María Moreno, 
DESPABILADORA
Hace un par de años, Ricardo Piglia dijo que María Moreno le parecía uno de los mejores narradores argentinos actuales, “tal vez el mejor”, y celebraba cómo sus crónicas “saben captar con oído absoluto las voces y los tonos extraviados de su época”.
Ese oído absoluto opera también en los ensayos literarios de Moreno, recién recogidos en Subrayados, volumen que elocuentemente se subtitula “Leer hasta que la muerte nos separe”. Se trata de una despabiladora lección de lectura. Una lección, involuntaria como son siempre las mejores enseñanzas, sobre cómo leer libre, crítica y creativamente. En todo caso, se trata de lecciones hechas con más preguntas que respuestas, como cuando pregunta a propósito de la amistad entre el escritor John Berger y un campesino de los Alpes: “¿es posible fundar una amistad sobre la base de una desigualdad fundamental?”.
Moreno, que sin pudor ni arrogancia se confiesa monolingüe y autoplagiaria (buena para citarse y reciclarse a sí misma), se enfrenta con libertad en estos ensayos –o crónicas, o artículos, da lo mismo– a asuntos y nombres de índole amplísima, pues nada le es indiferente. Y todo lo mira diferentemente. Desde la “senil” presunción sexual del Nobel J. M. Coetzee (“no cesa de salpicar con su solemne semen de humanista cada una de sus últimas novelas”) hasta episodios autobiográficos abordados con elegante brutalidad, por ejemplo el de la muerte de su padre mientras su madre lo ve agonizar y ella los mira a ambos sin ser advertida.
El libro se llama Subrayados porque así se llama uno de los 46 ensayos que lo integran. Subrayar como una manera de leer escrutando, cuestionando, cazando minucias, escarbando detalles, incluso tarjando pasajes desafortunados. El libro carga bien con su título y su subtítulo enfático porque su lectura con seguridad propiciará mucha subrayación. Son textos de liberalidad y humor, de inteligencia y sorpresa: “Si Hitler era deco, el Che es pop. De su diseño se han hecho cargo hasta sus enemigos”, se lee.
Y si en más de un pasaje Moreno puede resultar difusa, en algunas líneas desconcertante, incierta, eso en ningún caso puede pensarse como descuido o discapacidad, ya que es una línea de trabajo tendiente a ampliar la lengua y el entendimiento. Moreno definió su lenguaje como “un foulard empapado en purpurina barroca con un fleco de jerga psicoanalítica, otro de materialismo dialéctico pop y otro de feminismo fashion, más algunas motas de argot farandulero y tartamudeo histérico”. Lo cierto es que su prosa no sólo sacude, divierte e instruye sino que además deja siempre algo resonando en la cabeza: una imagen, una pronunciación, un gesto incluso, como el de agachar leve, respetuosamente la cabeza, como lo hizo ella de niña una vez en la sala de clases al percatarse de que una compañera nueva no sabía leer e intentaba disimularlo malamente. Si Subrayados es una lección de lectura, tal vez lo sea como un modo de reparar la humillación a la que el resto del curso sometió a esa compañera. Por eso –hable de Nabokov o de la cintura femenina, de comidas o de la soledad– María Moreno lee e invita a leer levantando la cabeza. Con delirio, con placer, con ingenio, pero sobre todo sin miedo. 


Subrayados
Leer hasta que la muerte nos separe
María Moreno
Mardulce Editora
2013, 291 páginas

martes, 11 de febrero de 2014

NERUDA SOÑADO  
(un textito del 2007)

Anteanoche, en que dormí apenas dos horas por apuros laborales, soñé, por primera vez, creo, con Neruda. Más precisamente, soñé un sueño en el que Neruda aparecía. Todo era perfectamente normal, salvo por una cosa: Neruda tenía una papada desorbitante. O sea casi el doble de la que en verdad tuvo. Que no era poca. Y en cada papa de su papada había un ojo, y así el poeta tenía seis ojos. Por eso, me dije en el sueño, escribe tanto. Porque escribe de lo que ve. Conversamos un buen rato. Muy simpático y agudo. Algo grandilocuente, pero a la vez muy garabatero. Muy generoso. Hablamos, en uno de esos típicos anacronismos que en los sueños están perfectos pero en la literatura son pura pelotudez, de Nirvana, de Rodrigo Lira y de la cazuela de vacuno versus la cazuela de ave. En la pared había una foto de una mujer en traje de baño que resultaba ser la hija modelo de Neruda. Nunca existió tal hija pero entonces me acordé de lo de su hija Malva Marina, y al minuto Neruda se me apareció por primera vez en la vida como un poeta gigante. Fue como si en ese momento, ajeno a todo, incluso a la coincidencia de que estuviera pensando en él, se me revelara en la conjunción de dos neuronas el calibre de su poesía: “La muerte va también por el mundo vestida de escoba”. Y haber sido un padre tan reculiado. Entonces Neruda me pide si le puedo ir a comprar una Fanta, que está antojado. Sin mirarlo le digo: “Neftalí, por qué no me chupái pico”. Neruda se ríe a carcajadas y de repente llega Hernán Lyola con delantal y pregunta al "señor" si “está todo bien”. 

martes, 4 de febrero de 2014

Campos de Brasil
En su Carta del descubrimiento de Brasil, en la que en el año 1500 informa al rey sobre algunos detalles del mundo con que se encuentra la expedición que él integraba, el escribano –hoy diríamos derechamente escritor, narrador o cronista– Pêro Vaz de Caminha anota que los nativos del territorio que más tarde sería llamado Brasil andan “desnudos sin ninguna cobertura ni estiman en nada cubrir sus vergüenzas, y tienen respecto a eso tanta inocencia como en mostrar el rostro”. Poco antes en su texto, el escribano ha contado cómo, cuando por primera vez interactúan un nativo y un portugués, éste le da a aquel un birrete y un sombrero negro a cambio de lo cual el nativo le pasa “un sombrero de largas plumas de ave con una copa pequeña de plumas rojas y pardas como de papagayo, y otro le dio un collar grande de menudas cuentas blancas que quieren parecer de adornos”.
Con esa idea sobre la doble conducta brasileña preconquista (despojamiento y  exceso) se podría iluminar la lectura de una buena parte de la literatura brasileña. Por un lado, el despojamiento, la ausencia de pudor a la hora de ostentar las vergüenzas, es decir los genitales, es decir lo más propio o privado; por otra, la vocación temprana que en esas tierras cundía por la exuberancia, el adorno y la dilapidación: el sombrero con plumas rojas y pardas como de papagayo, el collar de menudas cuentas.
Entre uno y otro de esos modos se desarrolla la mejor literatura brasileña: la narrativa distraída y desnuda de Joaquín María Machado de Assis, pero también la exuberantemente arropada de Joao Guimaraes Rosa o la muy afilada (como las lanzas que ostentaban los nativos) de Dalton Trevisan o de Rubem Fonseca, o la de Joao Gilberto Noll, que mezcla ambas derivas, transparencia y bruma; todas proyectan la fluctuación que hace ya cinco siglos describiera el escribano portugués.
De un lado entonces están las poéticas del despojo, el “arte pobre” de Machado de Assis por ejemplo, o la poesía de Ledo Ivo, y del otro, el arte rico de la niebla, la tiniebla verbal, la “oscuridad radiante”; donde quizá sea más clara esta última línea sea en la poesía brasileña, que ha nacido y crecido imbricada hasta las masas con las corrientes de renovación del barroco que, cada tanto, se dan en el continente, desde Sor Juana Inés de la Cruz hasta Rubén Darío, desde Lezama Lima y Severo Sarduy hasta Gerardo Deniz y Osvaldo Lamborghini. En agosto del 2013 se cumplieron diez años de la muerte de Haroldo de Campos, fundador en Brasil, junto a su hermano Augusto y a Decio Pignatari, de la poesía concreta: traductor al portugués de obras claves de la literatura mundial (desde el Génesis, el Eclesiastés y Homero hasta Maiakovski y Mallarmé, Dante y Goethe incluidos); sesudo ensayista de especulación literaria. Sin embargo, es su poesía escrita –nada de convencional pero escrita en vez de garabateada o dibujadita– la que mayor alcance y perduración, pienso, tiene y tendrá. Dos de sus libros, que afortunadamente circulan hoy en castellano, dan buena cuenta del carácter innovador, exploratorio y reflexivo de ella. Uno es Galaxias (publicado en edición bilingüe el 2010 por la editorial uruguaya La Flauta Mágica, en traducción del poeta Reynaldo Jiménez) y el otro, Crisantiempo (publicado el 2006, en traducción de Andrés Sánchez Robayna, por la editorial española Acantilado). Entre esas dos obras absolutamente distintas entre sí pero hermanadas en la vocación exploratoria, media un desarrollo poético notable, centrado en la indagación permanente y forzuda (no forzosa aunque en sus declives algo forzada) de el o los límites del lenguaje escrito, aquellos lindes donde está a punto de precipitarse el significado y el sentido y sólo queda para el que lee lo sugerido, lo sonante, lo incierto.
Galaxias consta de 100 poemas –separados cada uno por una página en blanco– escritos en algo indistinguible que parece prosa y que parece verso y que es ambas cosas y a la vez ninguna. Parecidas en su desplante verbal al célebre monólogo final del Ulises de Joyce, o a la voz demencial del Gran Serton: Veredas, de Guimaraes Rosa, estas Galaxias contienen de todo, partiendo por una reflexión permanente acerca de sí mismas, la que aparece ya en el primer poema, en la primera línea: “Y comienzo aquí y peso aquí este comienzo y recomienzo”. Multilingües, extremadamente variadas desde el punto de vista temático (si es que hay temas en esta poesía, cuestión incierta y secundaria), desatadas y repetitivas a la vez, desnudamente metafísicas y hondamente genitales, vertiginosas, eyaculatorias, mortales, estas Galaxias tienen tantas entradas como Brasil, cinco siglos atrás, puntos de acceso para los exploradores y escribanos portugueses.

martes, 14 de enero de 2014

Mirando a Miranda

Presentación de Me dijo Miranda
de Federico Galende, de Alquimia Ediciones
GAM, Santiago, noviembre de 2013
UNO
Me sorprendí, hace un tiempo, al enterarme de que Federico Galende publicaría una novela. Una segunda sorpresa fue saber que la iba a sacar en la colección Foja Cero de Alquimia, un sello de prosa y verso que sigo con atención. Y la mayor sorpresa fue cuando, ya por medio de un correo de Guido Arroyo invitándome a presentarla, me enteré de que la novela giraba en torno al golpe de estado, al testimonio de un policía que acompañó a Allende en sus últimos años y, más específicamente, en sus últimos momentos, minutos, casi segundos. Me sorprendí con esto porque, primero, no suelen darse muy a menudo o con muy buenos resultados estas incursiones en el ámbito de la narrativa chilena, donde el trabajo basado en testimonios tiende a ser desdeñado (una buena excepción sería La parrilla de Adolfo Pardo, un buen vecino para Me dijo Miranda) y, segundo, me sorprendí porque esta novela chilena que se atrevía a meterse directamente con el 11 pero sin el imperativo de hacer la Gran Novela de la Dictadura, la escribía un rosarino de nacimiento, lo que pronto comprendí que no es relevante y que, de serlo, está en línea con la serie de desplazamientos que caracterizan a la novela.  
Siempre he admirado los textos testimoniales (desde los de Primo Levi y Boris Pahor hasta los de Hernán Valdés o Nubia Becker) y no considero, como considera por ejemplo Grínor Rojo (en su prólogo a Las malas juntas de José Leandro Urbina), que a priori, necesariamente, digamos, el texto testimonial tenga “limitaciones evidentes, le falte movilidad, su cercanía respecto de los hechos sea excesiva, el rango de su penetración escaso, etcétera”. Pero, como sea, sobre todo aprecio los textos de base testimonial, que no son lo mismo que los testimoniales puros y duros (que efectivamente, salvo excepciones como las mencionadas y varias otras, suelen ser flojos desde el punto de vista literario, pero esto es una cuestión de número, un factual: no se debe tanto a las limitaciones del género en sí como al hecho fortuito, y bastante natural en todo caso, de ser un género relativamente reciente en la historia y, también, al hecho de que la mayoría de quienes han escrito testimonios no han sido escritores, en el simple sentido de no ser sujetos con especial dominio ni del arte de la palabra ni, a veces, de la palabra a secas: de ahí las precariedades, a veces extremas, que caracterizan a buena parte, pero no toda, de los testimonios circulantes.
Como sea, hay ciertos casos para los que prefiero hablar de libros de base testimonial, que son otra cosa, y entre ellos, pienso, se inscribe a su manera este trabajo narrativo de Galende. Por nombrar dos libros claves de esta versátil especie, mencionaría aquí los Cuadernos de Hiroshima de Kenzaburo Oé, que proyectó y comentó los testimonios hiroshimenses en admirable secuencia y prosa, y La eliminación, de Rithy Panh, ese extraordinario e incomparable libro sobre el infierno de los jemerecitos rojos narrado por uno de sus sobrevivientes en base a su propia experiencia, así como a sus reflexiones e investigaciones posteriores, incluida la voz de uno de los represores.
Algo en esa línea es lo que hizo Galende con la voz del policía Juan Miranda, a quien según la misma novela informa entrevistó, o más exactamente con quien durante varios domingos y en largas caminatas y comidas conversó. Cabe aquí recordar que Galende, entre sus labores de profesor y teórico, ha incursionado con muy buen resultado en la faceta de articulador de voces ajenas; estoy pensando en su trabajo en Filtraciones, donde armado de buen oído, generosidad y cierta dosis de paciencia escuchó a tres generaciones ligadas al mundo del arte para dar cuenta de los cruces entre las prácticas artístico-culturales y los distintos ámbitos de lo político en Chile.

DOS
Lo primero que se advierte en la voluntad de Me dijo Miranda es la presencia de parte del espíritu bernhardiano. Invocado o saludado tempranamente en el epígrafe, la decisión de Galende de transitar algunas de las rutas abiertas por el incomparable genio austríaco se traduce en tres o cuatro o cinco cuestiones que son claves en su composición, y que ya Martín Kohan advierte con inteligencia en su epílogo. Primero, el fraseo, sinuoso, reflexivo, zigzagueante, un fraseo carente de puntos aparte como no sean las marcas de separación de capítulos que aportan las imágenes de Gonzalo Díaz. Ahora bien, cuando menciono la deuda que tiene Me dijo Miranda con la prosa de Bernhard, me gustaría indicar que me refiero específicamente al Bernhard de Miguel Sáenz, cuyo solo trabajo como traductor del grueso de la obra del austríaco lo sitúa para mí como uno de los mayores prosistas en español de la actualidad.
Segundo, y quizá lo más importante en cuanto a la filiación bernhardiana de la novela de Galende, es la decisión de éste de narrar indirecta, diferidamente, por rebote, es decir, diciendo lo que dijo alguien de algo, centrando la atención en uno, Miranda, para hablar de él, sí, pero también de otro (“el héroe de esta historia es el héroe de la historia, es decir, Salvador Allende”, dice con razón Kohan). Al ir narrando todo desde una tercera voz que toma nota, comenta y proyecta, se va produciendo un efecto especular (lo que es notorio al leer frases como “decía el colega de Miranda que decía el sereno, dijo Miranda”), y gracias a esa “mediación verbal”, a esas “sucesivas capas de discursos” (al decir de Kohan), se genera un efecto de historia menor, que es la única manera posible, a esta altura, creo yo, de contar una historia mayor, como lo es la del bombardeo a La Moneda y el suicidio de Salvador Allende. Por ello me parece tan ridícula a esta altura del partido la añoranza trasnochada de una Gran Novela del Golpe, entendida como una novela totalizante, final, definitiva, eyaculatoria, una en que coincidiera plenamente lo histórico y su representación, lo cual es además un imposible. Versiones, acercamientos, ingresos como por la puerta lateral de Morandé 80 es lo que la literatura mejor puede ofrecer, en cambio.
Tercero, destaco el impulso de flirtear con la verdad, es decir con lo “realmente sucedido”, pero elaborando una escritura, para decirlo robando las palabras con que María Moreno se refirió a Cristián Alarcón, “tan alejada de la desgrabación como de la cosmética literaria”. Así, parte de lo bernhardiano aquí es, sobre todo y como bien advierte Kohan, la voluntad de tomar una “justa distancia”, pues sólo así se puede dar relieve y densidad a los hechos históricos referidos, sacándolos del lugar común, del relato traumático y de cualquier tipo de monserga. Y dicha distancia se establece, justamente, mediante el uso del foco diferido y de la detención en el fraseo, quitándole urgencia al contenido, demorando los grandes hechos, dándole prevalencia a la palabra antes que a lo palabreado. Y, por último, tiene de bernhardiano el trabajo con la simultaneidad de planos: la imbricación en las frases del presente del narrador conversando con Miranda y el pasado de éste, todo resuelto con destreza en el uso de las frases intercaladas, en una prosa de doble tracción. Un caso ejemplar es cuando, conversando con Miranda acerca de lo levemente desubicado y coloquial que era Allende con sus subalternos, el narrador intercala lo que al respecto le va diciendo Miranda con el detalle de los efectos corporales que en cada uno de ellos va surtiendo la sopa de ajo, no muy sofisticada, que se están tomando mientras hablan.

TRES
En el transcurso de la novela se deja entrever una relación de afecto creciente, o de estimación cuando menos, entre Miranda y el narrador, relación que a veces incluso llega a frisar la identificación, y así, según se lee, “Miranda a veces podía ser yo y podía yo, a veces, ser Miranda”. Pero en cuanto a identificación, lo que más sorprende es la soledad análoga en que Allende y Miranda, tan distintos, terminan, leales cada uno como pocos a su propia causa –causa que no es la misma en uno y otro: la causa de Allende es el socialismo, mientras que la de Miranda es el protocolo, el honor, el cumplimiento del deber adquirido, el ejercicio a toda prueba de la rectitud–. Tiene algo, en este sentido, de cuento moral esta novela, o de reflexión moral más bien porque moraleja no hay pero sí ejemplos, no edificantes, pero sí emocionantes, de honor y de valor.

CUATRO
Un aspecto que personalmente aprecio mucho en Me dijo Miranda es que las caminatas entre el narrador y Miranda, así como los recuerdos de este y en general todos los hechos referidos no transcurran nunca en la indefinición urbana ni en cualquier parte sino que, al contrario, estén siempre muy bien situados, ya sea en los viejos cines de Viña, en las calles de Valparaíso o en barrios viejos de la capital, así como en aeropuertos, calles y ruinas específicas del extranjero, lo que es destacable en la medida en que, siempre, los hechos, así como los tonos de las conversaciones, tienen que ver con los lugares donde ocurren.

CINCO
Cabría enfatizar una cuestión que no faltará quien desdeñe, yo no. Aun con los visos exploratorios (no experimentales) que en cuanto a construcción, punto de vista y lenguaje tiene, Me dijo Miranda no renuncia nunca al viejo arte de entretener, es decir, de mantener la atención intrigada. Esto está dado por la historia que se cuenta, por supuesto, que es muy concerniente para cualquier lector medianamente interesado en nuestro bestial y canallesco pasado reciente, pero sobre todo está dado por el bien administrado sistema de información por goteo que, sobre todo en la primera mitad de la novela, va dando cuenta de asuntos y detalles claves y hasta entonces ignorados por el lector, o bien ofreciendo adelantamientos que surten el efecto de una intriga en quien lee, por ejemplo cuando se deja saber, de la nada, que Miranda terminará maniatado en un galpón. Y otra buena parte de la entretención que Me dijo Miranda procura está dada por la abundancia de muy buenas escenas, cinematográficas las del día 11, aunque yo destaco muy particularmente las que se suceden en la gira intercontinental –uno de los puntos altos de la novela–, que incluye México, Ecuador, la Unión Soviética, EEUU y Cuba –donde Fidel da una lata histórica y luego una fiesta inolvidable, en la que puede verse a Allende mojito en mano bailando de noche en una playa–. Especialmente destaco la escena en que, en Marruecos, Miranda y un colega se pegan –por separado, hay que decirlo– un baño de espuma nada menos que en el baño del Príncipe Hassan. Y sobre todo la divertida paranoia que al día siguiente les baja cuando andan pasados a aromas de tina marroquí y piensan que el Príncipe y su corte descubrirán la fechoría en que incurrieron, lo que les obliga a ventilarse disimulada e inútilmente la camisa.

SEIS
¿Es chilena o argentina esta novela? ¿O: es argentino o chileno el narrador de esta novela? ¿Importa esto? No importa nada, la verdad, pero llama la atención cierto giro muy trasandino que se da en un par de momentos, como cuando se lee que Miranda se vino a vivir a Santiago y sólo tuvo casa propia después de pasar una temporada “en lo de sus suegros”. En “lo de”: siempre quedan en el lenguaje huellas del lugar de donde se proviene, en el caso de este narrador, huellas del habla de Buenos Aires, la ciudad a la que se exilia Miranda y de la que, dice el narrador hacia el final, “yo había partido tiempo atrás para venirme a vivir a Chile”.

SIETE
Es llamativa la recurrencia de información, no diré freak pero sí insólita, que se deja caer cada tanto en estas páginas, como cuando el narrador, que tiende a demorarse en el lenguaje tanto como a dispersarse en asuntos sólo tangencialmente incumbentes (lo que refuerza la distancia con lo narrado), cuenta que una vez leyó un artículo donde se decía que si todos los aviones del mundo aterrizaran en simultáneo, no tendrían dónde estacionar, “de modo que hasta que el mundo acabe deberá haber una determinada cantidad de aviones volando”. Asimismo, no escasean las teorías al paso, por ejemplo esta: “El futuro es algo de lo que también se regresa”, o esta otra, tan sugestiva como dudosa: “Las catástrofes son tristes, pero en ellas son por primera vez felices las cosas, que aprovechan ese instante para liberarse de los espacios que las esclavizaban”.
Y es también un narrador ultra lector el que comanda el relato, un narrador comentador de lecturas que cada tanto se ve aludiendo a una novela, un artículo o una revista de papel couché que leyó y cuyo asunto, en mayor o menor medida, viene al caso, pero que, como sea, siempre recrea. Nada de esto empobrece el relato o lo desintegra negativamente, pues la integridad de esta novela en buena medida está dada por su tendencia a la distracción, a demorar un desenlace de antemano conocido, a transitar las palabras sin apuro, a merodear la tragedia más que a edulcorarla, mistificarla o explotarla.
Añadiría a todo esto el hecho de que se trata de un narrador reflexivo, autoconsciente y en un punto, no excesivo, irónico, lo que se puede advertir, por ejemplo, en los pasajes donde duda o relativiza (no sin razón) algunas de sus observaciones o, más claramente, cuando, narrando el bombardeo a La Moneda, al contar cómo en medio del desastre Miranda pilla un cigarro y lo fuma, el narrador deja constancia de lo trillado que le parece, en parte por culpa del cine, dice, ese tipo de recaída fumadora en la catástrofe, pero, agrega, en honor a la verdad ha de contarlo. Y es que no siempre la historia es original, novedosa o del todo singular en sus detalles.

OCHO
De que la voz de Miranda es representada de una manera alejada de la mera desgrabación da cuenta esta observación que sobre el modo de hablar de Miranda hace el narrador: “Las cosas las definía despejando las palabras, que en su boca titubeaban, haciendo que aquello que iban a describir perdiera la paciencia y asomara por sí mismo”. Pero ese “hablar mal” de Miranda, meramente transcrito a la página, estoy seguro que no funcionaría. Por ello Galende, de hecho, lo que hace en esta novela es narrar, darle un relato como chulamente se dice hoy en política, una cierta linealidad o mejor dicho ilusión de continuidad, a la voz y al pasado de Miranda, un pasado en el que éste habita permanentemente, según anota el narrador. Por esto, quizá, es que Miranda se resiste él mismo a narrar su vida, y lo que hace es soltarle al narrador, en el transcurso de un cierto tiempo que de repente se acaba pues a Miranda literalmente se lo traga la tierra, elementos para una biografía, siendo el narrador quien tiene la tarea de reconstruir, en base a las anotaciones que tomó en su cuaderno, a algunas fotos, al recuerdo de sus conversaciones con Miranda y a una que otra indagación que lleva a cabo con terceros posteriormente, rearmando, no al modo de un restaurador sino al de un planimetrista, el cuadro de una vida, de una peripecia vital mitad trágica, mitad sencilla, cuyo sentido culmina, se diluye, en una escena del crimen por todos conocida: el 11 de septiembre en La Moneda.

NUEVE
No obstante su base testimonial, Me dijo Miranda tiene algo de ficción conjetural, como el inigualable Agosto de Rubem Fonseca, que narra inmejorablemente, desde una perspectiva ni del todo histórica ni del todo ficticia, los últimos días de Getúlio Vargas antes de que, movido por las circunstancias tal como Allende, se pegara un tiro en 1954.
Por la libertad que de toda conjetura emana, este libro de Galende no tiene el latoso deber histórico de la fidedignidad total, no es una miniserie histórica de alguna área dramática televisiva, razón por la cual no hay problema alguno, por ejemplo, con que se hable en un momento de la novela de un micrófono de TVN usado en la UP, siendo que el canal nacional, si no me equivoco, durante esos años era TV Chile, y la N recién se le vino a añadir a TV en la era de Patricio Aylwin, constituyendo otra de esas medidas cosméticas aylwinistas como lo fue pintar de verde en vez de negro los autos de Carabineros para diferenciarse de los años precedentes. Detallitos estatales.

DIEZ
Si, como es fama, al personaje de Proust es el olor de unas magdalenas lo que lo devuelve a la infancia, en el contexto menos idílico en que transcurre la novela de Galende, a Juan Miranda lo reenvía de un paraguazo a su infancia la siguiente magdalenita táctil: durante el bombardeo a La Moneda, para protegerse, se pone boca abajo, pegando la cara al piso, y entonces recuerda cuando, a los cinco o seis años, se tiró boca abajo cerca de la cama de su madre para darle una sorpresa, consiguiendo sólo darle un susto tan grande que lo hizo merecedor de una cachetada.
En materia de memoria, hay magdalenas menos idílicas y olorosas que otras.

11
Una última cuestión a la que me gustaría aludir es algo a lo que también hace mención Kohan en el epílogo, y que yo antes había leído justamente en el demodelor libro de Rithy Panh que mencioné al principio. Se trata de la idea de una “banalidad del bien”, en oposición o complemento a la banalidad del mal desarrollada por Hannah Arendt en Eichmann en Jerusalem.
La “banalidad del bien” es la fórmula con que Rithy Pahn, sobreviviente al infierno camboyano, se refiere (y homenajea) a su padre, que sin ser crítico, héroe o mártir resistente, simplemente “se encerró en el lenguaje”: comenzó a murmurar, luego dejó de hablar, de comer, y murió. “En nuestras sociedades democráticas –escribe Rithy Pahn– el hombre que cree en la democracia nos parece ordinario. Incluso aburrido. Por ello, en mi despacho tengo ante mí un retrato un poco amarillento de mi padre: que haya una poderosa banalidad del bien. Esa será su victoria”.

No resistir, no luchar no implica necesariamente complicidad ni menos culpabilidad; no cooperar, no sumarse ni ceder al mal, en cambio, sí constituye un acto moral, de baja intensidad pero moral. No todos eventualmente aceptarían manejar o acoplarse, está diciendo en el fondo Pahn y, a su manera, Galende, a esas maquinarias de eliminación humana que son los totalitarismos. No siempre todo el horror se debe a simples cumplidores de órdenes, por un lado, ni su derrota a héroes y mártires, por otro; no siempre el mal ha de ser banal (menos en los niveles de un Duch, de un Eichmann o de un Marcelo Moren Brito), pero tampoco el bien siempre ha de ser heroico, épico o grandilocuente: puede ser sencillo, banal, humano y no sobrehumano, como el bien que representó el padre de Rithy Panh o como el bien –“discreto, fino y sencillo”, para decirlo en palabras de Violeta– que también representó Juan Miranda, y del que tan buena cuenta da esta primera novela de Federico Galende, que nos deja pensativos mirando las palabras, mirando la historia, mirando la ciudad y mirando a Miranda.





lunes, 6 de enero de 2014

Karl Kraus,
LA ELOCUENCIA DE UN DETECTOR DE MIERDAS

Karl Kraus fue una bestia de letras, un hombre clave en la cultura austríaca a principios del siglo XX, principalmente por la revista satírica que dirigió durante 37 años, de los cuales buena parte fue no sólo su editor, financista y distribuidor, sino también su único redactor. En dicha revista –que gustó, divirtió y hasta influenció a Elias Canetti y Thomas Bernhard, para decirlo todo de una vez en materia de relevancia–, así como en su desbordado libro Los últimos días de la humanidad, Kraus se dedicó, con ingenio, ironía demoledora la mayoría de las veces y una lucidez furiosa cuando no quedaba otra, a acusar la idiotez, la prepotencia y la vulgaridad que campeaban el viejo mundo, develando hipocresías, falsas moralidades y, en general, cualquier tipo de estafa, particularmente las que se hacían mediante usos malévolos del lenguaje. Por esto último es que buena parte de sus dardos van dirigidos hacia los poderosos y, más específicamente, hacia la prensa, hacia los periódicos de ese entonces, tan sesgados en su presunta objetividad como algunos de hoy día: “Tengo la publicación de anuncios sexuales por la más meritoria de todas las tendencias propias de la prensa liberal”, dice criticando a diarios que, mientras llevan avisos de este tipo en sus páginas, condenan en sus editoriales el ejercicio del comercio sexual. En esta misma línea, Kraus repasa la contranatural dualidad con que en Occidente se viven la sensualidad y la moralidad, despachando el asunto con elocuencia nietzscheana: “Acaban de cumplirse 1908 años desde que empezó ese celoso combate entre dos principios vitales, en que la indignación se nutre del deseo y el deseo de la indignación, en el que el mundo se vuelve cuanto más indecente más moral y cuanto más moral más indecente”. Y es que Karl Kraus, como dice Adriana Valdés de Enrique Lihn, parecía tener en su cerebro un detector de mierda. Y a las mierdas no solamente las detectaba sino que también las denunciaba a los gritos, con humor, malicia y versatilidad, dirigiéndose a los cuatro vientos, soplaran estos para donde soplaran.
Ahora se ha publicado el libro La Antorcha (Acantilado, 2011, 560 páginas), una selección de sus artículos en Die Fackel. Siendo el espíritu de la época lo que a Kraus apasionó y obsesionó, es natural que sean asuntos de este misceláneo libro desde Rosa Luxemburgo hasta la publicidad de preservativos, pasando por la guerra, la burguesía, Hugo von Hofmannsthal, los alcances de un terremoto (“La estupidez es un desastre natural con el que un terremoto no puede rivalizar”), ciertos procesos judiciales y la dudosa labor fiscalizadora que ejerce la policía con ciertas prostitutas, cuya mecánica perversa (“El método de tener el castigo de un delito por más fructífero que su evitación”) puede tener resonancias coyunturales para el lector chileno.
También, entre largos ensayos y aforismos, entre reseñas de libros y noticias comentadas, Kraus se adentra en los terrenos de la especulación histórico-cultural, llegando a sostener, en base a un escrito que le pilló, que Leonardo Da Vinci sería el inventor del submarino.
Ilustrativo de la ironía y la libertad con que pensaba y se expresaba Kraus es un breve intercambio epistolar incluido en este libro (que, al igual que Los últimos días de la humanidad, fue traducido por Adán Kovacsics, un admirable obseso de Kraus). El intercambio, elocuentemente titulado "Efectos y consecuencias de la Revolución rusa sobre la literatura universal", consta de la carta que le manda un agente cultural soviético y la respuesta que le da, sin dejarse esperar, Kraus. Aquí van:


Berlín, 14 de Septiembre de 1924
Muy distinguido señor Kraus:
Por encargo de la redacción del semanario moscovita Krassnaia Niva, la revista literaria de mayor difusión, dirigida por Lunacharski (comisario de instrucción) y Steklov (redactor del periódico Isvestia), nos dirigimos a usted por el siguiente asunto.
Para celebrar el aniversario de la revolución de Octubre, Krassnaia Niva ha emprendido una encuesta entre las personalidades más destacadas en el campo del arte y de la literatura, con el fin de determinar por esta vía cuáles son los logros de la revolución de octubre rusa de 1917 para la literatura universal.  La pregunta es la siguiente:
¿De qué tipo son a su juicio los efectos y consecuencias de la revolución rusa de 1917 para la cultura mundial?
Nos permitimos pedirle cortésmente que participe en la encuesta y que envíe su estimada respuesta – entre diez y veinte líneas–, en la medida de lo posible con fotografía y autógrafo, a nuestras oficinas hasta el 10 de octubre a más tardar.
Agradeciendo cordialmente de antemano su respuesta y confiando en contar muy pronto con ella, le saluda,
Su seguro servidor
representante de Isvestia y Krassnaia Niva,
J. Gakin


Viena, 4 de Octubre de 1924
Muy distinguido señor Gakin:
Los efectos y consecuencias de la revolución rusa de 1917 para la cultura mundial consisten a mi juicio en que los representantes más destacados en el campo del arte y de la literatura son invitados por los representantes de la Revolución rusa a comunicar entre diez y veinte líneas, en la medida de lo posible con su fotografía y autógrafo, o sea, totalmente en el espíritu del periodismo prerrevolucioanrio, su opinión respecto a los efectos y consecuencias de la revolución rusa de 1917 para la literatura universal, lo cual, en efecto, se puede realizar a veces en las entre diez y veinte líneas prescritas.
Muy atentamente,
Su seguro servidor,

Karl Kraus