lunes, 20 de octubre de 2014

CAPITÁN DE ALTURA
                 (leyenda leyendo)
Roberto Bazlen 1902-1965















A mediados de la década del 20 del siglo pasado, un veinteañero Eugenio Montale dio por acabado un libro, Huesos de sepia, cuando, como poeta, no lo conocía casi nadie, por lo cual, pese a tratarse del que resultaría ser un libro capital de la poesía del siglo XX, para publicarlo el editor Piero Gobetti, ha de suponerse en su favor que a ciegas, esto es, sin conocer los poemas que lo integraban, le exigió al poeta que le garantizase más de 200 suscripciones, esto es, más de 200 personas comprometidas de antemano a comprar el libro. Fea práctica editorial que obligó a Montale a convocar a sus amigos y a los conocidos de sus amigos para alcanzar la meta. Uno de los que lo ayudó en esa tarea ingrata fue, pese a su antisociabilidad (“he limitado al extremo el número de personas que veo, y estoy muy bien”), Roberto Bazlen (1902-1925), un cabal hombre de letras –lector de ojo privilegiado: informador de editoriales, consejero, traductor– que no publicó libro alguno y de quien sus amigos póstumamente recolectaron los informes de lectura para las editoriales Einaudi y Adelphi con que se ganó la vida, así como las cartas que le escribió precisamente a Montale. Ambos libros –los informes y las cartas– fueron traducidos y publicados en un solo volumen este año 2012 por el sello argentino La Bestia Equilátera.
Bazlen es una figura en la que, como dice Montale en unos versos, todo se presta para levantar “una leyenda superficial y vana”: la del genio desganado que pudo ser autor de grandes libros y desistió. Pero lo cierto, más allá de especulaciones y leyendas, es que no quiso escribir libros (salvo una novela inacabada de, eso sí, formidable título: El capitán de altura). Prefirió leer. Sus informes y cartas muestran el desparpajo de un lector agudísimo haciendo algo así como crítica literaria privada, un oxímoron, si se quiere, pero, de todas formas, y más allá del grado de acuerdo o desacuerdo con lo predicado, se trata de lecturas vivas, afectivas, bien calibradas pero nunca tibias y, muchas veces, divertidas o, derechamente, ácidas: emanaciones de una inteligencia brillante, incisiva, despiadada con frecuencia y nunca cooptada ni por intereses ni por amistades ni por temores. Por ejemplo, puede vérsele desestimado El Gatopardo de Lampedusa, desaconsejando la publicación de Los reconocimientos de William Gaddis (“una obra falsa escrita con gran habilidad por un falsificador excepcionalmente inescrupuloso”) y relativizando la gracia de Silencio de John Cage, negándole la filiación zen que el mismo músico reclamaba para sí: “Entre la casualidad infanto anarcoide de Cage y la profunda y deliberada irracionalidad de los maestros zen, hay una gran diferencia”. Más demoledor aún es el informe que le manda a la editorial Adelphi sobre el luego famoso libro La estructura de las revoluciones científicas de T.S. Kuhn, cuyo propósito, considera Bazlen, “es de una ingenuidad tan ofensiva que ya sería hora, finalmente, de empuñar el látigo para echar a toda esta chusma del templo. Al menos, nos protegeríamos del aburrimiento”. Pero también Bazlen sabía jugársela tempranamente por libros que, pese a estar llenos de elementos que desaconsejarían en una primera instancia su publicación, tenían un valor tal que su ojo de águila sabía detectar y relevar. Es el caso, por ejemplo, de su reporte sobre la novela, entonces inédita en Italia, El hombre sin atributos de Robert Musil.
Leer los informes de Bazlen –en cuya línea habría que poner las implacables Noticias de libros (Península, 2000) del poeta español Gabriel Ferrater– es un ejercicio donde campea el placer y el deslumbramiento ante el despliegue de una inteligencia libre y gozosa, honesta y puntuda. De las cartas a Montale, en tanto, sobresale la historia parcial de una amistad entrañable y la decidida voluntad de Bazlen por dar a conocer la obra de Italo Svevo, el autor de La conciencia de Zeno (“pretendo hacer estallar la bomba Svevo con mucho estruendo”, escribe), lo cual reafirma una posibilidad propiciada ya por los informes: tomar este libro no como meros documentos rescatados y de interés relativo sino como los vestigios de una pasión lectora superior y generosa, pasión que tiene mucho de aleccionadora, de emotiva y de estimulante y que, por tirar una línea posible, puede traer el recuerdo de la norteamericana Helene Hanff, la lectora impenitente y severa en sus demandas, pero adorable en su amor por los libros, que durante años le escribió divertidas y quisquillosas cartas a los dependientes de una librería inglesa, cartas que fueron recogidas en el libro 84, Charing Cross Road (Anagrama, 2002). Si lectores como Bazlen y Hanff abundaran en Chile, otro gallo cantaría en el ámbito bibliotecario público.

2012, the clinic

miércoles, 15 de octubre de 2014



Bilz en la Literatura Chilena
                                                             (julio 2014)















Aunque temblando de frío, el cura-crítico de Nocturno de Chile de Roberto Bolaño se toma –y uno llega a sentir su emoción cuando ve subir una gota por la superficie de la botella– una Bilz en una fuente de soda de Santiago.
Detrás del arco en el que su padre –un ofuscado arquero amateur– intenta atajar goles está instalado pacientemente un niño con “una Bilz o un Chocolito”, en el cuento “Camilo” de Alejandro Zambra.
Mientras toma pílsener tras pílsener con un amigo y apuesta billetes con unos parroquianos, el abuelo le pide al mesero que le dé a su nieto que vino a buscarlo una Bilz mientras ellos siguen jugando, esto en La edad del perro de Leonardo Sanhueza.
Tras llegar del metro a su departamento, el sujeto que habla en el poema “Día a día” de Matías Rivas toma Bilz en una “cocina inmunda”, una escena en blanco y rojo donde “la satisfacción que me va quedando es sacarme los zapatos / abrir el refrigerador y tomar un largo trago de Bilz”.
Son cuatro momentos de la literatura chilena del último tiempo en los que, para decirlo en términos barthesianos, la bebida puede hacer las veces de punctum, tal fue mi caso, un personal punto de anclaje en la foto –o página–, lo que Barthes llamaba un “detalle que me atrae o me lastima”. En este caso me atrae. Como hilo rojo –literalmente– está el hecho de que estos cuatro personajes, cada cual a su manera aunque todos inolvidablemente, con la bebida lo que hacen es, aparte de refrescar el garguero, hacerle o intentar hacerle frente al tiempo: lo endulzan, lo apuran, lo driblean, se pausan.
Hay una foto de Sergio Larraín en una cantina de Valparaíso en la que aparece una mujer muy atractiva, un borroso marinero cruzándose y, entre medio, al fondo, una caja de botellas individuales de Limón Soda. Yo creía recordar, yo recordaba firmemente que la caja era de Bilz, pero ahora compruebo que era y es y será siempre de Limón Soda, lo que me impide redondear estas líneas como quería, proyectando esos textos con esa foto en un punto de fuga común. Pero, como sea, sin duda hay resonancias, un compartido efecto de extrañamiento y a la vez de insospechado lazo en las mencionadas apariciones de la bebida, como si algún burbujeo común se diera en esos textos. Bilz en la literatura chilena: podría ser el título de una tesina de licenciatura que recogiera y comentara los alcances y distancias de estos inolvidables casos. Hay, por lo menos, una buena coincidencia de la que colgarse. Y seguro hay más casos, o podrán surgir, y no meras menciones sino escenas como éstas, en las que esa específica bebida dulzona y muy gaseada es requerida por la Literatura Chilena para fijar en rojo un detalle, un momento. Hay otro autor en el que aparece, pero ahora se me escapa, podría ser José Donoso pero no es José Donoso. No veo a Donoso tomando esa bebida, sí acaso un té helado o una Nordic Zero.
A la Bilz, de color rojo entre transparente y fosforescente, quizá qué sea lo que la hace tan recurrida literariamente. No se me escapa que es propiedad de una compañía productora muy grande y ruín, con la cual no quisiera en ningún caso aparecer simpatizando. Pero manda el realismo. En la literatura chilena contemporánea, al fin la Bilz se liberó de la patética Pap. Otro mundo

viernes, 10 de octubre de 2014

Una Maravilla Absoluta

“Incluso en medio del Apocalipsis no se puede hacer callar por completo la modesta aspiración personal del ser humano a la felicidad”.
HERMANN BROCH
Autobiografía psíquica

lunes, 6 de octubre de 2014

El placer de todas las cosas

"Debiera recuperar el placer de la afeitada y el placer de fumar y el placer de todas las cosas, eso que pone un sentido a su realización, se prometió Fernando. Si pudiera conservar esa conciencia del sentido de las cosas del caminar, del afeitarse, del fumar y del simple acto de vestirse, uno sería feliz".
FOGWILL, 
Nuestro modo de vida

jueves, 2 de octubre de 2014

YOYO



Texto leído en la mesa Escrituras del Yo, del FILBA, que me tocó moderar y en la que participaron Alejandro Zambra, José Luis Bobadilla, Diego Zúñiga y Daniel Villalobos, en Santiago, el 28 de septiembre de 2014.

Y dedicado ahora a la amorosa y valiente @pibesa que, sin decir nada durante, tras la presentación tuiteó lo siguiente:
“....odio profundo y eterno al moderador inmoderado de la mesa escrituras del yo...FILBA”

Escrituras del yo es el tema, o el dilema, o el problema, de este panel. No, no es un problema. Tema o dilema quizás, pero no problema. Pienso en las innumerables cosas inteligentes y en las innumerables cosas tontas (generalidades, obviedades, despropósitos) que se podrían decir respecto a las escrituras del yo. Decir, por ejemplo, que la literatura está estrellada, hoy como nunca, de autores egotistas y que tiritan, verdes, los inventores a lo lejos. Eso sería una tontera, entre otras cosas porque el egotismo comienza ya de algún modo con los aedos griegos, que aparecían siempre en lo relatado, un poco a la manera en que se aparecía antes la sombra del cojo en la pantalla del cine, y porque los inventores corren libremente por el paisaje literario, y algunos de hecho se encumbran en los rankings de venta, y qué. No hay tontera en cambio en decir, con más seriedad e incumbencia, lo que dijo a propósito de narrativas autobiográficas en una entrevista que le hice hace unos cinco años Ricardo Piglia: “Es imposible admitir una sociedad donde la imaginación esté clausurada y donde el principio de realidad se imponga de modo absoluto… Confío en la fuerza de la imaginación (novelística en primer lugar ya que implica la soledad robinsoniana de la lectura) para construir mundos alternativos y vidas posibles”.
Es cierto: no basta la mera experiencia –tener una buena historia– para que valga la pena contarla. No recuerdo ahora dónde es que el mismo Piglia dijo algo así como: No me cuentes sueños en los que no aparezco. Me pareció siempre una de sus nociones más brillantes sobre la literatura –iba a decir: sobre el estatuto de la ficción, mas mejor no–. No basta tener una buena historia –ni menos buenos sueños– para que esa historia o esos sueños merezcan ser contados. O, lo que es lo mismo, ser oídos. Debe haber dos historias. La historia que se cuenta y la que no se cuenta, diría Piglia. Y otra más, diría yo, que es la historia de la prosa en que se las cuenta. Dicha historia –la de la prosa en que se cuenta la primera y en que se omite la segunda historia– es siempre la historia de una elección, aunque sea inconsciente, está contenida en cada paso del lenguaje, en cada palabra y su secuencia, en las figuras usadas, en las maneras de omitir, de simular, de escurrir, en el fraseo, largo o corto, sinuoso, dribleado o directo, en los énfasis, en los acentos, en donde tiembla la lengua, como en Santa Teresa, donde tirita, en los excesos, en los guiones y comas usados, en cierto apuro, o demora, o soltura, en la emulsión, según diría Carrasco, en las gracias y líneas literarias con que se comulga. Y en las citas, como el amor. Con todo eso, y un poco de suerte, se puede, pienso yo, contar sin dar la lata un sueño en donde no aparezca el interlocutor. O hablar de uno mismo en literatura.
En ese tránsito, en el momento de pasar a formar parte de esa historia, de esa lengua salvada, el autor de las otras dos historias se diluye, se desdibuja; muere, según la célebre formulación de algunos teóricos del siglo pasado.
Yo entiendo a Piglia cuando hace una defensa de la ficción y toma una cierta distancia crítica de las escrituras del yo, o de las narrativas del yo para ser más exacto, en el entendido de que abundan los contadores sin gracia de su propia historia, más conocidos en Chile como lateros. Pero por otro lado –otro lado que para mí cobra cada día más fuerza, al punto que sospecho que terminaré mi vida leyendo sólo literaturas del yo, además de filosofía y poesía, que como todo el mundo sabe pueden ser las dos escrituras más personales, más del yo que existen–, por otro lado, digo, está Mario Levrero, ese verdadero caso insólito, ese tótem, ese amigazo de papel y hueso a quien, en la más objetiva de las postulaciones, se lo podrá ver encumbrado en la línea de los autores que hacen de la escritura del yo literatura de la más alta, como quien saca agua de las piedras considerando que no fue sujeto de vida aventurera ni fascinante, que no fue ningún Bruce Chatwin. Con la simpleza de su grandeza, Levrero escribió en una de sus tantas novelitas autobiográficas o mini-novelas luminosas –Burdeos, 1972– lo siguiente: “Después de todo, eso que escriben las puntas de mis dedos pasa a través de mí”. Yo amo a Levrero locamente y si tuviera que escoger, me quedaría con su escritura del yo, lejos, lejos, antes que con su escritura imaginativa, como la de La Banda del Ciempiés o Nick Carter agoniza mientras no sé qué. Felizmente, en la literatura, a diferencia del amor o la política, nunca llega el momento de elegir, siempre puede uno moverse con la “y” de la conjunción y no con la “o” de la disyuntiva.
En sus novelas del yo, a menudo Levrero se reprende por abandonar su escritura y dedicarse a la buena y rutinaria vida, por lo cual se autoimpone, como acto de contrición, retomar la escritura a como dé lugar. Pura autoficción, autoficción pura. En el caso ejemplar de Burdeos, 1972, a Levrero se le va armando un diario en el que toma nota de las experiencias inmediatas que durante poco más de un mes vive, encerrado en su departamento. Esas experiencias –como en otra medida pasaría casi dos décadas después justamente con el diario que hace de prólogo a La novela luminosa– no son otra cosa que la observación minuciosa y supersticiosa de una rata y, luego, de un pichón de paloma y finalmente de un gorrión que se cuelan en su pequeño patio, y las reflexiones que dichas observaciones le gatillan, más los recuerdos y los alaridos que le suscitan; todo conforma en el fondo una denodada y entrañable manera de mirarse a sí mismo: “Aquí me estoy recuperando, aquí estoy luchando por rescatar pedazos de mí mismo… No me fastidien con el estilo ni con la estructura; esto no es una novela, carajo. Me estoy jugando la vida”, escribe con su inconfundible sentido leve del humor Levrero en esas páginas.

En la bajada con la que me convocaron gentilmente a moderar esta mesa, decía la Organización de Filba que la idea es que tratase más o menos de lo siguiente, cito textual: “Escrituras que están marcadas por la memoria personal. (Discutir) sobre la posibilidad de atravesar la difusa frontera entre la ficción, la biografía y la literatura”. Yo solo agregaría una palabra a eso, pero una palabra que más que un énfasis o un matiz propone un cambio de sentido. Yo hablaría hoy mejor sobre la posibilidad de NO atravesar la difusa frontera entre la ficción, la biografía y la literatura. Quiero decir: no sé si es posible no atravesar esa frontera. Dicho de otro modo: para mí no hay frontera, y no existe ninguna prohibición de atravesar una línea que sólo es imaginaria, y hasta Juan Luis Martínez puede ser autobiográfico, quizá el que más. ¿Será Fogwill autobiográfico? ¿Será Ribeyro autobiográfico? ¿Vallejo, Vila-Matas, Morábito autobiográficos? ¿Tamara Kamenszain autobiográfica? ¿Raúl Gómez Jattin autobiográfico? ¿Raúl Zurita autobiográfico? ¿Fabián Casas, Marcelo Mellado autobiográficos? ¿Mario Bellatin, María Moreno, Joao Gilberto Noll autobiográficos? ¿Julián Herbert, Yuri Herrera, autobiográficos? Todo es poesía menos la poesía, escribió el centenario Nicanor Parra, y todo mi punto en esta mesa antes de cederle la palabra a nuestros invitados podría sintetizarlo parafraseando eso: que todo es autobiográfico, menos las autobiografías.