martes, 4 de febrero de 2014

Campos de Brasil
En su Carta del descubrimiento de Brasil, en la que en el año 1500 informa al rey sobre algunos detalles del mundo con que se encuentra la expedición que él integraba, el escribano –hoy diríamos derechamente escritor, narrador o cronista– Pêro Vaz de Caminha anota que los nativos del territorio que más tarde sería llamado Brasil andan “desnudos sin ninguna cobertura ni estiman en nada cubrir sus vergüenzas, y tienen respecto a eso tanta inocencia como en mostrar el rostro”. Poco antes en su texto, el escribano ha contado cómo, cuando por primera vez interactúan un nativo y un portugués, éste le da a aquel un birrete y un sombrero negro a cambio de lo cual el nativo le pasa “un sombrero de largas plumas de ave con una copa pequeña de plumas rojas y pardas como de papagayo, y otro le dio un collar grande de menudas cuentas blancas que quieren parecer de adornos”.
Con esa idea sobre la doble conducta brasileña preconquista (despojamiento y  exceso) se podría iluminar la lectura de una buena parte de la literatura brasileña. Por un lado, el despojamiento, la ausencia de pudor a la hora de ostentar las vergüenzas, es decir los genitales, es decir lo más propio o privado; por otra, la vocación temprana que en esas tierras cundía por la exuberancia, el adorno y la dilapidación: el sombrero con plumas rojas y pardas como de papagayo, el collar de menudas cuentas.
Entre uno y otro de esos modos se desarrolla la mejor literatura brasileña: la narrativa distraída y desnuda de Joaquín María Machado de Assis, pero también la exuberantemente arropada de Joao Guimaraes Rosa o la muy afilada (como las lanzas que ostentaban los nativos) de Dalton Trevisan o de Rubem Fonseca, o la de Joao Gilberto Noll, que mezcla ambas derivas, transparencia y bruma; todas proyectan la fluctuación que hace ya cinco siglos describiera el escribano portugués.
De un lado entonces están las poéticas del despojo, el “arte pobre” de Machado de Assis por ejemplo, o la poesía de Ledo Ivo, y del otro, el arte rico de la niebla, la tiniebla verbal, la “oscuridad radiante”; donde quizá sea más clara esta última línea sea en la poesía brasileña, que ha nacido y crecido imbricada hasta las masas con las corrientes de renovación del barroco que, cada tanto, se dan en el continente, desde Sor Juana Inés de la Cruz hasta Rubén Darío, desde Lezama Lima y Severo Sarduy hasta Gerardo Deniz y Osvaldo Lamborghini. En agosto del 2013 se cumplieron diez años de la muerte de Haroldo de Campos, fundador en Brasil, junto a su hermano Augusto y a Decio Pignatari, de la poesía concreta: traductor al portugués de obras claves de la literatura mundial (desde el Génesis, el Eclesiastés y Homero hasta Maiakovski y Mallarmé, Dante y Goethe incluidos); sesudo ensayista de especulación literaria. Sin embargo, es su poesía escrita –nada de convencional pero escrita en vez de garabateada o dibujadita– la que mayor alcance y perduración, pienso, tiene y tendrá. Dos de sus libros, que afortunadamente circulan hoy en castellano, dan buena cuenta del carácter innovador, exploratorio y reflexivo de ella. Uno es Galaxias (publicado en edición bilingüe el 2010 por la editorial uruguaya La Flauta Mágica, en traducción del poeta Reynaldo Jiménez) y el otro, Crisantiempo (publicado el 2006, en traducción de Andrés Sánchez Robayna, por la editorial española Acantilado). Entre esas dos obras absolutamente distintas entre sí pero hermanadas en la vocación exploratoria, media un desarrollo poético notable, centrado en la indagación permanente y forzuda (no forzosa aunque en sus declives algo forzada) de el o los límites del lenguaje escrito, aquellos lindes donde está a punto de precipitarse el significado y el sentido y sólo queda para el que lee lo sugerido, lo sonante, lo incierto.
Galaxias consta de 100 poemas –separados cada uno por una página en blanco– escritos en algo indistinguible que parece prosa y que parece verso y que es ambas cosas y a la vez ninguna. Parecidas en su desplante verbal al célebre monólogo final del Ulises de Joyce, o a la voz demencial del Gran Serton: Veredas, de Guimaraes Rosa, estas Galaxias contienen de todo, partiendo por una reflexión permanente acerca de sí mismas, la que aparece ya en el primer poema, en la primera línea: “Y comienzo aquí y peso aquí este comienzo y recomienzo”. Multilingües, extremadamente variadas desde el punto de vista temático (si es que hay temas en esta poesía, cuestión incierta y secundaria), desatadas y repetitivas a la vez, desnudamente metafísicas y hondamente genitales, vertiginosas, eyaculatorias, mortales, estas Galaxias tienen tantas entradas como Brasil, cinco siglos atrás, puntos de acceso para los exploradores y escribanos portugueses.

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