viernes, 29 de noviembre de 2013

Alexander Kluge,
A SALTOS CON SATÁN
(Texto publicado en Revista de Libros de El Mercurio en 2007) 
 

Abogado en retiro, discípulo de T. W. Adorno y cineasta, Alexander Kluge (1932) es parte nuclear del llamado Nuevo Cine Alemán, junto a Herzog, Fassbinder y Wenders. Además de sus películas, Kluge ha escrito un par de libros que lo han hecho acreedor de un admirado análisis por parte de W. G. Sebald, quien en su libro póstumo Campo Santo lo capta medio a medio: “El arte de Kluge consiste en dar a conocer la gran corriente de la fatal tendencia seguida hasta ahora por la historia, en sus detalles”.  
Originalmente, en su edición alemana de 2003, El hueco que deja el diablo consta de quinientos textos (“detalles”), de los cuales el autor seleccionó ciento setenta y tres para una edición norteamericana, que es la que Anagrama reproduce.
“Un diablo no muere; cambia de forma”, se lee hacia el final del libro. El registro de esas infinitas mutaciones es el ambiguo común denominador de estas historias donde brilla tanto el diablo como su ausencia, pues también éste obra por omisión, y no siempre se muestra astuto: “Es posible que el diablo se guíe todavía por una idea obsoleta del poder”. Para seguirle la pista al “segundo Todopoderoso”, Kluge se sirve de la crónica periodística, la nota erudita, la alegoría, el comentario histórico, la efeméride científica, la discusión legal, los cuentos de guerra, la historia amorosa, la foto comentada (a lo Sebald), la confesión novelesca y la especulación filosófica. Se sirve de ellas y se sirve bien. Y acompañado de citas falsas y citas reales, de notas e imágenes, de información matemática y estudios de física, resume historias que van de la Grecia clásica al 11/S, pasando por la Alemania nazi, Chernóbil, la Inquisición, el cine moderno, África, Kant, el circo, Rusia, la Biblia, Brasil, el mundo submarino, la literatura, la perrita Laika, Sarajevo, la Casa Blanca, la vez que casi dinamitan la torre Eiffel y los niños sobrevivientes que fueron repartidos al azar, por negligencia, tras la Segunda Guerra Mundial.
Mediante hipotéticas entrevistas con los protagonistas, Kluge interrumpe las narraciones por boca de un preguntador anónimo a medio camino entre el detective, el filósofo y el niño que exige explicaciones para aquello que se da más rápidamente por sentado, como para asegurarse de que el interlocutor no se esté valiendo de lugares comunes, de ideas huecas. Y si bien el humor no es central, hay contados momentos, justamente en estas entrevistas, en que se asoma y, cabe decir, es endiabladamente corrosivo.
Imposible interesarse por todo. El mismo autor lo insinúa, sin falsa modestia, en el prólogo. Y es natural, pues se trata de un libro ambicioso, raro, lanzado, cuya lectura produce entusiasmo y permite saltos como saltos se permite el narrador y, principalmente, “Satán, el Tentador”.

EL HUECO QUE DEJA EL DIABLO
Alexander Kluge
Anagrama, Barcelona, 2007, 377 páginas.




viernes, 22 de noviembre de 2013

La mano de Rodrigo Rey Rosa

www.sinembargo.mx/26-11-2013/825852

“¿Es verdad que cortaron un brazo a una de las chicas para usarlo a modo de brocha y pintar con sangre una amenaza dirigida al dueño de la finca?”. Esta pregunta, deslizada al pasar por uno de los personajes a propósito de las noticias guatemaltecas, da buena cuenta del trasfondo en el que acontecen los sucesos de la narrativa de Rodrigo Rey Rosa, en cuya última novela, Los sordos (Alfaguara, 2013), la violencia sigue siendo representada, aunque más que como asunto central, como telón de fondo, y siempre –y he aquí una clave de su gran gracia– contrapuesta con un estilo no del todo lacónico pero sí ajeno a los alaridos, los énfasis innecesarios, las explicitudes o monsergas o, como mejor lo dijera Pere Gimferrer, mediante “una escritura despojada hasta el máximo, en la que ninguna palabra sobra, y sin embargo envolvente y sensual”.
Los sordos funciona, ante todo, como un thriller (Rey Rosa maneja el género como pocos en la lengua) armado con precisión y elegancia, las que surten el efecto de un encantamiento, o de un arrobamiento, en la atención de quien lee. Una desaparición, otra desaparición, y de ahí en adelante un hilo que al desplegarse mantiene en permanente incertidumbre al lector respecto a los hechos que se refieren, pues nada nunca es exactamente lo que parece ser, y el mal y el bien son escurridizos conceptos que pueden disfrazarse el uno del otro, pero que en ningún caso son lo mismo, y tras su elucidación ha de enfilar el lector, que avanza cautivo por entre las líneas y las páginas en busca de un sentido que no está del todo en ellas, ni en ninguna parte, siendo los diálogos los que puntean el suspenso o provocan los giros inesperados, los desconciertos y una que otra sonrisa.
Siempre se celebra en Rey Rosa su arte elíptico, su comedimiento, su sutileza narrativa. En sus últimos libros ensayó una veta de índole más exploratoria que en parte lo alejó de ese perfil, trabajando ya sea con archivos y con su propia presencia como eje del relato (El material humano) o bien con historias sencillas como el “delirio amoroso” que está en la base de Severina. En Los sordos, en cambio, vuelve a la línea de libros como Piedras encantadas, El cojo bueno o La orilla africana, es decir, a su mejor mano: aquella con la que, sin caer en convencionalismos, teje tramas en que lo ancestral y lo moderno conviven con tanta tensión como el dinero y el honor, el amor y la deslealtad o el derecho occidental y el maya.
Así, Los sordos, además de un thriller soberbio, es un par de cosas muy relevantes desde el punto de vista de la literatura latinoamericana. Un muestrario de prácticas y de personajes de un mundo, el centroamericano, del que conocemos poco, algunos inolvidables, como los jueces mayas o el protagonista, Cayetano, un guardaespaldas con honor en un mundo, el de la seguridad privada de los magnates, donde el honor es un antivalor. También es una exploración, no en las causas ni en las infinitas formas de la violencia sino más bien en sus implicancias, en sus incontenibles efectos, uno de los cuales es, justamente, el borroneo del umbral entre el bien y el mal. Y es por lo mismo, también, Los sordos un espacio de indeterminación, es decir, un entramado literario –preciso en su funcionamiento, elegante en sus pasillos y ventanas– en el que la exposición de los hechos y de los caracteres de los personajes se vuelve más relevante que cualquier visión que el autor sobre ellos pudiera ofrecer –y de hecho no ofrece ni una–, y donde la naturaleza (un gato, una nube, un rayo de sol al atardecer o una gota escurriendo por la hoja de una planta), un poco a la manera del teatro shakesperiano, opera como anticipadora, como desencadenadora o como caja de resonancia de lo humano y lo inhumano. La naturaleza, de hecho, en Rey Rosa es siempre personaje, carácter, nunca mera ambientación.
Por todo ello, por la fineza de esta mano narrativa que sabe cambiar de voz o de velocidades, poniendo reversa y luego acelerando sin que nunca le suene la caja de cambios, y también por su endiablada capacidad de entretener, es decir, de mantener la atención intrigada, Los sordos es, sobre todo, una excelente novela, la más extensa y con probabilidad una de las mejores que han salido de la mano de Rodrigo Rey Rosa.

  

miércoles, 6 de noviembre de 2013

MARCELO MELLADO, 
EL EFECTO DE UN ENCANTAMIENTO, LA VOLUNTAD DE HUEVEO

Presentación a la reedición de Editorial Cuneta de La provincia. Santiago, septiembre de 2011.



UNO
Quiero partir citando algo que Mellado escribió en “Pantalla trágica”, una columna suya reciente: “A mí el Felipe Camiroaga siempre me llamó la atención, a pesar del desprecio que uno siente por la televisión abierta, lo encontraba un talentoso perverso, un tipo con una gran capacidad para producir comedia, simpático y brutalmente irónico y molestoso, marcado por la voluntad de hueveo”.
Al leer eso pensé que Mellado estaba escribiendo sobre el autor de sus propios libros. Y, de hecho, leyendo la novela cuya segunda edición hoy se lanza –La provincia–, encuentro entre sus páginas otra vez esa misma seña: voluntad de hueveo. Destaco esa voluntad como columna vertebral del melladismo (melladismo entendido aquí simplemente como el conjunto de la obra de Mellado), voluntad de hueveo que Pablo Oyarzún llamó más filosóficamente en una presentación reciente de otra novela de Mellado (La Hediondez) su cualidad de humorista, entendidos estos como quienes “nos traen de vuelta a la superficie. En vez de andar abrochando hechos con causas y razones, hacen crónica de casualidades... Donde los otros andan viendo e instituyen uniformidad y coherencia, estos ven y promueven dispersión carnavalesca”.
  
DOS
Los libros de Marcelo Mellado pueden tener un efecto lacrimógeno, en el sentido (policial) de que, aparte de moverlo a uno a la fuerza de la posición en que inicialmente se encuentra, hacen estallar en carcajadas para el lector lo peor y lo mejor de lo chileno, atribuyendo para ello a sus personajes, justamente, lo peor y lo mejor del lenguaje chileno: por ejemplo, el festival de sobreentendidos del decir burócrata, la floritura afrancesada de cierto quehacer crítico local, el amaneramiento lírico y folclórico, el balbuceo etílico y los recovecos y ambigüedades del nacional escarceo erótico. Y también, en ciertos cuentos y pasajes de novelas como La provincia, se vale Mellado de la coprolalia más feroz –la del resentido, la del “flaiterío” o la del mero “huevonaje”–, para encarar y desenmascarar la mediocridad y lo que él llama picantería nacional, aunque también dé cuenta del ingenio, la malicia y el fino sentido de la oportunidad que caracteriza al ser y el hablar nacional.
Delatora de falsas moralidades, del “cerderío” empoderado o “lamecaca” del power, la posición del Mellado narrador es la del desprecio, siendo en ocasiones a sí mismo a quien más desprecia; por ello tal vez su situación es al mismo tiempo la del exagerador, que no es que sacrifique la verosimilitud de los hechos por sólo darle paso al humor, sino que justamente pone en entredicho cualquier verosimilitud mediante esa exageración, porque las maneras de ser, de hacer y de decir del llamado chileno medio son para Mellado, como queda dicho, antes que cualquier otra cosa intragables: por lo rascas, por lo cobardes, por lo ineptas.
Sin embargo, Mellado puede producir el efecto de un encantamiento: a veces, aun a su pesar, vuelve entrañable todo aquello que desprecia (cuestión que, de ser efectiva, puede que contraríe su propia intención o voluntad).

TRES
A mí me parece que esta reedición de La provincia, a diez años de su aparición en Editorial Sudamericana, es razón más que suficiente para celebrar y mirar con optimismo, alegría y vaso en mano el presente literario nacional, que para Mellado ha sido, en un punto, indudablemente positivo: ha sido reeditado por primera vez y, al tiempo, su obra empieza a ser reconocida afuera, como en Argentina, donde lectores agudos como Quintín y Patricio Pron lo han leído y recomendado con entusiasmo.
No deja de ser elocuente que en su segunda edición La provincia haya aparecido en un sello independiente, como lo es Editorial Cuneta, comandada por Galo Ghigliotto y cuya labor es justo celebrar, pues es también justo y en cierto modo incluso satisfactorio ver a Mellado compartiendo catálogo con César Aira y Mario Bellatin, con quienes de alguna manera hace sistema, para decirlo en clave eléctrica. Dado que esta es una reedición, es posible que muchos ya conozcan la novela, y si no es el caso, tanto mejor y, como sea, no corresponde estar haciendo resúmenes colegiales –lo que es siempre una tentación en estos casos–, pero sí quisiera mencionar algunas escenas centrales que me parecen brillantes, así como algunos recursos, mecanismos y maromas narrativas que, pienso, hacen de Mellado la voz más creativa, radical y disruptiva de la narrativa chilena contemporánea. Y la más inimitable, además.    
Una primera escena es el Carnaval Poético Municipal, esa murga lírica que se deja ver como una versión situada y graciosa de un análisis tipológico de la poesía nacional. El narrador del Carnaval Poético Municipal –episodio descomedido que es la quintaesencia del melladismo– es como un reflejo, en la trama, en los acontecimientos mismos, del autor: ambos son el “portador del aparato retórico”.
Con la gran admiración que se le tiene, se puede decir que cuando Bolaño hace en Los detectives salvajes esas clasificaciones de poetas en categorías como poeta mariquita o poeta maricón o poeta marica, su humor no es más efectivo ni más filudo que el de Mellado, que en este carnaval que se desarrolla por las calles y esquinas de San Antonio –ciudad donde a todo esto sucede todo esto lleva a cabo la más brutal tipología burlesca del poeta chileno, haciendo las delicias del lector al describir, someramente o con la máxima profundidad, los matices diferenciadores de poetas picantes, poetas beodos, poetas aplanacalles, poetas magisteriales o profesorales, poetas emprendedores, poetas bolcheviques, poetas étnicos, poetas ambientalistas, poetas feministas, poetas gay, poetas del Hogar de Cristo, poetas universitarios, poetas cuicos, poetas conceptuales o densos, poetas etílicos, poetas en riesgo social, poetas lumpen, etcétera, sobretodo etcétera, como dice el narrador. En alguna parte se llega a escuchar en la novela que no queda más que echar a los poetas de la república, infructuoso empeño de cuyo primer intento se tuvo noticia en Grecia hace ya tantos siglos.
Pero Mellado no enfrenta tanto a los reales ejecutores del arte de la poesía, a los que estoy seguro que lee y admira, cuanto a los impostores que se valen de su presunta práctica para legitimarse, viajar o arreglarse los bigotes. Conviene dejar esto aclarado.

CUATRO
La de Mellado es una obra que contiene su propia crítica, que se sostiene sobre sí misma, que se va pensando sobre la marcha, superando con creces en lucidez muchas veces los comentarios críticos que puedan aparecer a posteriori por ahí. Por ejemplo, apenas arrancada La provincia dice el narrador a propósito del hábito de los personajes de llamarle a los paseos por la ciudad “walking around”, dice, digo, que este uso se trata “de una parodia crítica que importa giros de lengua, como ejercicio lúdico, más conocido en nuestro medio como hueveo…”. En la misma línea de pensarse a sí misma reflejada en la acción, la novela poco más adelante tiene esta frase: “Esto es una exageración, sí, porque todo lo es, más aún, de eso se trata, se exagera como operación crítica que nos sirve para contextualizar la presencia de los agentes del relato”. Es, en este sentido, el más lihneano de los narradores chilenos vivos, autor de textos que siempre se miran y piensan, y se ridiculizan también, a sí mismos, como “A Franci”, ese poema de Lihn que se va replegando de la pura vergüenza que le dan sus versos amorosos: “Te quiero, qué comienzo,/ peor es tragar saliva/ y peor aún este nudo en la garganta que torna los contornos/ del mundo o la forma de un grano de ripio pegado a la planta de los pies…”.
Mellado subvierte “el plano regulador del lenguaje”. No le gusta la palabrería literaria, el suyo es un lenguaje, bajtinianamente habría que repetir, de plaza pública, y por ello es que en su obra las pifias del habla tienen todo el derecho a existir, lo que abre la puerta a anglicismos (no muy sofisticados, como decirle Fernando Flowers al obeso ministro de Allende que terminó en la derecha), salidas procaces, reiteraciones, infracciones localísimas como decir “Te voy a pegarte”, equívocos de connotación genital, todo en combinación carnavalesca con jergas chupeteadas al mundo de las ciencias sociales, de la sociología, de los estudios y los imaginarios culturales que Mellado, indirectamente, termina de alguna manera por desacreditar. En todo caso, Mellado no rehúye el lirismo ni la elegancia cuando la ocasión lo propicia. No todo es hueveo, tampoco. Al contrario, pero la verdadera seriedad es cómica, escribió Parra.
También quiero relevar la apuesta narrativa de Mellado por explorar una “sexualidad charcha” (según ha dicho), tan chilena por lo demás, la descripción de un modelo no-penetrativo, que se mueve en el terreno de los favores sexuales, las tocaciones, las intentonas que no llegan a puerto, la chapucería precoital. Cuando le pregunté al autor sobre esto en una entrevista, me contestó que buscaba alejarse del canon literario “del huevón que después de hacer el amor enciende un cigarrillo. En ese sentido –me dijo– yo recuerdo un poco las enseñanzas de Luis Buñuel, que trabaja la sexualidad como algo ridículo”.
“Lo demás –remató Mellado– es cine o es revista Paula”.

CINCO
“Retórica y verdad” es el capítulo rabelesiano máximo de La provincia. Lo rabelesiano, evidente en la presencia protagónica de la fecalidad y de la coprolalia en la obra de Mellado, es realmente fuerte, fuertísimo de hecho, a tal punto que su última novela se llama La Hediondez. La escena en la casa del vecino autorreferente que sufre de diarrea es, literalmente, lo más cerdo que hay. Después, al final, cuando éste se sigue tirando peos en una citroneta y cagándose en la berma, la cosa como es natural sólo empeora. Aquí, debo aclarar, Mellado no vuelve entrañable al insufrible Eulogio Bolla. El encantamiento con todo aquello que desprecia al que aludí al inicio es un efecto ocasional, no permanente.
Terminaré en reiteración, quiero insistir en una cuestión que es central, el humor como eje articulante del melladismo. Es decir, y esto lo enlazo con la cita inicial que aludía a Camiroaga, la preeminencia de la voluntad de hueveo que hay en la obra de Mellado. Pero no se trata de chacota y punto. Es absolutamente subversiva, libertaria tal voluntad. La obra de Mellado es grande no porque de un tiempo a esta parte lo vengan reconociendo tales o cuales eminencias chilenas o extranjeras, ni porque tenga más o menos difusión, sino porque es una obra narrativa que, como pocas, no le deja al lector el mundo –o el medio local– tal cual lo veía antes de la lectura.
Quisiera que esta presentación tuviera un solo objetivo cumplido: funcionar como invitación a la lectura de Mellado en general, y de La provincia muy en particular, por estar esta novela de cumpleaños, por ser –fuera de una antología de cuentos que tuve el honor de preparar para Metales Pesados el 2010 (Armas arrojadizas)– la primera obra reeditada de Mellado, y por ser también un libro clave, el que afirma un estilo que pasados los años sigue vigente en nuevos libros, en nuevos cuentos, en nuevas crónicas y, también, en nuevos proyectos que, a la Bellatin, superan lo literario, como son los Encuentros de Pueblos Abandonados, una cooperativa productora de mermeladas o las Clases Libres que Mellado planea hacer, como una forma oblicua de sumarse al malestar nacional con el modelo educativo.


7 septiembre 2011.

martes, 5 de noviembre de 2013

EL CLUB PICKWICK O LA VIDA ENTUSIÁSTICA
















(Texto de 2009)
  
Asombra que esta genialidad, Los papeles póstumos del Club Pickwick, sea la primera novela que un entonces veinteañero Charles Dickens publicó, y no porque sea perfecta a la manera en que son perfectas, por ejemplo, las mejores novelas de su compatriota Jane Austen. Al contrario, Los papeles... es una novela desmedida, desprolija, pero en su exceso resulta fascinante e inolvidable. Es una novela imperfecta porque hay cosas que parecen estar de más, como el aparataje cervantino de presentar el relato como la investigación de unos editores, procedimiento que el mismo Dickens va paulatinamente abandonando, como si le diera a él mismo una tremenda lata continuarlo, para concentrarse en narrar sin más las disparatadas aventuras de Samuel Pickwick, sus amigos y su ayudante Sam Weller. También sobran, a veces, las novelas intercaladas, que no son pocas, y uno que otro capítulo, como el antepenúltimo, que más bien estorba, aunque tal vez sea más correcto decir que distrae, y la distracción es la ley de Pickwick y sus amigos. Por eso, tal vez, es que hay también muchos asuntos y personajes que son dejados en el camino, sin que ello importe mucho. En efecto, la ley pickwiciana primera es la del movimiento perpetuo, el goce y “la observación del género humano en toda su variedad”, es decir la distracción, y si en narrar eso se producen olvidos o discontinuidades, dónde está el problema: esta novela, como la vida, se parece más a un fascinante terruño salvaje que a un rígido jardín municipal perfectamente estructurado para confort del sujeto comedido.
Como queda dicho, narran en esta novela los editores; en ellos, y en los personajes mismos, Dickens, a la manera de Tolstoi, mete claramente sus reflexiones, máximas y pareceres sobre el bien, el hombre y la vida, lo cual al relato le da espesor reflexivo y el carácter moral que Dickens quiso siempre imprimirle a sus libros. No por nada habla el narrador del “encanto inestimable de unir la diversión a la enseñanza”.
En este afán pedagógico, el libro está lleno de personajes memorables, como Alfred Jingle, un caradura de habla entrecortada y humor socarrón que, hacia el final, termina convertido en una persona bondadosa, gracias a los efectos benéficos que acarrea el trato sostenido con Samuel Pickwick, hombre cuyos rasgos esenciales son la bondad, la sociabilidad, la torpeza corporal, la inteligencia, la magnanimidad, una moderada cólera y la entereza, rasgo este último tan fuerte que Pickwick se niega a pagar la indemnización que le exige una estafa montada por un grupo de abogados, aun cuando la rebeldía le cuesta pasarse una temporada en la cárcel, donde, dicho sea de paso, aprovecha de hacer nuevos amigos.
Tiene esta novela un final feliz, y esto, ya se sabe, es un lujo que se pueden permitir, sin un estrepitoso fracaso, sin caer en la condescendencia folletinesca, sólo los que se mueven en los lindes de la genialidad, tal como lo hace, en otro ámbito, David Lynch en Corazón salvaje.
Aun inscribiéndose claramente en la tradición inglesa de novelas cervantinas –Fielding, Sterne–, Los papeles póstumos... es bastante adelantada en procedimientos narrativos que después serían grito y plata entre los cultores de la novela. Por ejemplo, Dickens hace uso del estilo indirecto libre –es decir, del cambio inadvertido de la voz del narrador a la del personaje– años antes de que lo hiciera Flaubert. Incluso unas buenas dosis de surrealismo tiene esta novela (como todo, en todo caso), como la del anciano encarnado en una antigua silla de madera que habla y da consejos amorosos. También es adelantada en sus cuestionamientos. Dickens esboza críticas que van al callo de lo que tiempo después sería el capitalismo desatándose, y las descripciones de la burocracia de las oficinas públicas y los abogados –cuestión que llevó al extremo en la que tal vez sea su mayor novela, Casa desolada– adelantan como se ha dicho a Kafka y explican por qué éste lo admiraba tanto. Pero no por ello es ésta una novela oscura ni desencantada, sino al contrario: todo en ella es “entusiástico”.
Quizás, la verdadera protagonista de la novela sea la amistad, expresada sobre todo en la relación de Pickwick con Sam Weller, una relación de mutuo cuidado y de sabidurías complementarias, un poco a la manera del Quijote con Sancho, aunque sin los retos ni alucinaciones del uno ni el interés creado del otro que mostraban los personajes de Cervantes. Nabokov, que no prodigaba elogios a los clásicos sino más bien impugnaciones, dijo: “Sencillamente, hemos de rendirnos ante la voz de Dickens. Eso es todo”. 
Y eso es todo.  


LOS PAPELES PÓSTUMOS DEL CLUB PICKWICK
Charles Dickens.
DeBolsillo, 2008, 1008 páginas.

viernes, 1 de noviembre de 2013

"(...)
la naturaleza se mira a los ojos
y siguen cambiando los colores
en todas partes y en ninguna
se abre el instante de un placer
que escuchamos más de cerca
cada vez más cerca
en tres arpas vocalizando
verbos al contacto de sí mismos
así y así
como fuerzas que pugnan en el aire
como cuerdas se van desanudando".

                                                   Milagros Abalo, 
                                                  "La cópula del mundo"
                                                  (fragmento)
                                                                milagrosabalo.blogspot.com/

lunes, 28 de octubre de 2013

CLAUDIO BERTONI, 
ZORZALES FRATERNOS Y SACADAS DE MADRE    
    
Prólogo a la edición definitiva de El cansador intrabajable de Claudio Bertoni, Ediciones UDP, 2008 



“Me fui a Inglaterra en 1972. Lo estaba pasando súper bien en Chile, pero la Cecilia Vicuña, mi polola de ese entonces, se ganó una beca de pintura del British Council y se fue a Londres. Tres meses después me fui yo. Con su beca podíamos vivir los dos, mucho menos que modestamente, pero podíamos. Vino el golpe y en vez de quedarnos un año en Europa nos quedamos cuatro, hasta que nos separamos, me fui a Francia y tuve otra compañera ahí”. Con estas palabras Claudio Bertoni ha resumido sus años europeos, durante los cuales escribió buena parte de los poemas de El cansador intrabajable I y II.

***

“En calidad de testigo, es de una sinceridad excepcional. No expurga ni abrillanta… El mundo erótico en el que habita es un mundo en el que abundan las relaciones efímeras y casuales”, escribe W. H. Auden sobre Kavafis, y lo que dice cabe decirlo de punta a cabo del Bertoni que, hace ya cuarenta años, en 1968, en la calle Toledo, de Providencia, empezó a escribir los poemas de un resumidero enorme que con los años daría origen a la publicación de El cansador intrabajable, un libro cuya primera edición (1973) fue artesanal y londinense.          
Bertoni, claro, no es testigo del acontecer nacional ni literario, sino de su propia vida: es a sí mismo a quien observa, es de sí mismo de quien escribe, son sus propios corcoveos espirituales y mentales los que llenan de gracia su escritura. La llaneza de su lenguaje obedece, antes que a un propósito estilístico, a la necesidad de contar con claridad lo que le pasa, a condición, sí, de que sea todo lo que le pasa, sin reservas pudorosas ni posicionamientos heroicos. Cada vida a Bertoni probablemente le parece única e insólita, pero la suya propia –suficiente extrañeza ya– acapara toda su atención. El resto existe o no en función de él. Es, el suyo, el largo soliloquio de un individuo ensimismado y atribulado: desde fines de los años 60 escribe a diario y profusamente en cuadernos que va apilando y de los cuales cada tanto saca puñados de poemas para armar sus libros, incluido éste.
Con El cansador intrabajable I y II, Bertoni instala un espacio que sus posteriores nueve libros no han sino remarcado y, escasamente, ampliado. Es el espacio del confesor impenitente que no se toma la molestia ni de expurgar ni de abrillantar los hechos referidos, y que remeda prodigiosamente el lenguaje utilizado en el día a día sin caer nunca en la mera transcripción del habla real. Bertoni, dice Roberto Merino, ha resuelto el problema de “cómo hablar poéticamente, por escrito, sin alejarse del modo en el que hablamos –a los demás y a nosotros mismos– todos los condenados o luminosos días de nuestra vida”. Y efectivamente Bertoni escribe como si estuviera conversando: “Siento que los traiciono / a Berta y a Bruno / cuando los dejo / en la noche solos / mirando televisión”. No podía hablar de otra manera una poesía cuya vocación es ser un diario total, la fijación –casi como ejercicio terapéutico– de toda una vida, pretensión tan imposible como generosa en admirables “fracasos”. Elocuente es el poema “En este instante”, donde Bertoni busca ilusamente fijar lo que en ese preciso momento (el de la escritura) hacen sus amigos dispersos por el mundo, como si el instante que buscaba retener no hubiese ya pasado irremediablemente entre el primer verso y el segundo.
No obstante todo lo anterior, en El cansador intrabajable I y II se asoma una veta bertoniana no vuelta a explorar, precisamente por la exacerbación del confesionalismo antes señalado. Se trata de  voces no identificables –en último término– con la de Bertoni. “Fea”, por ejemplo, vendría siendo un monólogo dramático, un tipo de poema donde la voz que habla no es asimilable desde ningún punto de vista, ni aun el más pedestre, al poeta o a una versión trasuntada del mismo. Y están también los poemas dialógicos, como “Night talk” o “Intento de trabar diálogo con una desconocida”, que recuerdan los parlamentos de las obras surrealistas que Bertoni leyó de joven.

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Lo que convierte a Bertoni en un poeta tan prolijo es su insistencia, su impenitencia, su insaciabilidad: confiesa pero no se redime, revela para seguir tropezando una y otra vez con la piedra del deseo o con la piedra del terror, que lo paralizan y, a la vez, lo mueven a escribir; miedo a la enfermedad, deseo sexual, aprensión del prójimo, ansia de no ser, terror al exterior (una pulga), terror al interior (un cáncer), ganas de salir a caminar, ganas de volver.
Por estar acicateado por cuestiones tan elementales, Bertoni tiene tanto de realismo sucio e intimista (“Sangrar de las encías / –según tú– / es signo de buena salud / Aquí estoy entonces / con mi buena salud / y dos tarros de Nescafé / llenos de sangre hasta el borde / y un tercero / a punto de rebalsarse”) como de diario espiritual (“Escondo un secreto / que no desea / sino / dejar de ser”). Como si fuera el Padre nuestro, cada poema suyo, publicado o inédito, parece una oración que un místico truncado y un pecador irredento dirige no tanto al cielo como a quien sea que lo pueda oír o, con más propiedad, leer.

***

Largo y en prosa, el poema “Malta Morenita” (llamado originalmente “Cerveza Pílsener”) concluye con un tipo de escena que la poesía chilena no había ofrecido jamás: “Hasta que supe lisa y llanamente que ya era hora y el semen las emprendió como un tren subterráneo a través de la uretra y tú saltaste fuera porque no habías tomado anticonceptivos y yo me tuve que ir de coitus interruptus / Ven a mí / creo que grité ridículamente con una mano en el culpable impidiendo que cayera demasiado semen en el cobertor”. Exentas de vetos decorosos, estas descripciones son, como anotó Enrique Lihn, “cachondeos del goliardo que hace la alquimia de la delicadeza con los ingredientes fecales del lenguaje”. Y de la realidad, se puede agregar tras leer este poema atentamente.
La ternura, en Bertoni, cabe lo mismo o más que las ansías venéreas. Tal vez sea aquello mediante lo cual Bertoni se compensa; no es un poeta que ame: desea, fantasea, recuerda, desprecia, pero no tiene poemas de amor duradero. Sí los tiene, en cambio, de amor fugaz, como “Poema para una vietnamita…”, donde da cuenta del inmenso sobrecogimiento que le causa la belleza de una ninfa oriental: “Yo soy el polvo / que pisan tus pies / y beso desde ahí / todos tus pasos”. Pero incluso cuando el deseo sexual parece replegado (“Hace 9 años el deseo me hacía morder la almohada / hoy día apoyo tímidamente la nuca / o una de las orejas”), a Bertoni le queda la ternura, como la del gesto amable que tiene hacia el heladero que vende bajo su ventana, inapropiadamente, helados en un día frío.
Función análoga cumple su lirismo y su ocasional musicalidad. Si a versos como “cállate cabro concha de tu madre” ome los culeo a ustedes también”, Bertoni no llevara otros como “un zorzal lleva pasto seco a su nido / como si fuera un manojo / de floretes de oro para gorriones”, entonces, si no hiciera eso, probablemente otro gallo –más desafinado, monótono y en definitiva básico– cantaría en sus textos. Además, tales expresiones muchas veces se entienden sólo como frases vulgares, y ciertamente lo son, pero en los poemas son también algo más; el verso “qué mierda tengo en la pichula”, por ejemplo, no se trata de una mera licencia procaz sino del grito de espanto de un hipocondríaco que, como lo han demostrado sus sucesivos libros, vive permanentemente temiéndole a su cuerpo, a lo que está en él y no se ve, a lo que sea que pueda estar pasando en las entrañas o fallando en el cerebro.
Zorzales fraternos y sacadas de madre, pues; ese tipo de cruces son los de Bertoni: mundanidad desatada y azote espiritual, adoración de la madre y de la hija del vecino, lágrimas y peos, jazz y sirenas de incendio.

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Remotas son las influencias que pueden investigarse en Bertoni. Someramente, estas: de los epigramas latinos, extrae la personalidad; de la poesía china –sobre todo de Tu Fu y Po Chu I–, el estilo directo y el ensimismamiento; de la poesía japonesa, principalmente la de Kobayashi Issa, la austeridad expresiva. De la literatura norteamericana hereda la desfachatez de Henry Miller, la concisión descriptiva de William Carlos Williams y el coloquialismo de Frank O`Hara. De los surrealistas obtiene el horizonte de imágenes y asociaciones libres; y, desperdigados por el mundo, pueden rastrearse, entre otros, influjos de la valentía reflexiva de Pavese y de la agudeza de la antipoesía y el texto filosófico breve, desde Lichtenberg hasta Cioran.
Por otra parte, está el zen, que para Bertoni ha sido crucial. Lo conoció por medio del libro Budismo zen y psicoanálisis, de D. T. Susuki y Erich Fromm, y adhirió a su postura en cierto modo antiintelectual: el zen busca ver y señalar las cosas, pero no las enseña ni las predica porque el pensamiento muere en la boca. La mayor gravitación del zen en Bertoni es la idea de que enamorarse de las cosas es la única manera de conocerlas. Por eso, tal vez, es que no está para grandes cuestiones sino para hablar de sí mismo y de lo que inmediatamente lo rodea y afecta.
A Bertoni puede situárselo en un grupo en el que también están Enrique Lihn, Rodrigo Lira y Raúl Zurita, y no porque compartan demasiado en términos de postulados poéticos, sino porque, cada uno a su personal modo –Lihn el más versátil–, supo abrirse y abrir camino después del estoque parriano, el que, contrario a lo que hacen creer las estadísticas bibliográficas, supuso el mayor cuello de botella para la poesía chilena, sólo asimilable en su potencia al que antes había roto el mismo Parra: el de la retórica nerudiana.
De estos tres poetas, con quién más cercanías tiene Bertoni es con Rodrigo Lira. Nacidos en la misma década, ambos se alejan tanto de la voz plural y mesiánica de Zurita como de la versatilidad estilística de Lihn. Bertoni, más ensimismado, y Lira, más desesperado, comparten también el rasgo de que sus libros sean reuniones más o menos fortuitas de poemas independientes, y comulgan en el coloquialismo, del que se ha hablado ya bastante, y en sus respectivas soledades, de las cuales ellos mismos –y a sus anchas– han hablado en sus versos. Una casualidad llamativa es que en 1971 Bertoni haya escrito “El grito”, un poema que probablemente Lira no haya conocido, pero que, como sea, es una versión sintética y anterior de su texto “Grecia 907, 1975”, donde Lira especula con pegar un grito colosal por la desesperación en que se halla envuelto. Pero no es esta curiosidad, por demás discutible, lo que emparenta a ambos poetas, sino el hecho de que los dos sean autores marcadamente callejeros. No puede ser insignificante que el primer verso del primer poema del primer libro de Bertoni diga “cuando en la calle”, fijando de entrada un hecho que los siguientes libros suyos sólo han corroborado: Bertoni camina mucho en sus poemas, al igual que Lira. También los vincula –más allá de su sintonía con la juventud– el humor como elemento cardinal de la poesía, aun cuando, como subraya Lihn, el de Bertoni sea más luminoso que el de Lira. Para ambos el humor es un necesario e incluso irrenunciable ducto de ventilación en la negrura en que la vida los suele tener sumidos. Los chistes de Bertoni están ahí recordando que si escribe no es porque concibe anchos los límites de lo poético, si no, simplemente, porque no los concibe. El Bertoni que en el poema “El profesional” se ofrece para barrer patios se parece mucho –en la mofa de la propia desesperación– al Lira de “Angustioso caso de soltería”. Por último, en este libro está el poema “Babieca”, que por su composición recuerda las armazones literarias de Lira, a quien Bertoni, dicho sea de paso, ha declarado encontrar el mejor poeta de su generación.
Ahora bien, con todas sus influencias y cercanías, en El cansador intrabajable aparece Gardel y no Baudelaire, hay más perros que poetas y más imperfecciones que endecasílabos.
Merece mención aparte el poema “Dame ese retrato mío que tienes en la cabeza”, un texto en prosa de carácter psicológico y asunto fantástico, a la manera de algunos cuentos breves de Julio Cortázar, de Robert Musil, de Henri Michaux o de Teófilo Cid. Además, el poema es una rotunda fábula cuya moraleja es la imposibilidad –para Bertoni dolorosa, casi erótica– de que sus seres queridos sean capaces de percibirlo como él mismo se percibe. Y es que, como Kavafis, Bertoni, en último término, no sufre tanto por el garrote erótico ni por el acecho de la muerte, cuanto por la añoranza de una totalidad, más que póstuma, prenatal: una nostalgia del pasado histórico, en el caso del griego, y del pasado personal, en el del chileno. A Bertoni no le van ni el optimismo ni el suicidio, como si la infancia, y sobre todo la madre, fueran su locus amoenus:Volvería al vientre materno / como una película vista al revés / y a todo full”.

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En los círculos más conservadores, su coprolalia y perversión le han valido la tacha de pueril o, derechamente, el ninguneo. Pero lo cierto es que Bertoni no concibe otro modo de escribir que el que anuncia ya en el tercer poema de este libro (“Escribe sin convicción / poemas de no más de 10 líneas…”). Asimismo, su popularidad y éxito también le han granjeado un morigerado desdén entre los amigos de lo oculto; cierto o no, sólo cabe decir que Bertoni es, en cierto grado y gustosamente, un poeta de masas. La última vez que nos reunimos antes de cerrar la edición de este libro, me contó –sin saber que yo lo había observado todo atentamente– que al cruzar la calle lo paró una mujer de 50 años con un hijo en andas y le preguntó si él era Claudio y, ante la respuesta afirmativa, le besó la mano. Bertoni llegó iluminado por ese encuentro con una desconocida, casi como si recién hubieran protagonizado juntos el poema “Malta Morenita”. 

jueves, 24 de octubre de 2013


David Markson, lo viejo reconsiderado
A más de medio siglo de su publicación, la teoría de la “obra abierta” de Umberto Eco sigue luciendo agudeza y sigue, sobre todo, siendo iluminadora a la hora de pensar buena parte de los mejores trabajos musicales y literarios del último tiempo. “Con la poética de la sugerencia –escribió Eco– la obra se plantea intencionadamente abierta a la libre reacción del que va a gozar de ella”. Pero no se trata de un mero caos ni de un montón de símbolos sueltos o piezas para armar cualquier cosa con ellos, sino de una estructura, un modelo sólido pero incompleto, “un trazo que tiene una dirección espacial y temporal” cuya finalización o proyección queda en manos “del que va a gozar”, esto es, el lector, auditor o espectador.
La obra de los últimos años del norteamericano David Markson (1927-2010) representa, pienso, a cabalidad todo eso. Sus últimos cuatro libros no tienen hechos dramáticos, incidentes ni eventos. Tampoco personajes, como no sean los difusos Escritor, Autor y Lector. Aparte de un lote de novelas policiales y otras que él mismo llama “tradicionales”, Markson publicó cuatro libros u objetos literarios hechos a base de datos, citas secretas, guiños, chismes y algunas apesadumbradas o divertidas (según qué libro) especulaciones del narrador acerca de su propio plan literario.
La serie la comenzó en 1996 con La soledad del lector, que el año pasado la editorial argentina La Bestia Equilátera publicó en traducción de la poeta Laura Wittner, causando merecida sensación entre críticos, libreros y lectores del continente. Metales Pesados fue más lejos y trajo una edición del tercer libro de la serie, Punto de fuga, publicado por la pequeña editorial mexicana Verdehalago. Y ahora acaba de llegar, nuevamente vía La Bestia Equilátera y Wittner, el segundo de la serie, Esto no es una novela. El que cierra el ciclo, La última novela, hemos de suponer que vendrá al castellano pronto.
Si en La soledad del lector uno de los motivos recurrentes era el dato sobre escritores suicidas, en Esto no es una novela lo es el mero reporte de cómo murieron figuras de la literatura, la música y el arte. Markson escribe en frases breves, desprovistas en su mayoría de figuras retóricas (aunque a veces de “críptica sintaxis interconectiva”), separadas entre sí por un espacio en blanco y que en su mayoría no son sino meras especulaciones y constataciones (por ejemplo a qué edad fueron compuestas ciertas grandes obras), sabrosas claves biográficas, muchas citas, una o dos ucronías al paso (“Lo que el mundo sabría del Holocausto si hubieran ganado los alemanes”), dos o tres tics y exabruptos (“La prosa afectada, falsa, finalmente casi siempre chata de Vladimir Nabokov”), unos cuantos aforismos y la constante y enigmática interpelación a un “papá” del que ignoramos todo, pero cuya aparición (“Hey, papá, me afilas esto por favor”) perturba como la del “papá” que aparece en Zurita, ese nuevo libro central que crece y crece según pasan los meses. También, para tirar otra línea posible con la poesía chilena, Markson tiene divertimentos filosóficos que recuerdan las “Tareas de poesía” de Juan Luis Martínez, por ejemplo este:
“¿Qué existía antes del Big Bang?
¿Dónde?
Excluya a Dios de su respuesta”.
Y no se trata nunca de un mero pegoteo: Markson trabaja con maestría secuencias y resonancias internas, hilando fino para dar por resultado un tejido firme, un cortaviento para el puelche informativo, un abrigo resistente a las discontinuidades lectoras propias del mundo actual. Además, siempre estos libros tienen, esparcidas, muy agudas reflexiones sobre aquello que el propio libro es o podría ser. En el caso de Esto no es una novela, tales intervenciones tienen un tono más bien irónico, a veces cómico: “Una novela sin ningún tipo de indicio de argumento, le gustaría idear al Escritor”; “Sin trama, sin personajes”; “Esto es incluso una especie de mural, si el Escritor lo dice”; “O una alternativa en prosa a La tierra baldía, si el Escritor lo dice”.
Mención aparte en Esto no es una novela –que en todo caso no parece superior a La soledad del lector, quizá por el efecto inaugural que ese primer libro tiene–, merece la enérgica subida al columpio que Markson le hace a Harold Bloom a raíz de una declaración de éste diciendo que leía a razón de 500 páginas por hora. A partir de ese dato inverosímil, Markson despacha cada tanto pasajes como el siguiente, siempre en tono de promotor de circo, convirtiendo, con injusto aunque apreciable énfasis, en payaso al gran crítico: “¡Espectacular exhibición! ¡Pasen, damas y caballeros! Vean al profesor Bloom leer la edición de Random House del Ulises de Joyce, revisada y corregida en 1961, en una hora y treinta y tres minutos. No escatima ni una página. ¡Inolvidable!”.
Amigo y estudioso de Malcolm Lowry, de Dylan Thomas, de Kerouac, poeta él mismo, a Markson podría endosársele, salvando las distancias y sólo a fin de ponderar debida y claramente su valor y gracia, aquella sentencia con que Ingeborg Bachmann a finales de los años 60 acusaba recibo de la incomparable obra de Thomas Bernhard: “Durante años nos hemos preguntado qué aspecto tendría lo Nuevo… Aquí está lo Nuevo”.
Lo nuevo es aquí, muy modernamente, lo viejo reconsiderado. Es como si Markson, maestro de la concisión y del montaje, humorista elegante y rufián melancólico a la vez, tuviera a la vista casi toda la historia de la literatura y del arte occidentales, tanto de las obras como de las vidas de los hombres y mujeres que las crearon, y, a la manera de un enciclopedista amable, cuando no de un divulgador en éxtasis, se dedicara a tomar nota de lo que ve, a dejar registro de lo que escucha. Siendo el resultado, como queda dicho, una obra abierta, abiertísima, una “obra en movimiento” (Eco), pues ante tal profusión de elementos y espacios la centralidad la toma, no le queda otra, el lector, que es quien, con sus propios conocimientos e ignorancias debe completar las rutas que pueden trazarse con las migas que este Hansel hiperculto deja en la página, y que conducen, tarde o temprano, de vuelta al origen, a la tradición, lo que explicaría quizá la preponderancia que observaciones sobre obras griegas y latinas tienen en este enorme museo interactivo, que comprime casi 3000 años de cultura, horror y diversión, rindiendo para su visitante “una lectura no convencional, por lo general melancólica, aunque a veces incluso juguetona”.  
Qué más decir. ¡Espectacular exhibición! ¡Pasen, damas y caballeros!


ESTO NO ES UNA NOVELA
David Markson
La Bestia Equilátera
2013, 214 páginas

LA SOLEDAD DEL LECTOR
David Markson
La Bestia Equilátera
2012, 254 páginas

PUNTO DE FUGA
David Markson
Verdehalago

2011, 207 páginas